lunes, 22 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 3





Dos días después


Pedro Alfonso contemplaba la fila de monitores de las cámaras de videovigilancia, al tiempo que se esforzaba por mantener los ojos bien abiertos por culpa de lo aburrido del trabajo. Estaba intentando alcanzar una especie de estado zen, con la mente y el espíritu perfectamente tranquilos, en medio de una tarea tan sumamente tediosa.


¿Zen? ¿A quién quería engañar? Tal estuviera disfrutando con la lectura de los grandes filósofos budistas, pero había fracasado repetidas veces en sus intentos de alcanzar un estado mental que fuera siquiera remotamente plácido. Como le sucedía en aquel preciso momento. Necesitaba otro café.


Miró su reloj y vio que sólo eran las diez y pocos minutos. Si no conseguía más café, sería incapaz de formular otro pensamiento coherente durante el resto del día.


Trabajar de vigilante jurado de mañana en la embajada de Estados Unidos era un empleo aburrido. Pero a Pedro le permitía espiar las entradas y salidas de la embajada, además de los alrededores de la misma, desde la atalaya que le proporcionaban las numerosas cámaras de videovigilancia. Y eso, para un agente de la CÍA, significaba una ventaja inestimable.


En su calidad de agente infiltrado, trabajaba para la embajada como simple vigilante, pero su verdadero trabajo consistía en prevenir toda posible amenaza contra la seguridad nacional. Y para ello tenía que mantener constantemente los ojos y los oídos bien abiertos.


Su actual misión en la embajada consistía en investigar un posible complot urdido por una célula terrorista local, que pretendía lanzar una serie de ataques coordinados sobre personal estadounidense. Hasta el momento, lo único que había conseguido era desenmascarar un par de falsos avisos de bomba.


De repente, una figura femenina apareció en los monitores de vídeo, y Pedro la siguió hasta el borde de la fuente de la plaza. Piernas largas y bien torneadas. Vestido negro, veraniego. Labios sensuales. Gafas oscuras. Larga melena de color castaño. Impresionante.


Impresionante y familiar a la vez. Pero… ¿de qué podría conocerla? No había salido con ella, no se había tropezado con ella en el trabajo, y sin embargo… sin embargo la había visto en aquel mismo lugar antes, quizá en otra secuencia de vídeo.


Quizá. Se la quedó mirando durante un buen rato… y se excitó. Maldijo para sus adentros. No podía vigilar a los terroristas y tener una erección al mismo tiempo.


Se giró en su sillón, encendió otro monitor y buscó en la grabación del día anterior. Fue rebobinando hasta que encontró la imagen que estaba buscando. La misma mujer, casi a la misma hora del día, sentada delante de la embajada al borde de la fuente. Rebobinó de nuevo la cinta, dos días antes. La misma mujer en el sitio de siempre. ¿Qué estaría haciendo? ¿Y por qué?


—¿Has encontrado algo bueno, Pedro? —le preguntó Florio Devoti, en su italiano con acento de Nápoles.


—Sí —masculló Pedro. Allí lo conocía todo el mundo como Pedro Antonetti. Ésa era su más reciente identidad: Marco, el vigilante jurado. 


Nadie conocía su verdadero nombre: Pedro Antonio Alfonso. Nadie sabía que en realidad era estadounidense, o que era capaz de matar a un hombre de doce maneras distintas con las manos desnudas.


Florio era el jefe de seguridad del turno de día, pero se pasaba la mayor parte de la jornada mirando a las mujeres y navegando por las páginas porno de internet. En ese momento, se apoyó en el hombro de Pedro y soltó un silbido de admiración mientras contemplaba a la misteriosa mujer.


Pedro se inquietó de inmediato: ¿se estaría convirtiendo en otro Florio? Su erección se relajó al instante.


—Lleva en ese lugar, delante de la embajada, tres días seguidos.


—Rebobina —pidió Florio—. Quiero ver mejor ese trasero.


Pedro pulsó el botón de rebobinado y contemplaron de nuevo la cinta.


—Mira, fíjate… está mirando a Lucci, ¿no te parece?


Se trataba de Giovanni Lucci, el político que últimamente había llamado la atención de los medios por sus polémicas opiniones de extrema derecha.


