jueves, 9 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 20
Pedro miraba por uno de los amplios ventanales, pero, por una vez, las vistas no conseguían impresionarle. Solo veía un par de ojos verdes brillantes y unos labios rosados, y el pelo rubio que se había escurrido por sus dedos como luz de luna.
¿Qué le ocurría? ¿Por qué insistía en sentirse tan alterado cuando debería estar contento?
Habían pasado semanas desde que Paula Chaves cayera en sus brazos en un encuentro sexual que lo había dejado sin aliento pero que había terminado mal. Ella había regresado a Londres a la mañana siguiente, negándose a mirarlo a los ojos y sin despedirse. Pero había tomado el dinero que le había dado, ¿no? No había mostrado ningún recelo en aceptar la suma adicional que él había incluido. Había pensado que quizá recibiría un correo electrónico furioso diciéndole lo que podía hacer con su dinero. Pero no. Era una mujer, ¿no? ¿Y qué mujer rechazaría la oferta de dinero fácil?
Y eso había sido todo. No había tenido noticias de ella desde entonces. Se había dicho que eso era bueno, que había logrado su objetivo y se había acostado con una mujer que llevaba años atormentándolo. Pero, desgraciadamente, eso no había cambiado nada. De hecho, lo había empeorado. ¿Era porque no estaba acostumbrado a que una mujer se alejara de él, o porque no podía evitar admirar el temperamento de ella cuando se había marchado? ¿O quizá porque había sido la amante más apasionada que había tenido?
Pero después de una noche más de sueño difícil, se preguntó dónde estaba el cierre que había perseguido y por qué no se había esforzado un poco más por tenerla allí más tiempo. Debería haberse mostrado más diplomático en sus respuestas y haberle dicho lo que quería oír en vez de ser tan sincero. Apretó los labios. No importaba. No le gustaban las mentiras y ya era demasiado tarde para pensar en eso. Lo hecho, hecho estaba.
Al menos Pablo había anunciado su compromiso con la hermosa Marina y planeaban la boda para principios del año siguiente. Su hermano era feliz y Pedro tenía la sensación de haber hecho su trabajo. El futuro de la dinastía Alfonso estaba asegurado. Solo faltaba que lo abandonara aquella condenada inquietud.
Pero no lo abandonaba, a pesar de una agenda que lo había llevado por gran parte del sudeste asiático, y aunque intentaba dejarse absorber por el trabajo más que de costumbre. Razón por la cual, se había sorprendido viajando a Inglaterra en su avión privado para hacer una visita inesperada a su oficina de Londres. Le gustaba Londres y mantenía allí un apartamento bien equipado, que usaba en distintos momentos del año, a menudo cuando el calor de Lasia estaba en su punto más álgido. Pero hasta en Londres le costaba concentrarse en su último proyecto de construcción de barco y disfrutar del hecho de que la prestigiosa revista Forbes hubiera dedicado un artículo a su empresa y alabado su perspicacia para los negocios.
Se dijo que era la curiosidad, o quizá la cortesía, lo que le hizo decidirse a ir a visitar a Paula para ver cómo le iba. Quizá se hubiera calmado lo suficiente para ser educada con él.
Pidió a su chófer que lo dejara a poca distancia del estudio y, cuando llamó a la puerta, el largo silencio que siguió le hizo pensar que no había nadie en casa. Suspiró. Podía dejar una nota, pero sospechaba que iría directamente a la basura. Podía probar a llamar, pero algo le decía que ella no querría hablar con él. Y eso tampoco le había pasado nunca.
Pero entonces se abrió un poco la puerta y apareció el rostro de Paula en el hueco. Su expresión le dijo que era la última persona a la que esperaba ver. Pedro entrecerró los ojos porque ella tenía muy mal aspecto. Su cabello rubio colgaba en mechones sin brillo, como si llevara días sin lavarlo. Su rostro estaba ceniciento y tenía ojeras profundas.
