miércoles, 20 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 30




Paula era como ese sueño extravagante y divino que creía no tener derecho a vivir, pero Pedro no tuvo valor para negárselo a sí mismo. Al menos, no en aquel momento, cuando sus labios se fundieron súbitamente con los de él buscando, saboreando... Paula no le pertenecía ni nunca lo haría, pero no podía renunciar a ella entonces. 


Los gritos de protesta de su conciencia se hicieron cada vez más débiles hasta que al fin desaparecieron por completo mientras él bebía en sus labios y respiraba el olor de su piel. La sujetó por la nuca para hacer el beso más profundo.


Pedro notó que Paula emitía un gemido desde lo más profundo de su garganta y recorrió el contorno de sus labios con la punta de la lengua, como pidiéndoles que se abrieran para él. 


Cuando ella accedió, sus lenguas se entrelazaron y él abrió los ojos para asegurarse de que aquello era real.


Era real, y ella también lo era.


El levanto la mano para acariciarle la suave piel de la cara y deslizó el pulgar hasta la comisura de sus labios, que seguían moviéndose sensualmente contra él apartándose sólo un momento para recorrerle el dedo con la lengua y volver después con más ansia aún a sus labios. 


Él bajó la mano para deslizaría bajo el fino cardigan y el sujetador, y con el dedo húmedo de su saliva, le acarició el pezón.


Paula emitió un ruido de sorpresa y Pedro se detuvo por completo. Ella abrió los ojos y lo miró dubitativa. Tenía la boca roja, hinchada y los labios aún separados. Sus mejillas estaban teñidas de un color rosa suave. Ella lo miró como si estuviera esperando a que diera el siguiente paso.


Lo qué él deseaba era levantarla en brazos, sentir cómo lo besaba en el cuello mientras la llevaba a la cama y acostarla sobre las mantas para hacerle el amor. Le dolía el cuerpo de tanto como lo necesitaba y tenía que controlar sus manos, que sólo deseaban volver a tocar su piel.


Pero en lugar de eso, se puso de pie, lo cual no fue fácil, pues se le habían dormido las piernas de estar tanto tiempo en el suelo. Ella seguía en el suelo, sentada sobre sus piernas abrazándose el torso. Él no pudo soportar el modo en que ella lo miraba desde el suelo, así que le ofreció la mano para levantarse. Ella se puso de pie con su ayuda y se pasó los dedos por el pelo para peinarse.


Pedro no podía interpretar su expresión con la poca luz que había en la habitación, así que encendió el interruptor. Después la condujo hasta la cocina, encendiendo todas las luces a su paso. Una vez allí, abrió un armario para verificar su contenido, o pretender que lo hacía, porque en realidad quería cambiar de tema de un modo no verbal.


Paula lo entendió a la primera y no pareció importarle. No tuvo ninguna reacción infantil por lo abrupto del fin de su actividad física y en vez de eso sacó un par de platos de un armario, los dejó sobre la encimera y fue a la nevera a ver qué se podía preparar para cenar.


Prepararon unos espaguetis con carne y una ensalada en silencio. Pedro agradeció la ausencia de conversación y, aunque sabía que tendría que decir lo que pensaba contarle de modo que pareciera una explicación, estaba seguro de que ella lo entendería.


Paula cortó el pan mientras él ponía la mesa. Pensó poner un par de velas también, pero desechó la idea enseguida.


Paula sirvió la pasta y se sentó frente a él. 


Cuando por fin la miró, ella le dirigió una sonrisa muy natural que le dio valor para empezar a hablar en vez de comer.


—Escucha, Paula —empezó a decir, y ella, al escucharlo, dejó el tenedor sobre el plato y cruzó las manos bajo la barbilla. Aquel gesto volvió a poner nervioso a Pedro; era como si ella esperase palabras más sentidas que las que él iba a pronunciar. Decidió seguir de todos modos—. He ganado el caso.


No era una frase shakesperiana, pero a ella se le iluminó la cara.


