viernes, 17 de mayo de 2019
DUDAS: CAPITULO 3
La lluvia había cesado cuando Paula y Manuel fueron a poner en marcha la vieja camioneta. No iban a menudo a la ciudad de Rockford. «Menos mal», pensó, ya que no sabía cuántos kilómetros de vida le quedaban al vehículo.
—Necesitamos una camioneta nueva —indicó Manuel mientras traqueteaban por la carretera—. El padre de Ronnie acaba de comprarse una.
—Lo sé.
—El tío Tomy dice que te podría conseguir una nueva —comentó él con inocencia.
Paula hizo una mueca en el retrovisor. Unos ojos azules le advirtieron de que no podía informarle a su hijo de que su tío le había hecho el mismo ofrecimiento varias veces en diferentes circunstancias. No le gustaban los lazos que ello acarrearía.
—Nos arreglaremos con lo que tenemos —repuso con calma, apartando un mechón de pelo castaño rojizo de la mejilla.
—Nos iría mejor con una nueva —respondió Manuel, mirando por la ventanilla.
—Cada día te pareces más a tu padre —meneó la cabeza y lo miró—. Y también eres obstinado como él.
—Gracias —asintió con gesto solemne—. Todo el mundo sabe que mi padre era un gran hombre. Fue un héroe.
—Lo fue —susurró con un nudo en la garganta.
Alzó la vista con rapidez cuando vieron a una solitaria figura al pasar por la tienda de artículos generales mientras salían de Gold Springs.
—Un autostopista —dijo Manuel, identificando al hombre.
—No exactamente —respiró hondo y tomó una decisión antes de llegar hasta él.
—¿Qué haces? ¿Mamá? ¿Vamos a recoger a un autostopista?
—Ves mucha televisión, Manuel —indicó, aminorando—. Ven aquí y quédate quieto un rato.
Manuel la miró pero obedeció; se alejó de la puerta y se pegó a ella.
—¿Necesita que lo lleven a alguna parte? —ofreció Paula, con el corazón acelerado mientras Pedro abría la puerta.
—Creo que ya conoce la respuesta —registró la presencia del niño y la miró a la cara.
Ella notó que en su mirada no había alegría.
Estaba enfadado, y no lo culpaba. Los comisionados del condado los habían colocado a todos en una situación embarazosa.
—Suba y lo llevaré a la ciudad —sabía que se estaba metiendo en problemas, pero parecía lo mínimo que podía hacer.
Pedro subió y cerró la puerta. El suave perfume de Paula pareció envolverlo. Sintió los ojos de ella mientras se ponía el cinturón de seguridad.
Al alzar la vista, Paula apartó los ojos. No había ninguna duda de que el niño era suyo. Los ojos azules grandes y profundos se clavaron en él de un modo que su madre no habría hecho, pero eran idénticos.
Pedro sintió un aguijonazo de pesar. Una curva distinta, otro camino, y el niño habría sido suyo.
Descartó esos pensamientos. El dolor era algo con lo que vivía desde hacía mucho tiempo.
—Billy no aceptó traer su coche —conjeturó ella; arrancó y puso los limpiaparabrisas, ya que había empezado a llover otra vez.
—Tendría que haber usado el teléfono para averiguarlo —repuso él con tensión—. Como hubo una avería en todas las líneas de la ciudad y no sé dónde se encuentra el taller…
—Los teléfonos funcionaban —se apresuró a indicar Manuel—. El señor Maddox, el conductor del autobús, paró para llamar a su casa cuando dejamos atrás la tienda.
—Creo que ha sido un error —Paula miró a su hijo.
—Eso creo —Pedro miró por la ventanilla—. Un gran error.
Ella se concentró en la conducción, sin pensar en lo que hacía. Casi habían llegado a Rockford cuando vieron una mancha roja por la ventanilla empapada.
—¿Ése es su coche? —inquirió Manuel.
—Sí.
—¿Qué le pasa?
—Manuel —María intentó apagar la curiosidad de su hijo.
—No se preocupe —miró el rostro tenso de ella por encima de la cabeza de su hijo—. No es culpa del pequeño.
Paula mantuvo los ojos en el camino mientras él explicaba que había olvidado llevar una segunda rueda de repuesto después de que la primera se le pinchara a unos ciento sesenta kilómetros de distancia.
—Ha sido un descuido —comentó Manuel, observando con cautela al desconocido.
