domingo, 21 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 57





Pedro sostenía las flores con tanta fuerza en las manos, que creyó que podría romper los tallos.


Cuando la madre de Paula abrió la puerta, esperaba ver desaprobación en sus ojos. Incluso que pudiera cerrarle la puerta en la cara.


Pero le sonrió.


Pedro —dijo—. Qué alegría verte. ¿Has venido a buscar a Paula? Que tonta soy, claro que sí. Está en el invernadero regando las plantas. Cuando terminéis, quizá os apetezca uniros a su padre y a mí para almorzar en el jardín. Déjame tu abrigo —lo colgó y luego lo tomó del brazo.


Pedro se quedó mudo mientras miraba la cabeza rubia de esa mujer.


A la entrada del invernadero, le soltó el brazo.


—Te veremos luego.


Se quedó un momento allí y respiró hondo. Al avanzar, pudo oír a Paula tararear una melodía. 


Al girar por una esquina, la vio.


Sintió un nudo en la garganta.


—Paula.


Ella se sobresaltó y dejó caer la manguera, que serpenteó a sus pies como un animal salvaje. La persiguió y él la ayudó, empapándolos a ambos antes de que a Pedro se le ocurriera cerrar el grifo.


Sin aire, con el pelo chorreándole sobre los ojos, lo miró con las flores inservibles en la mano.


—Son preciosas.


—Ahora puedes sostenerlas tú en tus manos —los ojos se le llenaron de lágrimas—. Soy un tonto —susurró—. Un tonto rígido. Tú tienes razón. Me aparté de la vida en vez de abrazarla. Pero he cambiado.


—Vi el retrato, Pedro.


Él se ruborizó, evidentemente aún no tan cómodo como le gustaría.


—¿Te gustó?


—Vi toda la serie que te hizo, pero compré en el que estabas de perfil con la espalda hacia la artista. Tienes un trasero realmente bonito.


Volvió a ruborizarse y rió.


—Fue lo más difícil que he hecho —incapaz de aguardar un segundo más, la tomó en brazos. Enterró la caca en su pelo mojado dominado por la emoción. Ella le rodeó el cuello—. No puedo arreglar el pasado, Paula, pero el presente es nuevo y limpio. Puedo conseguir un trabajo en Nueva York. Puedo vivir con tu estilo de vida. Lo que tú quieras.


—Ven conmigo —le tomó la mano.


—Te seguiré hasta la luna, cariño.


Esas palabras fueron como maná caído del cielo para ella. Mojados, lo condujo por toda la casa hasta llegar a un dormitorio suntuoso decorado con tonalidades doradas. Recogió un jarrón que había junto a la cama, fue al balcón y tiró las flores. En el cuarto de baño adjunto, llenó el jarrón con agua y colocó las delicadas flores blancas en él. Volvió a poner el jarrón en la mesilla.


Él quiso abrazarla, pero ella lo esquivó.


—Un segundo. Hay algo que necesito decirte. Siéntate en la cama —Pedro obedeció y ella se apoyó en el ventanal que daba al balcón—. Hice algunas elecciones malas en lo referente a ti, Pedro, y necesito que sepas que lo siento.


—Paula, los dos cometimos errores.


—Pero tú intentabas cambiar. Sé lo difícil que fue dejar que invadiera tu intimidad. Sé que luchaste, pero me amabas y trataste de superarlo. Por otro lado, yo no me esforcé en analizar la clase de camino que recorría.


—Te escucho.


—A todo lo que alguna vez le he dedicado tiempo y energía, siempre lo he realizado con competitividad. Realizar las cosas lo más próximas a la perfección es lo que ha impulsado mi existencia desde que tenía seis años. El motivo… el miedo… miedo al fracaso. Fracasar significaba la muerte, verme tragada por un agujero negro. Tenía que evitarlo a toda costa.


—Continúa —pidió.


—Repetidamente me veía recompensada por mi belleza y adquirí tanta destreza en adaptarme, que perdí el contacto conmigo. La imagen de éxito se alimentó de sí misma y borró mi propia identidad. Cuanto más exitosa era la imagen, más tentador era para mí depender de ella y desarrollarla antes que a mí misma. Quién soy realmente se convirtió en territorio desconocido, algo en lo que no quería centrarme porque si miraba hacia dentro, me sentiría vacía.
«Realmente no sabía quién era más allá de esa imagen, de modo que era vital que la mantuviera. Por eso regresé a Nueva York a firmar ese contrato.


—¿Entonces de verdad viste el desnudo?


—Sí. Como he dicho, tu coraje fue una cura de humildad y cuando me diste la oportunidad de ser presidenta de tu empresa, me brindaste la oportunidad de verme bajo otra luz. Podía hacer algo aparte de proyectar esta imagen al mundo. Encontré amigos y recibí mucho de la experiencia. Quiero ser diseñadora, Pedro, y quedarme aquí en Cambridge. Mi único remordimiento es haberte fallado al final.


—No me fallaste. Comprendí que había estado protegiéndome yo, no mi reputación en el MIT. En la universidad quedaron encantados con la publicidad. He conseguido la cátedra, pero eso ya no es importante para mí.


—Entonces, estamos igualados, porque yo tengo las dos cosas que más me importan en la vida.


—¿Cuáles son?


—Un trabajo que sé que puedo hacer y, fracase o triunfe, será mío.


—¿Y la otra cosa?


—No es una cosa, Pedro. Es una persona. Una persona maravillosa, comprensiva y hermosa. Tú —se acercó a él, le abrió el botón de los vaqueros y le bajó la cremallera—. Ahora déjame ver ese trasero.


—Te mostraré el mío si tú me muestras el tuyo —sonrió y volvió a sonrojarse.


A ella le encantó esa timidez sobre su propia desnudez.



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