sábado, 22 de septiembre de 2018
A TU MERCED: CAPITULO 8
Bola azul a la tronera de la izquierda. Pedro guiñó los ojos mientras colocaba el taco sobre la mesa de billar. Era un golpe difícil y en su reto personal aquello era una muerte súbita.
Si lo conseguía, seguiría jugando. Si fallaba, tendría que salir y unirse a la fiesta. Para ver a Paula Chaves flirtear con los miembros del equipo de rugby. Y, a juzgar por lo que había visto antes, seguramente también con los del equipo contrario.
Quizá era una suerte que no fallase nunca.
Al otro lado de la puerta del salón de billar podía oír las risas de los jugadores, Como patrocinador del rugby argentino debería estar ahí fuera, pensó. Después del partido de aquel día era el hombre con el que todo el mundo quería hablar y debería capitalizar ese interés para Los Pumas. Al fin y al cabo, era por eso por lo que había vuelto.
Pausadamente, colocó el taco en posición y cerró el ojo izquierdo para juzgar el mejor ángulo antes de mover la muñeca. Con un golpe seco, la bola azul cayó limpiamente en la tronera izquierda.
Pedro se irguió. No tenía el menor deseo de salir para mezclarse con los mejores del mundo del rugby, pero una parte de él disfrutaría viendo a lady Chaves en acción. Seis años antes había sido una adolescente torpe, con una actitud desafiante y tímida a la vez… pero que lo había afectado mucho más poderosamente que la invitación sexual de aquella noche.
Tanto como para nublar su buen juicio.
Desde entonces. Paula había cambiado mucho y, como resultado, no tenía que quedarse entre las sombras para llevar a cabo los sórdidos manejos de su padre. Ahora Horacio Chaves era el presidente de la federación y, a juzgar por la sesión fotográfica que acababa de presenciar, el equipo se había convertido en un patio de juegos para su caprichosa hija.
Con repentina violencia, Pedro tiró el taco sobre la mesa y se colocó frente a la chimenea.
Horacio Chaves era demasiado importante ahora para invitar a «la tropa» a su casa, pero había elegido aquel hotel porque era un sitio muy parecido: una típica casa de campo inglesa con sala de billar, sillones de orejas y cuadros con escenas de caza en las paredes. La lámpara que colgaba sobre la mesa de billar hacía que las bolas brillasen como joyas en una piscina de color esmeralda y el fuego de la chimenea iluminaba una bandeja de botellas y decantadores del más fino cristal.
Tomando una copa, Pedro se sirvió una generosa cantidad de vino. Acababa de dejarse caer en un sillón cuando la puerta se abrió tras él para volver a cerrarse rápidamente. Sin moverse, atónito, vio a Paula reflejada en el espejo que había sobre la chimenea.
La vio acercarse a la mesa de billar y apoyarse en ella, dejando caer la cabeza como si estuviera intentando recuperar el control de sus emociones.
Lo primero que pensó fue que estaba esperando a alguien que pronto se reuniría con ella, pero la puerta no volvió a abrirse. Y un minuto después, cuando levantó la cabeza, comprobó que el color de sus mejillas y su agitada respiración no eran provocados por el deseo, sino por la furia.
Tomando el taco que él había tirado, se inclinó sobre una de las bandas y lanzó un violento golpe que envió las bolas volando en todas direcciones.
La bola blanca rebotó contra una de las bandas, enviando la marrón a una de las troneras. Y aún sin darse cuenta de su presencia, Paula levantó el puño en gesto de triunfo.
—Un golpe de suerte.
A través del espejo vio que se quedaba helada, el taco en la mano como si fuera un arma.
—¿Quién ha dicho que la suerte ha tenido algo que ver?
Su tono era frío y superior, pero parecía nerviosa mientras miraba alrededor buscando a la persona que había hablado. Tenía la cabeza erguida, los hombros tensos y el gesto de alerta.
Parecía curiosamente vulnerable, como un cervatillo asustado.
—Era un golpe difícil —Pedro se levantó del sillón y sintió cierta satisfacción al ver su cara de sorpresa.
—Precisamente. ¿Para qué iba a intentarlo si fuera un golpe fácil?
Fue él entonces quien se quedó sorprendido.