—Sí —le sonrió—. Un gran descuido.
—¿Qué coche era? —continuó el niño—. Creo que vi uno como ése en una revista.
—Un Porsche —indicó—. Alcanza los doscientos cincuenta en una carretera recta como ésta.
—¡Vaya! ¿Puedo ir con usted algún día? —Manuel lo miró bajo una luz nueva. Alguien que tuviera un coche como ése no podía ser malo.
—No cuando vaya a doscientos cincuenta kilómetros —intervino Paula, deteniéndose ante el primer semáforo rojo a la entrada de Rockford.
Miró a Pedro Alfonso en la luz que desaparecía. Se preguntó por qué demonios había parado para ayudarlo otra vez. No sabía nada de él salvo que estaba cualificado para ser sheriff. Y que le inspiraba pena. Aún no había visto la casa que le había prometido la comisión.
—Pero voy a cambiarlo —dijo Pedro—. En cuanto le sustituya la rueda.
—¿Por qué? —demandó Manuel.
—Creo que ahora voy a necesitar algo diferente —repuso pensativo—. Quizá algo parecido a esta camioneta.
—Puede quedarse con ésta —ofreció Manuel—. Tal vez podría comprársela a mamá para que ella pueda comprarse una nueva.
Paula pisó el acelerador, sintiendo que se ruborizaba. No existía un niño discreto. Pedro rió.
—Tengo una hermana menor —reveló él en voz baja—. Mi madre me obligaba a llevarla conmigo en mis citas para que no me metiera en problemas. Créame. Esto no es nada.
DUDAS: CAPITULO 2
Sabía que era una esperanza vana que no hubieran reconocido su vehículo en la lluvia.
Cuando entró en casa después de guardar la camioneta, el teléfono ya sonaba.
—¿Qué demonios haces? —demandó Tomy Lightner sin saludar—. ¿Has traído a Pedro Alfonso a la ciudad después de saber lo que piensa la gente? Pensé que estabas con nosotros, Paula.
—No estoy con nadie —sacudió la cabeza y las gotas volaron mientras dejaba las compras y se quitaba los guantes—. Nunca dije eso, Tomy.
—¿Así que estás en contra de nosotros? —inquirió con pasión.
—No —suspiró—, y estoy de acuerdo en que los comisionados tendrían que haber contado con nosotros antes de contratarlo. Pero intentar pagarlo con él está mal, y todo el mundo lo sabe. En cuanto a traerlo, su coche se había averiado. No sabía quién era.
—¿Subiste a tu coche a un completo desconocido? —se quedó mudo.
—Llovía. Paré y lo traje los últimos kilómetros a la ciudad. En ese momento, no sabía quién era, pero de cualquier modo me habría ofrecido a llevarlo, Tomy. Sigue siendo un ser humano.
—Un ser humano al que no queremos aquí—se quejó Tomy—. ¿Ya te has olvidado de Jose? Él habría sido el sheriff si no lo hubieran matado. ¿Eso no significa nada para ti?
—Debo colgar, Tomy —musitó cansada—. Manuel va a llegar pronto. Hablaré luego contigo.
Colgó, sin darle la oportunidad de añadir algo que luego ambos podrían lamentar. Era su cuñado y el tío de Manuel. No quería crisparlo.
Se puso a guardar botellas y latas en la cocina hasta que se detuvo a echar un vistazo por la ventana que había encima del fregadero.
A Jose le había encantado esa ventana, la vista de las colinas verdes y onduladas… Todavía le dolía incluso oír su nombre, pero eso no hacía que fuera justo pagarlas con Pedro Alfonso. Sólo cumplía con su trabajo. El condado le había pagado para ir a Gold Springs.
La ciudad había necesitado un departamento del sheriff independiente de la policía del condado que pasaba por allí cuando había problemas. El rápido crecimiento de los complejos urbanísticos hacía que su formación fuera aún más importante.
Gold Springs estaba en pleno desarrollo. Sus habitantes necesitaban la estabilidad que aportaría a la zona un departamento del sheriff.
Pero a todos les molestaba el hecho de no haber podido elegir a otro hombre de la ciudad para dirigir el proyecto a la muerte de Jose.
Durante diez años, Jose Chaves había sido el alguacil de la ciudad. Después de la muerte de Jose, Mike Matthews, el anterior alguacil ya jubilado, había aceptado ocupar su lugar, pero sólo hasta que pudieran encontrar a alguien que lo sustituyera.
