domingo, 5 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 8




Lasia era tan hermosa como Paula la recordaba. Miró por la ventanilla del coche el cielo azul sin nubes y se dijo que no pensaría en el pasado. Había ido allí a trabajar para Pedro Alfonso y ganar dinero para su pobre madre arruinada. Fijó la vista en la línea azul oscuro del horizonte y se dijo que tenía que buscar lo positivo, no lo negativo.


Al bajar del avión en la única pista de aterrizaje de Lasia, la esperaba un coche de lujo. Durante el vuelo, se había preguntado si la recordaría alguno de los empleados, pero, por suerte, el chófer era nuevo para ella y se llamaba Stelios.


Parecía satisfecho de guardar silencio y Paula no dijo nada mientras el potente automóvil se abría paso por las carreteras de montaña hacia el complejo de edificios del otro lado de la isla. 


Pero, aunque tranquila por fuera, temblaba por dentro por muchos motivos. Para empezar, había perdido su empleo en el supermercado. El dueño había reaccionado con incredulidad cuando le había pedido un mes de vacaciones sin paga y le había dicho que debía de estar loca si esperaba eso. Le había dicho que estaba en el trabajo equivocado. Pero eso Paula ya lo sabía porque, por mucho que se esforzara, nunca encajaba, ni allí ni en ninguna parte. Y desde luego, tampoco en aquella isla privada que exudaba riqueza y privilegios. Donde yates de lujo se balanceaban en el mar azul con el mismo descuido que si fueran juguetes de bebé en una bañera. Se inclinó hacia delante para ver bien cuando el automóvil dobló un recodo e inició el descenso hacia el complejo que había visto por última vez a los dieciocho años y parpadeó sorprendida porque todo parecía muy distinto.


Bahía Assimenos no. Eso no había cambiado. 


La cala natural, con su arena plateada, era tan espectacular como siempre, pero la mansión de la playa ya no existía y en su lugar se levantaba un edificio imponente, que parecía formado principalmente por cristal. Moderno y magnífico, sus paredes transparentes y ventanas curvas reflejaban los distintos tonos del mar y el cielo, de tal modo que la primera impresión de Paula fue que todo era muy azul.


«Tan azul como los ojos de Pedro», pensó. Y se apresuró a recordar que no estaba allí para fantasear con él.


Y entonces, como si lo hubiera conjurado con la imaginación, vio al magnate griego de pie en una de las amplias ventanas del primer piso de la casa. La observaba inmóvil como una estatua. 


Paula se estremeció, porque, a pesar de la distancia, él lo dominaba todo. Aunque estaba rodeada de tanta belleza natural, le costó un gran esfuerzo dejar de mirarlo. ¿Acaso no había aprendido del pasado? Tenía que conseguir permanecer inmune a él y a su carisma. Tenía que probar que ya no lo deseaba porque no le gustaban los multimillonarios crueles que la trataban sin ningún respeto.


El coche se detuvo y Stelios abrió la puerta y Paula salió al patio bañado por el sol. El aire olía a limones, a pino y a mar.


–Ahí está Demetra –dijo Stelios.


Una mujer madura con un uniforme blanco se acercaba a ellos.


–Es la cocinera –explicó el chófer–, pero básicamente está al cargo de la casa. Hasta Pedro la escucha cuando habla. Te mostrará tu habitación. Tienes mucha suerte de quedarte aquí –observó–. Todos los demás empleados viven en el pueblo.


–Gracias –Paula lo miró sorprendida–. Hablas un inglés perfecto.


–Viví un tiempo en Londres. Era taxista –Stelios sonrió–. Aunque al jefe no le gusta que lo diga mucho.


No, seguro que no. Paula estaba segura de que un maniático del control como Pedro preferiría un chófer silencioso. Alguien que pudiera oír las conversaciones de sus huéspedes de habla inglesa en caso de necesidad. Pero captó el afecto con que el chófer hablaba de su jefe y se preguntó qué habría hecho este para merecerlo, aparte de haber nacido rico.


Sonrió cuando se acercó la cocinera, pues sabía que era importante sentirse aceptada por las personas con las que iba a trabajar y demostrar que no la asustaba el trabajo duro.


