jueves, 21 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 35




De pie frente al portal, Jonathan imaginó la puerta de cristal como una barrera entre él y su miserable pasado. Entre él y los niños que habían hecho que su vida de adulto fuera miserable.


Había esperado que Pedro viviera en una casa mucho mejor que el edificio situado al fondo de un callejón sin salida de ladrillo beige. Se parecía mucho al resto de edificios de la ciudad, con mejor aspecto, pero no especialmente notable. Jonathan había imaginado algo mejor porque, aunque de niño aquel mocoso sabelotodo no había sido pretencioso, esperaba que el suelo de un abogado de renombre lo hubiera transformado. Pero los pisos en la ciudad eran carísimos, tal vez unos tres mil dólares mensuales. Demonios, cuando tuviera lo que le debían, se mudaría al piso de al lado.


De ese modo estaría cerca de la gallina de los huevos de oro y podría pasarse en cualquier momento a pedirle a su vecino y benefactor una tacita de azúcar, o de dinero...


Había seguido a Pedro a casa después de haber estado casi todo el día sentado en las escaleras del juzgado, esperando a que apareciese. 


Jonathan pensó que tendría que ir varios días seguidos para encontrarlo, pero la primera tarde que pasaba allí, lo vio salir del edificio. Después de examinar su perfil, bajó la cabeza para no hacerse notar.


Jonathan se quedó por el vestíbulo, mezclándose con la gente que iba y venía. Tuvo que esperar dos horas hasta que Pedro salió del ascensor y salió con paso decidido del edificio.


Jonathan no sintió el mínimo pinchazo de dolor en el corazón al ver a su hijo después de tanto tiempo. Lo único que sintió fue una envidia terrible: quería el elegante traje que llevaba Pedro para él, y su maletín de piel y también sus zapatos. Quería tener el mismo aspecto que su hijo, tener sus andares. Lo había deseado toda la vida y ahora era Pedro el que lo había conseguido. Ese pequeño imbécil.


Siguió a Pedro a casa en el metro, y después por la calle, hasta que Pedro se metió en un callejón sin salida. Jonathan pasó de largo y luego volvió atrás justo a tiempo para ver en qué puerta entraba, la misma frente a la cual, se encontraba.


Se apartó un poco de la puerta, pensando que no quería que Pedro lo viera aún. Si venía algún otro inquilino, podría dejarlo pasar, pero necesitaba un plan un poco mejor que presentarse en la puerta de su hijo, o se la cerraría en la cara inmediatamente.


Jonathan tomó nota mental del número del edificio y se alejó en dirección al metro.


Sí Pedro tuviera una esposa o al menos una novia, aquello facilitaría mucho las cosas. 


Mientras subía al vagón, decidió volver el viernes por la noche, esperar todo lo que hiciera falta y ver si aparecía alguna mujer buscando a Pedro.


Eso sería el pase perfecto, si tenía suerte. A las mujeres les encantaban las historias tristes y él podría contarle una buena.


PAR PERFECTO: CAPITULO 34




—¿Que has hecho qué?


¿Por qué Damian lo ponía todo siempre más difícil? ¿Podía ser un don? Pedro recordaba cómo cuando eran pequeños le gustaba romperle las construcciones de Lego cuando las tenía casi acabadas. Debía de ser algo innato.


—Ya me has oído, no estás sordo —Pedro pasó el plumero por la mesita de café de Damian por enésima vez.


Desde el sábado, cada vez que se encontraba con Paula, ella le preguntaba si había arreglado lo de su cita con Paula. Pedro no podía soportar la idea, pero el jueves, cuando solía ver a su hermano, se dijo que no podía retrasarlo más.


—Debo de estar volviéndome sordo o loco, porque he entendido que me habías preparado una cita con Paula. Una cita.


—Ya lo sé —el plumero no descansaba.


—Deja ya a la mesa en paz.


Pedro se puso recto y abrió la boca, pero su hermano se metió en su papel de hermano mayor.


—¿Por qué lo haces?


—Tienes el piso hecho una pena.


—No me refiero a eso, que por otro lado quería que vieras de otro modo. ¿Por qué lo haces?


