domingo, 28 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 23





La lectura de lo que Paula había escrito sobre aquel fin de semana en su blog no le había ayudado a tranquilizar su conciencia. Por no hablar de lo que había leído sobre los otros tipos con los que se había relacionado. Era absurdo: él conocía su vida sexual y estaba al tanto de sus pensamientos más íntimos… mientras que ella ni siquiera conocía su verdadero nombre.


De repente sonó el teléfono, sobresaltándolo. 


Cuando reconoció el número de Paula, su pésimo humor se evaporó de inmediato.


—Hola.


—Necesito que me ayudes. ¿Puedes venir?


—¿Qué pasa?


Escuchó con atención mientras ella le describía lo que había sucedido hacía apenas unos minutos. El estómago se le encogió de miedo.


No podía soportar imaginarse la situación: alguien había encañonado a Paula con una pistola mientras él estaba sentado allí, sin hacer nada… El simple pensamiento lo llenaba de ira y de terror.


El mismo fue el primer sorprendido de su reacción. Estaba reaccionando como si hubiera visto a su mejor amigo o a su hermano en peligro. De alguna manera, Paula se las había arreglado para infiltrarse en el reducido círculo de sus seres más queridos. Y ese pensamiento también lo asustó.


—¿Pedro? ¿Sigues ahí?


—Perdona. ¿Puedes quedarte con alguna vecina hasta que llegue yo?


—Creo que aquí estoy bien.


—¿Tienes algún tipo de información sobre ese tipo que yo no conozca? ¿Alguna razón por la que querría atacarte?


—No, nada. Quiero decir, supongo que él cree que sí… Yo me quedé aterrada cuando descubrí con quién se relacionaba y salí corriendo.


—Estaré allí en quince minutos, ¿de acuerdo? Mantén la puerta y las ventanas cerradas.


—Te esperaré. Mientras tanto, me pondré hacer las maletas. Pienso dejar el país



BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 22





Pedro sabía que debería dejar de leer el blog de Paula. Pero no podía. Se había convertido en una especie de compulsión. Una compulsión que le estaba acarreando complicaciones, al confundir su trabajo de investigación con su vida personal.


Para cuando terminó de leer el último comentario de Paula sobre su miembro, estaba insoportablemente excitado. Seguía allí, clavado ante el ordenador. ¿Y si colgaba él también un comentario? Sólo uno muy breve. Nada serio que pudiera revelar su identidad.


Sólo algo ligero, intrascendente.


Muy pocas veces se había atrevido a colgar algo en internet. Era algo que contradecía su natural tendencia a la discreción, a vigilar pasando al mismo tiempo desapercibido. Además, él era el tipo del que Paula estaba escribiendo…


Y sin embargo, detestaba quedarse al margen de la fiesta.


Pedro marcó la casilla de «añadir comentario» y se registró con el nombre de «Peter». 


Luego lo borró… y volvió a teclearlo. Le gustaba la idea de que Paula concibiera la sospecha de que estaba leyendo su blog.


¿Pero por qué dejar que sospechara nada? 


Arriesgarse voluntariamente a revelar su identidad era algo que se contradecía absolutamente con su carácter, ya que, en su profesión, podía acarrearle la muerte. Que además quisiera que Paula lo descubriera resultaba aún más desconcertante. Nunca había sentido eso con nadie. Significaba ponerse a sí mismo en peligro, pero… ¿para qué?


Cada vez era más consciente del peligro que suponía mezclar su trabajo con su vida personal. 


¿Dónde acababa Pedro el espía y dónde empezaba Pedro la persona? ¿O acaso eran uno y el mismo? Y si lo eran… ¿por qué Paula le hacía sentirse como si se estuviera dividido en dos?


Por un lado sabía que rompería pronto con ella.


Y por otro se sentía perversamente tentado de revelarle, cuando llegara el momento, que conocía su identidad bloguera… y utilizarlo como arma con la que acabar con la relación.


Pensó en su última amante, en sus furiosos mensajes de texto y en la escena que había montado en la embajada. Se había merecido absolutamente toda su ira, así como la de otras tantas mujeres. Era un miserable. Empezó a escribir su comentario:
X es un tipo afortunado. Increíblemente afortunado.


Y pulsó la tecla de «envío». Segundos después, su comentario apareció al final de la lista.


Luego se giró en su sillón y contempló su apartamento frío, sin vida, presa de una extraña inquietud. Ni siquiera tenía una mísera planta que le alegrara la vida. Había elegido aquel lugar por las vistas que tenía de la ciudad y su proximidad a la embajada. Lo triste era que se sentía tan poco cómodo allí… como en cualquier otro lugar en el que hubiera vivido antes.