–Kalispera, Demetra –dijo. Le tendió la mano–. Soy Paula Chaves.


–Kalispera –repuso la cocinera, que parecía complacida–. ¿Hablas griego?


–Muy poco. Solo un par de frases. Pero me encantaría aprender más. ¿Tú hablas inglés?


–Sí. Al señor Alfonso le gusta que todos sus empleados hablen inglés –dijo Demetra con una sonrisa–. Nos ayudamos unos a otros. Ven. Te mostraré tu casa.


Paula la siguió por un sendero estrecho de arena que llevaba directamente a la playa, hasta que llegaron a una casita pintada de blanco. Oía las olas chocando en la playa y veía el brillo del sol en el agua, pero, incluso rodeada por tanta belleza, solo podía recordar el escándalo y el caos. Porque había sido cerca de allí donde Pedro la había tomado en sus brazos, solo para rechazarla poco después. Cerró los ojos. ¿Cómo podía ser tan vivo el recuerdo de algo que había pasado tanto tiempo atrás?


–¿Te gusta? –preguntó Demetra, que seguramente interpretaba mal su silencio.


–Oh, sí. Es preciosa –se apresuró a contestar Paula.


Demetra sonrió.


–Toda Lasia es preciosa. Ven a la casa cuando estés lista y te lo enseñaré todo.


Cuando se quedó sola, Paula entró en la casita, dejando la puerta abierta para oír las olas mientras exploraba su nuevo hogar.


No tardó mucho en hacerlo. La casa, aunque pequeña y compacta, era más grande que su hogar en Londres. Había una sala de estar y una cocina pequeña abajo, y un dormitorio y un cuarto de baño arriba. Este último era bastante sofisticado, y toda la casa era sencilla y limpia, con paredes blancas y desprovistas de decoración. Y la luz que entraba en todas las estancias era increíble. Brillante y clara, acompañada por el reflejo danzarín de las olas. 


¿Quién necesitaba cuadros en las paredes si tenía eso?


Deshizo el equipaje, se duchó y se puso pantalones cortos y una camiseta. Se disponía a bajar cuando vio que Pedro caminaba hacia la casita y no pudo evitar que el corazón le latiera con fuerza.


Quería volverse. Cerrar los ojos e ignorarlo, pero también quería mirarlo. Ver el modo en que contrastaba la camiseta con la piel verde oliva. 


Ver la estrecha franja de piel que aparecía encima de la cintura de los vaqueros. Porque aquel era el Pedro que recordaba, no el del traje sofisticado que parecía constreñirlo, sino el que daba la impresión de que acabara de terminar de trabajar en uno de sus barcos de pesca.


Era el macho más alfa que había visto, pero era fundamental que no supiera que ella pensaba así. Tendría que mostrarse indiferente con él, no dejar entrever lo que sentía. Tenía que fingir que él era como cualquier otro hombre, aunque no lo era. Porque ningún otro hombre le había hecho sentir aquello. Respiró hondo. Lo más importante que debía recordar era que él no le gustaba como persona.


–Aquí estás –observó él.


–Aquí estoy –ella tiró de su camiseta hacia abajo–. Pareces sorprendido.


–Puede que lo esté. Pensaba que podías cambiar de idea en el último momento y no molestarte en venir.


–¿Debería haberlo hecho? –ella le lanzó una mirada interrogante–. ¿Habría sido más inteligente rechazar tu generosa oferta y seguir con mi vida?




TRAICIÓN: CAPITULO 7





Pedro quería decir que el único problema que tenía era con ella. Con su sensualidad innata, que conseguía traspasar incluso la ropa fea que llevaba. O quizá era porque la había visto en traje de baño, con la tela mojada pegándose a todas sus curvas. Quizá lo que lo excitaba era saber qué cuerpo de lujo cubría aquel uniforme grande. Sin embargo, le causaba impresión descubrir cuán humildes eran sus circunstancias. Como cazafortunas, era mucho menos eficaz de lo que había sido su madre, o no habría acabado en un apartamento minúsculo trabajando en un supermercado a horas intempestivas.


Empezó a hacer cálculos mentales rápidos. 