—Porque pensé que te estaba haciendo un favor —dijo, intentando que su voz sonase irritada—. Muchos hombres se morirían por....


—Ningún hombre la dejaría marchar. Tú lo sabes y yo también. ¿De qué va esto?


Pedro se dejó caer en el sofá, cansado de tanta gimnasia verbal.


—Está buscando un hombre, ya te lo he dicho.


—¿Ya ella se le ha metido en la cabeza que soy yo el elegido? Eso es muy halagador, pero...


—No exactamente.


—No me digas que esto ha sido idea tuya —Pedro se quedó callado y Damian se dejó caer en el suelo a su lado—. ¿Por qué haces esto, Pedro? No soy idiota y te conozco desde que puedo recordar. ¿No te das cuenta de que sé perfectamente lo mucho que la quieres?
Pedro levantó las manos como si fuera a interrumpirlo, pero Damian no se dejó—. Ni te molestes en decirme tonterías. Tú lo sabes y yo también, lo que no entiendo es por qué la lanzas a mis brazos y no te la quedas para ti.


—La he besado —a Damian se le pusieron los ojos como platos—. La besé, pero no está bien.


—¿Qué tiene de malo?


—Qué no puedo tenerla. No puedo darle lo que ella quiere.


—¿Te correspondió en el beso?


Pedro dejó escapar un largo y dolido suspiro.


—Sí.


—Entonces te desea. ¿No puedes correspondería en eso?


—No, Damian, ya sabes que yo no puedo darle el futuro, la familia y los niños que desea.


—¿En serio? —dijo Damian, sarcástico—. ¿Y se puede saber por qué?


—Por mi pasado, porque lo llevo en la sangre. No puedo —Pedro se detuvo en mitad de la frase. Sólo podía hablar de aquello con Damian, porque lo habían pasado juntos, pero sus charlas sobre el tema eran tan esporádicas que le costaba elegir las palabras.


—Entonces dime, mi brillante y siempre racional hermano, por qué iba yo a poder darle un futuro a Paula si tú no puedes hacerlo. Tengo exactamente el mismo pasado que tú, por si lo has olvidado. ¿Qué tipo de lógica estás aplicando?


La idea de que Damian le diera a Paula algo más que la hora lo volvía loco.


—No sé... me pidió que le dijese quién podría estar bien para ella.


—Supongo que ella esperaba que dijeras que tú eras esa persona.


Pedro era consciente de eso.


El juego de Paula había sido transparente para él desde el principio y ya sabía cuál era la respuesta que ella estaba buscando. Había sufrido mucho para no dársela.


—Abrí la boca y salió tu nombre. No sé por qué.


—Pues deja que intente interpretarlo. Dijiste mi nombre porque no puedes fiarte de nadie más con ella. Paula es fantástica y cualquier tipo listo se enamoraría de ella si tuviera la oportunidad. Pero yo no represento un riesgo, ¿verdad? No la tocaré porque soy tu hermano y sé lo que representa para ti. ¿Es eso o me equivoco?


—Yo no estoy enamorado de ella.


—De acuerdo, perfecto —Damian se levantó, tomó una revista de programación de televisión y empezó a hojearla.


—Enserio.


—¿No? —Damian encendió la televisión.


—No. No puedo ser más claro. No quiero seguirle el juego.


—En ese caso, me alegro de que me lo hayas dicho —dijo Damian, estirándose en el suelo—, porque la verdad es que me fijé en ella el primer día que la vi. Está muy buena. He mantenido la distancia sólo porque creía que tú te ibas a lanzar.


—Sólo somos amigos —si Pedro hubiera estado en un jurado escuchándose a sí mismo, hubiera sabido que estaba mintiendo.


—Bien. No tengo su número, así que ¿me lo puedes pasar? No te voy a dar más la lata, ahora que lo has dejado todo claro. Te creo —eligió un canal y dejó el mando a distancia sobre la mesa—. No salgo con una mujer desde el semestre anterior, así que ya es hora de que vuelva al ruedo.


Pedro se levantó y fue al baño.