Un lugar que no tardaría en abandonar, como todos los anteriores. Ante la falta de pistas sobre la supuesta amenaza terrorista sobre la embajada, su misión muy pronto terminaría. Y le asignarían una nueva en cualquier otro lugar.


Por primera vez en muchos años, sintió la necesidad de vivir en un lugar permanente, de tener un «hogar». Y una persona con la que pudiera compartir sus días. Si moría en aquel instante, a nadie le importaría lo más mínimo.


Estaba empezando a sonar tan patético como el protagonista de un telefilme de serie B: el típico agente de la CÍA que, enfrentado a su propia mortalidad, sufría ataques de nostalgia y suspiraba por cambiar de vida.


El reloj de pared le confirmó que faltaban todavía cinco horas para que pudiera verse con Paula. Se sentía solo. Quería hablar con alguien. 


Necesitaba dejar de pensar.


Pensó en su antiguo mentor Nicholas Kozowski, que había sido como un padre para él desde sus primeros años en la CÍA. En un mundo donde nadie podía confiar en nadie, Nicholas había sido su tabla de salvación. El viejo había estado a su lado desde que empezó como agente. Pedro confiaba en él mucho más que en su propio padre, siempre tan distante y obsesionado con el dinero.


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había hablado con Nicholas. Antes de que pudiera cambiar de idea, descolgó el teléfono y marcó su número. Se lo sabía de memoria.


La voz del contestador lo invitó a localizarlo en su móvil. Pedro lo apuntó y volvió a llamarlo. Al cabo de unos segundos, Nicholas contestó con un gruñón: «¿diga?»


—Creía que ya te habías jubilado y te habías marchado a Tahití.


—¿Pedro? ¿Cómo estás, amigo?


—Muy bien —mintió—. Simplemente tenía ganas de preguntarte lo mismo.


—¿Y me llamas después de tres años solamente para preguntarme cómo estoy?


—Dios mío, ¿ha pasado tanto tiempo?


—Desde que estuvimos en Nápoles para aquella misión relámpago.


—Er… aparte de saber cómo estabas… quería saber si pensabas pasarte por Italia en algún momento.


—Qué casualidad. Pensaba viajar a Roma la semana que viene.


—Entonces podríamos quedar para tomar unas copas.


—Claro, Pedro. Te avisaré cuando llegue.


Se despidieron. Pedro colgó y volvió a encontrarse a solas con sus reflexiones, con la mirada en el ordenador… y sintiéndose un completo imbécil.


El buen sexo con una bella mujer alérgica a los compromisos no era algo tan malo. Debería sentirse entusiasmado, ¿no?


Pero lo cierto era que se sentía terriblemente culpable. Algo impropio de él.


Le gustaba Paula. Mucho. Y estaba disfrutando con ella más de lo que había disfrutado con mujer alguna en toda su vida. Entonces, ¿cuál era el problema?


Que le estaba mintiendo. Y ya no por una buena razón. El fin de semana que había pasado con ella había ahuyentado sus dudas: ahora estaba convencido de que sólo era una buena chica, que había tenido una aventura con un terrorista griego sin ser consciente de ello. Y una vez que ya no tenía ninguna necesidad de seguir investigándola, ¿cómo podía continuar con una relación que había empezado bajo falsas pretensiones?




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 21





Cómo decir «sexo» en italiano


Nunca me he considerado una racista. Quiero decir que, como amante, nunca he discriminado a nadie. He estado con hombres de todas las razas, nacionalidades, culturas… Mi dormitorio ha venido a ser como las Naciones Unidas del sexo.

