viernes, 17 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 3




La lluvia había cesado cuando Paula y Manuel fueron a poner en marcha la vieja camioneta. No iban a menudo a la ciudad de Rockford. «Menos mal», pensó, ya que no sabía cuántos kilómetros de vida le quedaban al vehículo.


—Necesitamos una camioneta nueva —indicó Manuel mientras traqueteaban por la carretera—. El padre de Ronnie acaba de comprarse una.


—Lo sé.


—El tío Tomy dice que te podría conseguir una nueva —comentó él con inocencia.


Paula hizo una mueca en el retrovisor. Unos ojos azules le advirtieron de que no podía informarle a su hijo de que su tío le había hecho el mismo ofrecimiento varias veces en diferentes circunstancias. No le gustaban los lazos que ello acarrearía.


—Nos arreglaremos con lo que tenemos —repuso con calma, apartando un mechón de pelo castaño rojizo de la mejilla.


—Nos iría mejor con una nueva —respondió Manuel, mirando por la ventanilla.


—Cada día te pareces más a tu padre —meneó la cabeza y lo miró—. Y también eres obstinado como él.


—Gracias —asintió con gesto solemne—. Todo el mundo sabe que mi padre era un gran hombre. Fue un héroe.


—Lo fue —susurró con un nudo en la garganta.


Alzó la vista con rapidez cuando vieron a una solitaria figura al pasar por la tienda de artículos generales mientras salían de Gold Springs.


—Un autostopista —dijo Manuel, identificando al hombre.


—No exactamente —respiró hondo y tomó una decisión antes de llegar hasta él.


—¿Qué haces? ¿Mamá? ¿Vamos a recoger a un autostopista?


—Ves mucha televisión, Manuel —indicó, aminorando—. Ven aquí y quédate quieto un rato.


Manuel la miró pero obedeció; se alejó de la puerta y se pegó a ella.


—¿Necesita que lo lleven a alguna parte? —ofreció Paula, con el corazón acelerado mientras Pedro abría la puerta.


—Creo que ya conoce la respuesta —registró la presencia del niño y la miró a la cara.


Ella notó que en su mirada no había alegría. 


Estaba enfadado, y no lo culpaba. Los comisionados del condado los habían colocado a todos en una situación embarazosa.


—Suba y lo llevaré a la ciudad —sabía que se estaba metiendo en problemas, pero parecía lo mínimo que podía hacer.


Pedro subió y cerró la puerta. El suave perfume de Paula pareció envolverlo. Sintió los ojos de ella mientras se ponía el cinturón de seguridad. 


Al alzar la vista, Paula apartó los ojos. No había ninguna duda de que el niño era suyo. Los ojos azules grandes y profundos se clavaron en él de un modo que su madre no habría hecho, pero eran idénticos.


Pedro sintió un aguijonazo de pesar. Una curva distinta, otro camino, y el niño habría sido suyo. 


Descartó esos pensamientos. El dolor era algo con lo que vivía desde hacía mucho tiempo.


—Billy no aceptó traer su coche —conjeturó ella; arrancó y puso los limpiaparabrisas, ya que había empezado a llover otra vez.


—Tendría que haber usado el teléfono para averiguarlo —repuso él con tensión—. Como hubo una avería en todas las líneas de la ciudad y no sé dónde se encuentra el taller…


—Los teléfonos funcionaban —se apresuró a indicar Manuel—. El señor Maddox, el conductor del autobús, paró para llamar a su casa cuando dejamos atrás la tienda.


—Creo que ha sido un error —Paula miró a su hijo.


—Eso creo —Pedro miró por la ventanilla—. Un gran error.


Ella se concentró en la conducción, sin pensar en lo que hacía. Casi habían llegado a Rockford cuando vieron una mancha roja por la ventanilla empapada.


—¿Ése es su coche? —inquirió Manuel.


—Sí.


—¿Qué le pasa?


—Manuel —María intentó apagar la curiosidad de su hijo.


—No se preocupe —miró el rostro tenso de ella por encima de la cabeza de su hijo—. No es culpa del pequeño.


Paula mantuvo los ojos en el camino mientras él explicaba que había olvidado llevar una segunda rueda de repuesto después de que la primera se le pinchara a unos ciento sesenta kilómetros de distancia.


—Ha sido un descuido —comentó Manuel, observando con cautela al desconocido.


—Sí —le sonrió—. Un gran descuido.


—¿Qué coche era? —continuó el niño—. Creo que vi uno como ése en una revista.


—Un Porsche —indicó—. Alcanza los doscientos cincuenta en una carretera recta como ésta.


—¡Vaya! ¿Puedo ir con usted algún día? —Manuel lo miró bajo una luz nueva. Alguien que tuviera un coche como ése no podía ser malo.


—No cuando vaya a doscientos cincuenta kilómetros —intervino Paula, deteniéndose ante el primer semáforo rojo a la entrada de Rockford.


Miró a Pedro Alfonso en la luz que desaparecía. Se preguntó por qué demonios había parado para ayudarlo otra vez. No sabía nada de él salvo que estaba cualificado para ser sheriff. Y que le inspiraba pena. Aún no había visto la casa que le había prometido la comisión.


—Pero voy a cambiarlo —dijo Pedro—. En cuanto le sustituya la rueda.


—¿Por qué? —demandó Manuel.


—Creo que ahora voy a necesitar algo diferente —repuso pensativo—. Quizá algo parecido a esta camioneta.


—Puede quedarse con ésta —ofreció Manuel—. Tal vez podría comprársela a mamá para que ella pueda comprarse una nueva.


Paula pisó el acelerador, sintiendo que se ruborizaba. No existía un niño discreto. Pedro rió.


—Tengo una hermana menor —reveló él en voz baja—. Mi madre me obligaba a llevarla conmigo en mis citas para que no me metiera en problemas. Créame. Esto no es nada.




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