lunes, 6 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 11




No significaba nada. Ella no significaba nada. 


¿Acaso no había dejado Pedro eso muy claro? 


Y para alguien como ella, que ya tenía poca autoestima, sería una locura hacer algo así.


–¡No! –Se apartó y retrocedió un par de pasos–. ¿Qué demonios te crees que haces para echarte sobre mí de ese modo?


Él soltó una risita teñida de frustración.


–Oh, por favor –gruñó–. Por favor, no insultes mi inteligencia. Tú estabas caliente y deseosa. Querías que te besara y yo he cumplido tu deseo encantado.


–Yo no quería –replicó ella.


–Oh, Paula, ¿por qué negar la verdad? Eso no está bien. Yo valoro mucho la sinceridad en mis empleados.


–Y seguro que cruzar límites físicos con tus empleados es un comportamiento inaceptable en cualquier jefe. ¿Te has parado a considerar eso?


–Quizá si dejaras de mirarme de un modo tan invitador, yo podría dejar de responder como un hombre en lugar de como un jefe.


–¡Yo no hago eso! –exclamó ella con indignación.


–¿Seguro? No te mientas a ti misma.


Paula se mordió el labio. ¿Lo había mirado de un modo invitador? El corazón le latió con fuerza. Claro que sí. Y si era totalmente sincera, ¿acaso no había querido que la besara desde que lo había visto de pie en la ventana de su mansión de cristal, con su poderoso físico dominándolo todo a su alrededor? Y ella no podía permitirse sentir eso. Estaba allí para ganar un dinero que la ayudara a cuidar de su madre, no para enredarse con un machista como Pedro y que le rompieran el corazón en el proceso.


Respiró hondo y se esforzó por intentar parecer que estaba en control de sus emociones.


–No puedo negar que hay una atracción entre nosotros –dijo–, pero eso no significa que vayamos a hacer algo con ella. No solo porque seas mi jefe y no es lo más apropiado, también porque ni siquiera nos caemos bien el uno al otro.


–¿Y qué tiene que ver eso con esto?


–¿Lo dices en serio?


–Muy en serio –él se encogió de hombros–. En mi experiencia, un poco de hostilidad siempre añade un toque picante. ¿Tu mamá no te ha enseñado eso?


El insulto implícito hizo que Paula quisiera pegarle y decirle que se guardara sus opiniones para sí porque no sabía lo que decía. Pero no se arriesgó a acercarse a él porque tocarlo era desearlo y no podía permitirse volver a colocarse en esa posición. Él le había pedido sinceridad, ¿no? Pues se la daría.


–No tengo intención de acercarme a ti, Pedro. Principalmente porque no eres el tipo de hombre que me gusta –dijo despacio–. He venido aquí para ganar dinero y eso es lo único que pienso hacer. Trabajaré duro y me mantendré alejada de ti todo lo posible. No tengo intención de volver a colocarme en una posición de vulnerabilidad.


Forzó una sonrisa y habló como lo haría una humilde empleada.


–Así que, si me disculpas, voy a ver si Demetra quiere que haga algo en la cocina.




TRAICIÓN: CAPITULO 10



Paula pensó con rabia que era tan mandón que resultaba ridículo. ¿No se daba cuenta de lo anticuado que sonaba cuando hablaba así? 


Pero aunque no le gustaba su actitud, no podía negar el efecto que tenía en ella. Era como si su cuerpo hubiera sido programado para responder al dominio masculino de él y no pudiera hacer nada para evitarlo. Cerró la puerta de la casita y lo siguió por la playa hacia la casa grande.


–¿Hay algo que quieras preguntar? –preguntó él por el camino.


Había un millón de cosas. Quería saber por qué seguía soltero con treinta y cinco años cuando era uno de los mejores partidos del mundo. 


Quería saber por qué era tan duro, frío y orgulloso. Quería saber si reía alguna vez y, en caso afirmativo, qué le hacía reír. Pero reprimió todas esas preguntas porque no tenía derecho a hacerlas.


–Sí –dijo–. ¿Por qué derribaste la otra casa?