Pedro puso la cinta del día anterior… y sí, efectivamente, la mujer se había quedado mirando a Lucci cuando éste pasó por su lado. 


De modo que lo estaba vigilando diariamente, lo que la convertía en un objetivo de Pedro. Lo que pudiera ocurrirle a aquel político pseudofascista no podía importarle menos, pero dado que el tipo estaba trabajando en la embajada, Pedro tenía por fuerza que implicarse.


Se giró de nuevo para contemplar los monitores a tiempo real y se encontró con la mujer sentada en el mismo sitio. Sentada y observando, sin más. O era una pésima espía o se aburría terriblemente.


¿Y qué sería lo que llevaba en aquel maletín? ¿Un ordenador… o una bomba casera?


—Me olvidé de decirte que tu novia vino hoy a la embajada —le informó Florio— y que yo tuve el placer de acompañarla hasta la salida.


Pedro alzó la mirada a tiempo de sorprender su sonrisa.


—Dirás mi ex novia.


—La de los pechos grandes.


Pedro esbozó una mueca ante la descripción, pero no dijo nada. Sabía lo mucho que le costaba a Florio mantener separada su vida personal de su trabajo, y lo último que quería darle alas.


—¿Montó una escena?


—Sólo una pequeña.


—¿Qué sucedió?


—Se presentó en recepción y exigió verte. Dijo que la estabas esperando. Luego tuve que intervenir yo y no dejó de chillar y patalear hasta que la saqué fuera.


—Diablos. Me extraña no haberme enterado hasta ahora.


—Sucedió a las siete de la mañana. Desde entonces, he estado ocupado. Si no, te lo habría dicho.


—Gracias.


—Te veré después —se despidió Florio.


Pedro sacó su móvil y lo encendió; en el trabajo siempre lo desconectaba. Como era de esperar, tenía tres mensajes de texto de Lucía.


Mensaje número 1: Canalla.
Mensaje número 2: ¿Cómo has podido despacharme así?
Mensaje número 3: Creía que eras distinto.



No se habían visto durante un mes entero hasta la noche anterior, cuando se tropezó accidentalmente con ella en un bar… mientras estaba charlando con otra mujer. Se había enfadado mucho y, 
Pedro tenía que admitirlo, con toda razón.


Cuando se veía a sí mismo a través de sus ojos no podía negar que efectivamente se estaba comportando como un canalla…


Un ligón en serie. Jamás había escuchado el término hasta que Lucía se lo soltó en un mensaje de voz, cuando cortó con ella mediante la táctica de evitar sus llamadas.


Un ligón en serie: el tipo de hombre que iba de mujer en mujer, abandonándolas sin ninguna advertencia previa. Se había acostumbrado tanto a no implicarse emocionalmente en su trabajo, que había aplicado la misma pauta a su vida personal.


Cerró el teléfono y volvió a guardárselo. Nada podía replicar a aquellos mensajes. Tenían razón. El mismo se había buscado sus propios problemas. Cuando leía lo que decían los filósofos budistas sobre «la acción justa», torcía el gesto. De entre sus muchos fracasos como aprendiz de budista, aquél era el más grave: sus acciones, en lo que se refería a las mujeres, eran cualquier cosa menos justas y razonables.


Se concentró de nuevo en la mujer que seguía sentada en el borde de la fuente. Pulsó el botón de zoom. Acto seguido cotejó la fotografía con la base de datos de la CÍA. Dos minutos después, la búsqueda de imágenes le daba un nombre: Pedro Alfonso, pareja de un terrorista griego y bloguera erótica anónima que se escondía tras el sobrenombre de Eurogirl.


¿Pareja de un terrorista? ¿Bloguera sexual? Era lo más interesante con lo que se había topado en muchos meses. Definitivamente merecía la pena seguir investigando.




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 2




Roma, Italia


El tipo que estaba a tres mesas de distancia era atractivo. Tremendamente atractivo. Pero Paula Chaves, consumada viajera entendida en hombres, no conseguía llamar su atención. Y lo que era peor: no tenía ningún deseo de flirtear con él.


¿Se había vuelto loco el mundo, o el problema era únicamente suyo?


