miércoles, 20 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 32



Pedro llegó hasta su puerta, aquélla por la que había huido asustado y aliviado, depositando toda su confianza en su hermano mayor. No llamó porque muchos años de su pasado estaban encerrados allí dentro y no lo creyó necesario. No sintió el felpudo de pita bajo sus pies, pero sabía que era porque lo estaba soñando todo, y en los sueños no se nota el suelo que pisas. El recibidor que había tras la puerta estaba vacío. Pasó hasta la sala, donde probablemente seguirían junto a la ventana unas plantas descuidadas, y en la moqueta se podría ver un camino desgastado que llevaría hasta el viejo sillón de piel donde su padre solía sentarse a ignorar a todo el mundo hasta la hora de cenar, los días que venía de buen humor. Pedro continuó hasta la cocina, donde se amontonaban los platos sucios de alguna comida poco memorable, y de allí, al baño, donde leía por las noches, mientras el resto de la casa dormía.


La habitación de Damian no había cambiado en absoluto. Las paredes seguían cubiertas de pósters e insignias y sus pantalones estaban tirados por el suelo. De allí continuó hasta su habitación. El pomo tan familiar se fundió en su mano y al abrir, vio a Paula sentada sobre su cama; le sonrió y dio unos golpecitos a su lado, sobre la colcha azul.


—Ven aquí —dijo sin abrir la boca, como si lo estuviera llamando con el corazón.


Él se sentó y ella lo abrazó por la espalda y lo besó. Su boca era dulce y suave, y Pedro se sintió por primera vez seguro en aquella casa.


—Te quiero —murmuró él contra sus labios.


Ella se apartó con un movimiento pesado y extraño para mostrar una enorme barriga que Pedro no sabía si había visto antes.


Pedro —susurró—. Estoy embarazada. ¿No es maravilloso? Somos una familia...


—¡No! —gritó él, pero la expresión de felicidad no se borró de la cara de Paula. Ella alargó la mano hacia él, pero él se apartó e intentó ponerse en pie—. No, no puedo. No podemos. No...


—¡Pedro! —era la voz de su padre subiendo las escaleras—. ¡Pedro! Tenía la voz llena de ira y rabia, y venía a buscarlo.


—¡Pedro! —llamó Paula.


La llamada de Paula y el grito de su padre se mezclaron y Pedro se tapó los ojos y las orejas, retrocediendo hasta que chocó con una pared.


—No, no, no, no...


Se despertó de un salto, con la piel cubierta de sudor.




PAR PERFECTO: CAPITULO 31




Paula esperó un momento, pero como Pedro no hizo ademán de moverse, empezó a cerrar la puerta muy lentamente ante él. Después pegó la oreja a la puerta y contuvo la respiración. Se quedó allí varios minutos escuchando su silenciosa presencia hasta que oyó algo parecido a un suspiro y después pasos alejándose escalera abajo.


Paula se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza. Se dejó caer en el suelo allí mismo y se abrazó las piernas con los brazos, descansando la barbilla sobre las rodillas.


Sabía que Pedro estaba pasando por un conflicto emocional, que aquel caso había sido muy duro para él y que la fuerte presión a la que lo sometía su trabajo había acabado por afectarlo. Todo ello lo habría llevado a buscar su ayuda esa noche.


Lo mejor era dejarlo marchar y dejarle ordenar sus ideas durante la noche antes de hacer nada más. Y es que había una cosa que sabía a ciencia cierta, y tan segura estaba que apostaría su vida: él le había devuelto el beso.



PAR PERFECTO: CAPITULO 30




Paula era como ese sueño extravagante y divino que creía no tener derecho a vivir, pero Pedro no tuvo valor para negárselo a sí mismo. Al menos, no en aquel momento, cuando sus labios se fundieron súbitamente con los de él buscando, saboreando... Paula no le pertenecía ni nunca lo haría, pero no podía renunciar a ella entonces. 


Los gritos de protesta de su conciencia se hicieron cada vez más débiles hasta que al fin desaparecieron por completo mientras él bebía en sus labios y respiraba el olor de su piel. La sujetó por la nuca para hacer el beso más profundo.