Obviamente estaba arruinada y, por lo tanto, era fácilmente manipulable, pero también sentía que presentaba un tipo de peligro desconocido. Si no hubiera sido por Pablo, habría combatido el deseo que sentía de besarla y se habría marchado a intentar olvidarla. Habría llamado a la deslumbrante supermodelo con la que había ido a la exposición fotográfica y le habría exigido que fuera a su lado.


Tragó saliva. La realidad era que la modelo parecía fácilmente prescindible comparada con Paula Chaves y su poco halagüeño uniforme. 


¿Era el fuego que escupían sus ojos verdes, o el temblor indignado de sus labios lo que hacía que quisiera dominarla y subyugarla? ¿O simplemente que quería proteger a su hermano de alguien como ella? Había enviado a Pablo lejos a lidiar con un problema, pero volvería. ¿Y cómo saber lo que podían hacer aquellos dos sin que él se enterara? ¿Aquella rubia etérea conseguiría tentar a su hermano a pesar de la encantadora joven que lo esperaba en Melbourne?


De pronto se le ocurrió una solución. Una solución tan sencilla que casi lo dejó sin aliento. 


Porque, ¿acaso los hombres Alfonso no eran muy territoriales? Pablo y él no habían crecido compartiendo. Ni juguetes, ni ideas, ni mucho menos mujeres. La diferencia de edad había contribuido a eso tanto como las agitadas circunstancias de su infancia. Así que, ¿por qué no la seducía él antes de que su hermano tuviera oportunidad de hacerlo? A Pablo no le interesaría una mujer que hubiera estado con él, por lo que sería un modo eficaz de apartarla de la vida de su hermano para siempre.


Pedro tragó saliva. Y el sexo quizá consiguiera borrarla de su mente de una vez por todas. 


Porque, ¿acaso no había sido todos esos años como una fiebre recurrente que todavía estallaba de vez en cuando? Era la única mujer a la que había besado y no se había acostado con ella, y quizá esa necesidad de perfección y terminación exigía que remediara dicha omisión.


Miró a su alrededor. Las finas cortinas de la ventana que daba a una calle lluviosa y la alfombra desgastada del suelo. Y de pronto comprendió que podía ser fácil. Siempre lo era con las mujeres cuando sacaba el tema del dinero. Apretó la mandíbula con amargura al recordar la transacción económica que lo había definido y condenado cuando no era más que un muchacho.


–¿Necesitas dinero? –preguntó con suavidad–. Me parece que sí, koukla mou.


–¿Me ofreces dinero para que me aleje de tu hermano? –ella lo miró de hito en hito–. ¿Eso no se conoce como chantaje?


–En realidad, te ofrezco dinero para que vengas a trabajar para mí. Más dinero del que nunca podrías soñar.


–¿Quieres decir que tienes un supermercado y necesitas alguien que te rellene los estantes? –preguntó ella con sarcasmo.


Pedro estuvo a punto de sonreír, pero se obligó a apretar los labios antes de devolverle la mirada.


–Todavía no he tenido la tentación de invertir en supermercados –repuso con sequedad–, pero tengo una isla a la que de vez en cuando invito a gente. De hecho, mañana iré allí a preparar una fiesta.


–Me alegro por ti. Pero no veo qué tiene eso que ver conmigo. ¿Tengo que felicitarte por tener tantos amigos, aunque me cueste creer que tengas alguno?


Pedro no estaba acostumbrado a una reacción tan insolente, y jamás por parte de una mujer. 


Sin embargo, eso hacía que quisiera abrazarla y besarla con fuerza. Que quisiera empujarla contra la pared y oírla gemir de placer cuando le deslizara los dedos dentro de las bragas. Tragó saliva.


–Te lo digo porque, en los momentos ajetreados, siempre hay trabajo en la isla para la persona adecuada.


–¿Y tú crees que soy la persona adecuada?


–De eso no estoy muy seguro –él frunció los labios–, pero está claro que andas escasa de dinero.


–Supongo que, comparadas contigo, la mayoría de las personas andan escasas de dinero.


–Estamos hablando de tus circunstancias, Paula, no de las mías. Y este apartamento tuyo es sorprendentemente humilde.


Paula no lo negó. ¿Cómo iba a hacerlo?