–Hola, Paula –dijo.
TRAICIÓN: CAPITULO 19
Paula asintió, intentando no mostrar su decepción. Se sentía como si fuera una copa de brandy que acabara de consumir él. ¿Pero qué esperaba? ¿Que Pedro le dijera que era la única mujer para él? Por supuesto que no. Aquello era lo que era. Una aventura de una noche que no tenía que significar nada. Así que se apartó de él y sacudió la melena intentando buscar el nivel de sofisticación que sin duda la situación requería.
–Sí que lo ha sido –asintió con frialdad.
Hubo un breve silencio, durante el cual él pareció rumiar sus palabras.
–Me sorprende que Santino no intentara seguirte hasta aquí antes que yo –dijo al fin.
Paula frunció el ceño y se volvió a mirarlo.
–¿Y por qué narices iba a hacer eso? –preguntó
Él se encogió de hombros.
–He visto cuánta atención te ha dedicado en la cena.
–¿De verdad?
–Sí. Y después de tu marcha, Santino y Rachel se han ido también bastante bruscamente. Los hemos oído discutir de camino a su habitación.
–¿Y has pensado que era por mí? –preguntó ella.
–Sospecho que lo era. Han mencionado tu nombre más de una vez.
–¿Y qué? –quiso saber ella–. ¿Has pensado que yo anhelaba un hombre? ¿Cualquier hombre? ¿Que si Santino hubiera llegado antes que tú, estaría en la cama con él?
–No lo sé –él alzó la mirada hacia los ojos de ella–. ¿Estarías?
Paula deseó clavarle las uñas en la piel y desgarrársela. Quería hacerle daño, hacerle algo que imitara el dolor que sentía en su corazón. Respiró hondo, amargamente consciente de la mala opinión que tenía de ella.
Pero eso lo había sabido desde el principio, ¿no? ¿Y qué esperaba? ¿Que la creciente atracción sexual entre ellos hubiera anulado la evidente falta de respeto que sentía por ella? ¿Que admitirlo tan pronto en su cama iba a hacer que la admirara? ¡Qué estúpida había sido!
–Márchate –dijo en voz baja.
–¡Oh, Paula! –repuso él con suavidad–. No hay por qué exagerar. Me has hecho una pregunta y he contestado con sinceridad. ¿Preferirías que te mintiera?
–¡Va en serio! –replicó ella. Él hizo ademán de volver a abrazarla, pero ella saltó de la cama antes de que pudiera tocarla–. Vete de aquí –repitió.
Él se encogió de hombros. Puso los pies en el suelo y agarró sus pantalones.
–No pretendía insultarte.
–¿Ah, no? En ese caso, creo que deberías examinar bien lo que acabas de decir. Crees que no discrimino nada sexualmente, ¿verdad? ¿Que me da igual un hombre atractivo que otro?
–¿Cómo voy a saberlo? Después de todo, eres hija de tu madre. Y he tenido bastante experiencia con las mujeres para saber de lo que son capaces. Sé la falta de escrúpulos que pueden tener.
Paula se puso un camisón de algodón que colgaba en un gancho de la puerta. No se atrevió a hablar hasta que se ató el cinturón y ocultó su cuerpo desnudo a la vista de él.
–¿Por qué me has seducido cuando tienes tan mala opinión de mí?
Él se detuvo en el acto de ponerse la camisa.
–Porque te encuentro muy atractiva. Porque encendiste en mí un anhelo hace años y no ha desaparecido nunca. Quizá desaparezca ahora.
–¿Y eso es todo?
Pedro entrecerró los ojos.
–¿No es bastante?
Pero el instinto le decía a Paula que había algo más. Y ella necesitaba saberlo, aunque sospechaba que no le iba a gustar.
–Dime la verdad como has hecho antes –dijo.
Él se encogió de hombros.
–Todo empezó con que quería hacerte mía, por lo que ya te he dicho –musitó–. Pero también porque…
–¿Porque qué? Por favor, no pares ahora.