Pedro notó que Paula emitía un gemido desde lo más profundo de su garganta y recorrió el contorno de sus labios con la punta de la lengua, como pidiéndoles que se abrieran para él. 


Cuando ella accedió, sus lenguas se entrelazaron y él abrió los ojos para asegurarse de que aquello era real.


Era real, y ella también lo era.


El levanto la mano para acariciarle la suave piel de la cara y deslizó el pulgar hasta la comisura de sus labios, que seguían moviéndose sensualmente contra él apartándose sólo un momento para recorrerle el dedo con la lengua y volver después con más ansia aún a sus labios. 


Él bajó la mano para deslizaría bajo el fino cardigan y el sujetador, y con el dedo húmedo de su saliva, le acarició el pezón.


Paula emitió un ruido de sorpresa y Pedro se detuvo por completo. Ella abrió los ojos y lo miró dubitativa. Tenía la boca roja, hinchada y los labios aún separados. Sus mejillas estaban teñidas de un color rosa suave. Ella lo miró como si estuviera esperando a que diera el siguiente paso.


Lo qué él deseaba era levantarla en brazos, sentir cómo lo besaba en el cuello mientras la llevaba a la cama y acostarla sobre las mantas para hacerle el amor. Le dolía el cuerpo de tanto como lo necesitaba y tenía que controlar sus manos, que sólo deseaban volver a tocar su piel.


Pero en lugar de eso, se puso de pie, lo cual no fue fácil, pues se le habían dormido las piernas de estar tanto tiempo en el suelo. Ella seguía en el suelo, sentada sobre sus piernas abrazándose el torso. Él no pudo soportar el modo en que ella lo miraba desde el suelo, así que le ofreció la mano para levantarse. Ella se puso de pie con su ayuda y se pasó los dedos por el pelo para peinarse.


Pedro no podía interpretar su expresión con la poca luz que había en la habitación, así que encendió el interruptor. Después la condujo hasta la cocina, encendiendo todas las luces a su paso. Una vez allí, abrió un armario para verificar su contenido, o pretender que lo hacía, porque en realidad quería cambiar de tema de un modo no verbal.


Paula lo entendió a la primera y no pareció importarle. No tuvo ninguna reacción infantil por lo abrupto del fin de su actividad física y en vez de eso sacó un par de platos de un armario, los dejó sobre la encimera y fue a la nevera a ver qué se podía preparar para cenar.


Prepararon unos espaguetis con carne y una ensalada en silencio. Pedro agradeció la ausencia de conversación y, aunque sabía que tendría que decir lo que pensaba contarle de modo que pareciera una explicación, estaba seguro de que ella lo entendería.


Paula cortó el pan mientras él ponía la mesa. Pensó poner un par de velas también, pero desechó la idea enseguida.


Paula sirvió la pasta y se sentó frente a él. 


Cuando por fin la miró, ella le dirigió una sonrisa muy natural que le dio valor para empezar a hablar en vez de comer.


—Escucha, Paula —empezó a decir, y ella, al escucharlo, dejó el tenedor sobre el plato y cruzó las manos bajo la barbilla. Aquel gesto volvió a poner nervioso a Pedro; era como si ella esperase palabras más sentidas que las que él iba a pronunciar. Decidió seguir de todos modos—. He ganado el caso.


No era una frase shakesperiana, pero a ella se le iluminó la cara.


—¡Es fantástico! Es genial. Era muy importante para ti y además, ha sido un caso muy duro de llevar —se inclinó más sobre la mesa—. ¿Estás contento? Se supone que deberías estar como loco, pero está claro que no es así. Cuéntamelo.


Podía hacerlo. Podía contarle todo, desde lo de su padre y las palizas, su fuga con Damian, su motivación para convertirse en abogado hasta lo que acababa de comprender: que nunca podría escapar de todo ello. Podía contárselo porque lo entendería, porque sus sentimientos hacia él eran tan fuertes que lo querría a pesar de sus defectos. Tal vez ya lo hiciera.