–¿Y? –preguntó.


–Y siento curiosidad. ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Cómo pasaste de volar por Europa en aviones privados a esto? Tu madre tuvo que ganar bastante dinero enrollándose con hombres ricos y con su costumbre de dar entrevistas a la prensa. ¿No ayuda a financiar el estilo de vida de su hija?


Paula lo miró de hito en hito. Estaba muy equivocado, pero ella no se lo diría. ¿Por qué iba a hacerlo? Algunas cosas eran demasiado dolorosas para contarlas, especialmente a un hombre frío e indiferente como él.


–Eso no es asunto tuyo –replicó, cortante.


Él la miró con expresión calculadora.


–Sea lo que sea lo que haces, está claro que no te funciona. ¿Por qué no quieres ganar más? –preguntó con suavidad–. ¿No te apetece una bonificación jugosa que pueda catapultarte fuera de la trampa de la pobreza?


Ella lo miró con recelo, intentando ahogar la esperanza repentina que embargaba su corazón.


–¿Haciendo qué? –preguntó.


Él se encogió de hombros.


–Tu casa está sorprendentemente limpia y ordenada, así que asumo que eres capaz de hacer trabajo de hogar. Y también asumo que puedes cumplir instrucciones sencillas y ayudar en la cocina.


–¿Y confías en mí tanto como para contratarme?


–No lo sé. ¿Puedo hacerlo? –Pedro la miró fijamente a los ojos–. Imagino que la razón de tu relativa pobreza es probablemente porque eres de poca confianza o te aburres fácilmente o las cosas no son tan fáciles como pensabas. 
¿Tengo razón? ¿Has descubierto que no tienes tanto éxito de gorrona como tu madre?


–¡Vete al infierno! –exclamó ella.


–Pero sospecho que estarías dispuesta a dar el callo por un sueldo bueno –añadió pensativo–. ¿Qué tal si te ofrezco un mes en el servicio doméstico en mi propiedad griega y la oportunidad de ganar así un dinero que podría transformar tu vida?


A Paula le latía con fuerza el corazón.


–¿Y por qué harías eso? –preguntó.


–Ya sabes por qué –repuso él con dureza–. No te quiero en Londres cuando vuelva Pablo. Tiene que viajar a Melbourne dentro de dos semanas, espero que con un anillo de diamantes en el bolsillo. Y después de eso, ya me da igual lo que hagas. Llamémoslo una póliza de seguros, ¿te parece? Estoy dispuesto a pagar bien por alejarte de la vida de mi hermano.


Su desagrado la envolvía como agua sucia y Paula quería decirle dónde podía meterse su oferta, pero no podía olvidar la voz en su cabeza que le decía que fuera realista. ¿Podía permitirse rechazar una oportunidad que probablemente no volvería a encontrar nunca solo porque despreciaba al hombre que la hacía?


–¿Tentada? –preguntó él.


Lo estaba, sí. Tentada de decirle que nunca había conocido a nadie tan grosero e insultante. 


Se sonrojó cuando se dio cuenta de que le ofrecía empleo de sirvienta. De alguien que se ensuciara las manos limpiando lo que mancharan sus invitados y él. Que cortara verduras y le cambiara las sábanas mientras él disfrutaba en la playa con quien le apeteciera, probablemente la pelirroja espectacular que lo había acompañado a la inauguración en la galería. Abrió la boca para decirle que prefería morir a aceptar su oferta, hasta que recordó que no podía permitirse el lujo de pensar solo en sí misma.


Miró uno de los agujeros de la alfombra y pensó en su madre y en las cosas que ella le pagaba, aunque su progenitora era totalmente ajena a ellas. La manicura semanal y una visita de la peluquera de vez en cuando para que se pareciera un poco a la mujer que había sido. 


Viviana Chaves no sabía que hacía eso por ella, pero Paula lo hacía. A veces se estremecía al imaginar cuál habría sido la reacción de su madre si hubiera podido ver en una bola de cristal la vida que estaría condenada a llevar. 


Pero, por suerte, nadie tiene una bola de cristal. 