Pero los italianos tienen algo especial. Me atrevo a afirmar que siento un particular favoritismo hacia ellos, frente a todos los demás hombres de la tierra.
Para ser justa precisamente con todos restos hombres, empezaré por algunos de los defectos que suelen tener los italianos. Quiero decir que tienen la tendencia a ser los niños de mamá en el peor sentido de la expresión. ¿Hasta los cuarenta años viviendo en casa de sus padres? ¡Huy!
Y, desde luego, pueden llegar a ser tremendamente sexistas e insoportablemente rijosos. Pero cuando encuentras a uno bueno… la cosa cambia.
Tomemos como ejemplo a mi último amante, aquél al que doy en llamar X para proteger su identidad. X sabe tocar todas las teclas adecuadas. Sabe hacer que una chica se sienta como una reina y conoce afondo el significado de la palabra «romanticismo». Estoy segura de que no tengo que recordaros lo muy raras que son esas cualidades. Para no mencionar que es terriblemente atractivo y que tiene un acento que sólo de escucharlo se me mojan las bragas.
Pero lo más importante es ese increíble golpe de suerte genético que le ha favorecido con el falo más exquisito que he visto en mi vida. Tendréis que disculparme si, llegada a este punto, me pongo un poco barroca con los adjetivos.
De forma perfecta, con un tallo firme y una cabeza suave y hermosa, podría pasarme un día entero conociéndolo íntimamente. Creedme, lo he probado. ¡Durantes tres horas seguidas! Pero todo placer que pueda experimentar mi boca con ese falo no es nada con lo que puede llegar a hacerme dentro. Os confieso que hasta he llorado de gozo.


Comentarios:
1. Skywalker dice: ojalá alguien pudiera decir algo tan poético del mío.


2. TiaMaria dice: la mayor parte de los tíos ya se lo elogian bastante: no necesitan que nadie les haga poemas.


3. Hummer dice: las mujeres que hacen/elaciones de tres horas deberían ser nombradas presidentas del universo.


4. Eurogirl: no creo que pudiera soportar semejante responsabilidad.


5. CKCKCK dice: especialmente si estás ocupada con unas /elaciones tan largas.


6. Nuguy dice: si tu vida sexual sigue siendo tan impresionante, todas nosotras vamos a acabar con complejo.


7. B cool dice: cierto. A nadie le gustan las engreídas.


8. Dharmachick dice: yo me quedaría dormida si pasara tanto tiempo haciéndolo.



sábado, 27 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 20





Paula encendió la luz nada más regresar a su apartamento y dejó el bolso en la estantería. 


Una cita a comer con Pedro, seguida de una agotadora sesión de clases teniendo en cuenta la diferencia de edad y aptitudes de los tres niños de la familia, la había dejado exhausta y más que dispuesta a disfrutar de una tranquila noche en casa.


Nada más descalzarse, se quedó de piedra al ver a Kostas sentado en su sofá.


Un chillido medio estrangulado escapó de su garganta. De repente sintió algo presionándole el pecho: el cañón de un arma.


—Hola, Paula. No sé por qué te sorprendes de verme. Deberías haberme estado esperando.


—¿Cómo has entrado? —preguntó. La respuesta estaba en la ventana abierta. Había subido por la escalera de incendios.


—Mejor pregúntame por qué, no cómo.


—¿Por qué? —susurró.


—Cuéntame lo que sabes tú.


—No sé nada —retrocedió un paso, pero volvió a quedarse paralizada cuando Kostas la apuntó al corazón.


—Ven a sentarte —señaló la silla que estaba al lado del sofá.


Paula obedeció despacio. Nunca antes se había enfrentado cara a cara con la muerte. Nunca había estado tan cerca de un arma.


Procuró concentrarse en respirar profundo. 


Aspirar, espirar. Aspirar, espirar…


—Mientes —le espetó Kostas, apoyando la mano que empuñaba el arma sobre una rodilla—. Desapareciste de Atenas sin despedirte, y luego la policía vino a por mí.


—No sé de qué estas hablando…


—Paula, querida, conozco maneras de arrancarte esa información.


Dejó de respirar. Incluso de pensar.


—Me dolería tener que torturarte, dado que eres una chica tan encantadora, pero lo haría.


—Siento haberme marchado sin despedirme —dijo Paula, desesperada por encontrar una salida—. Pensaba dejar Grecia para venirme a Roma a trabajar, y no tenía corazón para decírtelo. Pensé que sería más fácil que desapareciera sin más.


—No te creo.


—¡Kostas, es la verdad! Fui una cobarde, eso es todo. Nunca se me han dado bien las despedidas, me daba vergüenza decirte que no eras el primer tipo al que abandonaba por un viaje…


El griego se levantó bruscamente del sofá:
—¡Basta de mentiras! —le acercó el cañón del arma al cuello—. Si te disparo ahora, la bala te atravesará el cerebro y morirás instantáneamente.


Paula abrió la boca para hablar, pero ningún sonido salió de su garganta. Entonces oyó un milagroso sonido: el de una llave introduciéndose en la cerradura.


Kostas también lo oyó, y ambos se quedaron mirando fijamente la puerta. De pronto, sin previo aviso, el griego se lanzó hacia la ventana abierta y desapareció.


Un momento después, Paula estaba mirando a Fabiana, que la observaba a su vez con expresión extrañada.