Pedro sintió que le latía el pulso en la sien. ¡Qué irónico que ella hubiera elegido un tema que todavía le hacía sentirse incómodo! Recordó la incredulidad de todos cuando había dicho que iba a demoler una casa que tenía mucha historia. La gente había creído que obraba llevado por la pena de la muerte de su padre. 


Pero no había tenido nada que ver con eso. 


Para él había sido un renacimiento necesario. 


¿Debía decirle que le habría gustado borrar el pasado junto con aquellos muros que caían? ¿Que había querido olvidar la casa en la que su madre había jugado con él hasta el día en que se había marchado, dejándolos a Pablo y a él al cuidado de su padre? ¿Que quería olvidar también las fiestas y el apestoso olor a marihuana y a las mujeres que llegaban desde toda Europa para entretener a su padre y a los hastiados amigos de su padre? ¿Por qué le iba a decir eso a Paula Chaves si su madre y ella habían sido ese tipo de mujeres?


–Nueva era –repuso con una sonrisa de dureza–. Cuando murió mi padre, decidí que tenía que hacer algunos cambios. Dejar mi marca aquí.


Ella miró la ancha estructura de cristal.


–Pues, desde luego, lo has hecho.


Pedro sintió placer por el cumplido. Y no pudo evitar pensar cuánto le gustaría oír aquella voz suave susurrándole cosas muy distintas al oído. 


Se preguntó si sería una de aquellas mujeres que hablaban durante el sexo. ¿O guardaba silencio hasta que llegaba al orgasmo y daba respingos de placer en el oído del hombre? 


Curvó los labios en una sonrisa. Estaba deseando averiguarlo.


Le hizo señas de que caminara delante, aunque el movimiento oscilante del trasero femenino hacía que le resultara difícil concentrarse en la gira. Le mostró la cancha de tenis, el gimnasio, su despacho y dos salas de recepción, pero optó por no llevarla arriba, a los siete dormitorios con baño incorporado ni, por supuesto, a su suite. 


Demetra le enseñaría todo eso más tarde.


Al final la llevó a la sala de estar principal, que era el punto central de la casa, y observó atentamente su reacción cuando vio las vistas al mar que dominaban tres de las enormes paredes de cristal. Ella permaneció un momento inmóvil. No pareció fijarse en los carísimos huevos de Fabergé que había en una de las mesitas bajas, ni en la rara escultura de Lysippos que había comprado él en una casa de subastas en Nueva York y que había establecido su reputación de conocedor de arte.


–Guau –dijo ella–. ¿A quién se le ocurrió esto?


–Pedí al arquitecto que me diseñara algo que realzara las vistas y que hiciera que cada estancia fluyera hacia la siguiente –dijo él–. Quería luz y espacio por todas partes, para que, cuando esté trabajando, no parezca que estoy en la oficina.


–No imagino ninguna oficina así. Es… Bueno, es el lugar más impresionante que he visto –se volvió hacia él–. El negocio familiar debe de marchar bien.


–Muy bien –repuso él.


–¿Seguís construyendo barcos?


Él enarcó las cejas.


–¿Mi hermano no te lo dijo?


–No, no me lo dijo. Casi no tuvimos tiempo de saludarnos antes de que te lo llevaras.


–Sí, seguimos construyendo barcos –contestó él–. Pero también hacemos vinos y aceite de oliva en el otro lado de la isla, que, sorprendentemente, han tenido mucho éxito en lugares de todo tipo. Hoy en día la gente valora los productos orgánicos y los productos Alfonso están en las listas de la compra de la mayoría de los grandes chefs mundiales.


Enarcó las cejas.


–¿Hay algo más que quieras saber?


Ella se frotó las manos en los pantalones cortos.


–En Inglaterra dijiste que esperabas invitados este fin de semana.


–Así es. Dos de mis abogados llegarán mañana desde Atenas a la hora del almuerzo y hay cinco personas que vienen el fin de semana a una fiesta.


–¿Y son griegos?


–Internacionales –gruñó él–. ¿Quieres saber quiénes son?