Nadie podía ver lo que le deparaba el futuro. Y cuando los parientes de otros pacientes o alguno de los empleados reconocía a la mujer que había sido en otro tiempo Viviana Chaves, a Paula le enorgullecía que su madre tuviera el mejor aspecto posible, porque eso habría sido importante para ella.


–¿Cuánto me ofreces? –preguntó osadamente.


Pedro se tragó el desagrado que le produjo la pregunta, pues demostraba que la avaricia de Paula era tan transparente como la de su madre. Frunció los labios. La despreciaba por todo lo que representaba. Pero su repulsión no conseguía matar su deseo por ella. Se le secó la boca al pensar en tenerla en su cama. Porque era inconcebible que volviera a Lasia y no se acostara con él. Eso cerraría aquel capítulo… para los dos. La recompensaría con dinero suficiente para que quedara satisfecha y ella se alejaría para siempre. Y lo más importante: Pablo no volvería a verla.


Sonrió al mencionar una cantidad. Esperaba que ella mostrara gratitud y aceptara enseguida, pero, en lugar de eso, se encontró con una mirada de sus ojos verdes que era casi glacial.


–Quiero el doble –dijo con frialdad.


Pedro dejó de sonreír, pero sintió que su lujuria se intensificaba porque la actitud de ella implicaba que sería más fácil ejecutar su plan. 


Se recordó con amargura que se podía comprar a todas las mujeres. Solo había que ofrecer el precio correcto.


–Trato hecho –dijo con suavidad.




TRAICIÓN: CAPITULO 6





Pedro se puso tenso porque el desafío de ella lo excitaba y eso era lo último que quería. Había ido allí no solo por devolver el chal, sino porque una parte de él quería volver a verla, aunque se había convencido de que lo hacía para proteger a su hermano. Recordaba lo amigos que habían sido Pablo y ella en aquellas vacaciones en la isla, cómo pasaban todo el día juntos. La gente decía que el pasado tenía tentáculos poderosos y sentimentales y ella había conocido a su hermano cuando era joven e influenciable. 


Mucho antes de que alcanzara los veinticinco años de edad y entrara en posesión del fondo de dinero que había cambiado la actitud de la gente para con él, porque la riqueza siempre hacía eso. ¿Podía Pablo dejarse seducir por aquella rubia sensual y olvidar el futuro seguro que tenía ante sí? ¿Y si Paula Chaves se daba cuenta de que podía llegar a disponer de una fortuna si jugaba bien sus cartas?


Miró a su alrededor, sorprendido por el lugar. 


Porque aquello no era un estándar de vida bajo, era casi límite. Había imaginado plumas de pavo real y collares brillantes colgados sobre espejos. 


Paredes cubiertas de fotos antiguas que mostraban la fama, un poco chabacana, de su madre. Pero no había más que desnudez y un utilitarismo casi soso. El rasgo más sobresaliente era el de la limpieza. Apretó los labios. ¿Aquello era un complot inteligente destinado a ilustrar lo buena ama de casa que podía ser si un hombre poderoso la sacaba de allí y le daba la oportunidad?


Hacía lo posible por no mirarla mucho, porque mirarla aumentaba su deseo y un hombre pensaba más claramente cuando no tenía la sangre caliente por la lujuria. Pero ahora la miró con atención y por primera vez se dio cuenta de que llevaba una especie de uniforme. Frunció el ceño. Miró el vestido azul marino informe, con un borde azul más claro, y se fijó en una placa pequeña que mostraban un sol brillante y lo que parecía un muslo de pollo debajo de la palabra «Superahorro». Frunció los labios.


–¿Trabajas en una tienda? –preguntó.


Captó la indecisión que transmitió la mirada de ella, que acabó alzando un poco más la barbilla.


–Sí, trabajo en una tienda.


–¿Por qué?


–¿Por qué no? –replicó ella con rabia–. Alguien tiene que hacerlo. ¿Cómo crees tú que se llenan las estanterías de productos? O, espera, déjame adivinar. ¿Tú nunca haces la compra?


–¿Tú rellenas estanterías? –preguntó él con incredulidad.