—Te pasaré su número antes de marcharme —dijo, y cerró la puerta.


Damian iba de farol... Pero ¿y si no era así?


Apenas logró controlar el impulso de darle un puñetazo al espejo. Pedro se obligó a controlarse mirando su cara reflejada, tan parecida a la de su padre, al menos en sus recuerdos.


—¡Oye, Pedro, te estás perdiendo una película estupenda!


Pedro abrió el grifo y se lavó la cara con las dos manos. Paula le había cambiado las ideas y había hecho que deseara ser diferente, más parecido al resto del mundo. Pero no lo era, y ella iba a tener que encontrar la felicidad en otro sitio. Incluso si era él quien tenía que enseñarle el camino.




PAR PERFECTO: CAPITULO 33




—¡Qué calor! —Paula se quitó la gorra azul y se pasó el antebrazo por la frente antes de ponérsela de nuevo.


El sol caía a plomo sobre las gradas de Fenway Park. La camiseta azul cielo que llevaba Paula estaba empapada de sudor casi desde el inicio del partido de béisbol y después de dos horas y media de partido, con el marcador en contra de los Sox, el ambiente se había tornado infernal. Aly le había pasado las entradas aquella misma mañana y ella estaba encantada con el regalo. 


Había dudado si despertar a Pedro, aunque ya eran las once y media, pero al final se había decidido y estaba disfrutando de pasar tiempo con él como si todo fuera normal.


Lo cual no estaba nada mal, pensó Paula mientras tomaba un trago de su nada refrescante refresco. Por lo menos ya no estaba tan triste. Ahora el asunto consistía en hacerle comprender lo maravillosa que había sido la noche anterior, para ellos y para su relación. El beso había sido... bueno, si era un anticipo de lo que podía ser la vida de pareja con él, quería que alguien le diera al botón de avance rápido y llegar a ello cuanto antes. Todas las dudas que había tenido sobre llevar su relación más allá de la amistad se habían disipado con el beso de la noche anterior.


En ese momento todo el mundo se levantó de un salto y empezó a gritar.


—¿Qué ha pasado? —preguntó Paula, que estaba tan perdida en sus pensamientos que se había perdido la jugada.


—El árbitro ha dicho que ese jugador ha llegado tarde a la base y lo ha eliminado, pero ha llegado de sobra —dijo Pedro en su tono normal.


Ella se levantó y, después de asegurarse de que no había niños cerca, gritó algunas frases que no recordaba haber aprendido. Después volvió a sentarse.


—Es increíble —dijo, mientras Pedro se reía—. ¿Qué es tan gracioso?


—Tú. Tranquilízate, es sólo un juego.


—Chaval, he pagado por esas entradas. Sólo habrá merecido la pena si ganan.


—Eso sí que es una actitud deportiva y sana.


—Cállate ya.


—Ahora vuelvo —dijo él, levantándose de su sitio—. No dejes que ningún otro hombre ocupe mi asiento.


—Tal vez lo haga —repuso ella, arrugando la nariz, a lo que él respondió con una mueca que hizo que se partiera de risa—. Si es lo suficientemente guapo.


Paula lo miró por el rabillo del ojo mientras llegaba hasta la escalera de cemento y bajaba hasta perderse de vista.


Después volvió los ojos hacia el campo, pero su mente no siguió su mirada. Estaba pensando en lo que había pasado la noche anterior, en cómo le había respondido al beso con sus labios, en la sensación de su mano sobre la piel, en su... Un escalofrío recorrió su cuerpo a pesar del calor, y empezó a desear muy intensamente que volviera para rodearle los hombros inocentemente con los brazos, como algo habitual. Quería que la besara en la mejilla cada poco rato, como si fuera normal. Deseaba el gesto íntimo de dejar reposar la cabeza sobre su hombro, que le acariciara el pelo y le levantara la cara para besarla...


Su ensoñación se vio interrumpida por la vuelta de Pedro, que portaba una bandeja de cartón cargada de perritos calientes. Echó un vistazo al marcador por si él le preguntaba qué había pasado en su ausencia, pero esperó que no le pidiera muchos detalles sobre las jugadas.


—¿Un perrito caliente? —preguntó él cuando se hubo sentado a su lado.


Paula se planteó hacer una broma poco fina sobre ello, pero al final decidió dejarlo, pues saldría perdiendo ella. Tomó un perrito de la bandeja y estiró el cuello para atrapar con la punta de la lengua una gota de mostaza de la salchicha. Al darse cuenta de que su gesto podía tener una segunda interpretación, miró de reojo a Pedro para valorar su reacción ante su gesto y vio que él la miraba aunque aparentaba no hacerlo. Tal vez no fuera muy sutil, pero no estaba haciéndolo tan mal.


Esperó a que llegara el turno del siguiente bateador y Pedro se girara hacia ella para decirle algo, para aprovechar y dar un buen mordisco al perrito, rodeando con los labios la salchicha más de lo que lo hubiera hecho normalmente. Después lo miró con expresión inocente y cuando se quiso dar cuenta él le estaba preguntado:
—¿Qué tal va tu búsqueda del hombre perfecto?


Hizo como si no lo hubiera oído o como si se estuviera refiriendo a otra cosa.


—¿Cómo?


Él le repitió la pregunta y ella, mirándolo a los ojos le dijo que la había dado por finalizada. 


«Sobre todo teniendo en cuenta que el hombre perfecto me está mirando en este momento».


—No es mala decisión. Ese tipo de cosas no se pueden forzar.


Paula se sintió perdida en aquella conversación. ¿Qué pretendía? ¿Llevarla hasta lo que ella quería oír realmente? Pedro acabó con su primer perrito caliente y atacó el segundo. Si quería llegar a algún lado, más le valía darse prisa.


Mientras los asistentes del partido animaban a los Soxs por una jugada especialmente buena, Paula se volvió hacia él.


—Creo que tienes razón —empezó, no muy segura de a donde quería llegar—. Quiero decir que no tengo nada en común con ninguno de esos hombres, e incluso cuando lo tenía, no había química con ninguno de ellos. ¿Sabes a qué me refiero?


—Eso creo —dijo Pedro, sin apartar los ojos del bateador. Primer strike.


—Y a ti no te gustó ninguno de ellos.


—No.


—¿Por qué? Que yo no conectara con ellos no tenía nada que ver contigo. ¿Por qué no te gustaban?


—Ninguno de ellos era el apropiado para ti —el bateador volvió a atacar la bola con fuerza y sin éxito. Segundo strike.


—Entonces, si sabes tanto de mí y sabes quién no me conviene, déjame que te haga una pregunta: ¿quién me conviene? —aquello atrajo la atención de Pedro, que la miró confundido. Ella no se contentó con eso—. Tal vez deberías buscarme tú a alguien, algún compañero de trabajo, por ejemplo. Tiene que haber alguien perfecto para mí.


Paula dijo esto con un tono de voz desenfadado, para que él comprendiese la broma. Lo único que quería era que dijera «ése soy yo». Se moría por que volviera a besarla. 


Pedro volvió al partido y se encogió de hombros.


—Claro que puedo presentarte a alguien, si quieres. Si es lo que quieres...


—De acuerdo —sonrió—. ¿Y quién es el hombre perfecto para mí?


—Damian.


—¡Tercer strike! —gritó el arbitro y Paula echó a reír.


—¿Damian? —no podía contener las carcajadas—. Venga, hombre... No, en serio...


—¿Tú me estás diciendo a mí que hable en serio?


Paula se calló al instante.


—¿Cómo?


—Te gusta, ¿verdad?


—Me cae muy bien, es un tío genial, pero...


—Estupendo. Le diré que te llame.


Paula esperó ver la continuación de la broma, pero a pesar de que esperó y esperó, nunca llegó. Pedro estuvo callado el resto del tiempo y del descanso.


¿Acaso la noche anterior no había significado nada para él? ¿Acaso había sido un sueño? 


Pedro siempre había sido muy directo y sincero con ella, y ahora se dedicaba a jugar con ella o a... arrepentirse de lo que había pasado. ¿Por qué? Y, ¿cómo podía ser, si había sido tan importante para ella? No, había sido demasiado fuerte.