Él se abrochó los pantalones antes de alzar la visa.
–Porque mi hermano no se verá tentado por ti si sabe que yo me he acostado contigo antes.
–¿Y tú, naturalmente, te encargarías de que lo supiera?
–De ser necesario, sí.
Paula guardó un silencio incrédulo antes de decir:
–O sea, que ha sido por algo territorial, el modo de asegurarte de que tu hermano no se viera tentado, aunque no hay ninguna chispa entre Pablo y yo ni la ha habido nunca.
Pedro la miró a los ojos sin parpadear.
–Supongo que sí.
Paula se sentía mareada. Aquello era aún peor de lo que había pensado. Cerró los ojos un instante y respiró con fuerza.
–¿Te das cuenta de que tendré que irme de la isla? Después de esto, no puedo seguir trabajando para ti.
Él negó con la cabeza.
–Eso no es necesario.
–¿Ah, no? –ella rio con amargura–. ¿Cómo imaginas tú esto? ¿Conmigo siguiendo con el trabajo doméstico y tú viniendo aquí a hurtadillas a acostarte conmigo? ¿O tengo que abandonar el uniforme como en una especie de ascenso raro y cenar todas las noches con tus invitados y contigo?
–No hay necesidad de exagerar –dijo él entre dientes–. Ya pensaremos en algo.
–No hay ningún modo de arreglar algo así –dijo ella–. No permitiré que me trates de este modo y no pasaré más tiempo en compañía de un hombre que es capaz de tratarme así. Lo de esta noche ha sido un error, pero eso ya no tiene remedio. Pero no me quedaré ni un segundo más de lo necesario. Quiero irme mañana a primera hora. Antes de que se despierte la gente.
Había terminado de abrocharse la camisa y la expresión de su rostro rugoso quedaba oculta en las sombras.
–¿Eres consciente de que necesitas mi cooperación para eso? Puede que no esté dispuesto a dejarte marchar tan fácilmente. ¿Has pensado en eso?
–Me da igual lo que quieras tú, más vale que dejes que me vaya –a ella le temblaba la voz–. Porque soy buena nadadora, y si tengo que nadar hasta la isla más próxima, créeme que lo haré. O llamaré a un periódico internacional y les diré que me tienes prisionera en tu isla, e imagino que la prensa se divertiría mucho con eso. A menos que pienses confiscarme el ordenador, lo cual te recuerdo que es un delito. Vete de aquí, Pedro, y prepara uno de tus aviones para que me lleve a Inglaterra. ¿Me entiendes?
TRAICIÓN: CAPITULO 18
Pedro frunció el ceño y, cuando se entregó al beso que ella le había pedido, se le encogió el corazón. Aquella mujer era muy… sorprendente.
Tan pronto una seductora fría como una chica casi tímida. Después de haberle hecho esperar más tiempo del que había tenido que esperar nunca a nadie, se mostraba dulce en su respuesta. ¿Había aprendido en las rodillas de su madre el mejor modo de cautivar a un hombre? ¿Había descubierto que tenerlos en ascuas era lo que más excitaba a los hombres que habían visto de todo, habían hecho de todo y a veces se habían aburrido en el camino?
Sentía que iba a explotar cuando la acarició y la besó y el corazón le latió con fuerza cuando se colocó encima de ella y empezó a penetrarla lentamente. ¿Y no era ridículo que casi se sintiera decepcionado por la facilidad con la que entró en su calor húmedo y resbaladizo? ¿Acaso no había fantaseado tanto tiempo con ella, que casi se había permitido albergar la ilusión de que quizá era virgen y él era el primero?