Paula respiró hondo. Si se hubiera tratado de otra persona, quizá habría contado la verdad sobre su madre y todos los demás temas oscuros que la habían obligado a tener que dejar tantos trabajos que, al final, el supermercado Superahorro había sido su única opción. Podía haberle explicado que hacía lo que podía para compensar por todos los años perdidos, estudiando mucho siempre que tenía un momento libre, y que estudiaba Contabilidad y Estudios Empresariales por Internet. Quizá hasta habría penetrado en las profundidades de su desesperación y transmitido la sensación de desesperanza que sentía cuando visitaba a su madre todas las semanas. Cuando veía cómo sus rasgos, antes llenos de vida, se habían convertido en una máscara inmóvil y sus ojos azules miraban fijamente al frente sin ver. 


Cuando, por mucho que rezara por que no fuera así, su madre no conseguía reconocer a la mujer joven a la que había dado a luz.


Paula cerró brevemente los ojos y recordó la conversación incómoda que había sostenido la semana anterior con el encargado de la residencia. Este le había informado de que los gastos subían y no tendrían más remedio que subir el precio, y el Estado solo podía cubrir hasta cierto punto. Y cuando Paula había intentado protestar por el traslado de su madre a aquel lugar cavernoso que era más barato pero estaba más lejos, el encargado se había encogido de hombros y le había dicho que la economía era así.


¿Pero por qué imaginar que Pedro Alfonso tendría otra cosa que un corazón frío e insensible? A él no le importarían sus problemas. El multimillonario controlador sin duda quería pensar lo peor de ella y Paula dudaba de que su historia lacrimógena le hiciera cambiar de idea. De pronto sintió lastima de Pablo. Qué horrible debía de ser tener un hermano que estaba tan decidido a organizar su vida que no podía permitirse la libertad de hacerse amigo de quien quisiera. El multimillonario seductor que tenía delante no era más que un megalómano rabioso.


–Sí, relleno estanterías –musitó–. ¿Tienes algún problema con eso?




sábado, 4 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 5




Apartó de su mente los recuerdos porque tenía todavía el pelo mojado y había empezado a temblar, así que se obligó a levantarse y entrar en el pequeño cuarto de baño, donde el chorro miserable de agua templada que caía de la ducha hizo poco por calentarle la piel. Pero frotarse con brusquedad con una toalla sí ayudó, como también la taza de té grande que se preparó después. Acababa de ponerse el uniforme cuando llamaron a la puerta. Frunció el ceño. Su círculo social era pequeño porque trabajaba muchas horas y pocas veces invitaba allí a gente. No quería que la juzgaran. Que pensaran por qué la hija única de un hombre rico y una actriz que había salido en una serie de películas de vampiros de bajo presupuesto había acabado viviendo en aquellas circunstancias.


Llamaron de nuevo con más fuerza y abrió la puerta. Se quedó atónita al ver a la persona que estaba al otro lado. El corazón le golpeó con fuerza en el pecho cuando miró a Pedro a los ojos y agarró el picaporte con fuerza. El pelo negro de él estaba mojado y se pegaba a su cabeza, y las gotas de lluvia salpicaban su abrigo. Paula sabía que debía cerrarle la puerta en las narices, pero el poderoso impacto de su presencia le hizo dudar.


–¿Qué haces aquí? –preguntó con frialdad–. ¿Se te han ocurrido más insultos que has olvidado dedicarme antes?


Él curvó los labios en una especie de sonrisa.


–Creo que te has dejado esto.


Ella miró el chal de color crema y se le encogió el corazón. Había pertenecido a su madre. Era un chal suave de cachemira, con un bordado de rosas minúsculas y hojas verdes. Estaba viejo, pero le recordaba a la mujer que había sido su madre en otro tiempo y sintió un nudo en la garganta.


–¿Cómo has sabido dónde vivía? –preguntó.


–No ha sido difícil. Has firmado el libro de visitantes de la galería, ¿recuerdas?


–Pero no tenías que traerlo personalmente. ¿No podías pedirle a alguien que lo hiciera?


–Podía. Pero hay cosas que prefiero no delegar –Pedro la miró a los ojos–. Y además, yo creo que no hemos terminado nuestra conversación. ¿Y tú?


