martes, 26 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 26




—No quiere hablar conmigo y tampoco salir de su habitación —dijo Pedro bajando las escaleras con la cabeza gacha.


No se atrevía ni a mirar a Paula. Menudo SuperPapá estaba hecho… después de haber escrito decenas de artículos dando consejitos sobre cómo educar a los niños, ni siquiera era capaz de convencer a una cría de trece años para que saliera de su habitación.


—Es comprensible —dijo Paula—. La pobre estará muerta de vergüenza. A nadie le gusta quedar como una idiota delante del objeto de su adoración.


—¿Cómo dices? —Pedro no tenía la menor idea de a qué se refería.


—Me refiero a Flasher.


—¿Flasher? No me dirás que se ha quedado colada de alguien diez años mayor que ella.


—Suele pasar. ¿Qué vas a hacer ahora?


Pedro se sentía acorralado. ¿Qué podía hacer? 


Ninguno de los libros que había leído le servía de mucha ayuda en aquellas circunstancias. No podía llamar a Ana para pedirle ayuda… si llegaba a confesarle que su hija se había quedado prendada de un hombre diez años mayor que ella que, además, estaba viviendo en la casa, su hermana era muy capaz de volver en el primer vuelo.


—No sé cómo voy a poder ayudarla, la verdad. Ni siquiera soy capaz de manejar mi propia vida sentimental… No estoy preparado para esto, la pobrecilla necesitaría hablar con su madre… —Pedro se mordió la lengua. A punto había estado de meter la pata hasta el fondo—, en caso de que su madre viviera, claro —se corrigió inmediatamente.


—Si quieres, puedo hablar yo con ella, de mujer a mujer… —propuso Paula tímidamente, asiéndole por el brazo.


Pedro se la quedó mirando. Sus dedos, aunque frágiles y delicados, le transmitían ánimo y buenas vibraciones.


—¿Por qué no? La editora de la revista al rescate… Hay algo irónico en eso, si lo miras bien —intentó parecer despreocupado, pero estaba realmente angustiado por la situación—. A estas alturas, debes tener una opinión pésima de mí —reconoció tristemente.


—Nada de eso: se necesita mucho valor para reconocer los errores. Me pareces un hombre valiente y sincero, y te admiro, en serio —tras darle un último apretón en el brazo, se encaminó al cuarto de la adolescente.


¿Lo admiraba? A pesar de todas sus meteduras de pata, de lo mal que habían acabado todos sus intentos por aparecer ante sus ojos como el padre perfecto, ella había dicho que lo admiraba. ¿Dónde estaba la mujer dura y sarcástica que se había imaginado? ¿Acaso su plan para seducirla estaba teniendo un éxito inesperado? 


Si así era, paradójicamente no lograba alegrarse en absoluto.




EN APUROS: CAPITULO 25




Pedro abrió la lavadora, metió la ropa sucia y ajustó los botones para programarla. Ana estaría orgullosa de él. Solo le quedaba añadir el detergente, el suavizante y ponerla en marcha. 


Echó la cantidad indicada para una colada grande y añadió un poco más por si las moscas.


Flash. El fogonazo de la cámara le hizo parpadear.


—Eso que estás echando es detergente concentrado, supongo que lo sabes —le advirtió Flasher.


—Seguro que deja la ropa resplandeciente —se defendió.


—No hace falta que la impresiones con tus habilidades domésticas. Ya le gustas.


Pedro no pudo evitar un sobresalto… y ponerse un poco colorado. Antes de que pudiera salir de su estupor, Flasher aprovechó para sacarle una foto boquiabierto y como alelado.


—¡Vaya, vaya, vaya! Esto se está poniendo interesante —comentó Flasher antes de marcharse.


¿Interesante? Ese hombre tenía una imaginación desbordante… aunque, dado que era la mente creativa, quizá conviniera tenerlo en cuenta. De todas formas, tenía demasiadas cosas que hacer como para entretenerse con las fantasías de Flasher.


Para cuando terminó de limpiar la cocina, la lavadora había completado el ciclo. Entró en el lavadero con cierta aprensión, temiendo encontrar el suelo lleno de agua y espuma, así que no pudo reprimir un suspiro de alivio al ver que, aparentemente, las cosas habían ido como la seda.