Se sentía como una niña pequeña que ve cómo su enamorado se aleja de ella en los columpios del parque. Lo que le apetecía era hacer un buen flan de barro y tirárselo a la cara. Tal vez esa fuera la respuesta.


—Claro, por qué no —dijo Paula.


—Por qué no, ¿el qué? —preguntó él, que no había estado siguiendo el curso de sus pensamientos durante los últimos veinte minutos.


—Que saldré con Damian. ¿Qué mujer rechazaría una cita así? Arréglalo todo.


—De acuerdo —dijo Pedro, pero tardó un momento en decirlo. Tal vez se estuviera arrepintiendo de su sugerencia y se sintiera un poco estúpido.


miércoles, 20 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 32



Pedro llegó hasta su puerta, aquélla por la que había huido asustado y aliviado, depositando toda su confianza en su hermano mayor. No llamó porque muchos años de su pasado estaban encerrados allí dentro y no lo creyó necesario. No sintió el felpudo de pita bajo sus pies, pero sabía que era porque lo estaba soñando todo, y en los sueños no se nota el suelo que pisas. El recibidor que había tras la puerta estaba vacío. Pasó hasta la sala, donde probablemente seguirían junto a la ventana unas plantas descuidadas, y en la moqueta se podría ver un camino desgastado que llevaría hasta el viejo sillón de piel donde su padre solía sentarse a ignorar a todo el mundo hasta la hora de cenar, los días que venía de buen humor. Pedro continuó hasta la cocina, donde se amontonaban los platos sucios de alguna comida poco memorable, y de allí, al baño, donde leía por las noches, mientras el resto de la casa dormía.


La habitación de Damian no había cambiado en absoluto. Las paredes seguían cubiertas de pósters e insignias y sus pantalones estaban tirados por el suelo. De allí continuó hasta su habitación. El pomo tan familiar se fundió en su mano y al abrir, vio a Paula sentada sobre su cama; le sonrió y dio unos golpecitos a su lado, sobre la colcha azul.


—Ven aquí —dijo sin abrir la boca, como si lo estuviera llamando con el corazón.


Él se sentó y ella lo abrazó por la espalda y lo besó. Su boca era dulce y suave, y Pedro se sintió por primera vez seguro en aquella casa.


—Te quiero —murmuró él contra sus labios.


Ella se apartó con un movimiento pesado y extraño para mostrar una enorme barriga que Pedro no sabía si había visto antes.


Pedro —susurró—. Estoy embarazada. ¿No es maravilloso? Somos una familia...


—¡No! —gritó él, pero la expresión de felicidad no se borró de la cara de Paula. Ella alargó la mano hacia él, pero él se apartó e intentó ponerse en pie—. No, no puedo. No podemos. No...


—¡Pedro! —era la voz de su padre subiendo las escaleras—. ¡Pedro! Tenía la voz llena de ira y rabia, y venía a buscarlo.


—¡Pedro! —llamó Paula.


La llamada de Paula y el grito de su padre se mezclaron y Pedro se tapó los ojos y las orejas, retrocediendo hasta que chocó con una pared.


—No, no, no, no...


Se despertó de un salto, con la piel cubierta de sudor.




PAR PERFECTO: CAPITULO 31




Paula esperó un momento, pero como Pedro no hizo ademán de moverse, empezó a cerrar la puerta muy lentamente ante él. Después pegó la oreja a la puerta y contuvo la respiración. Se quedó allí varios minutos escuchando su silenciosa presencia hasta que oyó algo parecido a un suspiro y después pasos alejándose escalera abajo.


Paula se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza. Se dejó caer en el suelo allí mismo y se abrazó las piernas con los brazos, descansando la barbilla sobre las rodillas.


Sabía que Pedro estaba pasando por un conflicto emocional, que aquel caso había sido muy duro para él y que la fuerte presión a la que lo sometía su trabajo había acabado por afectarlo. Todo ello lo habría llevado a buscar su ayuda esa noche.