—Paula, ¿estás bien?


Se acercó apresurada a la ventana y la cerró. 


No había señal alguna de Kostas. 


Afortunadamente. Suspirando, se volvió hacia su casera.


—¿Tienes frío? —le preguntó Fabiana.


Hacía un calor horrible en la habitación, pero Paula no pensaba volver a abrir la ventana en algún tiempo.


—No lo ha visto, pero hasta hace un momento había un hombre aquí. Usted lo ha ahuyentado.


Fabiana abrió mucho los ojos.


—¡Un ladrón!


Paula asintió.


—Sí, quizá. Tenía un arma y ya estaba dentro cuando entré, hace unos minutos. Cuando usted abrió la puerta, lo ahuyentó.


—¡Voy a llamar ahora mismo a los carabinieri!


—No se preocupe. Ya lo haré yo. Tendré que describírselo.


—¿Quieres que me quede contigo? Sólo venía a echar un vistazo a la gatita, pero puedo quedarme aquí. ¿O prefieres venir tú a mi apartamento?


—No, gracias. Después de hablar con la policía, me iré a casa de un amigo.


Pero Paula sabía que la policía italiana no le sería de gran ayuda. Aquel episodio con Kostas era lo suficientemente grave como para que se volviera corriendo a los Estados Unidos, antes de que fuera demasiado tarde. Pero hasta que pudiera conseguir el billete, su única esperanza era reclutar la ayuda de Pedro, dado que era un especialista en seguridad y probablemente tendría acceso a un arma…


Su casera se la quedó mirando con expresión preocupada. Finalmente asintió y se dispuso a salir del apartamento.


—Cuenta conmigo para lo que sea, ¿de acuerdo?


—Sí, gracias —sonrió Paula.


Un segundo después, oyó el ruido de la puerta al cerrarse. Sólo entonces se acordó de Angélica.


—Hey, gatita… —la llamó, súbitamente aterrada de que le hubiera pasado algo.


Se arrodilló y la buscó en vano debajo del sofá y de la cama. De repente oyó un maullido familiar… detrás del armario. El animal no tardó en salir de su escondite.


—Hola, bonita… Te había concertado una cita con el veterinario para mañana, pero, por suerte para ti… probablemente tengamos que saltárnosla.


Angélica frotó la cabecita contra su muslo y empezó a ronronear de placer. Paula la acarició con ternura, pero eso no consiguió aplacar el miedo que la embargaba: Kostas seguía allí fuera, en alguna parte, acechándola. Esperando su oportunidad de volver a sorprenderla.


Necesitaba hablar con Pedro. Buscó su móvil y marcó su número, que ya se sabía de memoria.




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 19




Paula no sabía si borrar el comentario anónimo o no. ¿Que tuviera cuidado? Miró a su alrededor, nerviosa, como si la estuviera acechando algún peligro allí mismo, en su propio apartamento. 


Pero eso era una ridiculez. El comentario podía proceder del mismo autor de los anteriores comentarios anónimos, pero aquél era algo más ambiguo. Teóricamente podía ser de cualquiera.


Su blog animaba a los participantes a elegir un nombre para colgar comentarios, y el noventa y nueve por ciento de sus lectores así lo hacían. 


Aunque, en realidad, casi todos los participantes eran anónimos porque el registro de la dirección de correo era algo optativo. Había algunos que incluso enviaban comentarios cada vez con un nombre diferente, para poder soltar alguna excentricidad utilizando una identidad distinta.


Eso a Paula no le importaba, siempre y cuando la gente se sintiera cómoda participando. Pero desde que «anónimo» había empezado a enviar comentarios la semana anterior, la actividad de su blog se había reducido significativamente, y no creía que fuera una coincidencia.


Seleccionó todos los comentarios anónimos y los borró. Tanto si eran de la misma persona como si no, no quería dejarlos allí para que continuara asustando a sus lectoras y echara a perder las buenas vibraciones del blog.


Rebuscó luego en su armario hasta que encontró el bolso que solía llevarse a las clases, y se dedicó a prepararse para su primer día de trabajo. Escogió una vestimenta convenientemente discreta.


Mirando su reloj, se preguntó si Pedro seguiría aún en el trabajo. Seguramente sí. No le había dicho cuántas horas trabajaba exactamente, pero dudaba que fuera un buen momento para llamarlo y mandarle un saludo. En lugar de ello, decidió enviarle un mensaje de teléfono.