–¿No es de buena educación saber los nombres de la gente por adelantado?


–¿Y útil para intentar descubrir cuánto dinero tienen? –preguntó él–. Viene Santino di Piero, el magnate inmobiliario italiano, con su novia Rachel. También viene un amigo mío de hace tiempo, Xenon Diakos, que por alguna razón ha decidido traer a su secretaria. Creo que se llama Megan.


–Son cuatro –dijo ella, decidida a no reaccionar a los comentarios desagradables de él.


–Y la última invitada es Barbara Saunders –comentó él.


–Su nombre me resulta familiar –Paula vaciló–. Es la mujer a la que llevaste a la exposición de fotografía, ¿verdad?


–¿Importa eso, Paula? –preguntó él–. ¿Crees que es asunto tuyo?


Ella negó con la cabeza. No sabía por qué había mencionado aquello y, después de hacerlo, se sentía estúpida y vulnerable. Avergonzada por su curiosidad y enfadada por los celos que le enrojecían la piel, se acercó a la ventana y miró fuera sin ver. ¿Tendría que estar días viendo cómo se besaba Pedro con una mujer hermosa? ¿Verlos juguetear en la piscina o besarse en la playa a la luz de la luna? ¿Tendría que cambiar sus sábanas por la mañana y ver por sí misma las pruebas de su pasión compartida? Sintió un escalofrío de repulsa y rezó para que no se notara. ¿Y qué si tenía que lidiar con todo eso? 


Ella no era nada de Pedro y, si olvidaba eso, iba a tener un mes muy difícil por delante.


–Por supuesto que no es asunto mío –respondió–. No pretendía…


–¿No pretendías qué? ¿Descubrir si tengo novia? ¿Averiguar si estoy disponible? No te preocupes. Estoy habituado a que las mujeres hagan eso.


Paula se esforzó por decir algo convencional. 


Algún comentario ingenioso que pudiera disolver la tensión súbita que se había instalado entre ellos. Por actuar como si no le importara o reñirlo por su arrogancia. Pero él estaba tan cerca, que ella no podía pensar y, además, no se sentía capaz de hablar con convicción. Como no parecía capaz de prevenir que él le hiciera sentirse como si su cuerpo ya no le perteneciera y respondiera silenciosamente a cosas con las que ella solo había soñado.


Alzó la vista al rostro de él y descubrió que sus ojos se habían vuelto neblinosos y fue como si él leyera sus pensamientos, porque de pronto levantó la mano, la posó en la cara de ella y sonrió. No era una sonrisa especialmente agradable, pero la sensación de su contacto aceleró los sentidos de Paula. Él acarició con el pulgar el labio inferior, que empezó a temblar de un modo incontrolable. Eso era lo único que hacía y, sin embargo, lograba que ella quisiera derretirse. La excitaba más a cada segundo que pasaba y seguramente se notaba. Sus pezones se habían endurecido y un dolorcillo húmedo cubría su bajo vientre.


¿Él se daba cuenta de eso? ¿Por eso la atraía hacia sí? La abrazaba como si tuviera algún derecho a hacerlo. La miraba con ojos ardientes y ella sentía la suavidad de su cuerpo moldeándose perfectamente con la dureza del de él.


Pedro la besó en los labios y Paula se estremeció porque aquel beso no se parecía a ningún otro. Era como todas las fantasías que había tenido ella. ¿Y no era cierto que sus fantasías siempre estaban relacionadas con él? 


La besó lentamente y luego la besó con fuerza.


La besó hasta que ella se retorció, hasta que creyó que iba a gritar de placer. Sentía la oleada de calor y el clamor de la frustración y quería entregarse a esa sensación. Echarle los brazos al cuello y dejarse llevar por el deseo. Susurrarle al oído que hiciera lo que quisiera. Lo que quería ella. Lograr que apaciguara aquel dolor terrible en su interior, como sospechaba que solo él podía hacerlo.


¿Y luego qué? ¿Dejar que la llevara a su cama aunque sabía cuánto la despreciaba? ¿Aunque Barbara Saunders llegara dos días después? 