Lo mejor era dejarlo marchar y dejarle ordenar sus ideas durante la noche antes de hacer nada más. Y es que había una cosa que sabía a ciencia cierta, y tan segura estaba que apostaría su vida: él le había devuelto el beso.



PAR PERFECTO: CAPITULO 30




Paula era como ese sueño extravagante y divino que creía no tener derecho a vivir, pero Pedro no tuvo valor para negárselo a sí mismo. Al menos, no en aquel momento, cuando sus labios se fundieron súbitamente con los de él buscando, saboreando... Paula no le pertenecía ni nunca lo haría, pero no podía renunciar a ella entonces. 


Los gritos de protesta de su conciencia se hicieron cada vez más débiles hasta que al fin desaparecieron por completo mientras él bebía en sus labios y respiraba el olor de su piel. La sujetó por la nuca para hacer el beso más profundo.


Pedro notó que Paula emitía un gemido desde lo más profundo de su garganta y recorrió el contorno de sus labios con la punta de la lengua, como pidiéndoles que se abrieran para él. 


Cuando ella accedió, sus lenguas se entrelazaron y él abrió los ojos para asegurarse de que aquello era real.


Era real, y ella también lo era.


El levanto la mano para acariciarle la suave piel de la cara y deslizó el pulgar hasta la comisura de sus labios, que seguían moviéndose sensualmente contra él apartándose sólo un momento para recorrerle el dedo con la lengua y volver después con más ansia aún a sus labios. 


Él bajó la mano para deslizaría bajo el fino cardigan y el sujetador, y con el dedo húmedo de su saliva, le acarició el pezón.


Paula emitió un ruido de sorpresa y Pedro se detuvo por completo. Ella abrió los ojos y lo miró dubitativa. Tenía la boca roja, hinchada y los labios aún separados. Sus mejillas estaban teñidas de un color rosa suave. Ella lo miró como si estuviera esperando a que diera el siguiente paso.


Lo qué él deseaba era levantarla en brazos, sentir cómo lo besaba en el cuello mientras la llevaba a la cama y acostarla sobre las mantas para hacerle el amor. Le dolía el cuerpo de tanto como lo necesitaba y tenía que controlar sus manos, que sólo deseaban volver a tocar su piel.


Pero en lugar de eso, se puso de pie, lo cual no fue fácil, pues se le habían dormido las piernas de estar tanto tiempo en el suelo. Ella seguía en el suelo, sentada sobre sus piernas abrazándose el torso. Él no pudo soportar el modo en que ella lo miraba desde el suelo, así que le ofreció la mano para levantarse. Ella se puso de pie con su ayuda y se pasó los dedos por el pelo para peinarse.


Pedro no podía interpretar su expresión con la poca luz que había en la habitación, así que encendió el interruptor. Después la condujo hasta la cocina, encendiendo todas las luces a su paso. Una vez allí, abrió un armario para verificar su contenido, o pretender que lo hacía, porque en realidad quería cambiar de tema de un modo no verbal.


Paula lo entendió a la primera y no pareció importarle. No tuvo ninguna reacción infantil por lo abrupto del fin de su actividad física y en vez de eso sacó un par de platos de un armario, los dejó sobre la encimera y fue a la nevera a ver qué se podía preparar para cenar.


Prepararon unos espaguetis con carne y una ensalada en silencio. Pedro agradeció la ausencia de conversación y, aunque sabía que tendría que decir lo que pensaba contarle de modo que pareciera una explicación, estaba seguro de que ella lo entendería.


Paula cortó el pan mientras él ponía la mesa. Pensó poner un par de velas también, pero desechó la idea enseguida.


Paula sirvió la pasta y se sentó frente a él. 


Cuando por fin la miró, ella le dirigió una sonrisa muy natural que le dio valor para empezar a hablar en vez de comer.


—Escucha, Paula —empezó a decir, y ella, al escucharlo, dejó el tenedor sobre el plato y cruzó las manos bajo la barbilla. Aquel gesto volvió a poner nervioso a Pedro; era como si ella esperase palabras más sentidas que las que él iba a pronunciar. Decidió seguir de todos modos—. He ganado el caso.


No era una frase shakesperiana, pero a ella se le iluminó la cara.


