martes, 26 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 52




Cuando se miró al espejo, no obtuvo ninguna respuesta. Se miró una y otra vez el abdomen, se puso de perfil pero nada. No podía ser, no podía estar ahí.


Pero así era. El día anterior le habían dado la confirmación médica y ella había vomitado varias veces. Claro que eso podía no ser por el bebé, sino por el miedo que se le aferraba al corazón cuando pensaba en cómo había llegado ese niño ahí.


Pedro no quería tener un hijo y lo sabía con más seguridad que el que no quería estar con ella.


Ahora no tenía otra opción que ofrecerle lo que no querría. Puso una mano protectora sobre su vientre, un gesto nada familiar pero muy natural. 


No podía decírselo. Ya se lo había planteado antes, pero siempre había llegado a la conclusión de que no sería leal no decirle a Pedro lo de aquel niño.


Pero daba igual cuál fuera su posición en aquel momento. Siempre sería el mejor amigo que había tenido y no decirle que había una persona en el mundo que era mitad suya sería inconcebible. Tenía que decírselo, le gustase o no, y no le gustaría, le gustase a ella o no. No le tenía miedo, pero temía hacerle daño y sabría que esto le dolería.


Tendría que decírselo pronto. No era algo que pudiera ocultar durante años.


Sacó unas braguitas del cajón de la ropa interior y al ponérselas se preguntó si le seguirían valiendo al cabo de unos meses. Llevaba semanas sin saber nada de Pedro y, si seguía así, podría hacer que el niño llegara a octavo sin que él se diera cuenta. ¿Cómo se las apañaba para evitarla si vivía en el piso de abajo? Antes se encontraban de la forma más inesperada todo el rato y ahora era como si lo hubiera tragado la tierra.


Como el tiempo aún era cálido, las ventanas seguían abiertas mucho rato, pero no había oído la televisión en su piso, ni el ruido del agua ni nada. Lo único que había oído había sido el teléfono sonando sin parar, sin que nadie respondiera para acallarlo. ¿Dónde demonios se había metido?


Estaba preocupada, pero conocía a Pedro y a Damian, y sabía que si algo hubiera ocurrido, Damian habría estado allí para él. Y tal vez también se lo hubiera contado a ella, aunque esto era sólo una suposición optimista.


Se puso un vestido verde de flores y se ató las cintas que le ceñían la cintura. Después lo pensó mejor y aflojó un poco el cinturón. 


Mientras tomaba la bolsa de clase, pensó que aquella mañana habría allí un niño más y ella sería la única que lo sabría.


Al final hubo un chico más en la clase. Mike Crowley, después de faltar tres días seguidos, apareció en el aula. Al segundo día de falta, Paula se lo comunicó al director, y éste, tras hablar con su madre, le dijo que estaba con gripe y su madre parecía muy apenada por que tuviera que faltar.


Paula le mostró la mesa que le había reservado y los otros niños lo llamaron para saludarlo. Todo parecía ir bien hasta que después de comer, Paula les dio permiso para salir al recreo, aprovechando el buen tiempo que no duraría mucho. Cuando los llamó a clase, los niños entraron a toda velocidad por la puerta de clase y le costó un rato calmarlos. El último en tranquilizarse fue Mike, y cuando ella intentó llamar su atención, no dejó de jugar con el muñeco articulado de plástico de un compañero. 


Ella fue hacia él y le puso las manos sobre los hombros para guiarlo hacia su sitio, pero el niño se revolvió y le hizo una mueca de dolor.


Paula sintió que la sangre le hervía y se le erizaban los pelos de la nuca. Entonces empezó a atar cabos: las clases canceladas, la ausencia los tres primeros días de clase, las excusas apresuradas de la madre... Y aquel gesto.


Paula les pidió que sacaran sus cuadernos de lengua y la respuesta fueron un montón de gruñidos y ruido de papeles. Mientras, un niño se frotaba el hombro inconscientemente con la mano.


Con la clase en manos de Aly, Paula guió en silencio a Mike hacia el aula de música. Había sido una agonía esperar cuarenta y cinco minutos a la clase de música, pero Paula había pensado que eso sería más natural para Mike. 


Lo había oído toser por la mañana y pensó que si se había equivocado, podría decirle a su madre que lo había llevado a la enfermería por aquel motivo. Pero su intuición le decía que no necesitaría aquella excusa.