Porque cuando Paula se acercó a la ventana comprobó que su vestido, que antes le había parecido tan pudoroso, dejaba toda la espalda al descubierto.
—¿No me crees?
—Francamente, no —dijo él, acercándose. Se había quitado la chaqueta y desabrochado un par de botones de la camisa, la corbata suelta cayendo sobre la pechera. Tenía un aspecto aparentemente relajado, pero Paula se alegró al ver que apretaba los dientes.
—¿Por qué no?
—No pareces la clase de persona que se esfuerza mucho para conseguir lo que quiere.
La injusticia de esa observación era tan enorme que estuvo a punto de soltar una carcajada.
—¿Ah, no? Me parece que ese comentario dice más sobre ti que sobre mí, Pedro.
Por un momento le pareció ver un brillo de emoción en sus ojos… pero no, se había equivocado. Era como mirar los ojos de un tigre de cerca; un predador hambriento.
—¿Qué dice eso de mí?
Hablaba con voz pausada, pero había algo siniestro en esa calma suya. El contraste entre la inmaculada camisa blanca y los labios un poco hinchados después del partido le daba a su masculinidad un toque de peligro. Paula sintió un cosquilleo en la nuca… lo cual era ridículo.
Ella no le tenía miedo. Estaba furiosa con él.
—Que eres un resentido. Y un misógino arrogante y primitivo, de los que creen que las mujeres existen para un propósito y nada más.
—¿Y no crees que tú estás perpetuando ese estereotipo? —sonrió Pedro.
Paula sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Las paredes forradas de madera parecían ahogarla mientras recordaba a la chica que seis años antes, vestida como una fresca, se había lanzado sobre él sin decirle su nombre siquiera.
—Te recuerdo que eso fue hace mucho tiempo… cuando yo era una adolescente.
—¿Y cuántas veces ha ocurrido desde entonces?
Ni por todo el oro del mundo dejaría Paula que viera cuánto le había dolido su rechazo y lo desastrosas que habían sido las consecuencias, de modo que intentó sonreír, aparentemente despreocupada.
—No lo sé, pero no creo que sea asunto tuyo. Además, ¿vas a decirme que tú has vivido como un monje durante todos estos años?
—No, no voy a hacerlo.
—¿Y no te parece demasiado esperar que yo sí lo haya hecho? ¿Qué creías, que iba a quedarme en casa llorando sólo porque tú no estuvieras interesado? Por favor…
—Ya he visto que no es así —dijo él, tomando el taco e inclinándose sobre una de las bandas—. El equipo de rugby parece ser tu agencia personal de acompañantes.
—No. son mis clientes.
—¿No me digas?
—Pues sí, te digo. Son mis clientes porque yo soy la diseñadora que ha creado los nuevos uniformes del equipo.
Su expresión de sorpresa fue rápidamente reemplazada por una de cinismo.
—¿Ah, sí? Qué interesante.
—Para ti, no lo creo. Para mí, por supuesto —replicó ella.
En ese momento se abrió la puerta y Bruno Saunders entró en la sala, tambaleándose ligeramente.
—Ah, perdón por interrumpir… —se disculpó, malinterpretando la tensión que había en el ambiente. Pero cuando iba a salir, Paula lo agarró del brazo.
—No, espera. ¿Te importaría decirle a Pedro quién ha diseñado los nuevos uniformes del equipo?
—Tú… ¿no? —respondió el chico, inseguro.
Ah, genial, estupendo, muy convincente.
—Sí, Bruno, yo. Gracias, hombre. Pero deberías ir a tomar un vaso de agua o un café bien cargado —suspiró Paula. Cuando la puerta se cerró de nuevo, se volvió hacia Pedro—. ¿Me crees ahora?
—Eso no demuestra absolutamente nada —había malicia en los ojos oscuros mientras tomaba su copa de nuevo—. Supongo que es una cuestión de relaciones públicas que tu nombre aparezca como diseñadora del uniforme, pero no esperarás que crea que has sido tú quien ha hecho el trabajo, ¿no?
—¿Por qué no? —preguntó ella, desconcertada.
—El diseño de equipamiento deportivo es un negocio increíblemente competitivo.