Pero no podía hacerlo porque no quería negarle la familia que ella deseaba tener sólo porque sobre él pesase una maldición.


Y tampoco podía mentirles a aquellos ojos que confiaban en él al cien por cien. No podía decirle que no la deseaba.


—En la última hora he pasado por todos los estados emocionales que puede vivir un ser humano —se aclaró la garganta y continuó—. Aunque ganamos, estoy agotado y seco. Tengo los sentimientos a flor de piel. ¿Sabes a qué me refiero?


—Es normal pasar por conflictos emocionales y sentirte triste cuando en realidad deberías estar feliz, aliviado cuando estás triste... —dijo Paula—. No tienes que explicarme eso, o bueno, hazlo si quieres. No debes dejar de hablar...


—No pasa nada. Quiero contártelo. Esta noche no soy el de siempre, eso es todo.


Pedro observó la expresión de Paula, intentando averiguar cómo había interpretado ese comentario para continuar a partir de ahí, pero su cara, normalmente expresiva, era como una página en blanco.


—Será mejor que comas. Se va a quedar frío —dijo ella por fin, señalando el plato con el tenedor antes de llevárselo a la boca con un gesto muy sensual.


Pedro bajó la mirada a su plato sin saber muy bien qué estaba pasando entre ellos. Cuando tomó el primer bocado se dio cuenta de que estaba desfallecido de hambre.


Cenaron con rapidez y en silencio, y dejaron los platos relucientes. A Paula le cayó una gota de salsa de tomate en el cardigan y en lugar de disgustarse, se echó a reír. El sonido de su risa le provocó a Pedro un pinchazo en el corazón. 


Estiró el cuello para ver la hora en el diminuto reloj de pulsera de Paula, aunque él llevaba el suyo puesto, y dijo:
—Es tardísimo. Debería irme a la cama a dormir —dijo—. Necesito dormir.


—No tienes que ir a trabajar mañana, ¿verdad? Ahora que habéis acabado con el caso...


—Supongo que nadie se meterá conmigo si me tomo un fin de semana libre para variar.


—Genial. Duerme hasta tarde, eso te vendrá muy bien. Y yo...


—¿Qué harás tú?


—Yo estaré por aquí.


Pedro ya estaba preocupado pensando cómo iba a controlarse, cómo iba a contener las reacciones de su cuerpo cuando se volvieran a ver. Se levantó de la silla:
—Te ayudaré a recoger todo esto.


—Ni hablar. Voy a meterlo todo en el lavaplatos y después me voy a meter yo en la cama —se levantó también, apiló un par de platos y dijo—: ¿Quieres que vaya contigo? Podría sentarme un rato contigo o algo...


Estar con ella lo estaba volviendo loco.


—Estoy bien. Quiero decir, me siento mucho mejor. No te preocupes por mí —fue hacia la puerta con rapidez y ella lo siguió más despacio.


El la esperó en la puerta y ella la abrió para él. 


Después se estiró y gruñó de satisfacción por la comida. Al levantar los brazos por encima de la cabeza, él pudo apreciar una pequeña franja de piel cremosa y suave por debajo del cardigan. Pedro no dejó de mirar hasta que ella bajó los brazos y lo pilló con los ojos fijos en su abdomen. De un saltito él reculó hasta terreno neutral, el pasillo, y se despidió:
—Bueno, esto... adiós, Paula.


—Nos veremos mañana. Si me necesitas, ya sabes dónde estoy.




martes, 19 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 29




El metro estaba lleno de estudiantes que se iban de fiesta y trabajadores que volvían agotados a casa tras una larga jornada laboral. Paula buscó un hueco en una esquina y decidió que si Pedro no salía con sus compañeros a tomar algo, lo invitaría a cenar. No pensaba decirle que había estado en el juzgado. Tal vez lo agradeciese, pero así podría contarle con alegría su éxito, como si ella no hubiera visto nada. Ella aparentaría estar tan feliz que lo abrazaría y... bueno ¿quién sabía qué podría pasar después?


