domingo, 5 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 7
Pedro quería decir que el único problema que tenía era con ella. Con su sensualidad innata, que conseguía traspasar incluso la ropa fea que llevaba. O quizá era porque la había visto en traje de baño, con la tela mojada pegándose a todas sus curvas. Quizá lo que lo excitaba era saber qué cuerpo de lujo cubría aquel uniforme grande. Sin embargo, le causaba impresión descubrir cuán humildes eran sus circunstancias. Como cazafortunas, era mucho menos eficaz de lo que había sido su madre, o no habría acabado en un apartamento minúsculo trabajando en un supermercado a horas intempestivas.
Empezó a hacer cálculos mentales rápidos.
Obviamente estaba arruinada y, por lo tanto, era fácilmente manipulable, pero también sentía que presentaba un tipo de peligro desconocido. Si no hubiera sido por Pablo, habría combatido el deseo que sentía de besarla y se habría marchado a intentar olvidarla. Habría llamado a la deslumbrante supermodelo con la que había ido a la exposición fotográfica y le habría exigido que fuera a su lado.
Tragó saliva. La realidad era que la modelo parecía fácilmente prescindible comparada con Paula Chaves y su poco halagüeño uniforme.
¿Era el fuego que escupían sus ojos verdes, o el temblor indignado de sus labios lo que hacía que quisiera dominarla y subyugarla? ¿O simplemente que quería proteger a su hermano de alguien como ella? Había enviado a Pablo lejos a lidiar con un problema, pero volvería. ¿Y cómo saber lo que podían hacer aquellos dos sin que él se enterara? ¿Aquella rubia etérea conseguiría tentar a su hermano a pesar de la encantadora joven que lo esperaba en Melbourne?
De pronto se le ocurrió una solución. Una solución tan sencilla que casi lo dejó sin aliento.
Porque, ¿acaso los hombres Alfonso no eran muy territoriales? Pablo y él no habían crecido compartiendo. Ni juguetes, ni ideas, ni mucho menos mujeres. La diferencia de edad había contribuido a eso tanto como las agitadas circunstancias de su infancia. Así que, ¿por qué no la seducía él antes de que su hermano tuviera oportunidad de hacerlo? A Pablo no le interesaría una mujer que hubiera estado con él, por lo que sería un modo eficaz de apartarla de la vida de su hermano para siempre.
Pedro tragó saliva. Y el sexo quizá consiguiera borrarla de su mente de una vez por todas.
Porque, ¿acaso no había sido todos esos años como una fiebre recurrente que todavía estallaba de vez en cuando? Era la única mujer a la que había besado y no se había acostado con ella, y quizá esa necesidad de perfección y terminación exigía que remediara dicha omisión.
Miró a su alrededor. Las finas cortinas de la ventana que daba a una calle lluviosa y la alfombra desgastada del suelo. Y de pronto comprendió que podía ser fácil. Siempre lo era con las mujeres cuando sacaba el tema del dinero. Apretó la mandíbula con amargura al recordar la transacción económica que lo había definido y condenado cuando no era más que un muchacho.
–¿Necesitas dinero? –preguntó con suavidad–. Me parece que sí, koukla mou.
–¿Me ofreces dinero para que me aleje de tu hermano? –ella lo miró de hito en hito–. ¿Eso no se conoce como chantaje?
–En realidad, te ofrezco dinero para que vengas a trabajar para mí. Más dinero del que nunca podrías soñar.
–¿Quieres decir que tienes un supermercado y necesitas alguien que te rellene los estantes? –preguntó ella con sarcasmo.
Pedro estuvo a punto de sonreír, pero se obligó a apretar los labios antes de devolverle la mirada.
–Todavía no he tenido la tentación de invertir en supermercados –repuso con sequedad–, pero tengo una isla a la que de vez en cuando invito a gente. De hecho, mañana iré allí a preparar una fiesta.
–Me alegro por ti. Pero no veo qué tiene eso que ver conmigo. ¿Tengo que felicitarte por tener tantos amigos, aunque me cueste creer que tengas alguno?
Pedro no estaba acostumbrado a una reacción tan insolente, y jamás por parte de una mujer.
Sin embargo, eso hacía que quisiera abrazarla y besarla con fuerza. Que quisiera empujarla contra la pared y oírla gemir de placer cuando le deslizara los dedos dentro de las bragas. Tragó saliva.
–Te lo digo porque, en los momentos ajetreados, siempre hay trabajo en la isla para la persona adecuada.
–¿Y tú crees que soy la persona adecuada?
–De eso no estoy muy seguro –él frunció los labios–, pero está claro que andas escasa de dinero.
–Supongo que, comparadas contigo, la mayoría de las personas andan escasas de dinero.
–Estamos hablando de tus circunstancias, Paula, no de las mías. Y este apartamento tuyo es sorprendentemente humilde.
Paula no lo negó. ¿Cómo iba a hacerlo?
–¿Y? –preguntó.
–Y siento curiosidad. ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Cómo pasaste de volar por Europa en aviones privados a esto? Tu madre tuvo que ganar bastante dinero enrollándose con hombres ricos y con su costumbre de dar entrevistas a la prensa. ¿No ayuda a financiar el estilo de vida de su hija?