Pero esa locura no duró más que un segundo y enseguida empezó a relajarse y disfrutar de aquellas curvas suaves que eran suyas por el momento. ¡Ella estaba tan caliente! ¡Tan apretada! Le puso las manos bajo los muslos e hizo que lo abrazara con las piernas, disfrutando de los grititos de placer de ella a medida que incrementaba la penetración. La embistió cada vez más fuerte, hasta que ella no pudo soportarlo más y volvió a gritar su nombre. Y luego su cuerpo se arqueó en un arco tenso hasta que se dejó ir con un grito largo y estremecido. ¿Y no era esa la fantasía de él? No la de una mujer que ella nunca podría ser, sino la de Paula Chaves debajo de él mientras la montaba, con sus suaves muslos tensándose al llegar de nuevo al orgasmo. Esperó a que se aquietaran sus suaves gemidos y solo entonces se permitió su propio orgasmo. Y se le oprimió el corazón cuando la semilla salió caliente de su cuerpo y se recordó que aquello era lo que había querido. La conquista de una mujer que llevaba años atormentándolo. Una despedida de algo que debería haberse acabado ocho años atrás.
Después se quedó dormido y, cuando despertó, encontró sus labios rozando uno de los pechos de ella. Casi no necesitó ningún movimiento para introducirse el pezón en la boca, rozarlo con los dientes y lamerlo, hasta que ella se retorció debajo de él y, antes de que Pedro se diera cuenta de lo que ocurría, volvía a estar dentro de ella. Esa vez duró más tiempo. Como si todo ocurriera en algún tipo de sueño.
Después se tumbó de espaldas y apoyó la cabeza de ella en su hombro, porque las mujeres eran muy sensibles al rechazo en esos momentos, y aunque pensaba decirle adiós en un futuro próximo, desde luego, no sería esa noche. Pero necesitaba pensar en lo que ocurriría luego, porque aquella situación requería niveles de diplomacia inusuales. Rozó el vientre de ella con los dedos y la sintió estremecerse.
–Bueno –susurró–. No se me ocurre ningún modo más satisfactorio de terminar una velada.
miércoles, 8 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 17
Paula se mordió el labio inferior. Su impresión de ella estaba un millón de veces alejada de la realidad, pero ¿por qué pinchar la burbuja en aquel momento? Era obvio que él pensaba que era una especie de imán para los hombres y seguramente sería una pérdida de tiempo intentar convencerlo de otra cosa. Porque ella no esperaba ningún futuro de aquello. Sabía que solo una tonta esperaría una relación con un hombre como Pedro, pero, aun así, se le encogió el corazón al pensar en lo pasajero que sería aquello. Y si sus fantasías sobre ella lo excitaban, ¿por qué no seguirle el juego? ¿Por qué no arañar en los pocos conocimientos que tenía y trabajar con eso?
–¿Siempre pierdes tanto tiempo hablando? –ronroneó.
Su comentario hizo que cambiara la atmósfera.
Captó una tensión nueva en él, que la tomó en brazos y la llevó a la cama, donde la depositó sin molestarse en apartar la colcha. Le lanzó una mirada insondable.
–Perdóname por no reconocer tu… –él deslizó la mano entre las piernas de ella, apartó el tanga con un murmullo y pasó el dedo por el calor húmedo de ella– impaciencia.
Paula tragó saliva, porque ahora el dedo de él trabajaba con un objetivo y ella sentía que aumentaba su calor interior. Quería que volviera a besarla, pero la única zona que él parecía interesado en besar era su torso y después su vientre y después… después… Ella reprimió un respingo cuando él le bajó el tanga, colocó la cabeza entre sus piernas y ella sintió el cosquilleo de su pelo en los muslos. Su cuerpo estaba tenso por lo que pasaría a continuación, pero nada habría podido prepararla para aquel primer lametón dulce. Se retorció en la cama e intentó apartarse del placer casi insoportable que escalaba dentro de ella, pero él le sujetaba las caderas para que no pudiera moverse. Así que ella yació allí impotente, prisionera voluntaria del magnate griego, mientras una oleada tras otra de placer alcanzaban tal intensidad, que cuando estallaron, fue como si un río rompiera sus orillas y gritó el nombre de él.
Cuando sus espasmos empezaban a desaparecer, sintió un calor delicioso atravesar su cuerpo. Alzó la vista y lo encontró apoyado sobre ella con una sonrisa divertida en los labios.
–Umm –musitó él–. Para ser una mujer que da una de cal y otra de arena, no esperaba que gritaras así.
Paula no supo qué decir. ¿Sería vergonzoso confesar que nunca había conocido un placer así? Se preguntó cómo reaccionaría él si supiera lo pobre que era su experiencia sexual. Se lamió los labios. «No lo espantes», se dijo. ¿Por qué romper aquella maravilla con la realidad? «Dile lo que espera oír. No seas la mujer que nunca te has atrevido a ser».
–No deberías ser tan bueno –musitó–. Y entonces yo no gritaría.
–¿Bueno? Todavía no he empezado –murmuró él.
Ella tragó saliva.
–Yo no…
Él la miró fijamente.
–¿No qué, Paula?
Ella se lamió los labios.
–No tomo la píldora ni ninguna otra cosa.
–Aunque la tomaras, siempre me gusta asegurarme doblemente –dijo él.
Sacó un preservativo del bolsillo de los pantalones y Paula lo observó ponérselo y pensó en lo anatómico que resultaba todo aquello, como si las emociones no jugaran ningún papel en lo que estaba a punto de ocurrir.
Tragó saliva. ¿De verdad había pensado que podría ser de otro modo? ¿Que Pedro Alfonso podría mostrarle ternura o afecto?
–Bésame –dijo de pronto–. Por favor. Bésame.
TRAICIÓN: CAPITULO 16
Una vez dentro, Pedro llevó a Paula arriba, en una exhibición de dominio masculino que ella encontró embriagadora. Mientras él le besaba con ansia el cuello y los labios, ella estaba en una cima tan elevada de placer, que casi no se dio cuenta de que él le alzaba los brazos por encima de la cabeza y le quitaba el vestido prestado. Hasta que de pronto quedó frente a él vestida solo con un tanga. Casi desnuda bajo la luz de la luna, debería haber sentido timidez, pero la expresión de los ojos de Pedro le hacía sentirse de todo menos tímida. Levantó la barbilla y la envolvió una sensación de liberación cuando se encontró con la sonrisa apreciativa de él.
–Eres magnífica –dijo él.
Le agarró uno de los pechos como si fuera un vendedor calculando el peso de una sandía, y ese gesto casi brutal la excitó. Todo lo relacionado con él era excitante en aquel momento. Él posó la vista en el tanga.
–Parece que, bajo la ropa corriente que sueles llevar, te vistes para complacer a tu hombre –dijo con una sonrisa–. Y eso me gusta.
Su arrogancia era increíble y Paula quería decirle que se equivocaba en muchos sentidos.
Que el tanga era lo único que podía ponerse con ese vestido sin mostrar una línea de bragas y que normalmente llevaba un sujetador de algodón. Pero él jugaba con sus pezones y la sensación era tan increíblemente dulce, que no tuvo fuerzas para dar explicaciones. Porque durante el corto recorrido desde la playa hasta el dormitorio, había sabido que ya no había vuelta atrás. No parecía importar si estaba bien o mal, simplemente parecía inevitable. Iba a dejar que Pedro Alfonso le hiciera el amor y nada podría detenerla.
Alzó la vista hacia él, que empezaba a desabrocharse la camisa.
–Juega con tus pechos –le ordenó con suavidad–. Tócate.
Aquello debería haberla escandalizado, pero no fue así. Quizá porque él había conseguido convertirlas en una orden suave e irresistible.
¿Debía decirle que su experiencia sexual era minúscula y que no sabía si se le daría bien aquello? Pero, si lo iba a hacer, tenía que hacerlo sin reservas. Acercó las manos a sus pechos y comprobó con sorpresa que, en cuanto prescindió de sus inhibiciones, empezó a sentirse sexy. Imaginó que eran las manos de Pedro las que trazaban movimientos eróticos sobre su piel excitada. Se contoneó con impaciencia y cerró los ojos.