Porque aquella gente funcionaba así. Ella había visto por sí misma el mundo en el que vivía él. 


Lo que se conseguía fácil, se abandonaba fácil.




TRAICIÓN: CAPITULO 9




Mientras ella lo miraba con sus ojos verdes brillantes como los de un gato, Pedro pensó su respuesta. Si le hubiera importado ella, tendría que decirle que sí, que debería haberse quedado fuera de su isla y de la órbita de un hombre como él. Pero la cuestión era que ella no le importaba. Era una mercancía. Una mujer a la que tenía intención de seducir y terminar lo que había empezado tantos años atrás. ¿Por qué ponerla en guardia contra algo que les iba a producir mucho placer a ambos?


Miró su cabello, espeso y claro, que le colgaba en una trenza retorcida sobre un hombro, y se preguntó por qué le resultaba tan difícil apartar la vista de ella. Había conocido mujeres más hermosas. Desde luego, había conocido mujeres más apropiadas que una chica que se dejaba conquistar por dinero. Pero saber eso no disminuía el impacto que le producía ella. Sus pechos exuberantes presionaban una camiseta del color de los limones que reían en las colinas detrás de la casa y unos pantalones cortos de algodón rozaban sus caderas y piernas bien formadas. Se había puesto unas chanclas brillantes y daba una imagen despreocupada y joven, como si no hubiera hecho el más mínimo esfuerzo para impresionarlo con su aspecto, y lo inesperado de eso hacía que la deseara todavía más.


–No, creo que estás en el lugar adecuado –contestó–. Vamos a la casa y te la enseño. Verás que las cosas han cambiado bastante desde la última vez que estuviste aquí.


–No tienes por qué hacer eso –repuso ella–. Demetra se ha ofrecido ya.


–Pero ahora te lo ofrezco yo.


Ella inclinó la cabeza a un lado.


–¿No sería más apropiado que eso lo hiciera otro empleado? Seguro que hay muchas otras cosas que prefieres hacer. ¡Un hombre tan ocupado como tú, con un gran imperio que dirigir!


–Me da igual que sea o no apropiado, Paula. Soy un jefe muy activo.


–Y lo que tú dices va a misa, ¿verdad?


–Exactamente. ¿Por qué no lo aceptas y haces lo que digo?




domingo, 5 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 8




Lasia era tan hermosa como Paula la recordaba. Miró por la ventanilla del coche el cielo azul sin nubes y se dijo que no pensaría en el pasado. Había ido allí a trabajar para Pedro Alfonso y ganar dinero para su pobre madre arruinada. Fijó la vista en la línea azul oscuro del horizonte y se dijo que tenía que buscar lo positivo, no lo negativo.


Al bajar del avión en la única pista de aterrizaje de Lasia, la esperaba un coche de lujo. Durante el vuelo, se había preguntado si la recordaría alguno de los empleados, pero, por suerte, el chófer era nuevo para ella y se llamaba Stelios.


Parecía satisfecho de guardar silencio y Paula no dijo nada mientras el potente automóvil se abría paso por las carreteras de montaña hacia el complejo de edificios del otro lado de la isla. 


Pero, aunque tranquila por fuera, temblaba por dentro por muchos motivos. Para empezar, había perdido su empleo en el supermercado. El dueño había reaccionado con incredulidad cuando le había pedido un mes de vacaciones sin paga y le había dicho que debía de estar loca si esperaba eso. Le había dicho que estaba en el trabajo equivocado. Pero eso Paula ya lo sabía porque, por mucho que se esforzara, nunca encajaba, ni allí ni en ninguna parte. Y desde luego, tampoco en aquella isla privada que exudaba riqueza y privilegios. Donde yates de lujo se balanceaban en el mar azul con el mismo descuido que si fueran juguetes de bebé en una bañera. Se inclinó hacia delante para ver bien cuando el automóvil dobló un recodo e inició el descenso hacia el complejo que había visto por última vez a los dieciocho años y parpadeó sorprendida porque todo parecía muy distinto.


Bahía Assimenos no. Eso no había cambiado. 