Paula suponía que no, ya que, de algún modo, parecía haber muchas cosas que se habían quedado sin decir. Y quizá fuera mejor así. Sin embargo, algo le impedía cerrarle la puerta en las narices. ¿Quizá porque le había llevado el chal de su madre y porque estaba mojado? Tal vez él notó su vacilación, pues dio un paso al frente.


–¿No me vas a invitar a entrar? –preguntó con suavidad.


–Como quieras –repuso ella, como sin darle importancia.


Pero el corazón le latía con fuerza cuando se volvió y oyó que él cerraba la puerta y la seguía. 


Y cuando se giró y lo vio allí de pie, tan poderoso y tan viril, sintió los pechos calientes y pesados por el deseo. ¿Por qué él? ¿Por qué tenía que ser Pedro Alfonso el único hombre que la hiciera sentirse tan viva?


–Aunque si vas a intentar justificar tu comportamiento controlador, yo que tú no me molestaría.


–¿Y qué quieres decir con eso? –preguntó él.


–Quiero decir que has aparecido de pronto y has enviado a tu hermano de viaje solo para alejarlo de mí. ¿Eso no es un poco desesperado?


Él apretó los labios.


–Como ya te he dicho, tiene novia. Una joven de origen griego que acaba de licenciarse en Medicina y está a años de distancia de alguien como tú. Y por si te interesa, el negocio del Golfo es urgente y legal. Te haces demasiadas ilusiones si crees que yo fabricaría una catástrofe solo para apartarlo de tu compañía. Pero no te voy a mentir. No negaré que me alegro de que se vaya.


A Paula le molestaban las palabras de él, aunque casi podía comprender su preocupación, porque el contraste entre la novia de Pablo y ella no podía ser mayor. Podía imaginar cómo lo vería Pedro. La doctora profesional cualificada frente a alguien que había hecho pocos exámenes en su vida. Si se lo hubiera pedido amablemente, quizá Paula habría hecho lo que él quería. Darle su palabra de que no volvería a ver a Pablo, cosa que probablemente ocurriera de todos modos. Pero él no se lo pedía, se lo ordenaba. Y no la enfurecía tanto el desprecio de su mirada como su absoluta falta de respeto. 


Como si ella no significara nada. Como si sus sentimientos no contaran para nada. Como si tuviera que pagar el resto de su vida por un error de juventud. Levantó la barbilla.


–Si crees que puedes decirme lo que tengo que hacer, te equivocas –dijo–. Te equivocas de plano.




TRAICIÓN: CAPITULO 4




El recorrido de vuelta a su casa, en New Malden, pasó como en una nube, con Paula recordando el modo en que le había hablado Pedro, con un desprecio que no se había molestado en ocultar. Pero eso no había impedido que sus pechos se tensaran bajo el escrutinio arrogante de él. Ni que un estúpido anhelo le recorriera la piel cada vez que miraba los ojos azules de él. Y ahora tendría que empezar a olvidarlo de nuevo.


Cuando salió de la estación de tren, le cayó encima una ducha de primavera. El clima en abril era bastante impredecible, pero ella no llevaba paraguas. Cuando llegó a su pequeño estudio, estaba mojada y con frío y le temblaban las manos con las que cerró la puerta. Pero en vez de quitarse la ropa mojada y preparar té, se dejó caer en el sillón más próximo y se quedó mirando la lluvia por la ventana. Su mente le jugaba malas pasadas, pues solo veía una playa amplia plateada con hermosas montañas elevándose en la distancia. Un lugar paradisíaco. Lasia.


Recordó su sorpresa al encontrarse allí, en una isla privada propiedad de la poderosa familia Alfonso, con la que no tenía ninguna relación. 


Ella estaba en Andros, con su madre, que no dejaba de quejarse de su reciente divorcio del padre de Paula y de ahogar sus penas en Retsina.


El padre de Pedro era uno de aquellos hombres que se dejaban deslumbrar por los famosos, aunque fueran de segunda categoría, y al enterarse de que aquella actriz y su hija estaban cerca, había insistido en invitarlas a continuar sus vacaciones en la isla. La madre de Paula se había mostrado encantada con la proximidad de tantos hombres ricos y poderosos y se había dedicado a lucir palmito con un biquini demasiado pequeño para una mujer de su edad.