Miró a su alrededor deseando que nadie se hubiera dado cuenta de que acababa de sonrojarse. Se bajó en la estación de Massachussets Avenue y siguió hasta casa a pie. Entró en el portal, subió un piso y pasó por el pasillo sin mirar frente a ella, que es por lo que no vio a Pedro hasta que llegó a su puerta y lo vio sentado en el suelo, con el maletín a su lado y con la cabeza entre las manos. No podía ser él: Pedro debía estar celebrando el triunfo con sus colegas. Pedro no podía tener un aspecto tan indefenso y desconsolado tras el veredicto del jurado que Paula había presenciado. Pero era él y ella lo supo a ciencia cierta cuando él pronunció su nombre.


—¿Paula?


Pedro, por Dios —dijo ella, arrodillándose en el suelo junto a él—. ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? —le acarició la cara y el pelo sin tocarlo de verdad. No sabía qué podía necesitar en ese momento—. ¿Te han atacado? ¿Le ha ocurrido algo a alguien? ¿Qué tal el juicio?


Pedro la miró como si fuera ella la rara y después contestó:
—El juicio —respondió Pedro como un eco; después se encogió de hombros y se echó a reír—. Ha sido... bueno... ¿Puedo entrar?


—Claro que sí —dijo ella, buscando las llaves frenéticamente en su bolso. Por fin las encontró y abrió la puerta tan deprisa como pudo.


Pedro pasó después de ella y cerró la puerta con el cerrojo tras de sí.


—Oh, es verdad, siempre se me olvida cerrarlo. Ya sé que siempre me lo dices, y a partir de ahora tendré mucho cuidado.


Y hubiera seguido charloteando sin para si Pedro no hubiera ido hacia ella con decisión para abrazarla.


Ella podía sentir los latidos del corazón de Pedro en su pecho. El le había puesto una mano en la parte inferior de la espalda y la otra en el cuello. Inclinó la cabeza y le colocó la mejilla sobre el hombro.


Sin saber muy bien lo que él estaba haciendo y mucho menos lo que podía esperar o desear, Paula le devolvió el abrazo.


Podía notar cómo le corría la sangre por las venas, y cómo ardía especialmente en aquellos puntos donde sus cuerpos se tocaban, especialmente entre las piernas, donde sintió una palpitación y cierta humedad de repente. 


Por instinto, se apretó más contra Pedro y su garganta emitió un sonido profundo. Se preguntó si Pedro lo habría oído e interpretado como lo que era, el sonido de la atracción magnética que sentía hacia él.


—Paula—lo oyó decir contra su cuello.


Ella lo miró a la cara. Estaba desfigurada por algo que parecía miedo y el intento de contener... ¿lágrimas?


—Oh, Pedro—susurró ella, y él volvió a hundirse entre sus brazos, pero ella no podía soportar su peso, así que dobló las rodillas con toda la suavidad que pudo y lo llevó hasta el suelo.


Cruzada de piernas y con él aún abrazado a ella, lo acunó como si fuera un niño durante mucho rato.


Por encima de su hombro vio cómo el sol se ponía y caía la noche, pero no dejó de abrazarlo. 


Poco a poco él se fue calmando y su respiración se hizo más regular, pero no hizo ningún esfuerzo para separarse de ella. En algún momento Paula se preguntó qué habría pasado de malo, pero sólo pudo pensar en lo que de repente estaba muy bien: abrazar a Pedro y que él la abrazara a ella.


El dulce silencio fue interrumpido por un rugido de protesta del estómago de alguno de los dos. 


Sus cuerpos estaban tan cerca el uno del otro que Paula no podía saber quién de los dos había sido, pero podía suponer que había sido él. Quince segundos después, el sonido se repitió, pero esta vez Paula supo que era ella. 


Se le escapó una risita y Pedro se irguió mientras ella intentaba contenerse. Un tercer ruido hizo que Pedro se echara a reír y pronto estuvieron los dos riendo con ganas y abrazados.


Entonces, sonriendo, se miraron a la cara:
—Se nos ha olvidado cenar, pero nuestros cuerpos nos recuerdan las cosas importantes —dijo Paula.