—¡Es fantástico! Es genial. Era muy importante para ti y además, ha sido un caso muy duro de llevar —se inclinó más sobre la mesa—. ¿Estás contento? Se supone que deberías estar como loco, pero está claro que no es así. Cuéntamelo.


Podía hacerlo. Podía contarle todo, desde lo de su padre y las palizas, su fuga con Damian, su motivación para convertirse en abogado hasta lo que acababa de comprender: que nunca podría escapar de todo ello. Podía contárselo porque lo entendería, porque sus sentimientos hacia él eran tan fuertes que lo querría a pesar de sus defectos. Tal vez ya lo hiciera.


Pero no podía hacerlo porque no quería negarle la familia que ella deseaba tener sólo porque sobre él pesase una maldición.


Y tampoco podía mentirles a aquellos ojos que confiaban en él al cien por cien. No podía decirle que no la deseaba.


—En la última hora he pasado por todos los estados emocionales que puede vivir un ser humano —se aclaró la garganta y continuó—. Aunque ganamos, estoy agotado y seco. Tengo los sentimientos a flor de piel. ¿Sabes a qué me refiero?


—Es normal pasar por conflictos emocionales y sentirte triste cuando en realidad deberías estar feliz, aliviado cuando estás triste... —dijo Paula—. No tienes que explicarme eso, o bueno, hazlo si quieres. No debes dejar de hablar...


—No pasa nada. Quiero contártelo. Esta noche no soy el de siempre, eso es todo.


Pedro observó la expresión de Paula, intentando averiguar cómo había interpretado ese comentario para continuar a partir de ahí, pero su cara, normalmente expresiva, era como una página en blanco.


—Será mejor que comas. Se va a quedar frío —dijo ella por fin, señalando el plato con el tenedor antes de llevárselo a la boca con un gesto muy sensual.


Pedro bajó la mirada a su plato sin saber muy bien qué estaba pasando entre ellos. Cuando tomó el primer bocado se dio cuenta de que estaba desfallecido de hambre.


Cenaron con rapidez y en silencio, y dejaron los platos relucientes. A Paula le cayó una gota de salsa de tomate en el cardigan y en lugar de disgustarse, se echó a reír. El sonido de su risa le provocó a Pedro un pinchazo en el corazón. 


Estiró el cuello para ver la hora en el diminuto reloj de pulsera de Paula, aunque él llevaba el suyo puesto, y dijo:
—Es tardísimo. Debería irme a la cama a dormir —dijo—. Necesito dormir.


—No tienes que ir a trabajar mañana, ¿verdad? Ahora que habéis acabado con el caso...


—Supongo que nadie se meterá conmigo si me tomo un fin de semana libre para variar.


—Genial. Duerme hasta tarde, eso te vendrá muy bien. Y yo...


—¿Qué harás tú?


—Yo estaré por aquí.


Pedro ya estaba preocupado pensando cómo iba a controlarse, cómo iba a contener las reacciones de su cuerpo cuando se volvieran a ver. Se levantó de la silla:
—Te ayudaré a recoger todo esto.


—Ni hablar. Voy a meterlo todo en el lavaplatos y después me voy a meter yo en la cama —se levantó también, apiló un par de platos y dijo—: ¿Quieres que vaya contigo? Podría sentarme un rato contigo o algo...


Estar con ella lo estaba volviendo loco.


—Estoy bien. Quiero decir, me siento mucho mejor. No te preocupes por mí —fue hacia la puerta con rapidez y ella lo siguió más despacio.


El la esperó en la puerta y ella la abrió para él. 


Después se estiró y gruñó de satisfacción por la comida. Al levantar los brazos por encima de la cabeza, él pudo apreciar una pequeña franja de piel cremosa y suave por debajo del cardigan. Pedro no dejó de mirar hasta que ella bajó los brazos y lo pilló con los ojos fijos en su abdomen. De un saltito él reculó hasta terreno neutral, el pasillo, y se despidió:
—Bueno, esto... adiós, Paula.


—Nos veremos mañana. Si me necesitas, ya sabes dónde estoy.




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