Tomy Chaves había sido ayudante de ambos, y todo el mundo había esperado que la comisión del condado lo nombrara a él nuevo sheriff. Pero los sorprendieron contratando a alguien con experiencia y de fuera.
—¡Mamá, mamá! —su hijo irrumpió en la cocina, haciendo que la puerta chocara contra la pared—. ¿Adivina qué pasó? Mi proyecto de ciencia consiguió el segundo puesto.
Con orgullo, alzó la cinta roja y le sonrió. La visión de varios dientes que le faltaban le derritió el corazón.
Manuel era la imagen de su padre. Pelo castaño claro, grandes ojos azules, se parecía hasta en las pecas de la nariz y en los hoyuelos de las mejillas.
Pensar en Jose, en todas las cosas que iba a echar de menos, hizo que las lágrimas afloraran a sus ojos mientras se arrodillaba y abrazaba a Manuel.
—Es maravilloso —le dijo—. Después de todo el duro trabajo que pusimos en ello, me alegra la recompensa.
—No llores, mamá —le tocó la mejilla con la mano sucia—. Sólo era un proyecto de ciencia.
—Lo sé —respondió con voz temblorosa, a pesar de sus esfuerzos por controlarla—. Y no lloro.
Pero no podía engañarlo. Manuel apenas tenía ocho años, pero había visto llorar a su madre demasiadas veces desde la muerte de su padre.
La abrazó con fuerza.
—Te quiero, mamá.
—Yo también te quiero, Manu —volvió a abrazarlo, luego se rehízo, se levantó y le quitó la pesada mochila y la tartera—. Y creo que esta noche deberíamos salir a celebrarlo. ¿Qué te parece si vamos a Pizza Express?
—¡Estupendo! ¿Puedo comprar fichas para jugar en los videojuegos?
—Bueno —aceptó—. Guarda tus cosas y nos iremos. Han dicho que va a seguir lloviendo toda la noche, y me gustaría regresar pronto.
—¡Oh, mamá! —hizo una mueca—. Para ti tarde es las siete o las ocho. ¿Sabes?, a veces la gente se queda hasta las diez.
—No la gente que al día siguiente tiene que ir a la escuela —se puso el impermeable mientras él subía corriendo hasta su dormitorio.
Se secó las mejillas con mano impaciente. A pesar de sus promesas de no volver a llorar, de vez en cuando las lágrimas la pillaban por sorpresa.
Con eso no podría recuperarlo. Jose y su vida en común habían desaparecido. Nada podría cambiarlo.
DUDAS: CAPITULO 1
Paula suspiró y paró la furgoneta. Hacía tres días que caía una lluvia constante, lo que convertía el paisaje en una especie de acuarela francesa. El agua entraba a raudales por la ventanilla resquebrajada del vehículo, y los gastados limpiaparabrisas apenas despejaban el cristal.
Lo que la impulsó a detenerse fue el modo en que el hombre caminaba. La lluvia chorreaba por su cazadora y sus vaqueros estaban empapados. Tenía los hombros encorvados para resistir el embate del chaparrón mientras andaba por el arcén con los pies metidos en agua hasta los tobillos.
Pero no hacía autostop. No estaba segura de que necesitara o quisiera que lo llevaran. Sus piernas largas devoraban la distancia. En su andar había un propósito.
Pero se hallaban en un tramo de carretera que se extendía durante quince kilómetros entre pinos y poco más. El único punto en el que había un teléfono, se encontraba a ocho kilómetros, en Gold Springs, hacia donde iba ella.
Retrocedió con cuidado y la vieja camioneta se sacudió en protesta. Bajó la ventanilla y se preguntó qué iba a decir, esperando que el hombre no se hiciera una idea equivocada y no estar loca como para ofrecerse a llevar a un desconocido por una zona desierta de la carretera.
—¿Quiere que lo lleve? —gritó por encima del ruido de la lluvia.
—Sí, gracias —repuso él. Alargó el brazo y abrió la puerta.
Cuando se metió en la camioneta y cerró a toda velocidad, ella experimentó su primera sensación de pánico.
Era más grande de lo que le había parecido a primera vista, y su aspecto era duro.