A Paula, conocida en la blogosfera como Eurogirl, le encantaban tres cosas: el sexo, la cafeína y la escritura. Pero a veces el sexo podía acarrearle demasiados problemas a una chica, tantos como la escritura. De ahí que en aquel momento su único vicio seguro fuera la cafeína, con lo que la situación se estaba volviendo cada vez más rara e insólita. Por no hablar de que el bombón vestido de Armani que leía el periódico la estaba ignorando ostentosamente.


Dejó de mirar al tipo para concentrarse nuevamente en su ordenador portátil. El estómago se le hizo un nudo cuando leyó el quinto comentario. ¿Quién diablos lo habría escrito? Ese tipo… ¿sabría realmente por qué había abandonado Grecia? Y, si ése era el caso, ¿cómo había averiguado su identidad como bloguera?


Borró el quinto comentario y cerró la ventana correspondiente, antes de beber otro sorbo de café con leche en un vano intento de calmar los nervios. A su alrededor, la plaza bullía de peatones. Aquel café-terraza se había convertido en su lugar favorito para escribir cuando la temperatura de su pequeño apartamento se volvía insoportable.


Normalmente, a esas alturas habría tenido cincuenta o sesenta respuestas a su entrada, pero en ese momento Sexo como segunda lengua estaba en punto muerto.


Quizá había sido aquel desagradable último comentario, o quizá estuviera perdiendo facultades. Necesitaba redactar una nueva entrada, eso era seguro. La última había sido pobre y mala como poco, una mentira que se había inventado para ocultar la verdad sobre su desastre en Grecia y el subsiguiente abandono del país.


Volvió a mirar al tipo atractivo, reparando en lo bien que le sentaba el traje y en la manera tan sensual con que sostenía el cigarrillo con los labios. Pero no sentía nada. Aun así continuó mirándolo, con la esperanza de llamar su atención y conseguir que se pusiera a flirtear con ella. De esa manera tal vez pudiera recuperar su inspiración v su buen humor…


Pero cuando finalmente el tipo alzó la vista y la recorrió con la mirada como si fuera el papel pintado de la pared, sus esperanzas se vieron defraudadas. No llevaba alianza de matrimonio y era inequívocamente heterosexual; en esas cosas, su intuición nunca la traicionaba. Así que quizá la culpa fuera suya. Quizá le estuviera transmitiendo malas vibraciones.


Eso tampoco habría constituido una sorpresa. 


No era de extrañar que últimamente hubiera perdido las ganas de escribir. Los cambios de trabajo y de países siempre acababan pasando factura a su creatividad. Por no hablar de los factores extraordinarios del último mes: drama familiar, drama en su relación y angustia general ante la vida. Todo lo cual componía la fórmula perfecta de un típico caso de depresión y bloqueo como escritora.


¿Cómo habría podido adivinar que Kostas, el esbelto camarero de ágiles manos… y trasero lampiño, por cierto… era en realidad un terrorista? Había sido su amante durante cinco meses antes de que empezara a sospechar de sus misteriosas entradas y salidas en su vida. Incluso había empezado a preguntarse si estaría casado: una frontera ético-sexual que Eurogirl nunca había estado dispuesta a traspasar.


Después de que Kostas le hubiera pedido prestado el portátil unas cuantas veces, Paula vio llegada su oportunidad de curiosear en sus actividades. Como bloguera viajera, había adquirido suficientes conocimientos informáticos como para saber que nada quedaba definitivamente borrado en un disco duro. De modo que recurrió a un mecanismo de seguridad de su software, diseñado para evitar borrados accidentales, para rastrear su historial de internet.


No tardó en descubrir su profundo interés por el Movimiento Diecisiete de Noviembre, un grupo radical que se había ganado la simpatía o el odio del público, dependiendo de su ideología. 


Espoleada por la curiosidad, había echado un vistazo a su e-mail y descubrió que no sólo estaba implicado activamente en el movimiento, sino que incluso temía que lo estuviera espiando el gobierno griego.


Habiendo sufrido como había sufrido con el atentado del Once de Septiembre, aterrada por la muerte que habría podido correr su hermano pequeño, que por aquel entonces estaba trabajando en las Torres Gemelas, a Paula se le encogía el estómago cada vez que oía la palabra «terrorista». Lo que casi la horrorizaba aun más eran las numerosas veces que había aceptado un paquete o un mensaje para Kostas de alguno de los nombres de su lista de correo. ¿Era posible que hubiera ayudado inadvertidamente a un terrorista?