Sacó el móvil del bolso y escribió: K tal? Salgo para el trabajo. Te echo de menos. Y lo envió


Dos minutos después, recibió la contestación de Pedro: Yo también. ¿Kdamos a comer?


Paula se sonrió. Y se inquietó al mismo tiempo. 


¿Qué diablos le pasaba? ¿Por qué no podía relajarse y disfrutar cuando un tipo estupendo quería pasar su tiempo con ella?


Sí. Llámame cuando puedas, le escribió. E inmediatamente se arrepintió de ello. Quizá necesitara echar el freno. Quizá la inquietud que sentía fuera una advertencia de su instinto, como si quisiera decirle que todo aquello era un error. Que era demasiado maravilloso para ser cierto.


Volvió a guardarse el teléfono y decidió salir de una vez por todas de casa. Necesitaba decidir lo que iba a hacer con Pedro. Y necesitaba decidirlo pronto




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 18




Del sexo como una cadena de montaje


Uno de los peligros de la hiperactividad sexual, como ha tenido a bien señalarme recientemente un querido amigo mío, es que es fácil llegar a cansarse de ella. Inserta la parte A en la parte B, masajea la parte C mientras besas la parte D, etcétera. Al final esto se parece a una cadena de montaje.

Cuando te sorprendes a ti misma haciendo los movimientos y te das cuenta de que el simple logro del placer físico ha dejado de ser el objetivo de tu vida, ¿qué haces entonces? ¿Retirarte a una montaña a meditar sobre el problema? ¿Darte a la bebida? ¿Renunciar al sexo?
¿O buscar algo más en tus relaciones sexuales?
Lo admito. Me he pasado la mayor parte de mi vida evitando la famosa categoría conocida por algunos como «algo más», y por otros como «amor», «compromiso», y todas esas cosas.
Os ahorraré la charla psicoanalítica autobiográfica, pero digamos que en mi familia la adicción siempre ha estado a la orden del día, y lo último que necesito es hacerme adicta a algo. Especialmente a una persona o a una relación.
Pero el otro día un querido amigo mío hizo la observación que he reseñado antes, y me puse a pensar sobre ello. Llevaba meses sufriendo del síndrome de «sexo como una cadena de montaje», hasta que de repente conocí a ese tipo… X, en caso de que no hayáis prestado atención, y las cosas empezaron a animarse de nuevo.
Mi vida sexual ha mejorado un cien por cien, y aunque me gustaría atribuir todo el mérito al talento amatorio de X, que ya todas sabéis que es impresionante, he de admitir que hay «algo más». Es una conexión que va más allá de lo físico.
Una conexión que implica a los sentimientos y al intelecto, al igual que al cuerpo, y que presuntamente produce el mejor sexo del mundo… pero que dado que yo suelo evitar esas cosas, no he experimentado muy a menudo. De ahí el dilema que padecen las alérgicas al compromiso como yo: ¿cómo puedes mantener ese mismo nivel de excelencia en el sexo sin arriesgarte a hacerte adicta a… ese algo más?
¿Es posible profundizar en esa conexión sin las complicaciones resultantes? No lo creo.
Lo que significa, básicamente, que estoy alucinando. ¿Qué hago con mi alergia al compromiso. ¿Renuncio a ella para lanzarme en pos del mejor sexo que la vida tiene que ofrecerme?
Supongo que la mayoría de la gente cerraría los ojos y se lanzaría a la piscina. Y supongo también que todas vosotras probablemente me aconsejaréis que lo haga.
Pero, sinceramente, ni siquiera sé si X siente lo que yo siento, porque si no es así… ¿entonces qué?
Puedo escuchar vuestros pequeños dedos tecleando «cobarde, cobarde»… Llamadlo como queráis, pero la mía es una situación muy delicada: tengo a un tipo al que no quiero ahuyentar, pero con el que tampoco quiero encariñarme demasiado. Es una de las desventajas de vivir y amar temporalmente en Europa: si una no tiene intención de quedarse para siempre, tiene que evitar las relaciones de larga duración.

Comentarios:
1. Lolo dice: tienes razón. El sexo fácil al final acaba cansando.

2. TinaLee dice: deja lo del «sexo como una cadena de montaje» hace años y no lo he echado de menos ni una sola vez. No es divertido a no ser que haya un verdadero sentimiento de por medio. Y me parece que tú estás confundiendo el amor con la adicción.