La cala natural, con su arena plateada, era tan espectacular como siempre, pero la mansión de la playa ya no existía y en su lugar se levantaba un edificio imponente, que parecía formado principalmente por cristal. Moderno y magnífico, sus paredes transparentes y ventanas curvas reflejaban los distintos tonos del mar y el cielo, de tal modo que la primera impresión de Paula fue que todo era muy azul.


«Tan azul como los ojos de Pedro», pensó. Y se apresuró a recordar que no estaba allí para fantasear con él.


Y entonces, como si lo hubiera conjurado con la imaginación, vio al magnate griego de pie en una de las amplias ventanas del primer piso de la casa. La observaba inmóvil como una estatua. 


Paula se estremeció, porque, a pesar de la distancia, él lo dominaba todo. Aunque estaba rodeada de tanta belleza natural, le costó un gran esfuerzo dejar de mirarlo. ¿Acaso no había aprendido del pasado? Tenía que conseguir permanecer inmune a él y a su carisma. Tenía que probar que ya no lo deseaba porque no le gustaban los multimillonarios crueles que la trataban sin ningún respeto.


El coche se detuvo y Stelios abrió la puerta y Paula salió al patio bañado por el sol. El aire olía a limones, a pino y a mar.


–Ahí está Demetra –dijo Stelios.


Una mujer madura con un uniforme blanco se acercaba a ellos.


–Es la cocinera –explicó el chófer–, pero básicamente está al cargo de la casa. Hasta Pedro la escucha cuando habla. Te mostrará tu habitación. Tienes mucha suerte de quedarte aquí –observó–. Todos los demás empleados viven en el pueblo.


–Gracias –Paula lo miró sorprendida–. Hablas un inglés perfecto.


–Viví un tiempo en Londres. Era taxista –Stelios sonrió–. Aunque al jefe no le gusta que lo diga mucho.


No, seguro que no. Paula estaba segura de que un maniático del control como Pedro preferiría un chófer silencioso. Alguien que pudiera oír las conversaciones de sus huéspedes de habla inglesa en caso de necesidad. Pero captó el afecto con que el chófer hablaba de su jefe y se preguntó qué habría hecho este para merecerlo, aparte de haber nacido rico.


Sonrió cuando se acercó la cocinera, pues sabía que era importante sentirse aceptada por las personas con las que iba a trabajar y demostrar que no la asustaba el trabajo duro.


–Kalispera, Demetra –dijo. Le tendió la mano–. Soy Paula Chaves.


–Kalispera –repuso la cocinera, que parecía complacida–. ¿Hablas griego?


–Muy poco. Solo un par de frases. Pero me encantaría aprender más. ¿Tú hablas inglés?


–Sí. Al señor Alfonso le gusta que todos sus empleados hablen inglés –dijo Demetra con una sonrisa–. Nos ayudamos unos a otros. Ven. Te mostraré tu casa.


Paula la siguió por un sendero estrecho de arena que llevaba directamente a la playa, hasta que llegaron a una casita pintada de blanco. Oía las olas chocando en la playa y veía el brillo del sol en el agua, pero, incluso rodeada por tanta belleza, solo podía recordar el escándalo y el caos. Porque había sido cerca de allí donde Pedro la había tomado en sus brazos, solo para rechazarla poco después. Cerró los ojos. ¿Cómo podía ser tan vivo el recuerdo de algo que había pasado tanto tiempo atrás?


–¿Te gusta? –preguntó Demetra, que seguramente interpretaba mal su silencio.


–Oh, sí. Es preciosa –se apresuró a contestar Paula.


Demetra sonrió.


–Toda Lasia es preciosa. Ven a la casa cuando estés lista y te lo enseñaré todo.


Cuando se quedó sola, Paula entró en la casita, dejando la puerta abierta para oír las olas mientras exploraba su nuevo hogar.


No tardó mucho en hacerlo. La casa, aunque pequeña y compacta, era más grande que su hogar en Londres. Había una sala de estar y una cocina pequeña abajo, y un dormitorio y un cuarto de baño arriba. Este último era bastante sofisticado, y toda la casa era sencilla y limpia, con paredes blancas y desprovistas de decoración. Y la luz que entraba en todas las estancias era increíble. Brillante y clara, acompañada por el reflejo danzarín de las olas. 