—¡Señorita Chaves! ¡Qué alegría verla! —saludó Jake en cuanto llegó a la enfermería—. Lamentablemente, eso significa que alguien se siente mal. ¿No serás tú? —dijo, mirando a Mike.


—Yo estoy bien —dijo el niño, apartando la vista hacia la puerta.


Jake se levantó de su mesa con su bata blanca sonriendo, pero al ver la expresión torcida de Paula pareció adivinar el motivo de su visita y se le borró ligeramente la sonrisa.


—Estoy seguro de ello, amiguito —Paula se sintió aliviada al ver que Jake la ayudaría—. ¿Cómo te llamas?


—Mike.


—Bien, Mike, no has vomitado en ningún sitio hoy, ¿verdad?


—No —dijo el niño, sonriendo sorprendido por la pregunta.


—Eso está bien. ¿Sabías que muchos niños vomitan en el colegio? Vaya desastre —el niño volvió a sonreír—. ¿Has estado enfermo?


—No.


—Mike —le recordó Paula con dulzura—, has faltado tres días a clase. Has estado enfermo, ¿verdad?


Mike dio un salto como si hubiera recordado algo de golpe.


—Sí.


Jake miró a Paula un momento. Ella se frotó el hombro y luego miró al hombro de Mike. Jake asintió muy levemente.


—Estaba tosiendo —explicó Paula, pero sabía que no tenía que decir mucho. Jake ya sabía por qué estaba allí.


—Mike, quiero asegurarme de que estás bien para estar en el colegio. Seguro que estabas deseando volver después de las vacaciones. Voy a pedirte que te quites la camisa para ponerte el estetoscopio en el pecho. Si aún hay ahí algún germen del catarro, tendría que poder oírlo —el niño pareció nervioso y se aferró al borde de la camisa—. Pero primero vamos a mandar salir a todas las chicas de aquí. Lo siento señorita, es usted la única chica que veo y tiene que esperar fuera.


Paula forzó una sonrisa y salió al pasillo. Se mordió el labio y esperó.


Cuando la puerta se abrió, Jake sacó medio cuerpo por ella y le dijo:
—Ve al despacho del director. Nos reuniremos allí.



PAR PERFECTO: CAPITULO 51




A la hora de la comida del primer día de clase, Paula estaba casi más aliviada que los niños. Se sentía cansada tras unas pocas horas de clase. 


Tal vez estuviera envejeciendo. Una vez que los niños estuvieron en el comedor, ella volvió a clase, se sentó y dejó caer la cabeza entre los brazos. Se había traído un sandwich, pero pensar en comer le provocaba náuseas. Cerró los ojos y dejó libres a sus pensamientos.


Sólo había faltado un niño a clase aquella mañana: Mike Crowley, el pequeño cuya madre había cancelado las clases particulares en numerosas ocasiones durante el verano. 


Cuando había acudido había estado inquieto y poco concentrado, sin haber asimilado lo aprendido en la clase anterior. La falta de concentración preocupaba a Paula, puesto que el niño no tenía problemas de aprendizaje y era listo, así que intentó hablar con su madre para que trabajaran con el chico en casa, pero ella apenas la había escuchado. Paula había decidido vigilar a Mike de cerca, pero no podría hacerlo si no estaba en clase.


Como no podía hacer nada, intentó pensar en otra cosa, y así llegó al omnipresente tema de Pedro, que no podía borrar de su mente.


—Toe, toe —Aly estaba en su puerta.


—Hola.


—¿Por qué no vienes a comer a la sala de profesores? Hay una sorpresa. Han traído una máquina nueva de refrescos. Ya era hora, ¿verdad? —Paula miró a su amiga y sonrió débilmente—. ¿Estás bien?


—Oh, es el tiempo, que me tiene un poco deprimida. Me he despertado sintiéndome mal y llevo así toda la mañana. Intentaba estar un rato tranquila.


—¿Necesitas una aspirina o algo?


—No, gracias. Creo que acabaré las clases y me iré a casa a descansar. Estoy bien.


—¿Seguro? —dijo Aly, sentada en el borde de la mesa—. Apenas hemos hablado en varias semanas. Te he echado de menos y estaba preocupada por ti. ¿Hablaste con él?