3. Jimmycap dice: diablos. Yo creía que el punto de este blog era precisamente lo de la cadena de montaje.

4. Eurogirl dice: lo sé. Es aterrador que una tenga que ponerse ahora a cuestionar su propósito en la vida.

5. HillaryB dice: el amor apesta. No te dejes engañar.

6. Obaby dice: se notaba a kilómetros que estabas hastiada del sexo por el sexo. Lo que necesitas es ablandarte un poco y buscar el amor en tu vida.

7. Anónimo dice: el amor puede acarrearte muchos problemas, ya lo sabes. Mejor que lleves cuidado.



BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 17




Paula se despertó cuando el sol entraba a raudales por la ventana… recortando una oscura silueta. De inmediato se quedó paralizada de terror, evocando el momento en que creyó ver a Kostas paseando por Roma. La había seguido hasta su casa, y ahora estaba a punto de matarla…


Pero cuando su cerebro se despertó lo suficiente para procesar la escena, se dio cuenta de que el tipo tenía casco, bigote y estaba subido a una escalera. Pedro lo había visto el sábado por la mañana, también. Probablemente había llegado la hora de avisar a la casera.


Se subió las sábanas hasta la barbilla, maldiciéndose a sí misma por no haber colocado todavía la cortina. Le gritó que se marchara, y el tipo continuó subiendo por la escalera. Una vez que se aseguró de que se había marchado, Paula saltó de la cama y se vistió a toda prisa.


Era lunes, y Pedro había regresado a su apartamento la noche anterior, para prepararse para iniciar su jornada de trabajo. Paula también tenía que prepararse para su primer día de clase, pero no empezaría hasta la tarde, cuando los niños salieran del colegio.


Cuando volvió del baño, se puso a hacer la cama y dio de comer a la gata, que por cierto se había pasado media noche maullando y arañando cosas. Por su culpa, había descansado poco. Y, sin embargo, cuando la miraba con aquella expresión tan dulce y buscaba su atención empujándola con la cabecita… se derretía de ternura. Era adorable.


Necesitaba ponerle un nombre. No podía seguir llamándola «gata»…


De repente llamaron a la puerta. Era la casera, Fabiana Medici.


—¿Te dije que la gente trabajar en el tejado?


—Vi a uno de ellos. Hace un rato me ha estado mirando por la ventana y lo mismo el sábado.


Paula hablaba lentamente y se ayudaba de la mímica, dado el escaso nivel de inglés de Fabiana. La mujer desvió la mirada hacia la ventana con expresión ceñuda.


—Les diré que no miren, ¿de acuerdo?


Paula asintió.


—Sí, gracias.


La gatita escogió aquel momento para salir de debajo de la cama y acercarse a su plato de comida.


—¡Tienes un gato!


Paula intentó adivinar si aquella reacción era mala o buena. No sabía a qué atenerse. Al ver su expresión preocupada, Fabiana se apresuró a tranquilizarla.


—No pasa nada. ¡Me encantan los gatos!


—Perdone por no haberle pedido permiso antes…


—No, no. Cuando tú viajes, o pases la noche fuera, yo le daré de comer, ¿de acuerdo?


Paula soltó un suspiro de alivio.


—Muchas gracias. Puede que alguna vez me quede a pasar la noche en el apartamento de un amigo, así que le tomo la palabra…


¿Realmente estaba pensando en pasar alguna que otra noche en el apartamento de Pedro


Después del fin de semana tan intenso que habían compartido, tenía la esperanza de repetirlo. Y Pedro, por su parte, parecía tan interesado como ella en continuar lo que habían empezado.


—Sí —afirmó Fabiana con gesto decidido—. Vendré a ver cómo está el gato cada noche.


Paula pensó en corregirla, pero luego cambió de idea. Ya descubriría de primera mano por qué no era una buena idea que se pasara cada noche a visitar a la gatita…


Se despidió de Fabiana y cerró la puerta. Estaba empezando a sentirse cada vez más cómoda en aquella pequeña habitación. Tal vez la culpa la tuviera la gata sin nombre… A esas alturas, su hermano ya la habría bautizado y probablemente le habría comprado un collar de un color diferente para cada día de la semana.


Llevaba ya varios días sin hablar con Hector, así que calculó la diferencia horaria: en la costa oeste de los Estados Unidos debían de ser las doce de la noche, pero seguro que todavía estaría levantado. Dormía menos que un búho.


Sacó el móvil del bolso, marcó el número y se sentó en el sofá. Justo en ese instante descubrió las señales de las uñas del gato en la tapicería.


—¿Sabes qué hay que hacer para que un gato deje de arañar cosas? —le preguntó a su hermano, a manera de saludo.