¿Quién necesitaba cuadros en las paredes si tenía eso?


Deshizo el equipaje, se duchó y se puso pantalones cortos y una camiseta. Se disponía a bajar cuando vio que Pedro caminaba hacia la casita y no pudo evitar que el corazón le latiera con fuerza.


Quería volverse. Cerrar los ojos e ignorarlo, pero también quería mirarlo. Ver el modo en que contrastaba la camiseta con la piel verde oliva. 


Ver la estrecha franja de piel que aparecía encima de la cintura de los vaqueros. Porque aquel era el Pedro que recordaba, no el del traje sofisticado que parecía constreñirlo, sino el que daba la impresión de que acabara de terminar de trabajar en uno de sus barcos de pesca.


Era el macho más alfa que había visto, pero era fundamental que no supiera que ella pensaba así. Tendría que mostrarse indiferente con él, no dejar entrever lo que sentía. Tenía que fingir que él era como cualquier otro hombre, aunque no lo era. Porque ningún otro hombre le había hecho sentir aquello. Respiró hondo. Lo más importante que debía recordar era que él no le gustaba como persona.


–Aquí estás –observó él.


–Aquí estoy –ella tiró de su camiseta hacia abajo–. Pareces sorprendido.


–Puede que lo esté. Pensaba que podías cambiar de idea en el último momento y no molestarte en venir.


–¿Debería haberlo hecho? –ella le lanzó una mirada interrogante–. ¿Habría sido más inteligente rechazar tu generosa oferta y seguir con mi vida?




TRAICIÓN: CAPITULO 7





Pedro quería decir que el único problema que tenía era con ella. Con su sensualidad innata, que conseguía traspasar incluso la ropa fea que llevaba. O quizá era porque la había visto en traje de baño, con la tela mojada pegándose a todas sus curvas. Quizá lo que lo excitaba era saber qué cuerpo de lujo cubría aquel uniforme grande. Sin embargo, le causaba impresión descubrir cuán humildes eran sus circunstancias. Como cazafortunas, era mucho menos eficaz de lo que había sido su madre, o no habría acabado en un apartamento minúsculo trabajando en un supermercado a horas intempestivas.


Empezó a hacer cálculos mentales rápidos. 


Obviamente estaba arruinada y, por lo tanto, era fácilmente manipulable, pero también sentía que presentaba un tipo de peligro desconocido. Si no hubiera sido por Pablo, habría combatido el deseo que sentía de besarla y se habría marchado a intentar olvidarla. Habría llamado a la deslumbrante supermodelo con la que había ido a la exposición fotográfica y le habría exigido que fuera a su lado.


Tragó saliva. La realidad era que la modelo parecía fácilmente prescindible comparada con Paula Chaves y su poco halagüeño uniforme. 


¿Era el fuego que escupían sus ojos verdes, o el temblor indignado de sus labios lo que hacía que quisiera dominarla y subyugarla? ¿O simplemente que quería proteger a su hermano de alguien como ella? Había enviado a Pablo lejos a lidiar con un problema, pero volvería. ¿Y cómo saber lo que podían hacer aquellos dos sin que él se enterara? ¿Aquella rubia etérea conseguiría tentar a su hermano a pesar de la encantadora joven que lo esperaba en Melbourne?


De pronto se le ocurrió una solución. Una solución tan sencilla que casi lo dejó sin aliento. 


Porque, ¿acaso los hombres Alfonso no eran muy territoriales? Pablo y él no habían crecido compartiendo. Ni juguetes, ni ideas, ni mucho menos mujeres. La diferencia de edad había contribuido a eso tanto como las agitadas circunstancias de su infancia. Así que, ¿por qué no la seducía él antes de que su hermano tuviera oportunidad de hacerlo? A Pablo no le interesaría una mujer que hubiera estado con él, por lo que sería un modo eficaz de apartarla de la vida de su hermano para siempre.