—Lamento mojarle el asiento —se disculpó mientras subía la ventanilla—. Me llamo Alfonso…
Él extendió la mano mientras ella giraba para mirarlo a la cara. No sabía qué iba a encontrarse. Quizá desconcierto, tal vez enfado, pero sólo vio una leve expresión divertida en sus ojos oscuros.
Tenía la cara mojada y el agua le caía por el pelo y el rostro atezado. Daba la impresión de que pasaba mucho tiempo al aire libre. Su frente era ancha y despejada y su boca parecía destinada a la risa.
—Pedro Alfonso—concluyó, sin bajar la mano. Le clavó la vista—. No tengo ningún problema en volver a bajar por donde subí si eso hace que se sienta mejor.
—Sólo quería que supiera que puedo estar sola, pero no desvalida —replicó ella, sosteniendo la manivela en sus dos manos enguantadas.
—Lo entiendo —asintió—. Esperaba que no fuera a golpearme.
—Yo, hmm… —calló y se aclaró la garganta, luego volvió a guardar la herramienta bajo el asiento—. Nunca antes había recogido a un hombre.
—Lo suponía. Probablemente no tenga motivos para hacerlo ahora. Pero se lo agradezco.
—Paula Chaves —le estrechó la mano, sintiéndose tonta—. Voy a Gold Springs. Está más arriba. Pensé que le vendría bien que lo acercara a un teléfono.
—De hecho, yo también voy a Gold Springs —anunció mientras ella arrancaba—. El coche se me averió unos cinco kilómetros atrás.
Volvió a mirarlo. Los historiadores pasaban tiempo en Gold Springs, pero él no parecía uno.
Sin embargo, había algo familiar en su nombre.
Estaba segura de que no era de allí. Mana llevaba toda su vida en la pequeña ciudad.
Conocía a todo el mundo.
—Puede pedirle a Benjamin que vaya a buscar su coche —le indicó, tratando aún de identificarlo—. Es el dueño del único taller de la ciudad.
—Sería estupendo. ¿Y qué me dice de usted? ¿Qué hace en Gold Springs?
—Soy propietaria de una pequeña granja —le costó mantener los ojos en la carretera mojada.
La mirada de él no se había apartado de su cara desde que empezó a conducir. Resultaba inquietante.
—Jamás habría pensado que era una granjera —se apoyó en la puerta de la camioneta—. Me recuerda más a una maestra.
—¿Una maestra? —rió—. Odiaba la escuela.
—Igual que mi hermana, pero ahora se dedica a la enseñanza. No dejo de imaginarla rodeada de unos treinta niños. Ni siquiera le gustaba hacer de canguro.
—Me temo que yo no hago nada tan importante —meneó la cabeza—. Cultivo algunas hierbas y tengo unas pocas abejas.
—¿De verdad? —tembló—. No me lo puedo imaginar. Al ser un hombre de ciudad, los bichos me ponen un poco nervioso.
—Requiere cierto tiempo acostumbrarte a ellos —reconoció—, igual que estar en una clase de treinta y tantos alumnos de unos ocho años.
—Creo que me acostumbraría primero a los bichos —rió.
Los limpiaparabrisas sonaron en el silencio, luego Paula tuvo que preguntar:
—¿Y piensa quedarse en Gold Springs? —era raro que alguien que no fuera de allí fuera a vivir a la vieja ciudad minera—. ¿Tiene parientes allí?
—No —sonrió—. Mi familia está diseminada por todo el mundo menos aquí. Pienso abrir la nueva oficina del sheriff en Gold Springs. El trabajo incluía una casa y algo de tierra. Creo que voy a asentarme allí.
—¿Qué? —no pudo creer sus palabras—. ¿Es usted Pedro Alfonso? ¿De Chicago?
—Sí —se encogió de hombros—. Supongo que es verdad lo que dicen de las ciudades pequeñas. Las noticias viajan deprisa.
—Ni se lo imagina —Paula apretó las manos sobre el volante. Metió la camioneta en el aparcamiento de la vieja tienda de artículos diversos, el primer sitio donde se podía parar después de que el pequeño letrero anunciara Gold Springs—. Allí tiene un teléfono —vio los ojos curiosos que miraron desde el escaparate de la tienda cuando abrió la puerta del vehículo.
—Gracias —asintió y empezó a bajar—. Ya nos veremos por ahí.