—Hola, hermanita. ¿Un gato? ¿Tienes un gato?


—Puede decirse que sí. Estaba abandonado y me lo llevé a casa, pero creo que ahora se está apoderando de mi vida…


—Paula, estoy orgullosa de ti. Un gato es un gran compromiso para una chica que se pasa la vida viajando por el mundo.


—La verdad, no sé en qué estaba pensando…


—Quizá estuvieras pensando como una persona normal por una vez… y sentiste la necesidad de introducir algo permanente en tu vida.


—Hey, te tengo a ti. Tú eres más permanente que nadie.


—Sí, pero no voy a dejar que me manosees como si fuera una mascota o que duermas conmigo.


—La gatita es salvaje. Tampoco se deja tocar mucho, ni duerme conmigo.


—Entonces es el animal perfecto para ti. Tú también estás por domesticar.


Paula se sonrió al ver el gesto arisco de la gatita, a la que no parecía apetecerle mucho su desayuno. Quizá fuera eso lo que le gustara de ella: que no era precisamente un modelo de animal doméstico.


Sujetando el móvil entre la mejilla y el hombro, se levantó para cambiarle la comida.


—¿Alguna idea para que deje de arañarme los muebles?


—Dale un juguete. También puedes dispararle con una pistola de agua cada vez que lo intente.


—Eso suena muy cruel.


—Córtale las uñas para que no las tenga tan afiladas.


—Me parece una tarea peligrosa…


—El veterinario lo hará por ti.


«Buena idea», pensó. El veterinario. Necesitaba encontrar uno y llevarle la gatita ese mismo día.


—De acuerdo, siguiente problema. Necesito ponerle un nombre.


—¿Qué tal algo italiano? ¿Julio César?


—Es una gata.


—¿Angélica?


—Hasta ahora no ha demostrado cualidades muy angelicales.


—Entonces es el nombre perfecto para ella.


—Es demasiado largo. No puedo llamarla «Angélica» cada vez que la esté buscando —pero tan pronto como pronunció el nombre, la gata soltó un maullido.


—Lo he oído —dijo Hector—. Le gusta el nombre. Ya lo tienes.


Paula vertió comida con olor a pescado en su plato y esbozó una mueca de asco. La habitación iba a terminar apestando.


—Angélica Chaves —continuó Hector—. Es perfecto. Pero necesita un segundo nombre.


—No, no lo necesita. Es una gata. No va a tener número de seguridad social ni pasaporte.


—Angélica… Carina. Eso suena muy dulce en italiano, ¿verdad? Es perfecto —añadió con voz soñadora, como si estuviera bautizando a su primer hijo.


Angélica Carina. Estupendo. Ahora tenía una gata con nombre de estrella porno. Se acercó a la ventana, ya libre de obreros, y la abrió para airear la habitación.


—Ya, ya —dijo sólo para hacer ver que lo estaba escuchando. Lo cierto era que le resultaba difícil preocuparse por si las invitaciones de boda se imprimirían en papel dorado o crema, o de lo que fuera que estuviera hablando.


Adoraba a su hermano, pero podía llegar a obsesionarse muchísimo con los detalles.


—No me estás escuchando. ¿Qué te pasa?


—Nada.


—Leí tu blog. ¿Quién es ese tal X?


—Sólo un tipo más. Nadie especial.


Se encogió por dentro. Ésa era otra mentira. 


Quizá no pudiera tener un amigo y un gato al mismo tiempo.


—¿Entonces por qué pones ese tono de voz?


—A lo mejor porque éste ha sido un mal momento para conocer a alguien que me guste.


—Tienes razón. Enamorarse es horrible. Es el infierno. Es mejor estar solo.


—Calla la boca. Tú estás como estás porque has encontrado a Mister Perfecto y estás en medio de los preparativos de boda.


—¿Crees que es fácil preparar una boda? Es la prueba de fuego de una relación, permíteme que te diga. Creo que es por eso por lo que existen las bodas: para hacer que la gente que no se las toma en serio se lo piense dos veces y abandone.


—Yo sólo pienso quedarme aquí hasta el final del verano. Luego tengo intención de volver para tu boda.


—Eso no quiere decir que tengas que quedarte aquí para siempre, ya lo sabes.


Paula no era muy aficionada a hacer planes a largo plazo, ni siquiera a atenerse y cumplir sus propios planes. Sin embargo, si la amenaza de un terrorista sólo la había hecho mudarse de país… la amenaza de un amor verdadero era capaz de hacerla cambiar de continente.