Pedro tragó saliva. Y el sexo quizá consiguiera borrarla de su mente de una vez por todas. 


Porque, ¿acaso no había sido todos esos años como una fiebre recurrente que todavía estallaba de vez en cuando? Era la única mujer a la que había besado y no se había acostado con ella, y quizá esa necesidad de perfección y terminación exigía que remediara dicha omisión.


Miró a su alrededor. Las finas cortinas de la ventana que daba a una calle lluviosa y la alfombra desgastada del suelo. Y de pronto comprendió que podía ser fácil. Siempre lo era con las mujeres cuando sacaba el tema del dinero. Apretó la mandíbula con amargura al recordar la transacción económica que lo había definido y condenado cuando no era más que un muchacho.


–¿Necesitas dinero? –preguntó con suavidad–. Me parece que sí, koukla mou.


–¿Me ofreces dinero para que me aleje de tu hermano? –ella lo miró de hito en hito–. ¿Eso no se conoce como chantaje?


–En realidad, te ofrezco dinero para que vengas a trabajar para mí. Más dinero del que nunca podrías soñar.


–¿Quieres decir que tienes un supermercado y necesitas alguien que te rellene los estantes? –preguntó ella con sarcasmo.


Pedro estuvo a punto de sonreír, pero se obligó a apretar los labios antes de devolverle la mirada.


–Todavía no he tenido la tentación de invertir en supermercados –repuso con sequedad–, pero tengo una isla a la que de vez en cuando invito a gente. De hecho, mañana iré allí a preparar una fiesta.


–Me alegro por ti. Pero no veo qué tiene eso que ver conmigo. ¿Tengo que felicitarte por tener tantos amigos, aunque me cueste creer que tengas alguno?


Pedro no estaba acostumbrado a una reacción tan insolente, y jamás por parte de una mujer. 


Sin embargo, eso hacía que quisiera abrazarla y besarla con fuerza. Que quisiera empujarla contra la pared y oírla gemir de placer cuando le deslizara los dedos dentro de las bragas. Tragó saliva.


–Te lo digo porque, en los momentos ajetreados, siempre hay trabajo en la isla para la persona adecuada.


–¿Y tú crees que soy la persona adecuada?


–De eso no estoy muy seguro –él frunció los labios–, pero está claro que andas escasa de dinero.


–Supongo que, comparadas contigo, la mayoría de las personas andan escasas de dinero.


–Estamos hablando de tus circunstancias, Paula, no de las mías. Y este apartamento tuyo es sorprendentemente humilde.


Paula no lo negó. ¿Cómo iba a hacerlo?


–¿Y? –preguntó.


–Y siento curiosidad. ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Cómo pasaste de volar por Europa en aviones privados a esto? Tu madre tuvo que ganar bastante dinero enrollándose con hombres ricos y con su costumbre de dar entrevistas a la prensa. ¿No ayuda a financiar el estilo de vida de su hija?


Paula lo miró de hito en hito. Estaba muy equivocado, pero ella no se lo diría. ¿Por qué iba a hacerlo? Algunas cosas eran demasiado dolorosas para contarlas, especialmente a un hombre frío e indiferente como él.


–Eso no es asunto tuyo –replicó, cortante.


Él la miró con expresión calculadora.


–Sea lo que sea lo que haces, está claro que no te funciona. ¿Por qué no quieres ganar más? –preguntó con suavidad–. ¿No te apetece una bonificación jugosa que pueda catapultarte fuera de la trampa de la pobreza?


Ella lo miró con recelo, intentando ahogar la esperanza repentina que embargaba su corazón.


–¿Haciendo qué? –preguntó.


Él se encogió de hombros.


–Tu casa está sorprendentemente limpia y ordenada, así que asumo que eres capaz de hacer trabajo de hogar. Y también asumo que puedes cumplir instrucciones sencillas y ayudar en la cocina.


–¿Y confías en mí tanto como para contratarme?