Y al decirlo, se dio cuenta de que su cuerpo le estaba enviando otro tipo de mensajes muy claros y fáciles de interpretar. Sacudió la cabeza y trató de ignorarlos.


—Ha estado muy bien —dijo, y sus palabras parecieron pasar de algún modo hasta los labios de él, recorriendo la corta distancia que los separaba.


Y sin esperar a más, decidió acabar con esa distancia que los separaba.

PAR PERFECTO: CAPITULO 28




Pedro se quedó mirando la madera oscura de la mesa para intentar conciliar sus emociones y sus recuerdos, por eso oyó al jurado entrar antes de verlo.


Cuando todos se hubieron sentado y la sala estuvo en calma, Pedro levantó la vista hacia ellos buscando un anticipo de cuál sería el veredicto.


Aquellos hombres y mujeres ya no le resultaban extraños. Se habían convertido en una especie de purgatorio para él, con su futuro en sus manos en la forma de una hoja de papel, que pasó de manos de la portavoz del jurado al ujier y de él al juez.


Jeffers, a la derecha de Pedro, estaba de pie en silencio, sin dar ninguna muestra de ansiedad. 


Pedro deseó que su apariencia externa no mostrara el torbellino en el que se veían inmersas sus emociones. Se ponía nervioso sólo de pensar que pudieran dejarlo escapar.


No, era a ella a quien no podían dejar escapar, pensó, mirando a Gayle Stapleton moverse inquieta, intentó imaginar la cara de su padre en aquella situación, pero no pudo hacerlo porque no la recordaba.


El juez llamó su atención y Pedro olvidó por completo a Gayle Stapleton.


Paula empujó la pesada puerta y se deslizó al interior en silencio gracias a sus bailarinas. Se sentó en el primer banco de la derecha. 


Enseguida se fijó en las dos espaldas visibles por encima de las cabezas de los asistentes. 


Hubiera reconocido a Pedro incluso si no hubiera sabido que llevaba su traje azul marino. 


Le había dicho que estaría en casa, pero mientras subía a su piso, sintió una terrible urgencia por escuchar el veredicto. En parte para que, cuando él volviera a casa, ella supiera qué esperar. Pero en parte porque había algo distinto en aquel caso, al menos eso había dicho él, pero no le había dado detalles. Y si él no se los daba, los descubriría ella por su cuenta.


Estaba actuando como una amiga.


El jurado entró en la sala y Pedro volvió la cabeza para mirarlos cuando se hubieron sentado. Paula vio en su perfil que tenía la mandíbula tensa y los dientes apretados. El jurado no lo miró, pero, si lo hubiera hecho, hubiera visto en su rostro lo mismo que ella: Pedro los miraba como si su futuro y no el del acusado dependiera de ellos.


—¿Tiene el jurado un veredicto?


—Sí, Señoría —dijo la portavoz.


Pedro sentía un calor horrible en aquella vieja sala sin aire acondicionado y estaba sudando.


El juez le pasó el papel al secretario, que leyó:
—En el caso del Estado de Massachusetts contra Gayle Stapleton... —siguió leyendo—. Este jurado encuentra a la acusada-
Pedro se puso tenso, esperando el alivio que podía llevar consigo la condena. —... Culpable.


La sala quedó en silencio unos segundos y después las acciones se precipitaron mientras el secretario leía el resto de los veintinueve cargos. 


La señora Stapleton rompió en sollozos ante las protestas de sus familiares y las cámaras y flashes de los periodistas.


Los asistentes empezaron a desalojar la sala y Jeffers le dio una sonora palmada a Pedro en el hombro. Todos sus colegas sonreían aliviados.


—Ya puedes relajarte, Pedro —dijo él, tranquilo—. Tómate unos días de vacaciones. Necesitas despejarte.


Él miró a la mujer, que estaba siendo conducida fuera del tribunal entre sollozos, arrastrando los pies. Aquél era el momento que había soñado cuando respondía a cada una de las preguntas de los exámenes de la carrera, cuando pagaba un libro, con cada escalón que ascendía. Había trabajado duro para tener la oportunidad de borrar sus memorias, encerrar el pasado y seguir adelante con su futuro.