El primer impulso de Paula había sido llamar a la policía, pero enseguida se dio cuenta de que eran muchas las posibilidades de que ella misma acabara en una cárcel griega. Así que a la mañana siguiente se marchó, deteniéndose de camino en una cabina telefónica para denunciar a Kostas a la policía. Acto seguido había abordado el primer tren para el aeropuerto y había volado rumbo a Roma.


—¡Bellisima!


Paula alzó la mirada de su portátil y sonrió al hombre que acababa de pasar delante de ella y que seguía devorándola con los ojos. No llevaba más de cinco días en Italia y ya se había acostumbrado al descarado flirteo de los romanos. Era una lástima que aquel desconocido poseyera tanto atractivo como su tío abuelo Stan, pero, aun así, aquello era un progreso…


Por primera vez en su vida, a Paula le estaba costando encontrar la ilusión y el entusiasmo necesarios para conocer a un hombre nuevo. 


Aquello era terrible, sobre todo para una escritora de episodios eróticos… y una bloguera necesitada de material de actualidad. Tenía que ser el estrés, el trastorno de tanto viaje, la depresión.


Depresión. Qué palabra tan deprimente.


Nunca antes se había considerado una de aquellas personas. Pero el caso era que allí estaba, con treinta años, el mundo en sus manos, en su ciudad favorita… y no era feliz. 


Finalmente tenía que reconocer que su falta de energía y creatividad era síntoma de algo bastante más grave que una simple racha de mala suerte.


Posó de nuevo la mirada en el hombre al que llevaba viendo durante tres días seguidos en el café. Poseía todos los ingredientes fundamentales. Era alto, guapo, bien vestido… y estaba abandonando la terraza, maldita sea. Al pasar por su lado, se puso a hablar por su móvil.


En cualquier otro momento de su vida, lo habría abordado sin dudarlo. La antigua Paula habría empezado a flirtear descaradamente. O al menos habría sido capaz de llamar su atención. 


¿Qué diablos le había pasado?


Cerró el portátil, lo guardó en el maletín, apuró su café con leche y salió apresurada en pos de aquel desconocido. Ya se le ocurriría algo por el camino.



BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 1




Sexo como segunda lengua. Un blog sobre las hazañas sexuales de una chica estadounidense en Europa.


¿Podrías afeitarte el trasero? (o Por qué tuve que salir de Grecia a mayor velocidad que la de los trenes locales)




Tenía las piernas fuertes y musculosas de un jugador de fútbol y la oscura mirada de un 
hombre poseído de un profundo anhelo. Y yo tenía que saber si lo que estaba anhelando era otra copa de ouzo a la salud del triunfo de Grecia en el Mundial de fútbol… o a mí.


Debí habérmelo imaginado. Después de haber roto con mi novio, me sentía despechada, y el despecho no suele ser un buen criterio a la hora de juzgar a alguien. Además, los amantes perfectos no te caen de repente del cielo y se sientan en tus rodillas. Porque eso fue lo que él hizo literalmente: sentarse en mis rodillas una noche, en el bullicioso bar en el que trabajaba.


No, en el mundo real a los grandes amantes cuesta encontrarlos. Exigen además un largo tanteo, un cultivo prolongado de la relación. 


Extremadamente raro es el hombre que
conoce todos los pasos adecuados que hay que dar en una primera cita.


Y no hay peor sorpresa que descubrir que el tipo con quien estás dispuesta a perder la vergüenza tiene el trasero peludo. Estoy hablando de una manta de pelos que le cubría ambas nalgas. Jamás había visto nada parecido, y espero no volver a verlo nunca.


No sabía cómo escapar de la situación. Mi primer pensamiento fue fingir un retortijón de estómago y salir de allí antes de que me partiera de risa, pero el tipo estaba tan bien dispuesto, tenía tantas ganas, estaba tan… duro. A esas alturas, interrumpir aquello habría sido una crueldad.


Así que decidí evitar tocarlo o mirarle el trasero. Con eso habría salido del mal paso, ¿verdad? Pues no. Resultó que el tipo tenía un espejo encima de la cama.