—¿Quieres que te ayude a ponerlo en la secadora? —le preguntó Paula apoyándose en el umbral—. ¿O sigues enfadado conmigo?


—No sé a qué te refieres —replicó muy digno, aunque recordaba perfectamente lo que le había dicho. Lo único que le preocupaba era que el artículo quedara bien y les gustara a los lectores… y pensar que había sido tan ingenuo como para creer que se interesaba por él…


—Saliste de la cocina hecho una furia —le recordó.


—No, lo que pasa es que tengo muchas cosas que hacer —se defendió. Abrió la lavadora y se quedó atónito. La ropa no estaba impecable… a decir verdad todas las prendas tenían unos horribles manchurrones azules. Volvió a cerrarla, rezando para que Paula no se hubiese dado cuenta, pero temiendo que no había sido así, ya que podía sentir perfectamente su cálido aliento en la nuca.


—De verdad, no hace falta que me ayudes, prefiero hacerlo solo…


—¿Sí? ¿Y te importaría explicarme entonces qué ha pasado para que la ropa se haya puesto así? No parece blanca en absoluto…


—Es un blanco azulado —se defendió. De repente vio una camiseta azul oscuro en medio de la colada. ¿Quién había puesto esa maldita cosa entre la ropa blanca? Enfadado, cerró tan bruscamente que se pilló los dedos con la puerta.


—Será mejor que me vaya —dijo Paula—, ya veo que te las puedes apañar perfectamente.


¿A cuento de qué venía aquella ironía? Se estaba esforzando como un condenado en sacar adelante el trabajo de la casa, ¿es que no podía entenderlo? Con un gruñido volvió a rellenar el cajetín de detergente, añadiendo además una buena dosis de lejía.


Mientras la lavadora completaba otro ciclo, decidió emprender la limpieza de la casa. Sacó el aspirador del armario, era un armatoste ultramoderno, casi industrial, capaz según la propaganda de aspirar hasta la última mota de polvo. Se lo había regalado a Ana hacía unos meses. Lo enchufó en el salón, suponiendo que no le llevaría ni cinco minutos dejar la estancia impoluta.


—Si quieres, lo hago yo.


Pedro se dio la vuelta. Aquella voz era la de su sobrina Belen, e indudablemente aquella chica se parecía a Belen… ¡Y era Belen! Se había peinado el cabello en un moño alto, se había pintado con colorete y lápiz de labios y se había puesto un vestido que prácticamente no dejaba nada a la imaginación.


—¿De… de… de? —tartamudeó conmocionado
—¿De dónde has sacado ese vestido?


—Me lo compraste después del último artículo, ¿ya no te acuerdas?


Recordaba haberle dado dinero para que se fuera de compras, nada más. Jamás hubiera consentido en que se comprara un vestido tan atrevido como aquel.


—¿Lo ha visto tu madre?


—Ya no soy una niña —replicó muy digna mientras buscaba el enchufe para poner en marcha el aspirador—. Además, he venido a ayudarte: nosotros, los adultos, tenemos que hacernos cargo del trabajo.


—Estoy de acuerdo, y ahora, sé de una semiadulta que va a subir inmediatamente a su cuarto a ponerse algo decente —le amonestó Pedro terminante, sin dejarse impresionar por su cara de fastidio.


Pedro enchufó el aspirador, Belen apretó el interruptor e inmediatamente profirió un grito desgarrador. En menos de un segundo, se vieron envueltos en una nube de suciedad. 


Aquella maldita máquina, en vez de aspirar, estaba provocando una auténtica tormenta de polvo.


Belen se acuclilló en un rincón, sin dejar de gritar. La aspiradora vibraba con unos ruidos diabólicos. Cerrando los ojos y echándole valor, Pedro se acercó al centro del torbellino para intentar apagarla.


Alguien le tocó en el hombro. Por fin dio con el botón, y en cuanto lo apretó, la aspiradora se quedó inmóvil. Con mucho cuidado se quitó el polvo y la basura de la cara antes de atreverse a abrir los ojos. Cuando lo hizo, vio a Paula a su lado, temblando.


—No irás a decir que tampoco ahora quieres que te ayude…


Pedro contempló consternado el lamentable estado del salón. Parecía que lo único que podía hacerse era declararlo zona catastrófica. Los muebles, las lámparas, plantas y cortinas estaban cubiertos de una gruesa capa de polvo. 


En cuanto a la alfombra, parecía que había sufrido los efectos de una erupción volcánica.


Los niños llegaron corriendo y se quedaron clavados en el umbral, con una expresión de horror pintada en sus caras. Indudablemente, por un lado se estaban imaginando la reacción de Ana cuando viera aquel desastre, y, por otro, no podían por menos de sentir alivio al no haber sido ellos los responsables.


¿O sí lo habían sido? A Pedro le pareció notar cierto rastro de culpabilidad en su mirada…


—Madre mía, habrá que llamar a los bomberos… —dijo Flasher.


Paula asintió con la cabeza.


—Lo mejor sería avisar a una empresa de limpieza. Lo dejarán como nuevo en menos que canta un gallo.


—Me conformaría con que lo dejaran como estaba —gruñó Pedro—. Ahora mismo parece un cenicero gigante.


Tenía el amargo presentimiento de que los días que le quedaban iban a ser una dura prueba. 


Sus únicos consuelos eran la tierna mirada de Paula y la dulce presión de su mano sobre su hombro.


—¿Eso es lo único que os preocupa? —gritó Belen—. ¡Mirad cómo estoy yo!


—¡Dios mío! ¡Vaya cosita polvorienta! —rió Flasher disparando su cámara sin tregua.


Con un aullido, Belen salió de la estancia presa del furor. Dejando una estela de polvo, subió las escaleras en dos zancadas y se encerró en su habitación.




EN APUROS: CAPITULO 24





Belen y sus hermanos estaban sentados al pie de la escalera del sótano. Como no querían que les pillaran, no habían encendido la luz.


—Si quieres que te lo diga, a mí me parece que estaban enfadados —dijo Simon pesimista.


—Eso está bien. Solo te enfadas con las personas que de verdad te importan —replicó su hermana—. Confía en mí, el plan está saliendo a las mil maravillas.


—¿Qué pasará si ella se enfada de verdad y se marcha? —preguntó Kevin.


—¡Menuda pasada! —exclamó Simon.


—Si sigues con esa actitud, no conseguiremos que se casen, tonto. Seguiremos saliendo en esos estúpidos artículos hasta el fin de nuestros días —dijo Belen desdeñosa. Se apartó el pelo de la cara, intentando hacerse un rudimentario moño—. ¿Parezco mayor así peinada?


—Lo que parece es que te has puesto una fregona en la cabeza.


—Pues Flasher dice soy muy madura para mi edad, y muy fotogénica, además.


—¡Olvídate de Flasher! —exclamó Simon empezando a hartarse—. Tenemos que concentrarnos en nuestro plan, ¿no?


—Para variar, podríais ocuparos un rato vosotros solos de la estrategia, me parece a mí.


—Tendremos que hacerlo, si tú te empeñas en continuar en el mundo de la fantasía. Ya se me han ocurrido un par de ideas…


—Recuerda que Pedro no tiene que parecer un completo inútil —le advirtió Belen. En el fondo, no le preocupaba demasiado lo que fueran a hacer sus hermanos, no eran más que dos chiquillos, mientras que ella tenía en la cabeza planes verdaderamente ambiciosos.




lunes, 25 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 23




—No sé por qué se ha puesto así —murmuró perpleja.


—Si quieres mi opinión, a mí me parece otro caso claro del síndrome de la cama medio vacía —comentó Flasher mientras examinaba lo que había para desayunar. Os estáis moviendo en círculos, en vez de acercaros… tendríais que atreveros de una vez a morder la fruta prohibida —continuó, dando un mordisco a una manzana—. ¿Qué es esto? —preguntó, señalando una tortita de mantequilla con mermelada.


—Un ataque al corazón —replicó Paula—. Pues yo creo que me estoy comportando como lo que debo ser, una profesional. He venido aquí a trabajar, no a buscar un hombre.


—¿Y quién dice que no puedes tener las dos cosas y, de paso, cambiar tu vida de una vez por todas?


—Ese puesto de editora jefe es lo que quiero que cambie mi vida.


—¿Vas a ayudarme a comer todo esto, o no? —quiso saber Flasher.


—No, me tomaré solo una taza de café, como siempre. No quiero alterar mis costumbres con un atracón de calorías.


—No seas tan cuadriculada: olvídate por un día de tus normas, lánzate.


—No voy a arriesgar mi carrera por este asunto de Pedro Garcia.


—Por lo que veo, el pobre tipo no te gusta nada.


—¡Nada de eso! Es muy majo, muy abierto y simpático, y sincero, además. También es inteligente y divertido —justo las cualidades que siempre había buscado en un hombre.


—Y está disponible.


—Sí, eso también— y ahí estaba el problema. 


No pensaba volver a enredarse con un hombre que estuviera relacionado, de una forma u otra, con su trabajo. Le había costado mucho llegar tan lejos como para arriesgarse a un suicidio profesional. Además, no estaba dispuesta a hacer otra vez el primer movimiento; por otra parte, Pedro no había hecho la menor alusión a que le interesara algo que no fuera su casa y sus hijos; no había mostrado el menor interés por ella.


Entonces recordó el primer apretón de manos, y lo que había estado a punto de ocurrir en el pasillo.


—No lo entiendo —continuó Flasher mientras la emprendía con los huevos y el Bacon—. Eres más dura que el acero con esas bestias de la redacción. Siempre pareces segura de ti misma, fuerte… y cuando tienes la oportunidad de conocer mejor a un tío realmente majo, te amilanas como un ratón…


—No tengo miedo, nada de eso —se defendió Paula con una sonrisa.


—Entonces, vete a hablar con él. Anda, atrévete.


—¿Y por qué debería ir detrás de él, vamos a ver?


—Porque se supone que entre tus obligaciones está la de entrevistarle a fondo. Es el protagonista del reportaje, ¿recuerdas?


—¡Oh, sí, claro! —aquel maldito artículo. Salió de la cocina dando un bufido, mientras Flasher se quedaba tan campante, dando buena cuenta del suculento desayuno.




EN APUROS: CAPITULO 22




Ante el aroma a café, Pedro intuyó que las cosas no iban bien, suposición que se confirmó cuando oyó un rumor de conversación que salía de la cocina. Se echó a hombros al pequeño Kevin y se encaminó hacia el recibidor.


—¡Huele a comida! —exclamó el pequeño, que empezó a tirarle del pelo para que lo bajara al suelo—. ¡Mamá ha vuelto!


—¡Espera! —exclamó Pedro, pero fue incapaz de detener al pequeño, que salió disparado hacia la cocina—. ¡Kevin, espera! —salió tras él tan precipitadamente, que resbaló en el bien encerado suelo del recibidor, y no paró hasta chocar con el umbral de la cocina.


—¡Oh! ¡Qué foto tan buena! —exclamó Flasher al ver abrirse la puerta.


—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Pedro.


—Estamos preparando el desayuno —contestó Paula.


—¡Pero si hay comida para un ejército! ¿Es una costumbre de Chicago?


—No, del Sur. Eso es lo que me han dicho tus hijos. Han querido ocuparse ellos del desayuno, porque, por lo visto, a ti suele olvidársete prepararlo.


—¿Qué se me suele olvidar? Simon, Belen…


—¿Puedo irme a mi cuarto? —dijo la pequeña dirigiendo una sonrisa a Flasher—. Se me ha quitado el hambre —y antes de que Pedro pudiera replicar, salió de la cocina.


—A mí también —dijo Simon aprovechando la ocasión.


Sin decir nada, Kevin siguió a sus hermanos escaleras arriba.


Paula y Flasher se quedaron mirando la huida de los niños y después se enfrentaron a Pedro.


—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que he hecho? —preguntó.


—No, nada —respondió Paula—. Para empezar, no has bajado a tiempo, no te has preocupado de si tus hijos tenían algo para desayunar, y encima de que ellos se han tomado la molestia de prepararlo, ni siquiera te has molestado en darles las gracias.


Los días que no tenían que ir a la escuela, Belen y Simon no se levantaban jamás antes de las nueve, y, como mucho, solían tomar para desayunar un zumo, un yogur y una tostada. 


Normalmente su madre tenía que obligarles para que comieran algo más. Esos dos rufianes estaban tramando algo, pero no se lo podía decir a Paula, al menos, si no quería quedar en evidencia delante de ella.