Pero nada de aquello ocurrió.


Era como si él también estuviese atrapado dentro de una jaula imposible. Nunca escaparía de ella.




PAR PERFECTO: CAPITULO 27




Paula pasó a la sala de estar y rozó con el brazo a Pedro. El leve contacto lo distrajo de sus preocupaciones, pero fue muy rápido. Paula fue hacia el sofá, pero no se sentó, sino que esperó a que él cerrase la puerta y llegara a su lado. Él se detuvo en medio de la sala y miró el suelo sin rastro de polvo, las paredes brillantes y todo lo demás excepto a ella. Era como si no supiese qué hacer con ella. Cerró los ojos, se humedeció los labios y dejó escapar un largo suspiro.


Paula lo miró, preocupada. Se acercó y Pedro recordó el momento cuando lo había agarrado de la mano en Massachussets Avenue. 


Sus palmas se habían fundido la una con la otra.


Pero había sido una imprudencia por su parte. 


No podía volver a dejar que pasara, no podía hacerle daño, no lo soportaría.


—¿Pedro? —Paula dio un paso hacia él y le rodeó la cintura con los brazos. Él se puso tenso, pero ella no lo soltó. Olía a canela y a aire cálido de verano. Lo abrazó y le acarició la espalda, igual que si estuviera consolando a un niño. Tenía sus pechos contra su camisa.


Él no la abrazó, pero se relajó contra su cuerpo por un momento, un dulce momento de paz y calma.


Después se apartó con un sutil paso hacia atrás. Paula dejó caer los brazos y suspiró.


—Has hecho esto miles de veces y nunca te he visto tan preocupado por el veredicto de un jurado.


—Esto... esto es distinto —le costaba mantener la voz firme.


Paula lo miró.


—Ya sé que es distinto. Es mucho más duro que los casos de antes. Se trata de una niña.


La ironía del momento era inexplicable para Pedro. Paula sabía que el caso lo atormentaba porque se trataba de un niño, pero no podía llegar a imaginarse la realidad del caso. Y no era más duro que antes... no podía haber nada más duro que aquello. El problema no era tener un caso de malos tratos, sino recibirlos. Lo único que deseaba era que al volver a vivir la pesadilla, despertaría y podría olvidarla. Para poder ser normal.


Paula esperaba una respuesta, pero apenas oyó un susurro.


—No tienes ni idea...


Era lo más cerca que había estado de contarle lo de su pasado. Se dio cuenta de que ella no había podido oír sus palabras, pero no tuvo valor para repetirlas.


—¿Vas a mortificarte de este modo en cada caso? —su voz sonaba llena de ansiedad, pero intentó continuar de modo más calmado—. No puedes asumir los problemas de los demás. Sé que tienes que proteger a esa niña, pero no puedes echarte sus terribles problemas sobre los hombros. Hay mucha gente que la ayudará ahora que ha salido todo a la luz —Paula le puso la mano sobre el brazo—. No es tu problema. No es tu vida.


—Te pareces a Jeffers —dijo Pedro inexpresivo sin mirarla—. Todo el mundo está de acuerdo con vosotros dos.


—¿Tiene algo de malo?


—No —respondió él—. De hecho, es bueno. Ojala, ojala pudiera...


Entonces sonó el teléfono y Pedro dio un salto.


—¿Sí?


Le dio la espalda a Paula buscando un poco de privacidad, pero la conversación fue corta. Colgó el teléfono y se sentó en una silla. Paula se sentó en el suelo, a su lado.


—¿El jurado ha vuelto?


—Sí —estaba pensando en que llamadas debía hacer, qué papeles llevar... —. Tengo que llamar a un taxi.


Llamó a la compañía de taxi y ella mientras le ató el cordón del zapato que tenía suelto. 


Después se levantó y miró a Paula a la cara por primera vez desde que llegó.


—Vete —dijo ella—. Haz lo que tengas que hacer. Ya sabes dónde estaré.


Él había salido antes de que ella acabara la frase.