–No –dijo él–. Abre los ojos. Quiero que me mires. Quiero ver tu expresión cuando llegues al orgasmo. Y créeme, llegarás una y otra vez.
Paula abrió mucho los ojos porque las palabras de él eran muy gráficas, muy explícitas. Tuvo la impresión de que demostraba deliberadamente su control sobre ella. ¿Era eso lo que le gustaba, estar al cargo? El corazón le latió con fuerza porque él ya estaba desnudo, con una erección pálida y orgullosa entre los rizos oscuros, y ni siquiera las sobrecogedoras dimensiones de aquello consiguieron intimidarla. Pedro se acercó, le quitó las manos de los pechos y las reemplazó por sus labios. Inclinó la cabeza y besó cada pezón por turnos. Los acarició con maestría hasta que ella soltó un gemido de placer.
–Me gusta oírte gemir –dijo–. Prometo que te haré gemir toda la noche.
–¿De verdad?
–Sí –él deslizó los dedos en su pelo y le sostuvo la cabeza para que solo pudiera mirarlo a él–. ¿Sabes cuántas veces te he imaginado así, Paula? ¿Desnuda a la luz de la luna como una especie de diosa?
¿Diosa? ¿Estaba loco? ¿Una chica que rellenaba estantes en un supermercado? Estuvo a punto de reír. Quería decirle que no dijera esas cosas, pero la verdad era que le gustaban. Le gustaba cómo la hacían sentirse. ¿Y por qué no se iba a sentir como una diosa por una vez cuando las palabras de él creaban imágenes en su mente que incrementaban su deseo? Porque probablemente aquel era el modo en que actuaba él. Aquel era su método. La halagaba hasta someterla con frases de experto. Le decía las cosas que anhelaba oír, aunque no fueran ciertas. Presumiblemente, aquello era lo que hacían siempre los hombres y las mujeres y no significaba nada. El sexo no significaba nada.
Esa era una de las cosas que le había enseñado su madre.
–Pedro –consiguió decir con los labios secos.
–¿Tú también has soñado conmigo? –murmuró él.
–Tal vez –confesó ella.
Él soltó una risita de placer y pasó la mano por el minúsculo tanga.
–Me encanta que seas misteriosa –dijo–. ¿Hace mucho que aprendiste a tener a un hombre en ascuas?
TRAICIÓN: CAPITULO 15
Paula vio el cambio súbito que se producía en él. La tensión que daba rigidez a su cuerpo, que ella sospechaba que era un reflejo de la tensión que sentía también ella. Y supo lo que iba a ocurrir por la expresión de la cara de él, por la mirada de deseo que activó una necesidad parecida en lo más profundo de ella.
–Pedro –susurró.
Pero sonó más como una plegaria que como una protesta. Él la abrazó y ella le dejó, sin hacer caso a las objeciones que poblaban su mente. Y en el momento en que la tocó, estuvo perdida.
Él la besó en la boca y ella oyó su gemido de triunfo cuando le devolvió el beso. Abrió los labios y él le deslizó la lengua en la boca para profundizar el beso. Se balanceó contra él y clavó las uñas en su pecho a través de la fina seda de la camisa. Y Pedro movió las caderas contra las de ella con urgencia y deslizó la mano dentro del corpiño del vestido para rozarle los pechos sin sujetador con los dedos. Y ella también le permitió eso. ¿Cómo iba a pararlo cuando lo deseaba tanto?