—¡Es fantástico! Es genial. Era muy importante para ti y además, ha sido un caso muy duro de llevar —se inclinó más sobre la mesa—. ¿Estás contento? Se supone que deberías estar como loco, pero está claro que no es así. Cuéntamelo.


Podía hacerlo. Podía contarle todo, desde lo de su padre y las palizas, su fuga con Damian, su motivación para convertirse en abogado hasta lo que acababa de comprender: que nunca podría escapar de todo ello. Podía contárselo porque lo entendería, porque sus sentimientos hacia él eran tan fuertes que lo querría a pesar de sus defectos. Tal vez ya lo hiciera.


Pero no podía hacerlo porque no quería negarle la familia que ella deseaba tener sólo porque sobre él pesase una maldición.


Y tampoco podía mentirles a aquellos ojos que confiaban en él al cien por cien. No podía decirle que no la deseaba.


—En la última hora he pasado por todos los estados emocionales que puede vivir un ser humano —se aclaró la garganta y continuó—. Aunque ganamos, estoy agotado y seco. Tengo los sentimientos a flor de piel. ¿Sabes a qué me refiero?


—Es normal pasar por conflictos emocionales y sentirte triste cuando en realidad deberías estar feliz, aliviado cuando estás triste... —dijo Paula—. No tienes que explicarme eso, o bueno, hazlo si quieres. No debes dejar de hablar...


—No pasa nada. Quiero contártelo. Esta noche no soy el de siempre, eso es todo.


Pedro observó la expresión de Paula, intentando averiguar cómo había interpretado ese comentario para continuar a partir de ahí, pero su cara, normalmente expresiva, era como una página en blanco.


—Será mejor que comas. Se va a quedar frío —dijo ella por fin, señalando el plato con el tenedor antes de llevárselo a la boca con un gesto muy sensual.


Pedro bajó la mirada a su plato sin saber muy bien qué estaba pasando entre ellos. Cuando tomó el primer bocado se dio cuenta de que estaba desfallecido de hambre.


Cenaron con rapidez y en silencio, y dejaron los platos relucientes. A Paula le cayó una gota de salsa de tomate en el cardigan y en lugar de disgustarse, se echó a reír. El sonido de su risa le provocó a Pedro un pinchazo en el corazón. 


Estiró el cuello para ver la hora en el diminuto reloj de pulsera de Paula, aunque él llevaba el suyo puesto, y dijo:
—Es tardísimo. Debería irme a la cama a dormir —dijo—. Necesito dormir.


—No tienes que ir a trabajar mañana, ¿verdad? Ahora que habéis acabado con el caso...


—Supongo que nadie se meterá conmigo si me tomo un fin de semana libre para variar.


—Genial. Duerme hasta tarde, eso te vendrá muy bien. Y yo...


—¿Qué harás tú?


—Yo estaré por aquí.


Pedro ya estaba preocupado pensando cómo iba a controlarse, cómo iba a contener las reacciones de su cuerpo cuando se volvieran a ver. Se levantó de la silla:
—Te ayudaré a recoger todo esto.


—Ni hablar. Voy a meterlo todo en el lavaplatos y después me voy a meter yo en la cama —se levantó también, apiló un par de platos y dijo—: ¿Quieres que vaya contigo? Podría sentarme un rato contigo o algo...


Estar con ella lo estaba volviendo loco.


—Estoy bien. Quiero decir, me siento mucho mejor. No te preocupes por mí —fue hacia la puerta con rapidez y ella lo siguió más despacio.


El la esperó en la puerta y ella la abrió para él. 


Después se estiró y gruñó de satisfacción por la comida. Al levantar los brazos por encima de la cabeza, él pudo apreciar una pequeña franja de piel cremosa y suave por debajo del cardigan. Pedro no dejó de mirar hasta que ella bajó los brazos y lo pilló con los ojos fijos en su abdomen. De un saltito él reculó hasta terreno neutral, el pasillo, y se despidió:
—Bueno, esto... adiós, Paula.


—Nos veremos mañana. Si me necesitas, ya sabes dónde estoy.