Paula no había querido saber nada de las fiestas porque, a pesar de su tierna edad, se había visto arrastrada por su madre a unas cuantas desde que había empezado a andar. A los dieciocho años intentaba pasar desapercibida porque así era como se sentía más segura. Se había alegrado de conocer al deportista Pablo, con el que se había entendido de inmediato. El adolescente griego le había enseñado a practicar esnórquel en bahías cristalinas y la había llevado a hacer marchas por las montañas verdiazules. La atracción física no había entrado en el juego porque, igual que muchos hijos criados por padres licenciosos, Paula era más bien puritana y la idea del sexo la asqueaba vagamente. Pablo y ella habían interaccionado como hermanos y explorando juntos la isla.


Pero después, una mañana, Pedro, el hermano mayor, había llegado en un barco blanco, como una especie de dios al timón, con el pelo moreno revuelto, la piel bronceada y ojos a juego con el color del mar oscuro. Paula lo había visto desde la playa y el corazón le había latido de un modo desconocido. Más tarde se lo habían presentado, pero se sentía tan cohibida en su presencia, que casi no había sido capaz de mirarlo a los ojos. A diferencia de las demás mujeres de la casa. A Paula le había avergonzado el modo descarado en que coqueteaba su madre con él.


Y luego había llegado la noche de la fiesta, una fiesta impresionante a la que estaba invitado el ministro griego de Defensa. Paula recordaba la atmósfera febril y la cara de desaprobación de Pedro a medida que se emborrachaba cada vez más gente. Recordaba haberse preguntado dónde se habría metido su madre, y haber sabido después que la habían pillado con el chófer del ministro en el asiento trasero del coche oficial, donde le hacía sexo oral a un hombre al que doblaba la edad. Alguien los había grabado y eso había hecho que estallara el escándalo.


Paula había corrido a la playa, demasiado avergonzada para mirar a nadie a la cara, y buscando solo estar sola. Pero Pedro había ido detrás de ella y la había encontrado llorando. 


Sus palabras habían sido sorprendentemente suaves. Casi gentiles. La había abrazado y ella se había sentido como en el paraíso. ¿Había sido porque su madre nunca mostraba cariño físico y su padre había sido demasiado mayor para tomarla en brazos de pequeña, lo que había hecho que entendiera mal lo que ocurría y confundiera el consuelo con otra cosa? ¿O porque el deseo, que había estado ausente de su vida hasta aquel momento, la había envuelto como una llamarada y la había hecho comportarse como nunca antes?


Había sido una sensación muy poderosa. Como un ansia primitiva que había que alimentar. Se había apretado contra Pedro, se había puesto de puntillas y había buscado sus labios con los de ella. Después de un momento, él había respondido al beso y esa respuesta había sido todo lo que ella podría haber soñado. La sensación se había intensificado por unos minutos, en los que él la había besado con urgencia. Había sentido la lengua de él pidiendo paso y había abierto la boca en una invitación silenciosa. Y luego los dedos de él habían rozado sus pechos estremecidos y buscado impacientes los pezones antes de llevar la mano de ella a sus pantalones. No había habido timidez por parte de Paula, solo alegría al entender el poder de su sexualidad… Y la de él. 


Recordaba el gemido de él cuando lo había tocado, cómo la había maravillado su erección y cómo la había acariciado. La pasión había inundado su timidez hasta tal punto que sospechaba que le habría dejado hacer lo que quisiera allí mismo, sobre la arena plateada, de no ser porque él, de pronto, la había apartado con una expresión en el rostro que ella recordaría mientras viviera.


–Eres una golfa –había dicho, con voz que temblaba de rabia y disgusto–. De tal madre, tal hija. Dos golfas asquerosas.


Paula no había sabido hasta aquel momento cuánto podía doler el rechazo. Ni tampoco que alguien pudiera hacer que se sintiera tan sucia. 


Recordaba la vergüenza que la había invadido y le había hecho jurar que jamás volvería a colocarse en aquella posición. Nunca permitiría que volvieran a rechazarla así. Para colmo, al volver a Inglaterra, el estilo de vida de su madre le había pasado factura por fin y, de un modo u otro, ambas estaban pagando el precio desde entonces.