Él lanzó un gemido apagado mientras exploraba cada pezón y ella sintió que su ropa interior se humedecía. ¿Le iba a hacer el amor allí? ¿La tumbaría sobre la arena suave sin darle tiempo a protestar? Sí. Eso le gustaría. No quería que nada destruyera el momento, porque aquello había tardado mucho en llegar. Ocho años, para ser exactos. Ocho largos y áridos años en los que había sentido su cuerpo como si fuera de cartón y no de carne y hueso receptivos. Paula tragó saliva. No quería tiempo para pensar dos veces en lo que estaba a punto de ocurrir, quería dejarse llevar y ser espontánea. Una oleada de excitación la embargó hasta que recordó lo que llevaba. Separó los labios de los de él y se apartó.
–El vestido –musitó.
Él la miró sin comprender.
–¿El vestido? –preguntó.
–No es mío, ¿recuerdas? No quiero… estropearlo.
–Por supuesto. Es un vestido prestado –dijo él.
Su mirada se endureció y un aleteo de triunfo tiñó su sonrisa. La tomó en brazos y caminó con ella por la arena hacia la casita.
martes, 7 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 14
«Solo vas a cenar con ellos, nada más», se recordó esa tarde, debajo de la ducha. Lo único que tenía que hacer era ponerse un vestido prestado e intentar mostrarse agradable. Podía marcharse cuando quisiera. No tenía que hacer nada que no quisiera.
Y así fue como se encontró caminando hacia la terraza, ataviada con el único vestido de Megan que le valía y que era un tipo de ropa que ella jamás habría elegido llevar. Era demasiado delicado. Demasiado femenino. Demasiado… revelador. Rosa y suave, con un corpiño de corte baño que resaltaba sus pechos y con la falda ciñéndose a sus caderas exactamente del modo en que ella no quería. Y como no estaba ciega ni era tonta, había visto a Pedro mirarla cuando salió a la terraza iluminada por velas. Y había visto el modo instintivo en que había entornado los ojos, lo cual había hecho que a ella se le endurecieran los pechos.
Tenía la garganta tan seca que bebió media copa de champán muy deprisa y se le subió directamente a la cabeza. Eso le calmó los nervios, pero tuvo también el efecto no deseado de suavizar su reacción a su jefe griego, porque, naturalmente, se encontró sentada a su lado. Se dijo que no se dejaría afectar por él. Que era un manipulador insensible que no tenía en cuenta sus sentimientos. Pero, por alguna razón, sus pensamientos no llegaban hasta su cuerpo, que parecía tener voluntad propia.
Paula lo sentía así en la oleada pesada de sangre a sus pechos y en su desasosiego siempre que Pedro la miraba, cosa que parecía hacer mucho más de lo necesario. Y si eso no fuera ya bastante malo, le costaba adaptarse a aquella inesperada cena social. Hacía mucho tiempo que no asistía a una tan lujosa y nunca había ido por sí misma. Antes siempre la habían invitado por su madre, pero aquello era diferente. Ya no tenía que mirar por el rabillo del ojo si su madre hacía algo escandaloso, ni tenía que pensar ansiosamente si conseguiría llevarla a casa sin que se pusiera en ridículo. Esa vez la gente parecía interesada en ella, y Paula no quería que fuera así. ¿Qué podía decir de sí misma aparte de que había hecho una serie de trabajos menores porque eran los únicos que podía encontrar después de una educación dejada a medias que no le había permitido cualificarse en nada?
Pasó la velada bloqueando preguntas, algo que había aprendido a hacer con los años, de modo que, cuando le hacían una pregunta personal, le daba la vuelta y cambiaba rápidamente de tema.
Se había vuelto muy ducha en el arte de las evasivas, pero esa noche parecía que tenía el efecto contrario al esperado. ¿Eran sus vaguedades la razón por la que Santino empezó a monopolizarla la segunda parte de la velada, mientras el rostro contraído de Rachel parecía indicar que lamentaba su decisión impetuosa de haber pedido que se uniera a ellos? Paula sentía deseos de levantarse y anunciar que no sentía ningún interés por el hombre de negocios italiano, que había solo un hombre en la mesa que atrajera su atención y tenía que esforzarse mucho para no sentirse fascinada por él. Porque esa noche Pedro estaba fabuloso, con un aspecto tradicional y tremendamente viril. El cuello de su camisa blanca estaba desabrochado y mostraba un triángulo sedoso de piel aceitunada, y sus pantalones oscuros estrechos realzaban sus piernas largas y la fuerza poderosa de sus muslos.