Paula sacudió la cabeza. Le había contado a Aly la versión resumida de su tragedia, que Pedro y ella habían estado juntos y roto en cuestión de veinticuatro horas, pero no le había dado detalles. Ya era bastante complicado vivir con ellos.


Como si le estuviera leyendo la mente, Aly dijo:
—Sé que no has querido darme detalles y no te presionaré. Quiero que sepas que puedes contar conmigo para lo que necesites.


Paula le apretó la mano.


—Lo sé. Créeme si te digo que esto no tiene nada que ver con no confiar en ti. Es sólo que es un problema de Pedro y no puedo traicionarlo.


—Lo entiendo, pero en ese caso, ¿no debería intentar solucionarlo para estar contigo?


—Eso mismo pensaba yo, de verdad, pero tal vez todo el mundo tenga algo que no puede superar, y él no puede superar esto.


—¿Puedes superarlo tú a él?


—No estoy segura.


—Entonces los dos habéis quedado marcados...


—... en el pasado.


—Y no podéis avanzar hacia el futuro.


—Y el presente es un infierno.


—Lo siento, Paula. A veces es necesario ser muy valiente para enfrentarse al futuro. No conozco a Pedro, pero a ti sí, y si hay alguien capaz de tirar hacia delante, esa eres tú.


—Eso creo yo, y también me preocupa. ¿Qué hará él?


—No lo sé.


Paula se quedó mirando el patio desde la ventana.


—Aly, gracias por hablar conmigo.


—De nada —dijo, saltando de la mesa—. Me voy a comer, pero te traeré un refresco de la nueva máquina. Vuelvo en un momento.


—Gracias —Paula tomó una bocanada de aire y decidió pensar en algo, así que tomó un calendario y empezó a pensar en los proyectos que iba a hacer con la clase.


Tal vez fuera bueno estar en clase de nuevo; echaba de menos a Aly y a los niños y aprendía de ellos tanto como les enseñaba.


Pero echaba de menos a Pedro terriblemente: su cara seria, su sentido común, su sonrisa, su ceño fruncido. Y después de una noche, se moría por tener sus manos sobre la espalda, sus labios en su garganta desnuda, en sus pechos, en sus labios.


Y al examinar el calendario un momento, se dio cuenta de algo que había estado demasiado estresada para notar. Contó, volvió a contar, pasó la página y después se le hizo un nudo terrible en el estómago.


Tenía una falta.



PAR PERFECTO: CAPITULO 50




Pedro se despertó temblando, con el cerebro lleno de ruidos y la respiración agitada. Mientras se le aclaraba la mente, se dio cuenta de que los gritos eran reales.


Se levantó de un salto. ¿Estaba allí su padre? ¿Cómo podía ser? ¿Por qué lo había dejado Damian pasar?


Tenía las piernas agarrotadas por la posición en la que había dormido durante bastantes horas, porque la luz brillante de la mañana se había tornado en otra vespertina.


Según avanzaba hacia la habitación de su hermano, los gritos eran cada vez más fuertes. 


Cuando llegó a la habitación se encontró a Damian mirando el contestador.


—Siento que te haya despertado —dijo Damian al verlo—. Me acordé de quitarle el sonido al teléfono para que no te despertara, pero supongo que subí el volumen de este chisme. Tenía curiosidad por saber qué me decía esta vez.


—¿Esta vez? —preguntó Pedro?—. ¿Te ha llamado antes?


—Sí, un montón de veces desde la cena en casa de Paula —al mencionar su nombre, Pedro hizo una mueca, pero su hermano no debió de verlo—. Tal vez haya llamado también a tu casa, pero nunca estás allí, así que siempre me pregunta dónde estás. Normalmente filtro las llamadas o le cuelgo. Gritaba porque quería saber dónde ibas a dormir para llamarte. Tiene unos modales estupendos por teléfono. Parece creer que si me insulta muchas veces, te localizaré para él. ¿No te ha llamado?


—No, no he recibido ningún mensaje. Nadie me llama a casa —desde que Paula había dejado de hacerlo—. Mi teléfono no aparece en la guía, así que tal vez no lo tenga. Pero tampoco me ha llamado al trabajo.


—Lo que creo es que tiene miedo de llamarte al trabajo porque vosotros metéis a los delincuentes en la cárcel, y él es uno de ellos. Es un cobarde.