—Pues claro que lo es. Lo sé porque he sido yo quien ha conseguido el encargo.
—¿Y cómo lo has conseguido, lady Chaves, gracias al puesto de tu padre en la federación? ¿O gracias a tu investigación personal sobre los cuerpos de los jugadores?
Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no salir de allí y dejarlo con la palabra en la boca.
—No, qué va —respondió, sin dejarse llevar por la ira—. Más bien gracias a un título en diseño textil y a mis estudios sobre tejidos tecnológicos. Tuve que competir con varias empresas para conseguir este encargo y lo logré exclusivamente por mis méritos.
—¿Ah, sí? Entonces debes de ser muy buena.
—Lo soy.
No tenía sentido hablar con aquel grosero. Y si se quedaba un segundo más no podría evitar decirle lo que pensaba de él, de modo que sonrió de manera fría y distante mientras se acercaba a la puerta.
—No tienes por qué creerme. Pero si le echas un vistazo a mi trabajo, lo verás por ti mismo.
—Lo he visto, al menos en las camisetas. Tengo una, ¿recuerdas?
—Sí, claro. ¿Cómo iba a olvidarlo?
Pedro dio un paso hacia ella con expresión de triunfo.
—Antes parecías muy decidida a quitármela. Pero parece que ya no es tan importante para ti.
Paula tragó saliva. No resultaba fácil ordenar sus pensamientos cuando lo tenía tan cerca.
Cerró los ojos un momento, intentando borrar su imagen, pero el aroma de su colonia parecía envolverla…
—Es muy importante para mí —le dijo, abriendo los ojos de nuevo—. Me temo que tendrás que devolvérmela.
—¿La necesitas? Si eres la diseñadora, debes tener montones de ellas.
—No, no es tan sencillo…
—Ya me lo imaginaba —la interrumpió él—. No es por la camiseta, ¿verdad? Es el principio lo que cuenta. Y tu padre no quiere ver la rosa inglesa en un pecho argentino.
—¿Qué?
Pedro alargó una mano para tocar su cara, pasando la yema del pulgar por su mejilla.
—Espero que sepas diseñar mejor que mentir.
—No estoy mintiendo —Paula se apartó de golpe—. Esto no tiene nada que ver con mi padre. Hubo un problema en la producción de las camisetas… lo descubrimos ayer, a última hora. Cuando descubrí que el tinte de la franja central perdía color tuve que ponerme en contacto con la fábrica urgentemente y empezar de nuevo, pero sólo pudieron hacer camisetas suficientes para cada jugador. Por eso necesito que me devuelvas la tuya. Si no, en la fotografía oficial, Bruno Saunders tendrá que salir sin camiseta…
—Pensé que eras una buena diseñadora —dijo él entonces, irónico—. ¿Contra quién tuviste que competir, contra algún principiante?
—Puedo competir con los mejores, no te equivoques —replicó ella, haciendo un esfuerzo sobrehumano para contener su furia—. Pero me marcho. Estoy encantada de haber vuelto a verte, pero tengo que volver a la fiesta. Si no te importa devolverme la camiseta…
—Lo siento, pero no me creo el numerito de la diva ofendida.
—¿Qué quieres, que te lo suplique?
—No estaría mal, pero quizá en otra ocasión —Pedro se inclinó un poco hacia delante, como si fuera a tocarla, y Paula dio un paso atrás—. Dices que puedes competir con los mejores, ¿no? Veamos si estás diciendo la verdad —dijo entonces, ofreciéndole un taco de billar.
—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?
—¿Quieres que te devuelva la camiseta? Pues entonces tendrás que ganártela.
A TU MERCED: CAPITULO 7
No, no, no.
No podía tener tan mala suerte. Mientras los jugadores la dejaban en el suelo. Paula se apartó el flequillo de los ojos y levantó la mirada hacia la galería donde una sombra había llamado su atención. Una figura que, por un momento, le había parecido… Oh, no. Era él.
Pedro Alfonso, apoyado insolentemente en una columna. Aunque su rostro estaba en sombras, cada línea de su poderoso cuerpo parecía comunicar un burlón desprecio.
El fotógrafo intentó llamar la atención de los traviesos jugadores.
