domingo, 21 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO FINAL




La envolvió en un abrazo y la situó entre sus muslos al tiempo que con apetito voraz le reclamaba la boca. Paula no podía respirar, no podía pensar; sólo podía vivir las miles de sensaciones que le estallaban en el interior.


Pedro le acarició la espalda y subió la mano por debajo del top, emitiendo un sonido ronco de aprobación al encontrar sólo su piel. Subió una mano a un pecho y con el dedo pulgar le acarició y frotó el pezón.


Su contacto la dejó sin aliento y emitió otro sonido desvalido contra su boca. Pedro apretó el brazo contra la espalda de ella y con respiración entrecortada apartó la boca y habló con voz hosca.


—Levanta los brazos.


Paula obedeció y Pedro le quitó el top. Luego se desprendió de su camisa y vaqueros, y débilmente, Paula apoyó la cabeza sobre su mentón.


Cuando Pedro frotó el torso contra sus pechos desnudos, pronunció el nombre de él antes de que volviera a besarla. Bebió de la humedad de esa boca, succionándole más y más la lengua, y él le frotó los pezones a medida que era poseída por una oleada de frenesí.


Él giró hacia la cama para bajarla de su regazo. 


Se quitó los vaqueros y luego se los quitó a ella junto con las braguitas.


Subió a la cama. Respirando por entre los dientes apretados, le apartó los muslos. Los sentidos de Paula se sobrecargaron cuando el cuerpo de Pedro, grueso, duro y completamente excitado, conectó con el suyo en la unión de sus piernas. Él le dio otro beso devastador e introdujo la rodilla entre sus piernas antes de tumbarla por completo. Paula luchó por respirar cuando se acomodó pesadamente entre sus muslos. Sentirlo fue algo casi excesivo.


Se hundió en las sensaciones, en un placer casi increíble.


Él se tomó su tiempo, saboreando el cuello, la oreja y la parte sensible bajo la mandíbula de ella antes de regresar a la boca y reanudar el beso con una minuciosidad que no paró.


Era demasiado. Paula exclamó su nombre y se arqueó hacia él, con el cuerpo tenso mientras lo aferraba por la espalda y levantaba las caderas. 


Pedro metió su brazo debajo de ella y con un gemido agónico la embistió, enterrándose en el cuerpo húmedo y excitado. Todo su cuerpo se puso rígido y apenas pudo contenerse. 


Haciendo acopio de fuerzas, la embistió una y otra vez. Paula se fragmentó en sus brazos y las convulsiones hicieron que se arqueara y gritara. 


Él no dejó de moverse, hasta que emitió un sonido desgarrado y tembló con violencia en los brazos de ella, con un orgasmo igual de devastador.


La abrazó largo tiempo, hasta que su respiración se estabilizó y ella dejó de temblar y las secuelas fueron menos intensas.


Apoyando su peso en los antebrazos, Pedro le enmarcó la cara y le secó el rastro de lágrimas con los dedos pulgares. Luego suspiró e inclinó la cabeza para darle un beso lleno de dulzura. Al terminar, la miró y en sus ojos brilló un destello de diversión íntima.


—No puedo creer que lo hayamos hecho en la casa de tu madre. Una cosa era el invernadero, pero esto… Me ha invitado a almorzar, ¿sabes?


Ella lo miró y le costó tragarse el nudo creado por la emoción.


—¿De verdad? Parece que también mi madre ha cambiado. Y todo por lo que tú dijiste.


—¿Yo? ¿Qué dije?


—En la fiesta en el jardín. Le preguntaste si se daba cuenta de lo egoísta que era.


Sonrió arrepentido.


—Estaba agitado y quería decirte que te amaba —movió las caderas, pero Paula lo agarró y su expresión se alteró.


—No te vayas —susurró con voz súbitamente trémula.


Con expresión seria, Pedro inclinó la cabeza y le dio un beso delicado.


—No me muevo —murmuró—. Me quedaré aquí hasta que tú lo quieras.


—Para siempre.


—Para siempre —rió entre dientes y se movió dentro de ella—. Puedo intentarlo con todas mis fuerzas.


Ella suspiró, atrapada en el modo en que él la hacía sentirse, como si se hundiera en algo dulce, cálido y muy seguro.


—Pero puede que tenga que ir a Nueva York de vez en cuando, y realmente necesito planificar un viaje a Italia —dijo él—. He oído que es un país maravilloso.


Ella le dio un golpe en el hombro.


—Te crees muy listo, ¿eh?


—Más que listo.


Él se inclinó y buscó algo en el suelo. Al erguirse, sostenía un estuche de terciopelo en la mano.


—Oh, Pedro —tomó el estuche y abrió la tapa. Las lágrimas caían de sus ojos al sacar el anillo y ponérselo—. Nos equilibraremos mutuamente a la perfección. Ya lo verás.


—No me cabe ninguna duda. Te amo, Paula. Muchísimo.


Ella miró los suaves ojos ambarinos y repuso con contundencia:
—Yo también. Para siempre.


Fin.



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