Tal vez, pero Pedro se sentía como si el verdadero cobarde fuera él. Sentía el pecho latir a toda velocidad contra su pecho. Su padre seguía allí y amenazaba con no marcharse nunca. Tal vez en su futuro nunca hubiera paz; no podía huir ni esconderse, ni tenía quién lo pudiera ayudar. No había sitios seguros para la gente como él.


Se giró para salir del piso a tomar una bocanada de aire.


—Pedro, espera —Damian lo interceptó y le bloqueó el paso—. Quédate a cenar. No tenemos que escucharlo ni darle nada; ya se cansará. No tienes nada que temer, a no ser que... ¿Dónde está Paula? —Pedro se encogió de hombros —. Has roto con ella, ¿verdad? —algo en su rostro lo debió de confirmar—. ¿Cuando me marché aquella noche? Muy listo, Pedro. Aquella relación había durado doce horas y podía haber durado para siempre, pero tú lo tiraste todo a la basura.


—No saques ese tema. No quiero discutirlo contigo.


—¡Lo sacaré si me apetece! Eres mi hermano.


—Ya no somos niños y no puedes mandarme a tu gusto, por si lo habías olvidado —intentó pasar por delante de él, pero Damian se lo impidió.


—No lo he olvidado, pero tú sí que estás actuando como un niño.


—¡No tienes por qué juzgarme! —gritó Pedro—. ¿Qué sabes tú de todo esto?


—Lo mismo que tú, Pedro.


—No, no lo sabes. No conoces a nadie como ella.


—Cuando la conozca, intentaré no deshacerme de ella.


—No. Lo que sabrás es que nunca podrás merecerla.


—¿Eso es lo que crees? ¿En tu fuero interno piensas que soy una persona horrible que no puede hacer feliz a una mujer?


—No, yo...


—¿Crees que yo soy igual que papá?


—¿Sabes que no es así?


—No lo sé, y no lo sabré hasta que me case y tenga hijos. Pero nunca hasta ahora he sido como él, y al menos voy a intentar vivir la vida y descubrirlo por mí mismo.


—¿Cuántas veces voy a tener que oírte decir eso? Deberías estar de mi lado.


—Y lo estoy, Pedro. Eres mi hermano y te quiero. Siempre he estado de tu lado. Pero tú también tienes que estar de tu lado.


—Tengo que marcharme.


—¿Adonde?


—A casa, supongo. Si algo he aprendido hoy es que no puedo escapar de nada de esto, estoy entre sus llamadas y tus acosos, así que tal vez deba ir al sitio que pago todos los meses.


—Claro, huye. Pásate la vida limpiando el polvo del suelo. Sigue luchando con el pasado para no poder tener un futuro. De hecho, tal vez tengas razón. Tal vez eso sea lo que deba hacer yo también. En cuanto te vayas voy a desconectar el teléfono, borrar mi matrícula de la universidad y acurrucarme en un rincón para negarme a mí mismo. No ha servido de nada que me partiera la espalda para que tuviéramos esa vida.


—Te estoy devolviendo todo, ¿o no? —dijo Pedro, con la cara enrojecida—. Estoy pagándote los estudios.


—Sí que lo estás haciendo, pero me siento insultado porque seas así de desagradecido.


—Nunca he sido desagradecido.


—Entonces, demuéstralo, idiota. Muestra que estás agradecido por la vida viviéndola, en lugar de tirarla por la borda. Me haces pensar que no ha servido para nada.


Los dos hermanos se quedaron mirándose y entonces sonó el teléfono. Al tercer timbrazo, Pedro apartó la mano de Damian del marco de la puerta y se marchó.




lunes, 25 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 49




Si Pedro se hubiera dejado a sí mismo contar las semanas desde la última vez que había visto a Paula, no hubiera sido capaz de concentrarse en su trabajo. Intentaba mantenerse en el presente entre una maraña de procedimientos legales, despejándose sólo de sus problemas cuando estaba en el juzgado con los clientes. 


Empezó a dormir en el despacho, yendo a casa sólo a ducharse. Intentaba pasar el menor tiempo posible allí por miedo a oír crujir el techo sobre su cabeza. No quería saber si ella estaba allí. Apenas cocinaba, no veía la televisión ni leía otra cosa que no fueran artículos de trabajo y periódicos.


Dejó de ir a casa de Damian dos jueves seguidos y cuando él lo llamó, Pedro prometió enviar el dinero por correo. Su hermano le dijo que no le importaba el dinero, que lo que quería saber era si él estaba bien, pero Pedro sólo respondió con monosílabos antes de colgar. 