Y la observaba todo el rato con tal intensidad que ella casi no podía comer. Le ponían delante un plato tras otro de comida deliciosa, pero no podía hacer mucho más que jugar con ella en el plato.
–¿Te diviertes, Paula? –preguntó Pedro con suavidad.
–Mucho –repuso ella, sin importarle que él oyera la mentira en su voz.
¿Qué más podía decir? ¿Que sentía cosquilleos en la piel cada vez que la miraba? ¿Que su perfil le parecía lo más hermoso que había visto en su vida y no deseaba otra cosa que mirarlo eternamente?
Rompió el molde de su velada de Cenicienta al retirarse mucho antes de la medianoche. En cuanto el reloj dio las once, se puso en pie y dio amablemente las gracias por una cena encantadora. Consiguió mantener la cabeza alta hasta que salió de la terraza, pero cuando ya no podían verla, echó a correr. Pasó de largo por su casita y siguió corriendo hasta la playa, contenta de llevar sandalias cómodas debajo del vestido largo. Y contenta también de que las olas golpearan la arena y el ruido apagara el golpeteo de su corazón. Sujetó el dobladillo del vestido, se apartó un poco para que el agua no tocara la tela y se quedó mirando las olas iluminadas por la luna.
Recordó lo que había sentido cuando la habían despedido del supermercado justo antes de volar a Lasia y la había invadido la sensación de no tener un lugar real en el mundo. En aquel momento volvía a sentir lo mismo, porque en realidad no había formado parte de aquella mesa llena de glamour. Había sido una extraña que se había vestido para la ocasión con la ropa de una desconocida. ¿Había entendido Pedro lo marginada que se había sentido, o estaba demasiado ocupado abrumándola con su potente sexualidad para darse cuenta de eso? ¿No se daba cuenta de que lo que probablemente era solo un juego para él significaba mucho más para alguien como ella, que no tenía un círculo de amigos como el suyo ni riqueza en la que apoyarse?
Sus ojos se llenaron de lágrimas y pensó si serían fruto de la autocompasión. Porque, si lo eran, tendrían que secarse rápidamente. Se frotó los ojos con el dorso de la mano y se dijo con fiereza que debía alegrarse de ser lo bastante fuerte para resistirse a alguien que nunca podría ser otra cosa que una aventura de una noche.
Pero cuando se volvió para ir a su casita, vio a un hombre que caminaba hacia ella, un hombre que reconoció al instante a pesar de la distancia.
¿Cómo no reconocerlo cuando su imagen estaba marcada a fuego en su mente? Su figura transmitía fuerza cuando andaba y el brillo de la luz de la luna en sus ojos y la palidez de su camisa de seda capturaban la imaginación de ella. Sintió que le cosquilleaba la piel con una excitación instintiva, que fue seguida rápidamente de desasosiego. Había intentado hacer lo correcto. Había hecho todo lo que estaba en su mano por alejarse de él. ¿Por qué demonios tenía que estar allí?
–Pedro –dijo con firmeza–. ¿Qué haces aquí?
-Estaba preocupado por ti. Te has marchado bruscamente de la cena y he visto que tomabas el camino de tu casita, pero no se encendía ninguna luz.
–¿Me has espiado?
–No. Soy tu jefe –la voz de él sonaba profunda por encima del suave lamer de las olas–. Estaba preocupado por ti.
Sus ojos se encontraron.
–¿De verdad? –preguntó ella.
Hubo una pausa.
–Sí. No –negó él, y su voz se volvió dura de pronto–. En realidad, no lo sé. No sé qué demonios es esto. Solo sé que no puedo dejar de pensar en ti.
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