sábado, 4 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 4




El recorrido de vuelta a su casa, en New Malden, pasó como en una nube, con Paula recordando el modo en que le había hablado Pedro, con un desprecio que no se había molestado en ocultar. Pero eso no había impedido que sus pechos se tensaran bajo el escrutinio arrogante de él. Ni que un estúpido anhelo le recorriera la piel cada vez que miraba los ojos azules de él. Y ahora tendría que empezar a olvidarlo de nuevo.


Cuando salió de la estación de tren, le cayó encima una ducha de primavera. El clima en abril era bastante impredecible, pero ella no llevaba paraguas. Cuando llegó a su pequeño estudio, estaba mojada y con frío y le temblaban las manos con las que cerró la puerta. Pero en vez de quitarse la ropa mojada y preparar té, se dejó caer en el sillón más próximo y se quedó mirando la lluvia por la ventana. Su mente le jugaba malas pasadas, pues solo veía una playa amplia plateada con hermosas montañas elevándose en la distancia. Un lugar paradisíaco. Lasia.


Recordó su sorpresa al encontrarse allí, en una isla privada propiedad de la poderosa familia Alfonso, con la que no tenía ninguna relación. 


Ella estaba en Andros, con su madre, que no dejaba de quejarse de su reciente divorcio del padre de Paula y de ahogar sus penas en Retsina.


El padre de Pedro era uno de aquellos hombres que se dejaban deslumbrar por los famosos, aunque fueran de segunda categoría, y al enterarse de que aquella actriz y su hija estaban cerca, había insistido en invitarlas a continuar sus vacaciones en la isla. La madre de Paula se había mostrado encantada con la proximidad de tantos hombres ricos y poderosos y se había dedicado a lucir palmito con un biquini demasiado pequeño para una mujer de su edad.


Paula no había querido saber nada de las fiestas porque, a pesar de su tierna edad, se había visto arrastrada por su madre a unas cuantas desde que había empezado a andar. A los dieciocho años intentaba pasar desapercibida porque así era como se sentía más segura. Se había alegrado de conocer al deportista Pablo, con el que se había entendido de inmediato. El adolescente griego le había enseñado a practicar esnórquel en bahías cristalinas y la había llevado a hacer marchas por las montañas verdiazules. La atracción física no había entrado en el juego porque, igual que muchos hijos criados por padres licenciosos, Paula era más bien puritana y la idea del sexo la asqueaba vagamente. Pablo y ella habían interaccionado como hermanos y explorando juntos la isla.


Pero después, una mañana, Pedro, el hermano mayor, había llegado en un barco blanco, como una especie de dios al timón, con el pelo moreno revuelto, la piel bronceada y ojos a juego con el color del mar oscuro. Paula lo había visto desde la playa y el corazón le había latido de un modo desconocido. Más tarde se lo habían presentado, pero se sentía tan cohibida en su presencia, que casi no había sido capaz de mirarlo a los ojos. A diferencia de las demás mujeres de la casa. A Paula le había avergonzado el modo descarado en que coqueteaba su madre con él.


Y luego había llegado la noche de la fiesta, una fiesta impresionante a la que estaba invitado el ministro griego de Defensa. Paula recordaba la atmósfera febril y la cara de desaprobación de Pedro a medida que se emborrachaba cada vez más gente. Recordaba haberse preguntado dónde se habría metido su madre, y haber sabido después que la habían pillado con el chófer del ministro en el asiento trasero del coche oficial, donde le hacía sexo oral a un hombre al que doblaba la edad. Alguien los había grabado y eso había hecho que estallara el escándalo.


Paula había corrido a la playa, demasiado avergonzada para mirar a nadie a la cara, y buscando solo estar sola. Pero Pedro había ido detrás de ella y la había encontrado llorando. 


Sus palabras habían sido sorprendentemente suaves. Casi gentiles. La había abrazado y ella se había sentido como en el paraíso. ¿Había sido porque su madre nunca mostraba cariño físico y su padre había sido demasiado mayor para tomarla en brazos de pequeña, lo que había hecho que entendiera mal lo que ocurría y confundiera el consuelo con otra cosa? ¿O porque el deseo, que había estado ausente de su vida hasta aquel momento, la había envuelto como una llamarada y la había hecho comportarse como nunca antes?


Había sido una sensación muy poderosa. Como un ansia primitiva que había que alimentar. Se había apretado contra Pedro, se había puesto de puntillas y había buscado sus labios con los de ella. Después de un momento, él había respondido al beso y esa respuesta había sido todo lo que ella podría haber soñado. La sensación se había intensificado por unos minutos, en los que él la había besado con urgencia. Había sentido la lengua de él pidiendo paso y había abierto la boca en una invitación silenciosa. Y luego los dedos de él habían rozado sus pechos estremecidos y buscado impacientes los pezones antes de llevar la mano de ella a sus pantalones. No había habido timidez por parte de Paula, solo alegría al entender el poder de su sexualidad… Y la de él. 


Recordaba el gemido de él cuando lo había tocado, cómo la había maravillado su erección y cómo la había acariciado. La pasión había inundado su timidez hasta tal punto que sospechaba que le habría dejado hacer lo que quisiera allí mismo, sobre la arena plateada, de no ser porque él, de pronto, la había apartado con una expresión en el rostro que ella recordaría mientras viviera.


–Eres una golfa –había dicho, con voz que temblaba de rabia y disgusto–. De tal madre, tal hija. Dos golfas asquerosas.


Paula no había sabido hasta aquel momento cuánto podía doler el rechazo. Ni tampoco que alguien pudiera hacer que se sintiera tan sucia. 


Recordaba la vergüenza que la había invadido y le había hecho jurar que jamás volvería a colocarse en aquella posición. Nunca permitiría que volvieran a rechazarla así. Para colmo, al volver a Inglaterra, el estilo de vida de su madre le había pasado factura por fin y, de un modo u otro, ambas estaban pagando el precio desde entonces.




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