Paula lo miró de hito en hito. Estaba muy equivocado, pero ella no se lo diría. ¿Por qué iba a hacerlo? Algunas cosas eran demasiado dolorosas para contarlas, especialmente a un hombre frío e indiferente como él.
–Eso no es asunto tuyo –replicó, cortante.
Él la miró con expresión calculadora.
–Sea lo que sea lo que haces, está claro que no te funciona. ¿Por qué no quieres ganar más? –preguntó con suavidad–. ¿No te apetece una bonificación jugosa que pueda catapultarte fuera de la trampa de la pobreza?
Ella lo miró con recelo, intentando ahogar la esperanza repentina que embargaba su corazón.
–¿Haciendo qué? –preguntó.
Él se encogió de hombros.
–Tu casa está sorprendentemente limpia y ordenada, así que asumo que eres capaz de hacer trabajo de hogar. Y también asumo que puedes cumplir instrucciones sencillas y ayudar en la cocina.
–¿Y confías en mí tanto como para contratarme?
–No lo sé. ¿Puedo hacerlo? –Pedro la miró fijamente a los ojos–. Imagino que la razón de tu relativa pobreza es probablemente porque eres de poca confianza o te aburres fácilmente o las cosas no son tan fáciles como pensabas.
¿Tengo razón? ¿Has descubierto que no tienes tanto éxito de gorrona como tu madre?
–¡Vete al infierno! –exclamó ella.
–Pero sospecho que estarías dispuesta a dar el callo por un sueldo bueno –añadió pensativo–. ¿Qué tal si te ofrezco un mes en el servicio doméstico en mi propiedad griega y la oportunidad de ganar así un dinero que podría transformar tu vida?
A Paula le latía con fuerza el corazón.
–¿Y por qué harías eso? –preguntó.
–Ya sabes por qué –repuso él con dureza–. No te quiero en Londres cuando vuelva Pablo. Tiene que viajar a Melbourne dentro de dos semanas, espero que con un anillo de diamantes en el bolsillo. Y después de eso, ya me da igual lo que hagas. Llamémoslo una póliza de seguros, ¿te parece? Estoy dispuesto a pagar bien por alejarte de la vida de mi hermano.
Su desagrado la envolvía como agua sucia y Paula quería decirle dónde podía meterse su oferta, pero no podía olvidar la voz en su cabeza que le decía que fuera realista. ¿Podía permitirse rechazar una oportunidad que probablemente no volvería a encontrar nunca solo porque despreciaba al hombre que la hacía?
–¿Tentada? –preguntó él.
Lo estaba, sí. Tentada de decirle que nunca había conocido a nadie tan grosero e insultante.
Se sonrojó cuando se dio cuenta de que le ofrecía empleo de sirvienta. De alguien que se ensuciara las manos limpiando lo que mancharan sus invitados y él. Que cortara verduras y le cambiara las sábanas mientras él disfrutaba en la playa con quien le apeteciera, probablemente la pelirroja espectacular que lo había acompañado a la inauguración en la galería. Abrió la boca para decirle que prefería morir a aceptar su oferta, hasta que recordó que no podía permitirse el lujo de pensar solo en sí misma.
Miró uno de los agujeros de la alfombra y pensó en su madre y en las cosas que ella le pagaba, aunque su progenitora era totalmente ajena a ellas. La manicura semanal y una visita de la peluquera de vez en cuando para que se pareciera un poco a la mujer que había sido.
Viviana Chaves no sabía que hacía eso por ella, pero Paula lo hacía. A veces se estremecía al imaginar cuál habría sido la reacción de su madre si hubiera podido ver en una bola de cristal la vida que estaría condenada a llevar.
Pero, por suerte, nadie tiene una bola de cristal.
Nadie podía ver lo que le deparaba el futuro. Y cuando los parientes de otros pacientes o alguno de los empleados reconocía a la mujer que había sido en otro tiempo Viviana Chaves, a Paula le enorgullecía que su madre tuviera el mejor aspecto posible, porque eso habría sido importante para ella.
–¿Cuánto me ofreces? –preguntó osadamente.
Pedro se tragó el desagrado que le produjo la pregunta, pues demostraba que la avaricia de Paula era tan transparente como la de su madre. Frunció los labios. La despreciaba por todo lo que representaba. Pero su repulsión no conseguía matar su deseo por ella. Se le secó la boca al pensar en tenerla en su cama. Porque era inconcebible que volviera a Lasia y no se acostara con él. Eso cerraría aquel capítulo… para los dos. La recompensaría con dinero suficiente para que quedara satisfecha y ella se alejaría para siempre. Y lo más importante: Pablo no volvería a verla.
Sonrió al mencionar una cantidad. Esperaba que ella mostrara gratitud y aceptara enseguida, pero, en lugar de eso, se encontró con una mirada de sus ojos verdes que era casi glacial.
–Quiero el doble –dijo con frialdad.
Pedro dejó de sonreír, pero sintió que su lujuria se intensificaba porque la actitud de ella implicaba que sería más fácil ejecutar su plan.
Se recordó con amargura que se podía comprar a todas las mujeres. Solo había que ofrecer el precio correcto.
–Trato hecho –dijo con suavidad.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario