lunes, 25 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 22




Ante el aroma a café, Pedro intuyó que las cosas no iban bien, suposición que se confirmó cuando oyó un rumor de conversación que salía de la cocina. Se echó a hombros al pequeño Kevin y se encaminó hacia el recibidor.


—¡Huele a comida! —exclamó el pequeño, que empezó a tirarle del pelo para que lo bajara al suelo—. ¡Mamá ha vuelto!


—¡Espera! —exclamó Pedro, pero fue incapaz de detener al pequeño, que salió disparado hacia la cocina—. ¡Kevin, espera! —salió tras él tan precipitadamente, que resbaló en el bien encerado suelo del recibidor, y no paró hasta chocar con el umbral de la cocina.


—¡Oh! ¡Qué foto tan buena! —exclamó Flasher al ver abrirse la puerta.


—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Pedro.


—Estamos preparando el desayuno —contestó Paula.


—¡Pero si hay comida para un ejército! ¿Es una costumbre de Chicago?


—No, del Sur. Eso es lo que me han dicho tus hijos. Han querido ocuparse ellos del desayuno, porque, por lo visto, a ti suele olvidársete prepararlo.


—¿Qué se me suele olvidar? Simon, Belen…


—¿Puedo irme a mi cuarto? —dijo la pequeña dirigiendo una sonrisa a Flasher—. Se me ha quitado el hambre —y antes de que Pedro pudiera replicar, salió de la cocina.


—A mí también —dijo Simon aprovechando la ocasión.


Sin decir nada, Kevin siguió a sus hermanos escaleras arriba.


Paula y Flasher se quedaron mirando la huida de los niños y después se enfrentaron a Pedro.


—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que he hecho? —preguntó.


—No, nada —respondió Paula—. Para empezar, no has bajado a tiempo, no te has preocupado de si tus hijos tenían algo para desayunar, y encima de que ellos se han tomado la molestia de prepararlo, ni siquiera te has molestado en darles las gracias.


Los días que no tenían que ir a la escuela, Belen y Simon no se levantaban jamás antes de las nueve, y, como mucho, solían tomar para desayunar un zumo, un yogur y una tostada. 


Normalmente su madre tenía que obligarles para que comieran algo más. Esos dos rufianes estaban tramando algo, pero no se lo podía decir a Paula, al menos, si no quería quedar en evidencia delante de ella.


—Está bien, lo admito: puedes quitarme cinco puntos.


—Diez —dijo ella—, pero bueno, no importa.


Le dirigió una dulce sonrisa; sus labios se curvaron de la forma más deliciosa que Pedro había visto en su vida. Le había perdonado: aunque le había pillado en falta, no le estaba condenando. Y eso le alegraba. 


Mucho.


De repente se dio cuenta de que quería gustarle… y no por la revista. Quería que le gustara Pedro Alfonso, no Pedro Alfonso.


—Gracias —dijo.


—No importa, de verdad. Creo que quedará muy bien en el reportaje: a los lectores les encantará comprobar que no eres perfecto, que tienes los mismos fallos que cualquier hijo de vecino.


Esas palabras tuvieron el mismo efecto que un jarro de agua fría; en menos de un segundo, consiguieron hacerle volver al mundo real.


—Entonces estás de suerte: el día de hoy está lleno de pruebas. La colada, la limpieza, la cocina… Estate preparada, porque vas a tener un montón de oportunidades de pillarme en falta.


Muy digno, se dio la vuelta y salió de la cocina, dejando a Paula y Flasher completamente perplejos. Decidió que lo primero sería la colada, y mientras acababa la lavadora, empezaría con la limpieza. Iba a demostrarle de lo que era capaz. Iba a ser el padre perfecto.



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