viernes, 17 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 1




Paula suspiró y paró la furgoneta. Hacía tres días que caía una lluvia constante, lo que convertía el paisaje en una especie de acuarela francesa. El agua entraba a raudales por la ventanilla resquebrajada del vehículo, y los gastados limpiaparabrisas apenas despejaban el cristal.


Lo que la impulsó a detenerse fue el modo en que el hombre caminaba. La lluvia chorreaba por su cazadora y sus vaqueros estaban empapados. Tenía los hombros encorvados para resistir el embate del chaparrón mientras andaba por el arcén con los pies metidos en agua hasta los tobillos.


Pero no hacía autostop. No estaba segura de que necesitara o quisiera que lo llevaran. Sus piernas largas devoraban la distancia. En su andar había un propósito.


Pero se hallaban en un tramo de carretera que se extendía durante quince kilómetros entre pinos y poco más. El único punto en el que había un teléfono, se encontraba a ocho kilómetros, en Gold Springs, hacia donde iba ella.


Retrocedió con cuidado y la vieja camioneta se sacudió en protesta. Bajó la ventanilla y se preguntó qué iba a decir, esperando que el hombre no se hiciera una idea equivocada y no estar loca como para ofrecerse a llevar a un desconocido por una zona desierta de la carretera.


—¿Quiere que lo lleve? —gritó por encima del ruido de la lluvia.


—Sí, gracias —repuso él. Alargó el brazo y abrió la puerta.


Cuando se metió en la camioneta y cerró a toda velocidad, ella experimentó su primera sensación de pánico.


Era más grande de lo que le había parecido a primera vista, y su aspecto era duro.


—Lamento mojarle el asiento —se disculpó mientras subía la ventanilla—. Me llamo Alfonso…


Él extendió la mano mientras ella giraba para mirarlo a la cara. No sabía qué iba a encontrarse. Quizá desconcierto, tal vez enfado, pero sólo vio una leve expresión divertida en sus ojos oscuros.


Tenía la cara mojada y el agua le caía por el pelo y el rostro atezado. Daba la impresión de que pasaba mucho tiempo al aire libre. Su frente era ancha y despejada y su boca parecía destinada a la risa.


Pedro Alfonso—concluyó, sin bajar la mano. Le clavó la vista—. No tengo ningún problema en volver a bajar por donde subí si eso hace que se sienta mejor.


—Sólo quería que supiera que puedo estar sola, pero no desvalida —replicó ella, sosteniendo la manivela en sus dos manos enguantadas.


—Lo entiendo —asintió—. Esperaba que no fuera a golpearme.


—Yo, hmm… —calló y se aclaró la garganta, luego volvió a guardar la herramienta bajo el asiento—. Nunca antes había recogido a un hombre.


—Lo suponía. Probablemente no tenga motivos para hacerlo ahora. Pero se lo agradezco.


—Paula Chaves —le estrechó la mano, sintiéndose tonta—. Voy a Gold Springs. Está más arriba. Pensé que le vendría bien que lo acercara a un teléfono.


—De hecho, yo también voy a Gold Springs —anunció mientras ella arrancaba—. El coche se me averió unos cinco kilómetros atrás.


Volvió a mirarlo. Los historiadores pasaban tiempo en Gold Springs, pero él no parecía uno. 


Sin embargo, había algo familiar en su nombre. 


Estaba segura de que no era de allí. Mana llevaba toda su vida en la pequeña ciudad. 


Conocía a todo el mundo.


—Puede pedirle a Benjamin que vaya a buscar su coche —le indicó, tratando aún de identificarlo—. Es el dueño del único taller de la ciudad.


—Sería estupendo. ¿Y qué me dice de usted? ¿Qué hace en Gold Springs?


—Soy propietaria de una pequeña granja —le costó mantener los ojos en la carretera mojada. 


La mirada de él no se había apartado de su cara desde que empezó a conducir. Resultaba inquietante.


—Jamás habría pensado que era una granjera —se apoyó en la puerta de la camioneta—. Me recuerda más a una maestra.


—¿Una maestra? —rió—. Odiaba la escuela.


—Igual que mi hermana, pero ahora se dedica a la enseñanza. No dejo de imaginarla rodeada de unos treinta niños. Ni siquiera le gustaba hacer de canguro.


—Me temo que yo no hago nada tan importante —meneó la cabeza—. Cultivo algunas hierbas y tengo unas pocas abejas.


—¿De verdad? —tembló—. No me lo puedo imaginar. Al ser un hombre de ciudad, los bichos me ponen un poco nervioso.


—Requiere cierto tiempo acostumbrarte a ellos —reconoció—, igual que estar en una clase de treinta y tantos alumnos de unos ocho años.


—Creo que me acostumbraría primero a los bichos —rió.


Los limpiaparabrisas sonaron en el silencio, luego Paula tuvo que preguntar:
—¿Y piensa quedarse en Gold Springs? —era raro que alguien que no fuera de allí fuera a vivir a la vieja ciudad minera—. ¿Tiene parientes allí?


—No —sonrió—. Mi familia está diseminada por todo el mundo menos aquí. Pienso abrir la nueva oficina del sheriff en Gold Springs. El trabajo incluía una casa y algo de tierra. Creo que voy a asentarme allí.


—¿Qué? —no pudo creer sus palabras—. ¿Es usted Pedro Alfonso? ¿De Chicago?


—Sí —se encogió de hombros—. Supongo que es verdad lo que dicen de las ciudades pequeñas. Las noticias viajan deprisa.


—Ni se lo imagina —Paula apretó las manos sobre el volante. Metió la camioneta en el aparcamiento de la vieja tienda de artículos diversos, el primer sitio donde se podía parar después de que el pequeño letrero anunciara Gold Springs—. Allí tiene un teléfono —vio los ojos curiosos que miraron desde el escaparate de la tienda cuando abrió la puerta del vehículo.


—Gracias —asintió y empezó a bajar—. Ya nos veremos por ahí.


—Adiós, señor Alfonso—dijo con firmeza. En cuanto la puerta se cerró, arrancó y salió del aparcamiento.


¡Pedro Alfonso no lo sabía, pero lo iba a pasar mal en Gold Springs! Nadie lo quería allí, y todo el mundo estaba listo para manifestárselo.




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