Y lo que en circunstancias normales habría añadido un toque de diversión a nuestra proeza sexual, en mi caso fue como ver un documental sobre la sexualidad de los gorilas.


Quizá no sea una descripción muy inspirada, pero lo cierto es que me faltan las palabras.


Digamos que se imponía un cambio de postura, para no tener que mirar aquel espejo más ni un segundo más de lo necesario.


Os ahorraré los detalles más escabrosos. Sólo quería mencionar este episodio para explicaros por qué tuve que abandonar Grecia, un país donde he pasado cerca de un año y donde he tenido seis amantes… todos ellos demasiado peludos.


Comentarios:
1. Juno dice: ¡ajjj! ¡Pelo en las nalgas!

2. Mariana dice: pobrecita. Espero que en Italia te diviertas más.


3. Calidude dice: ¿tienes alguna foto que colgar?


4. Eurogirl dice: no, lo siento, no se permiten fotos. Debo respetar la intimidad de los implicados. Es por cosas como ésta por lo que no tengo ganas de instalar una cámara en mi dormitorio.


5. Anónimo dice: conozco la verdadera razón por la que abandonaste Grecia, y no tiene nada que ver con ese tipo.





BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: SINOPSIS






Conocían el poder del lenguaje corporal…



Una chica soltera en Roma, acostándose con guapos extranjeros y despertando sola y satisfecha para después contar todos los detalles en su blog. Aquélla era la vida que deseaba Paula Chaves, hasta que apareció su compañero de cama ideal.


Por fin había encontrado al candidato perfecto; Pedro Alfonso era increíblemente guapo y se movía de una manera deliciosa.


Por desgracia, Pedro parecía tener excesivo interés en el pasado de Paula y en su blog, dos cosas en las que ella prefería que no se metiera. 


¿Cómo podría distraerlo? Quizá dándole la vuelta a la tortilla e indagando ella en su pasado.


Pero lo que estaba a punto de descubrir podría revocar su candidatura para el puesto de amante.




domingo, 21 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO FINAL




La envolvió en un abrazo y la situó entre sus muslos al tiempo que con apetito voraz le reclamaba la boca. Paula no podía respirar, no podía pensar; sólo podía vivir las miles de sensaciones que le estallaban en el interior.


Pedro le acarició la espalda y subió la mano por debajo del top, emitiendo un sonido ronco de aprobación al encontrar sólo su piel. Subió una mano a un pecho y con el dedo pulgar le acarició y frotó el pezón.


Su contacto la dejó sin aliento y emitió otro sonido desvalido contra su boca. Pedro apretó el brazo contra la espalda de ella y con respiración entrecortada apartó la boca y habló con voz hosca.


—Levanta los brazos.


Paula obedeció y Pedro le quitó el top. Luego se desprendió de su camisa y vaqueros, y débilmente, Paula apoyó la cabeza sobre su mentón.


Cuando Pedro frotó el torso contra sus pechos desnudos, pronunció el nombre de él antes de que volviera a besarla. Bebió de la humedad de esa boca, succionándole más y más la lengua, y él le frotó los pezones a medida que era poseída por una oleada de frenesí.


Él giró hacia la cama para bajarla de su regazo. 


Se quitó los vaqueros y luego se los quitó a ella junto con las braguitas.


Subió a la cama. Respirando por entre los dientes apretados, le apartó los muslos. Los sentidos de Paula se sobrecargaron cuando el cuerpo de Pedro, grueso, duro y completamente excitado, conectó con el suyo en la unión de sus piernas. Él le dio otro beso devastador e introdujo la rodilla entre sus piernas antes de tumbarla por completo. Paula luchó por respirar cuando se acomodó pesadamente entre sus muslos. Sentirlo fue algo casi excesivo.


Se hundió en las sensaciones, en un placer casi increíble.


Él se tomó su tiempo, saboreando el cuello, la oreja y la parte sensible bajo la mandíbula de ella antes de regresar a la boca y reanudar el beso con una minuciosidad que no paró.


Era demasiado. Paula exclamó su nombre y se arqueó hacia él, con el cuerpo tenso mientras lo aferraba por la espalda y levantaba las caderas. 


Pedro metió su brazo debajo de ella y con un gemido agónico la embistió, enterrándose en el cuerpo húmedo y excitado. Todo su cuerpo se puso rígido y apenas pudo contenerse. 