–No lo sé. ¿Puedo hacerlo? –Pedro la miró fijamente a los ojos–. Imagino que la razón de tu relativa pobreza es probablemente porque eres de poca confianza o te aburres fácilmente o las cosas no son tan fáciles como pensabas. 
¿Tengo razón? ¿Has descubierto que no tienes tanto éxito de gorrona como tu madre?


–¡Vete al infierno! –exclamó ella.


–Pero sospecho que estarías dispuesta a dar el callo por un sueldo bueno –añadió pensativo–. ¿Qué tal si te ofrezco un mes en el servicio doméstico en mi propiedad griega y la oportunidad de ganar así un dinero que podría transformar tu vida?


A Paula le latía con fuerza el corazón.


–¿Y por qué harías eso? –preguntó.


–Ya sabes por qué –repuso él con dureza–. No te quiero en Londres cuando vuelva Pablo. Tiene que viajar a Melbourne dentro de dos semanas, espero que con un anillo de diamantes en el bolsillo. Y después de eso, ya me da igual lo que hagas. Llamémoslo una póliza de seguros, ¿te parece? Estoy dispuesto a pagar bien por alejarte de la vida de mi hermano.


Su desagrado la envolvía como agua sucia y Paula quería decirle dónde podía meterse su oferta, pero no podía olvidar la voz en su cabeza que le decía que fuera realista. ¿Podía permitirse rechazar una oportunidad que probablemente no volvería a encontrar nunca solo porque despreciaba al hombre que la hacía?


–¿Tentada? –preguntó él.


Lo estaba, sí. Tentada de decirle que nunca había conocido a nadie tan grosero e insultante. 


Se sonrojó cuando se dio cuenta de que le ofrecía empleo de sirvienta. De alguien que se ensuciara las manos limpiando lo que mancharan sus invitados y él. Que cortara verduras y le cambiara las sábanas mientras él disfrutaba en la playa con quien le apeteciera, probablemente la pelirroja espectacular que lo había acompañado a la inauguración en la galería. Abrió la boca para decirle que prefería morir a aceptar su oferta, hasta que recordó que no podía permitirse el lujo de pensar solo en sí misma.


Miró uno de los agujeros de la alfombra y pensó en su madre y en las cosas que ella le pagaba, aunque su progenitora era totalmente ajena a ellas. La manicura semanal y una visita de la peluquera de vez en cuando para que se pareciera un poco a la mujer que había sido. 


Viviana Chaves no sabía que hacía eso por ella, pero Paula lo hacía. A veces se estremecía al imaginar cuál habría sido la reacción de su madre si hubiera podido ver en una bola de cristal la vida que estaría condenada a llevar. 


Pero, por suerte, nadie tiene una bola de cristal. 


Nadie podía ver lo que le deparaba el futuro. Y cuando los parientes de otros pacientes o alguno de los empleados reconocía a la mujer que había sido en otro tiempo Viviana Chaves, a Paula le enorgullecía que su madre tuviera el mejor aspecto posible, porque eso habría sido importante para ella.


–¿Cuánto me ofreces? –preguntó osadamente.


Pedro se tragó el desagrado que le produjo la pregunta, pues demostraba que la avaricia de Paula era tan transparente como la de su madre. Frunció los labios. La despreciaba por todo lo que representaba. Pero su repulsión no conseguía matar su deseo por ella. Se le secó la boca al pensar en tenerla en su cama. Porque era inconcebible que volviera a Lasia y no se acostara con él. Eso cerraría aquel capítulo… para los dos. La recompensaría con dinero suficiente para que quedara satisfecha y ella se alejaría para siempre. Y lo más importante: Pablo no volvería a verla.


Sonrió al mencionar una cantidad. Esperaba que ella mostrara gratitud y aceptara enseguida, pero, en lugar de eso, se encontró con una mirada de sus ojos verdes que era casi glacial.


–Quiero el doble –dijo con frialdad.


Pedro dejó de sonreír, pero sintió que su lujuria se intensificaba porque la actitud de ella implicaba que sería más fácil ejecutar su plan. 


Se recordó con amargura que se podía comprar a todas las mujeres. Solo había que ofrecer el precio correcto.


–Trato hecho –dijo con suavidad.