Después de eso, envió el cheque todas las semanas.


No volvió a saber nada de su padre, o tal vez éste intentó localizarlo en su piso y Pedro no se enteró porque no pasaba tiempo allí. Le daba igual. Prefería no pensar en ello. Lo único que quería era estar en el presente.


Un día, al llegar al despacho se encontró a Jeffers en la puerta. Le dijo que se marchara a casa y Pedro lo miró incrédulo mientras éste le daba palmaditas en la espalda y le decía que ellos se repartirían los casos de Pedro y que fuera al Caribe a relajarse. Le prohibió volver hasta que no estuviera recuperado. Jeffers sonrió para que Pedro no se preocupara por su puesto de trabajo, pero a Pedro lo preocupaba pasar los días sin el trabajo que lo distrajera.


De algún modo llegó hasta la parada del metro y se dejó caer en un asiento. No estaba seguro de adonde debía ir, puesto que su casa tampoco era el sitio ideal. Al llegar a su parada, observó a la gente bajarse pero él no se movió. Pensó que era extraño no conocer a la gente que se bajaba en la misma parada que él todos los días. 


Aquello lo hizo sentirse más solo y no estaba seguro de si era para bien o para mal. En condiciones normales, se hubiera pensado dos veces el estar solo, pero su vida hacía tiempo que no era normal.


Se quedó en el metro e hizo un trasbordo. Por fin se bajó en una parada al aire libre que le pareció atractiva y familiar, y hasta que no estuvo en el andén y el tren se hubo marchado, no se dio cuenta de que estaba a dos manzanas de la casa de Damian.


Cuando llamó al timbre no hubo una respuesta inmediata. Se apoyó contra la pared de ladrillo con la frente y pensó que se quedaría esperándolo hasta que volviera a casa. Pero la puerta de abrió de repente y Damian estaba frente a él.


—Lo siento. Este chisme no funciona, y tengo que bajar a abrir yo. ¿Por qué no estás en el trabajo? ¿Estás bien?


Pedro subió las escaleras hasta la casa de su hermano, apartó unos periódicos del sofá y se dejó caer en él con los ojos cerrados. Oyó a Damian entrar tras él y cerrar la puerta; después sintió su presencia inmóvil frente a él.


—¿Estás bien? No puede ser que te hayan echado.


Pedro soltó una carcajada.


—No, aunque eso significaría que soy portador de la tradición familiar: que me despidan, golpear a alguien...


—¿Estás enfermo entonces?


—No, no estoy enfermo —murmuró Pedro—. Sólo estoy muy, muy cansado. ¿Te importa que me derrumbe aquí?


—Ya lo has hecho. Sí que debes de estar cansado. Ni siquiera has intentado ordenar la sala.




PAR PERFECTO: CAPITULO 48



Paula lloró en la cama durante horas, hasta que la interrumpió una llamada de teléfono de su madre, que empezó a consolarla en cuanto Paula acabó de contarle toda la historia entre hipidos. Le contó a su madre que amaba a Pedro y que lo había estropeado todo.


—Ya volverá, cariño —le contestó su madre—. Él te quiere.


—¿Qué? —preguntó ella, incrédula a pesar de la desesperación.


—Oh, Paulita... cómo si no te hubieras dado cuenta. Claro que te quiere.


Aquello le provocó a Paula un nuevo ataque de llanto y tuvo que colgar.


Al cabo de un rato, pensó en su madre, que estaría en casa preocupada por ella. Imaginó que habría ido al estudio de su padre y lo habría sacado de su trabajo llena de ansiedad. Su padre habría escuchado con atención académica mientras la frente se le arrugaba. Ella era su única hija, el eje de su mundo.


Intentó imaginar a Jonathan, su brutal y burlona mirada, su tono aterrado, y se hizo un ovillo en la cama como si fuera una niña pequeña y se le acercara un gigante listo para levantar el puño y empezar a golpear a un inocente.


Aún le palpitaba la mano que había golpeado a un inocente cuando Pedro abrió los ojos y volvió a cerrarlos casi de inmediato para encerrar los recuerdos: los golpes de su padre y el golpe que le había dado a Paula. A Pedro le ardía la mano y deseó que su piel fuera capaz de recordar únicamente la suavidad de su piel la noche anterior. Se encogió en la cama y trató de recordar, y de olvidar.



