domingo, 28 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 22





Pedro sabía que debería dejar de leer el blog de Paula. Pero no podía. Se había convertido en una especie de compulsión. Una compulsión que le estaba acarreando complicaciones, al confundir su trabajo de investigación con su vida personal.


Para cuando terminó de leer el último comentario de Paula sobre su miembro, estaba insoportablemente excitado. Seguía allí, clavado ante el ordenador. ¿Y si colgaba él también un comentario? Sólo uno muy breve. Nada serio que pudiera revelar su identidad.


Sólo algo ligero, intrascendente.


Muy pocas veces se había atrevido a colgar algo en internet. Era algo que contradecía su natural tendencia a la discreción, a vigilar pasando al mismo tiempo desapercibido. Además, él era el tipo del que Paula estaba escribiendo…


Y sin embargo, detestaba quedarse al margen de la fiesta.


Pedro marcó la casilla de «añadir comentario» y se registró con el nombre de «Peter». 


Luego lo borró… y volvió a teclearlo. Le gustaba la idea de que Paula concibiera la sospecha de que estaba leyendo su blog.


¿Pero por qué dejar que sospechara nada? 


Arriesgarse voluntariamente a revelar su identidad era algo que se contradecía absolutamente con su carácter, ya que, en su profesión, podía acarrearle la muerte. Que además quisiera que Paula lo descubriera resultaba aún más desconcertante. Nunca había sentido eso con nadie. Significaba ponerse a sí mismo en peligro, pero… ¿para qué?


Cada vez era más consciente del peligro que suponía mezclar su trabajo con su vida personal. 


¿Dónde acababa Pedro el espía y dónde empezaba Pedro la persona? ¿O acaso eran uno y el mismo? Y si lo eran… ¿por qué Paula le hacía sentirse como si se estuviera dividido en dos?


Por un lado sabía que rompería pronto con ella.


Y por otro se sentía perversamente tentado de revelarle, cuando llegara el momento, que conocía su identidad bloguera… y utilizarlo como arma con la que acabar con la relación.


Pensó en su última amante, en sus furiosos mensajes de texto y en la escena que había montado en la embajada. Se había merecido absolutamente toda su ira, así como la de otras tantas mujeres. Era un miserable. Empezó a escribir su comentario:
X es un tipo afortunado. Increíblemente afortunado.


Y pulsó la tecla de «envío». Segundos después, su comentario apareció al final de la lista.


Luego se giró en su sillón y contempló su apartamento frío, sin vida, presa de una extraña inquietud. Ni siquiera tenía una mísera planta que le alegrara la vida. Había elegido aquel lugar por las vistas que tenía de la ciudad y su proximidad a la embajada. Lo triste era que se sentía tan poco cómodo allí… como en cualquier otro lugar en el que hubiera vivido antes.


Un lugar que no tardaría en abandonar, como todos los anteriores. Ante la falta de pistas sobre la supuesta amenaza terrorista sobre la embajada, su misión muy pronto terminaría. Y le asignarían una nueva en cualquier otro lugar.


Por primera vez en muchos años, sintió la necesidad de vivir en un lugar permanente, de tener un «hogar». Y una persona con la que pudiera compartir sus días. Si moría en aquel instante, a nadie le importaría lo más mínimo.


Estaba empezando a sonar tan patético como el protagonista de un telefilme de serie B: el típico agente de la CÍA que, enfrentado a su propia mortalidad, sufría ataques de nostalgia y suspiraba por cambiar de vida.


El reloj de pared le confirmó que faltaban todavía cinco horas para que pudiera verse con Paula. Se sentía solo. Quería hablar con alguien. 


Necesitaba dejar de pensar.


Pensó en su antiguo mentor Nicholas Kozowski, que había sido como un padre para él desde sus primeros años en la CÍA. En un mundo donde nadie podía confiar en nadie, Nicholas había sido su tabla de salvación. El viejo había estado a su lado desde que empezó como agente. Pedro confiaba en él mucho más que en su propio padre, siempre tan distante y obsesionado con el dinero.


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había hablado con Nicholas. Antes de que pudiera cambiar de idea, descolgó el teléfono y marcó su número. Se lo sabía de memoria.


La voz del contestador lo invitó a localizarlo en su móvil. Pedro lo apuntó y volvió a llamarlo. Al cabo de unos segundos, Nicholas contestó con un gruñón: «¿diga?»


—Creía que ya te habías jubilado y te habías marchado a Tahití.


—¿Pedro? ¿Cómo estás, amigo?


—Muy bien —mintió—. Simplemente tenía ganas de preguntarte lo mismo.


—¿Y me llamas después de tres años solamente para preguntarme cómo estoy?


—Dios mío, ¿ha pasado tanto tiempo?


—Desde que estuvimos en Nápoles para aquella misión relámpago.


—Er… aparte de saber cómo estabas… quería saber si pensabas pasarte por Italia en algún momento.


—Qué casualidad. Pensaba viajar a Roma la semana que viene.


—Entonces podríamos quedar para tomar unas copas.


—Claro, Pedro. Te avisaré cuando llegue.


Se despidieron. Pedro colgó y volvió a encontrarse a solas con sus reflexiones, con la mirada en el ordenador… y sintiéndose un completo imbécil.


El buen sexo con una bella mujer alérgica a los compromisos no era algo tan malo. Debería sentirse entusiasmado, ¿no?


Pero lo cierto era que se sentía terriblemente culpable. Algo impropio de él.


Le gustaba Paula. Mucho. Y estaba disfrutando con ella más de lo que había disfrutado con mujer alguna en toda su vida. Entonces, ¿cuál era el problema?


Que le estaba mintiendo. Y ya no por una buena razón. El fin de semana que había pasado con ella había ahuyentado sus dudas: ahora estaba convencido de que sólo era una buena chica, que había tenido una aventura con un terrorista griego sin ser consciente de ello. Y una vez que ya no tenía ninguna necesidad de seguir investigándola, ¿cómo podía continuar con una relación que había empezado bajo falsas pretensiones?




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