Haciendo acopio de fuerzas, la embistió una y otra vez. Paula se fragmentó en sus brazos y las convulsiones hicieron que se arqueara y gritara. 


Él no dejó de moverse, hasta que emitió un sonido desgarrado y tembló con violencia en los brazos de ella, con un orgasmo igual de devastador.


La abrazó largo tiempo, hasta que su respiración se estabilizó y ella dejó de temblar y las secuelas fueron menos intensas.


Apoyando su peso en los antebrazos, Pedro le enmarcó la cara y le secó el rastro de lágrimas con los dedos pulgares. Luego suspiró e inclinó la cabeza para darle un beso lleno de dulzura. Al terminar, la miró y en sus ojos brilló un destello de diversión íntima.


—No puedo creer que lo hayamos hecho en la casa de tu madre. Una cosa era el invernadero, pero esto… Me ha invitado a almorzar, ¿sabes?


Ella lo miró y le costó tragarse el nudo creado por la emoción.


—¿De verdad? Parece que también mi madre ha cambiado. Y todo por lo que tú dijiste.


—¿Yo? ¿Qué dije?


—En la fiesta en el jardín. Le preguntaste si se daba cuenta de lo egoísta que era.


Sonrió arrepentido.


—Estaba agitado y quería decirte que te amaba —movió las caderas, pero Paula lo agarró y su expresión se alteró.


—No te vayas —susurró con voz súbitamente trémula.


Con expresión seria, Pedro inclinó la cabeza y le dio un beso delicado.


—No me muevo —murmuró—. Me quedaré aquí hasta que tú lo quieras.


—Para siempre.


—Para siempre —rió entre dientes y se movió dentro de ella—. Puedo intentarlo con todas mis fuerzas.


Ella suspiró, atrapada en el modo en que él la hacía sentirse, como si se hundiera en algo dulce, cálido y muy seguro.


—Pero puede que tenga que ir a Nueva York de vez en cuando, y realmente necesito planificar un viaje a Italia —dijo él—. He oído que es un país maravilloso.


Ella le dio un golpe en el hombro.


—Te crees muy listo, ¿eh?


—Más que listo.


Él se inclinó y buscó algo en el suelo. Al erguirse, sostenía un estuche de terciopelo en la mano.


—Oh, Pedro —tomó el estuche y abrió la tapa. Las lágrimas caían de sus ojos al sacar el anillo y ponérselo—. Nos equilibraremos mutuamente a la perfección. Ya lo verás.


—No me cabe ninguna duda. Te amo, Paula. Muchísimo.


Ella miró los suaves ojos ambarinos y repuso con contundencia:
—Yo también. Para siempre.


Fin.



SUGERENTE: CAPITULO 57





Pedro sostenía las flores con tanta fuerza en las manos, que creyó que podría romper los tallos.


Cuando la madre de Paula abrió la puerta, esperaba ver desaprobación en sus ojos. Incluso que pudiera cerrarle la puerta en la cara.


Pero le sonrió.


Pedro —dijo—. Qué alegría verte. ¿Has venido a buscar a Paula? Que tonta soy, claro que sí. Está en el invernadero regando las plantas. Cuando terminéis, quizá os apetezca uniros a su padre y a mí para almorzar en el jardín. Déjame tu abrigo —lo colgó y luego lo tomó del brazo.


Pedro se quedó mudo mientras miraba la cabeza rubia de esa mujer.


A la entrada del invernadero, le soltó el brazo.


—Te veremos luego.


Se quedó un momento allí y respiró hondo. Al avanzar, pudo oír a Paula tararear una melodía. 


Al girar por una esquina, la vio.


Sintió un nudo en la garganta.


—Paula.


Ella se sobresaltó y dejó caer la manguera, que serpenteó a sus pies como un animal salvaje. La persiguió y él la ayudó, empapándolos a ambos antes de que a Pedro se le ocurriera cerrar el grifo.


Sin aire, con el pelo chorreándole sobre los ojos, lo miró con las flores inservibles en la mano.


—Son preciosas.


—Ahora puedes sostenerlas tú en tus manos —los ojos se le llenaron de lágrimas—. Soy un tonto —susurró—. Un tonto rígido. Tú tienes razón. Me aparté de la vida en vez de abrazarla. Pero he cambiado.