—Adiós, señor Alfonso—dijo con firmeza. En cuanto la puerta se cerró, arrancó y salió del aparcamiento.
¡Pedro Alfonso no lo sabía, pero lo iba a pasar mal en Gold Springs! Nadie lo quería allí, y todo el mundo estaba listo para manifestárselo.
DUDAS: SINOPSIS
Pedro Alfonso era de corazón generoso e increíblemente sexy, pero era un agente de la ley… igual que el hombre que había roto el corazón de Paula Chaves en el pasado. Ella intentó no fijarse en él, pero su hijo pequeño tenía otras ideas. Quería un papá y había elegido al nuevo sheriff como candidato perfecto. ¿Qué podía hacer una madre sola?
Una esposa y un hijo eran lo último que tenía Pedro en la cabeza al llegar a la ciudad. Pero Paula y su adorable hijo le habían mostrado lo que se perdía. Un hogar. Una familia. El tipo de amor del que un hombre era incapaz de alejarse. ¿Qué podía hacer un sheriff reacio al matrimonio?
jueves, 16 de mayo de 2019
TRAICIÓN: EPILOGO
–Cómo te sientes, mi inteligente y hermosa esposa?
Paula alzó la vista de la cabecita negra que acunaba contra su pecho y se encontró con los ojos brillantes de su esposo fijos en ella.
Era una pregunta difícil. ¿Cómo expresar con palabras el millón de sentimientos que la habían embargado durante el largo parto, que había terminado una hora atrás, con el nacimiento de su hijo? Alegría, satisfacción, incredulidad… Y también la determinación absoluta de que siempre querría y protegería a aquel bebé con todo su ser. Teo Pablo Alfonso. Sonrió y acarició con un dedo su mejilla morena.
–Me siento la mujer más afortunada del mundo –dijo con sencillez.
Pedro asintió. Él sentía lo mismo. Ver a Paula pasar por el parto le había enseñado el verdadero significado de la impotencia y había maldecido en silencio por no poder compartir el dolor con ella. Sin embargo, también había sido otra demostración de la fuerza formidable de su esposa. Una esposa que planeaba trabajar con él en el negocio familiar en cuanto fuera el momento oportuno. Recordó la reacción de ella cuando se lo había propuesto y su alegría incrédula. ¿Pero por qué no iba a querer a una mujer tan capaz a su lado, con un horario que resultara apropiado para el niño y para ella? ¿Por qué no iba a querer disfrutar de su compañía todo lo posible, sobre todo porque cada día hablaba mejor el griego?
Pero le había dicho que lo estudiaba con pasión, no porque tuviera miedo de quedarse al margen, sino porque quería hablar el mismo idioma que su hijo y porque la familia era más importante que ninguna otra cosa. Un hecho que habían constatado con la muerte repentina de su madre, que había producido a Paula una especie de gratitud triste porque Vivienne Turner estaba en paz por fin. Y había hecho que ambos pensaran en las cosas que de verdad importaban. Habían decidido instalar su casa en Lasia, en aquel paraíso exquisito con sus verdes montañas y su mar de color zafiro y cielos de un azul interminable.
Pedro pensó lo hermosa que estaba, pálida y agotada todavía después del largo parto, con el cabello rubio rozando sus mejillas y sonriéndole con confianza.
–¿Quieres tomar en brazos a nuestro hijo? –preguntó.
Él sintió una opresión en la garganta. Tenía la sensación de llevar toda la vida esperando ese momento. Tomó al niño dormido en sus brazos y, cuando se inclinó a besarle el pelo negro, lo embargó una oleada de amor fiero. Aquel era su hijo. Miró los ojos llenos de lágrimas de su esposa.
–Efaristo –dijo con suavidad.
–¿Gracias por qué? –preguntó ella, temblorosa, cuando él le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí.
–Por mi hijo, por tu amor, y por darme una vida con la que jamás había soñado.
Paula no consiguió reprimir las lágrimas, que empezaron a rodar por sus mejillas. Pedro las fue secando una a una con los labios, con su hijo dormido pacíficamente en sus brazos.
TRAICIÓN: CAPITULO 43
Paula se había jurado no volver a colocarse nunca en una posición donde pudiera volver a ser rechazada, pero lo había hecho porque era joven y se sentía herida y humillada. Ahora era una mujer adulta que pronto tendría un hijo. Y lo que se debatía allí era si tenía el valor de dejar a un lado su orgullo y sus miedos e intentar conseguir lo único que quería.