PAR PERFECTO: CAPITULO 47




Paula cerró la puerta tras él con tanta fuerza que tembló todo el suelo. Se acarició la mejilla sin pensar y Pedro sintió náuseas. Como le empezaban a fallar las rodillas, consiguió llegar hasta el sofá y se sentó. Allí vio cómo ella y Damian se miraban.


—¿Qué...? —empezó a preguntar Damian.


—No lo sabía, no sabía cómo estaban las cosas. Ni siquiera sabía que...


—Que estaba vivo —acabó Damian por ella—. Creo que entiendo lo que has intentado hacer. Habías supuesto que esa historia no era cierta y fuiste a buscarlo. ¿Fuiste hasta Connecticut?


—¡No! Yo no lo busqué. Pensaba que estaba muerto... no hubiera adivinada que era...


«Una mentira», completó Pedro en su mente. 


Hubiera deseado que fuera realidad.


—Él me encontró, es decir, os encontró a vosotros. Esta mañana, en el vestíbulo, os estaba buscando. Sabía que Pedro vivía aquí y me dijo que os echaba de menos y que os habíais escapado de casa. ¿Es eso cierto?


—Sí —dijo Damian.


—Pero Pedro me dijo que estaba muerto. Se lo dije a Jonathan. Al principio pensé que me mentía, que era alguien a quien Pedro había metido en la cárcel, pero al mostrarme las fotos de Pedro y de ti...


—Pedro os está escuchando —dijo él por fin —. Y ahora tiene que hablar con Paula de unas cuantas cosas, si Damian nos lo permite.


—Lo siento. Parecía que no nos estabas escuchando —dijo Damian.


—Claro que lo hacía. ¿Cómo no iba a escuchar a m... a Paula explicar por qué lo invitó?


—Tenéis que hablar —Damian cruzó la sala, como si fuera a abrazarla, pero no lo hizo.


—Lo siento —suplicó ella, y él asintió y le dio una palmada en el hombro.


Cuando se hubo marchado, Paula y Pedro se quedaron mirándose mientras escuchaban los pasos extrañamente lentos de Damian al alejarse.


—¿Estás bien? —ella lo miró, extrañada de oírlo decir eso—. La cara.


—No me pasa nada —dijo ella, levantando la mano hasta la mejilla—. Sólo siento un poco de calor, pero no me duele.


—No me refiero a eso. Te he pegado.


—No seas ridículo. Ha sido un accidente, no pasa nada.


—Claro que pasa, lo que pasa es que no te das cuenta —las ideas se le agolpaban en la cabeza—. ¿Por qué lo trajiste aquí? ¿Qué fotos te enseñó?


—Yo no sabía ni que estuviera vivo. Me enseñó fotos tuyas y de Damian. No me hubiera perdonado si hubiera sido tu padre que quería volver a abrazarte y yo lo hubiera echado de aquí.


—¿Entonces lo creíste? ¿Antes que a mí? ¿Pensaste que te había mentido?


—No ha sido una mentira, sino una verdad a medias. Imaginaba que tenía que haber una razón para que me dijeras algo así. Después él dijo que os escapasteis después de la muerte de vuestra madre. ¿Ella está muerta o está viva también?


—Está muerta —Pedro sintió que le hervía la sangre y se puso rojo—. ¿Cómo te atreves a pensar que...?


—¡No he pensado nada! —gritó Paula—. Lo único que estoy haciendo es intentar armar el puzzle. Está claro que no me has contado toda la verdad de tu pasado, por lo que sea. No me importa, pero tú tienes que comprender por qué he metido la pata, y ha sido porque no sabía la verdad. Pensaba que estaba uniendo una familia separada por un malentendido, pero hay mucho más que eso. Pedro, él te pegaba, ¿verdad? Te hacía daño física y psicológicamente. Y Damian y tú os marchasteis después de la muerte de vuestra madre... —Pedro no dijo nada. Quería marchar se, pero sus piernas sólo describían círculos en la salita—. Por eso estabas tan disgustado la otra noche después del veredicto. Ganaste el caso, pero te diste cuenta de que no puedes hacer desaparecer tu pasado —dijo Paula.


Pedro seguía dando vueltas por el cuarto con la mente totalmente embarullada.