—Si voy a volver a California y desde allí a Hawai, no pienso volver a moverme en una temporada.


Pensaba llegar a San Francisco dos semanas antes de la boda para ayudar a Hector con los preparativos de última hora, y luego volar a Hawai para la boda.


—Háblame de ese tal X. ¿Quién es? ¿Qué hace?


—Trabaja en la embajada de Estados Unidos de Roma. Tareas de seguridad.


—¿Tipo James Bond?


—No. Sólo es un vigilante jurado.


—Por lo que dices en tu blog, parece que te excita.


—No sabía que lo hubiera elogiado tanto. ¿Tan malo es eso?


—Sí. Sí que lo es.


—Vaya.


—Es estupendo el cambio que estás experimentando: pareces menos cansada de la vida y más ilusionada. Como una colegiala enamorada.


—No sabía que pareciera tan cansada de la vida.


—Sí, cariño. Créeme.


Paula se mordió el labio, observando a la gata… no, a Angélica, lavarse después de su desayuno.


—Al cabo de un tiempo, hasta el sexo empieza a cansar si no le pones alguna emoción —añadió Hector.


Paula quiso protestar, pero temía que su hermano pequeño tuviera razón. Así era como había empezado a sentirse respecto al sexo… hasta que conoció a Pedro. ¿Realmente su problema habría sido la falta de conexión emocional con sus últimos amantes?


—¿Hola? ¿Sigues ahí? —inquirió Hector.


—Sí, sigo aquí. Estaba pensando en lo que has dicho. Creo que acabas de regalarme el próximo tema de mi blog.


—Oooh… ¿y saldré en créditos?


—Saldrás como «un querido amigo mío», ¿te parece bien?


Hector suspiró.


—¿Y por qué no «mi maravilloso hermano gay, Hector Chaves»?


—Ya sabes que es un blog anónimo y no quiero que ningún bicho raro descubra mi verdadera identidad y empiece a acosarme.


Paula percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Miró la ventana y vio al obrero del bigote bajando por la escalera de incendios. Le lanzó una mirada asesina y el tipo continuó descendiendo.


—Hablando de bichos raros, ¿qué pasa con ese colaborador anónimo de tu blog? ¿Sabe realmente quién eres?


—Supongo que sí.


—¿Sabes quién es?


—Creo que es Kostas, el tipo con el que estuve saliendo en Grecia.


Paula esperaba fervientemente que el individuo estuviera en manos de las autoridades griegas. De todas formas, pensó que sería prudente revelarle su nombre a su hermano, en caso de que no hubiera imaginado haberlo visto en Roma…


—¿Mister Trasero Peludo?


—Sí —confesó Paula, sin prodigarse en detalles. No sería muy inteligente explicarle toda la historia por teléfono.


—¿Cómo podría alguien salir con un tipo con una manta de pelo en el trasero? Para mí eso sería motivo de ruptura.


—Bueno, tú pasas más tiempo viendo traseros de tíos que yo.


—Eso es verdad. De todas formas, podría habérselo depilado, ¿no?


—Los griegos como Dios manda no se depilan. Eso es más bien un fenómeno metrosexual estadounidense.


—Dios mío, no digas «metrosexual». Ese término tiene por lo menos cinco años de antigüedad.


—Los mismos que yo llevo fuera de los Estados Unidos. He perdido contacto con la cultura urbana de mis compatriotas.


—Lo último que se lleva es depilarse todo el cuerpo.


—¿El vello púbico también?


—Sí, para tener un estilo dinámico, moderno.


—Ah… ¿Y a las mujeres les gusta eso?


—A algunas parece que sí.


—Tú no te habrás depilado los bajos, ¿verdad? —le preguntó Paula.


—¿Realmente quieres saberlo?


—No, tienes razón. No quiero saberlo.


—Sólo te diré una cosa. En los testículos duele muchísimo.


Paula soltó un gemido. No era una imagen muy agradable.


Hector continuó con su charla sobre los preparativos de boda, y Paula se recostó en el sofá mientras lo escuchaba. Su hermano representaba, al menos, una agradable distracción de los problemas que salpicaban su vida: Angélica, la gata venida del infierno; Pedro, el hombre del que no quería enamorarse; y, finalmente, su creciente paranoia con el terrorista griego.


No entendía cómo era posible que su vida se hubiera complicado tanto de golpe, pero estaba segura de que ella era la única culpable. Como para suscribir aquel pensamiento, la gata la avistó desde el otro lado de la habitación y se lanzó sobre el dedo gordo de su pie sin ninguna razón aparente.