—Está bien, lo admito: puedes quitarme cinco puntos.


—Diez —dijo ella—, pero bueno, no importa.


Le dirigió una dulce sonrisa; sus labios se curvaron de la forma más deliciosa que Pedro había visto en su vida. Le había perdonado: aunque le había pillado en falta, no le estaba condenando. Y eso le alegraba. 


Mucho.


De repente se dio cuenta de que quería gustarle… y no por la revista. Quería que le gustara Pedro Alfonso, no Pedro Alfonso.


—Gracias —dijo.


—No importa, de verdad. Creo que quedará muy bien en el reportaje: a los lectores les encantará comprobar que no eres perfecto, que tienes los mismos fallos que cualquier hijo de vecino.


Esas palabras tuvieron el mismo efecto que un jarro de agua fría; en menos de un segundo, consiguieron hacerle volver al mundo real.


—Entonces estás de suerte: el día de hoy está lleno de pruebas. La colada, la limpieza, la cocina… Estate preparada, porque vas a tener un montón de oportunidades de pillarme en falta.


Muy digno, se dio la vuelta y salió de la cocina, dejando a Paula y Flasher completamente perplejos. Decidió que lo primero sería la colada, y mientras acababa la lavadora, empezaría con la limpieza. Iba a demostrarle de lo que era capaz. Iba a ser el padre perfecto.



EN APUROS: CAPITULO 21




El sol de la mañana entraba por los cristales de la puerta principal, caldeando el recibidor con su calor, a pesar de que estaba ya puesto el aire acondicionado. Por fin sabía cómo era el verano en el Sur, se dijo Paula ¿Llegaba a acostumbrarse la gente a semejante calor? 


Abanicándose, atravesó el recibidor y entró en la cocina.


—Buenos días, señorita Chaves —la saludaron a coro Belen y Simon.


—¡Hombre, aquí está la Bella Durmiente! —dijo Flasher.


Paula no podía dar crédito. Eran las seis de la mañana de un sábado, estaba convencida de que se había pegado el madrugón de su vida, y ahí estaban Belen y Simon, despiertos y activos como hormiguitas, mientras Flasher fotografiaba cada cosa que hacían con auténtico entusiasmo. 


Le hubiera gustado estar sola para pensar con calma en lo ocurrido la noche anterior, pero no iba a poder ser. La cocina bullía de actividad.


Llegó hasta ella el aroma del café recién hecho y el olor del beicon friéndose en la sartén.


—¡Vaya! ¿Esperáis a alguien?


—A Simon y a mí se nos ocurrió que a lo mejor os gustaba un auténtico desayuno sureño. Hemos preparado huevos revueltos, Bacon, salchichas y tortitas… son de sobre, pero saben igual.


—Mmmmmm, ¡qué rico! —exclamó Flasher, que casi no podía contener la risa. Sabía que su amiga solo tomaba para desayunar una rosquilla y una taza de café.


Paula nunca había visto tanta comida a esas horas de la mañana. Todavía estaba medio dormida, sin energía para enfrentarse a semejante festín.


—Estábamos esperándote para ponernos a freír los huevos. ¿Cuántos quieres? —preguntó Belen.


—Resulta que esta señorita, aparte de ser una auténtica belleza, cocina de maravilla —alabó Flasher guiñándole un ojo a la chiquilla. Paula se dio cuenta de que la pequeña se ponía colorada como un tomate.


—¿Es que no tienes hambre? —le preguntó Simon.


Por no hacerle un feo al chiquillo, Paula se esforzó por aparentar un entusiasmo que estaba muy lejos de sentir.


—¿No esperamos a que se levante tu padre?


—Es que aún puede tardar un buen rato —dijo Simon—. A veces, hasta se olvida de desayunar.


—¿Y por eso cocináis vosotros?


—No nos importa. El pobre trabaja mucho, a veces se queda levantado hasta las tantas —respondió Simon.


—Papá nunca lo admitiría —añadió Belen—, pero a veces pienso que todo esto es demasiado para él: trabajar, cuidar de la casa y de nosotros… todo lo tiene que hacer él solo. No es fácil…


—No, supongo que no —convino Paula Ese era el terrible dilema que tenían que afrontar todos los padres que tenían que educar solos a sus hijos. Ni siquiera el afamado autor de «Viviendo y aprendiendo» se veía libre de ese estrés. 