—Vi el retrato, Pedro.


Él se ruborizó, evidentemente aún no tan cómodo como le gustaría.


—¿Te gustó?


—Vi toda la serie que te hizo, pero compré en el que estabas de perfil con la espalda hacia la artista. Tienes un trasero realmente bonito.


Volvió a ruborizarse y rió.


—Fue lo más difícil que he hecho —incapaz de aguardar un segundo más, la tomó en brazos. Enterró la caca en su pelo mojado dominado por la emoción. Ella le rodeó el cuello—. No puedo arreglar el pasado, Paula, pero el presente es nuevo y limpio. Puedo conseguir un trabajo en Nueva York. Puedo vivir con tu estilo de vida. Lo que tú quieras.


—Ven conmigo —le tomó la mano.


—Te seguiré hasta la luna, cariño.


Esas palabras fueron como maná caído del cielo para ella. Mojados, lo condujo por toda la casa hasta llegar a un dormitorio suntuoso decorado con tonalidades doradas. Recogió un jarrón que había junto a la cama, fue al balcón y tiró las flores. En el cuarto de baño adjunto, llenó el jarrón con agua y colocó las delicadas flores blancas en él. Volvió a poner el jarrón en la mesilla.


Él quiso abrazarla, pero ella lo esquivó.


—Un segundo. Hay algo que necesito decirte. Siéntate en la cama —Pedro obedeció y ella se apoyó en el ventanal que daba al balcón—. Hice algunas elecciones malas en lo referente a ti, Pedro, y necesito que sepas que lo siento.


—Paula, los dos cometimos errores.


—Pero tú intentabas cambiar. Sé lo difícil que fue dejar que invadiera tu intimidad. Sé que luchaste, pero me amabas y trataste de superarlo. Por otro lado, yo no me esforcé en analizar la clase de camino que recorría.


—Te escucho.


—A todo lo que alguna vez le he dedicado tiempo y energía, siempre lo he realizado con competitividad. Realizar las cosas lo más próximas a la perfección es lo que ha impulsado mi existencia desde que tenía seis años. El motivo… el miedo… miedo al fracaso. Fracasar significaba la muerte, verme tragada por un agujero negro. Tenía que evitarlo a toda costa.


—Continúa —pidió.


—Repetidamente me veía recompensada por mi belleza y adquirí tanta destreza en adaptarme, que perdí el contacto conmigo. La imagen de éxito se alimentó de sí misma y borró mi propia identidad. Cuanto más exitosa era la imagen, más tentador era para mí depender de ella y desarrollarla antes que a mí misma. Quién soy realmente se convirtió en territorio desconocido, algo en lo que no quería centrarme porque si miraba hacia dentro, me sentiría vacía.
«Realmente no sabía quién era más allá de esa imagen, de modo que era vital que la mantuviera. Por eso regresé a Nueva York a firmar ese contrato.


—¿Entonces de verdad viste el desnudo?


—Sí. Como he dicho, tu coraje fue una cura de humildad y cuando me diste la oportunidad de ser presidenta de tu empresa, me brindaste la oportunidad de verme bajo otra luz. Podía hacer algo aparte de proyectar esta imagen al mundo. Encontré amigos y recibí mucho de la experiencia. Quiero ser diseñadora, Pedro, y quedarme aquí en Cambridge. Mi único remordimiento es haberte fallado al final.


—No me fallaste. Comprendí que había estado protegiéndome yo, no mi reputación en el MIT. En la universidad quedaron encantados con la publicidad. He conseguido la cátedra, pero eso ya no es importante para mí.


—Entonces, estamos igualados, porque yo tengo las dos cosas que más me importan en la vida.


—¿Cuáles son?


—Un trabajo que sé que puedo hacer y, fracase o triunfe, será mío.


—¿Y la otra cosa?


—No es una cosa, Pedro. Es una persona. Una persona maravillosa, comprensiva y hermosa. Tú —se acercó a él, le abrió el botón de los vaqueros y le bajó la cremallera—. Ahora déjame ver ese trasero.


—Te mostraré el mío si tú me muestras el tuyo —sonrió y volvió a sonrojarse.


A ella le encantó esa timidez sobre su propia desnudez.