–Quiero tu confianza –dijo–. Quiero que creas en mí cuando te digo cosas y dejes de imaginar lo peor. Quiero que dejes de intentar controlarme y me des libertad para ser yo misma. Quiero dejar de sentir que nado contracorriente cuando intento acercarme a ti. Quiero que nuestro matrimonio funcione, que estemos los dos dispuestos a trabajar en eso. Quiero que seamos iguales, Pedro. Iguales de verdad.
Él entrecerró los ojos.
–Parece que has pensado mucho en esto.
–Oh, bastante –respondió ella con sinceridad–. Pero no sabía si alguna vez tendría ocasión de decirlo.
Hubo otro silencio y la expresión atormentada de él le oprimió el corazón a Paula porque veía sus propios miedos e inseguridades reflejados allí.
Le daban ganas de abrazarlo, de ofrecerle su fuerza y sentir la de él. Pero no dijo nada que rompiera el conjuro o la esperanza de que él mostrara lo que escondía en su corazón en lugar de esconderlo como hacía siempre. Porque ese era el único modo de que pudieran ir hacia delante. Que los dos fueran lo bastante sinceros para dejar brillar la verdad.
–No quería dejar que te acercaras porque percibía un peligro, el tipo de peligro con el que no sabría cómo lidiar –dijo él al fin–. He pasado años perfeccionando un control emocional que me permitió recoger los pedazos y cuidar de Pablo cuando se fue nuestra madre. Un control que mantenía el mundo a una distancia segura. Estaba tan ocupado protegiendo a mi hermano y su futuro, que no tenía tiempo para nada más. No quería nada más. Y luego te encontré y todo cambió. Empezaste a acercarte. Me atrajiste por mucho que yo intentara combatirlo y reconocí que tenías el poder de hacerme daño.
–Pero yo no quiero hacerte daño –dijo ella–. No soy tu madre y no puedes juzgar a todas las mujeres por el mismo patrón. Quiero estar a tu lado en todos los sentidos. ¿No me vas a dejar hacerlo?
–No creo que tenga elección –admitió él con voz ronca–. Porque mi vida sin ti ha sido un infierno. Mi apartamento y mi vida están vacíos sin ti. Tú me dices la verdad de un modo que a veces resulta doloroso, pero de ese dolor ha crecido la certeza de que te amo. De que quizá te he amado siempre y quiero seguir amándote el resto de mi vida.
Paula se acercó a él y lo abrazó. Y por fin él la abrazó también con fuerza y ella cerró los ojos para reprimir las lágrimas.
–Paula –susurró él, con los labios en la mejilla de ella–. Me he mentido a mí mismo desde el principio –se apartó y le acarició los labios temblorosos–. Me atrajiste desde el primer momento, pero me resultaba más fácil convencerme de que te despreciaba. Decirme que eras igual que tu madre y que solo quería sexo contigo para apagar el ansia ardiente que había dentro de mí. Pero tú seguías reavivando las llamas. Y cuando te quedaste embarazada, una parte de mí se alegró mucho porque así tenía una razón para estar cerca de ti. Pero luego llegó la realidad y lo que me hacías sentir era más de lo que había sentido nunca. Y…
–Y te dio miedo –terminó ella. Se apartó un poco para mirarlo a los ojos–. Lo sé. También me daba miedo a mí. Porque el amor es precioso y raro y la mayoría no sabemos cómo lidiar con él, sobre todo cuando hemos crecido sin él. Pero somos personas inteligentes. Los dos sabemos lo que no queremos, hogares rotos, niños perdidos y heridas amargas que nunca se curan del todo. Yo solo quiero querer a nuestro hijo y a ti y crear una familia feliz. ¿No quieres tú lo mismo?
Pedro cerró los ojos un instante y, cuando volvió a abrirlos, ella seguía allí, y seguiría siempre.
Porque había cosas que se sabían solo con que uno bajara sus defensas el tiempo suficiente para que se impusiera el instinto. Y el instinto le decía que Paula Alfonso lo querría siempre, aunque quizá no tanto como la quería él.
La abrazó.
–¿Podemos irnos a la cama para empezar a planear nuestro futuro? –preguntó.
Paula se puso de puntillas y le echó los brazos al cuello.
–Creía que no lo preguntarías nunca.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)