Volvió a notar aquella punzada de compasión en el pecho.


—¿Qué os parece si os ayudo? —propuso—. Le daremos una sorpresa cuando vea lo bien que lo hemos preparado todo.


—Puedes hacer la macedonia, si quieres —contestó Belen después de consultar con la mirada con su hermano.


Flasher se colocó a su lado.


—Esté puede ser un interesante apartado de nuestro reportaje —susurró—: el hombre de la casa duerme hasta mediodía, mientras sus hijos se las apañan para prepararse el desayuno.


—Ya, no creo que gane el premio al SuperPadre del año —replicó Paula aridamente—. Lo siento —se disculpó de inmediato, apretando el brazo de su amigo—. No he dormido muy bien, ha debido ser por la cama…


—No creo que importe tanto la cama como el que hayas dormido sola… para variar.


—¡Métete en tus asuntos! —bufó, mientras observaba la fruta que había que preparar.




domingo, 24 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 20




—De verdad, mil perdones otra vez por haber invadido su casa de este modo —le dijo Paula a Pedro mientras subían las escaleras.


Se detuvieron delante del armario de la ropa blanca, de donde él sacó un juego de toallas y otro de sábanas que olían a lavanda. Ella alargó los brazos, pero Pedro no consintió en que las llevara.


—Deseas ese ascenso con toda su alma, ¿verdad? —preguntó Pedro pillándola por sorpresa.


Esa era la segunda vez que mencionaba lo del ascenso. Lo único que quería era sonsacarla, pero ella tenía suficientes tablas como para no caer en la trampa; tenía muy claro que era ella la entrevistadora, no la entrevistada. Cuanto menos supiera acerca de ella, más fácil le sería mantener su «relación» dentro de los límites de lo estrictamente profesional.


Paula se cruzó de brazos y miró a un lado y otro del corredor que se abría más allá del armario ropero. Tras alguna de aquellas puertas estaría su habitación.


—¿Por dónde?


Pedro no dijo nada. Pasaron los segundos, que frente a aquel hombre, a ella se le antojaron horas. Empezó a mordisquearse las uñas.


—Sé lo que pretendes —le espetó. Como él no replicara, Paula se sintió obligada a continuar—. Estás callado a propósito, para obligarme a responder.


—Es una táctica que conmigo ha funcionado. Has conseguido sonsacarme porqué no estoy trabajando en el departamento de Sociología de la universidad. Ahora quiero saber por qué tienes tanto interés en este reportaje.


Paula se echó a reír, meneando la cabeza de un lado a otro.


—Te daré dos minutos más para responder —dijo Pedro—. Si no lo haces, tendré que tomar medidas más drásticas.


Nerviosa, Paula colocó primero las manos sobre las caderas, luego, derrotada, se cruzó de brazos.


—Quería introducir algunos cambios que solo una mujer podría hacer —confesó al fin.


—Pues eso es lo que pretendía Juana de Arco y fíjate cómo acabó.


—No soy tan ambiciosa y, de todas formas, creo que es mi deber intentarlo.


—¿Y qué es eso tan importante?


—La armonía, el entendimiento —Paula hizo una breve pausa—. Mi madre murió cuando yo tenía diez años, y mi padre, que no sabía nada sobre las mujeres, tampoco tenía idea de cómo educar a una chiquilla. Intentó convertirme en el hijo que no tenía, cosa que al principio funcionó, hasta que empecé a hacerme mayor y se hizo evidente la fuerza de mis genes —le explicó, recalcando la última palabra—. Enseguida se dio cuenta de que hablábamos idiomas completamente diferentes, así que, sencillamente, dejamos de hablar.


Nunca hubiera imaginado que sería capaz de soltarle una confidencia tan íntima.


—Y tú necesitabas comunicar tus pensamientos, como todas las mujeres.


—Sí, y también expresar mis sentimientos. Las pocas veces que lo intenté, el pobre se quedó aterrorizado. Y es algo muy normal: la mayoría de los hombres temen a las mujeres porque no las entienden.


—Por ahí se dice que vienen de Venus —bromeó Pedro.