—No voy a hablar una palabra de eso —dijo tras detenerse.


—Por favor, por favor, háblame de ello. ¿Tu madre enfermó? Esas cosas son muy duras para las familias. Tal vez eso...


—¡He dicho que no voy a hablar de ese tema! —rugió Pedro—. No lo hablaré con nadie y menos contigo.


Paula no se inmutó, y Pedro pensó que era tonta por no hacerlo.


—¿Por qué? Somos amigos, eres mí... mi...


—¿Qué demonios sabes tú de esas cosas? Tienes los padres perfectos que te quieren, el hogar perfecto. No puedes entenderlo.


—Prueba.


—No, no haré pruebas contigo. Ya lo he intentado y eres... no puedo estar contigo. ¿No te das cuenta?


—¿Por lo que he hecho?


—Por lo que soy yo.


—Pensaba que sabía quién eras.


—Pues no es así. No deberías haberme dejado entrar en tu...


—¿En mi cama?


—¡En tu vida!


Paula pareció asombrada.


—¿Cómo puedes decirme eso? ¿Cómo puedes decir eso de ti mismo? ¿Es que lo que ha pasado entre nosotros no significa nada?


—Todo lo contrario.


—Entonces hablemos para arreglar las cosas.


—Yo no voy a cambiar. Hablar no me cambiará.


—¡No quiero que cambies! —gritó ella—. ¡Te quiero!


Él se quedó helado y durante un rato largo no pudo decir nada.


—¿No me has oído? ¡He dicho que te quiero! —con la cara roja, ella lo miró a los ojos hasta que él bajó la vista al suelo. Después volvió a hablar en voz más baja—. ¿Por qué no puedes confiar en mí y decirme la verdad?


—¿Por qué —respondió él en voz muy baja— no pudiste confiar en mi mentira?


—Pero no puedes seguir toda la vida mintiendo.


—Tienes razón —dijo él mirándola a los ojos, y se marchó hacia la puerta.


—¿Adonde vas? ¿Te marchas?


—Tienes razón, no puedo seguir mintiendo toda la vida. No puedo estar contigo, aunque intentara engañarme a mí mismo.


—Por favor, Pedro, perdóname —los ojos de Paula se llenaron de lágrimas en el mismo instante que se dio cuenta de que él se marchaba—. Lo siento, me he equivocado.


—No, cariño, no has sido tú —Pedro controló su deseo de acariciarla y enjugar las lágrimas que le rodaban por las mejillas—. No ha sido nada que hayas hecho ti. Yo lo he estropeado todo. Era tan maravilloso estar contigo que me obligué a creer que todo iría bien. Pero no fue así. Te mereces al hombre perfecto, que te dé una familia y te haga feliz, pero ese hombre no soy yo.


—¿Porqué?


—Ya has visto lo que ha pasado. ¿Puedes imaginarte vivir con algo así toda la vida? Tendrías que hacerlo, pero yo no puedo forzarte a algo así, ¿lo entiendes?


—¿Por qué iba a tener que vivir con eso? No es con tu padre con quien quiero vivir, sino contigo.


—¡Pero es a mi padre a quien tendrías!


—¿Qué? —Pedro vio en sus ojos húmedos que aquello no era una pregunta, sino que lo había entendido todo. Y estaba bien porque no podía decir nada más.


—Lo siento... lo siento, pero no podemos estar juntos. No tiene nada que ver contigo, así que no te culpes.


Paula respiraba con dificultad


—¿Ni siquiera vas a dar a lo nuestro una oportunidad? ¿Ni siquiera sabiendo lo bien que estamos juntos, cómo nos entendemos el uno al otro? ¿Crees que eres un producto de tus genes? Pues no es así. Eres una persona distinta. Eres cariñoso, atento, compasivo y maravilloso... —Pedro le dio la espalda y tomó el pomo de la puerta—. Si huyes de lo nuestro serás algo peor de lo que creías. Serás un cobarde.


Pedro dejó caer los hombros al oír su afilado tono de voz.


—Puedes enfadarte conmigo si eso te facilita las cosas —murmuró—. Puedes odiarme por dejarte así, pero probablemente es mejor así a que te arruine toda la vida.


—Maldita sea, ya me la has arruinado —dijo entre sollozos, y salió corriendo hacia su habitación.


Pedro dudó un segundo antes de marcharse en silencio del piso.