—Si consigo el puesto de editora jefe, podré introducir un punto de vista femenino en la línea editorial de la revista.


—¿Y qué es lo que te hace creer que a tus lectores les interesa otra cosa que no sea sexo, más sexo y, para terminar, sexo?


—Tu popularidad.


—¿Y vas a emprender semejante cruzada apoyándote solo en mis artículos? ¿Cómo crees que me siento al oír semejante cosa?


—Agobiado, supongo. Para mí tampoco es nada fácil, te lo aseguro. Si fracaso, no quiero arrastrarte en mi caída.


—Oye, que yo he aceptado meterme en este embrollo para conservar mi empleo, que es muy lucrativo, por cierto. Digamos entonces que nuestros intereses son comunes.


—¿Y cómo crees que me siento yo?


Pedro parpadeó sorprendido.


—¡Te he pillado! —rió Paula.


Pedro sacudió la cabeza con una sonrisa.


—Los sentimientos no me asustan —declaró—. Soy muy receptivo, no creas. Ahora mismo, por ejemplo.


—¿Qué ocurre?


—Intuyo que te gustaría estar en cualquier parte excepto en esta casa. Por desgracia, fuiste tú la que te enredaste en este asunto, y ahora no puedes salir de la trampa en la que has caído. ¿No es así?


—No exactamente. Se me ocurren mil sitios peores donde pasar los próximos seis días, no te creas. Por ejemplo, la reunión de ex alumnos de mi instituto, sin ir más lejos, o la consulta del dentista —bromeó Paula— por otra parte, tampoco lo veo como una trampa. Me apetece demostrar que no eres un fraude.


—Me conmueves. Al principio pensé que eras una de esas ejecutivas agresivas, preocupadas tan solo por colgarse medallas y cumplir sus objetivos. Suponía que no me ibas a gustar nada, que me ibas a caer fatal, vaya —confesó Pedro.


—Espero que hayas cambiado de opinión.


—Soy escritor: estoy preparado para cambiar de idea cada cinco minutos.


—Me alegra comprobar que no pasaremos lo que queda de semana peleando.


—Claro que no. Y, la verdad, me complace que esta situación no se complique aún más por un conflicto de intereses.


«Y a mí también», le hubiera gustado decir a Paula, pero no se atrevió, temerosa de que él lo malinterpretara, sobre todo teniendo en cuenta la forma en que la miraba.


—Me gustaría hacerte una última pregunta —añadió Pedro seductor—. ¿Qué significa Paula?


—Es un secreto de familia —replicó la joven llevándose el índice a los labios.


De repente, el espacio que había entre ellos pareció reducirse. ¿Se había acercado Pedro sin que ella se diera cuenta? Disimuladamente, dio un paso atrás.


Estaba tan nerviosa que ni cuenta se había dado de que se había llevado el dedo a la boca hasta que Pedro lo apartó. Sostuvo un momento su mano, acariciando la palma con el pulgar. Paula intuyó lo que iba a ocurrir un segundo después, lo adivinaba por la intensidad de su mirada.


—Mami —murmuró una vocecilla a sus pies.


Paula bajó la mirada al notar que algo chocaba contra su pierna: era la rizada cabecita de Kevin. 


Antes de que pudiera decir nada, Pedro le tendió las sábanas y levantó al niño en sus brazos.


—Quiero hacer pipí —dijo el niño medio dormido.


—Ahora mismo, campeón —dijo Pedro, dedicándole a Paula una de sus arrebatadoras sonrisas. Ella no pudo por menos que notar cierta expresión de alivio, y se preguntó si su propio rostro expresaba lo mismo. 


Efectivamente, no se podía negar que sentía cierto alivio, pero, por otra parte, le estaba costando recuperar el ritmo normal de respiración.


—La segunda puerta a la izquierda —dijo Pedro, señalándola con un dedo antes de marcharse con Kevin en brazos en dirección contraria.


Paula esperó hasta que oyó que cerraba la puerta del baño antes de entrar en su cuarto. El niño le había llamado «mami». Una cálida oleada de ternura le inundó el corazón. No podía imaginar qué hubiera sentido al besar a Pedro, pero sabía perfectamente lo que le había hecho sentir el pequeño.