—A ver, ¿estamos preparados? Por favor, los dos que flanquean a la señorita Chaves… ¿podrían mirarla, por favor?
Paula escuchaba las bromas de los jugadores, pero su mirada estaba clavada en la figura de Pedro.
—Fabuloso —dijo el fotógrafo—. Muy sexy, señorita Chaves. Ahora, por favor, levante los hombros. Mateo… muy bien, perfecto.
Pedro Alfonso había roto algo dentro de ella y por mucha atención masculina que recibiese…
—Paula, estás guapísima. Pon una mano en el torso de Mateo… sí, así, muy bien.
… nunca podía creer que de verdad estaban interesados en ella.
—El forro rosa de la chaqueta tiene que salir en la foto. Apártala un poco de su hombro. Paula. Sí, así… perfecto —seguía diciendo el fotógrafo.
Tal vez había llegado el momento de demostrarle al arrogante Alfonso, y a sí misma, que no todos los hombres la encontraban poco atractiva. Durante seis años se había rodeado de un bosque de espinas, manteniendo a raya a los hombres con una interminable cadena de gestos distantes o réplicas irónicas, pero le demostraría que era atractiva y sexy.
Sin embargo, mientras metía la mano bajo la chaqueta de Mateo, no era en él en quien estaba pensando. Levantando la barbilla en un gesto retador. Paula buscó los ojos de Pedro y…
Fue como si una trampa se cerrase sobre ella, fría, dura, implacable. El estaba observándola, la luz que llegaba de abajo acentuando sus duros rasgos. Mientras la miraba, sacudía la cabeza en actitud desdeñosa.
Y luego se dio la vuelta como había hecho seis años antes. Se alejó sin mirar atrás, dejándola apesadumbrada y sola.
A TU MERCED: CAPITULO 6
Pedro estaba en la escalera, su rostro tan impasible como los retratos que colgaban de las paredes forradas de madera mientras observaba la escena que tenía lugar abajo.
«Por favor, papá, Gracias, papá».
Tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada ante su falsa dulzura, pero un segundo después Paula se alejó y la dulce expresión se convirtió en una sonrisa de triunfo.
Una manipuladora.
Nada había cambiado, pensó amargamente mientras volvía a su habitación. Se había cortado el pelo y lo llevaba teñido de rubio platino, pero la actitud y la arrogancia de niña rica seguían estando ahí.
De vuelta en su habitación miró el reloj antes de levantar el teléfono. Serían alrededor de las cinco en Argentina y los mozos estarían guardando los caballos en las cuadras. Las dos prometedoras yeguas que había comprado un mes antes en Estados Unidos para la nueva temporada de polo habían llegado el día anterior y estaba deseando saber cómo se encontraban.
Giselle, su ayudante en San Silvana, le aseguró que los animales estaban bien. Se habían recuperado después del largo viaje y el veterinario le había asegurado que estarían descansadas cuando volviese a Argentina.
Pedro se sintió un poco mejor después de hablar con ella. No por su bonita voz, sino porque le gustaba recordar la finca de San Silvana, sus prados y sus establos llenos de caballos. Eso era real, era suyo.
Volver a Inglaterra había despertado inseguridades olvidadas tiempo atrás, pensó, irónico. Había llegado muy lejos, pero bajo el elegante traje de chaqueta, la camisa de Savile Row y la corbata de seda, aparentemente seguía estando el chico que no tenía familia ni raíces en ningún sitio.
Cuando bajaba de nuevo al vestíbulo vio a los jugadores del equipo inglés, todos con traje de chaqueta, colocados en dos filas. El fotógrafo intentaba convencerlos para que dejasen de hacer el tonto y mirasen a la cámara, pero era imposible.
—¡Cincuenta libras por cambiar de sitio con Mateo Fitzpatrick! —gritó alguien en la fila de atrás.
—¡Yo ofrezco cien! —rió otro.
—Ofertas sensatas, por favor, señores —dijo el interesado.
Pedro entendió la broma al ver a Paula Chaves, las mejillas enrojecidas y el pelo brillando como el sol bajo los focos del fotógrafo, siendo alzada como una reina por los jugadores de la primera fila. La enorme mano derecha de Mateo Fitzpatrick, que exudaba orgullo neandertal, rozando su pecho izquierdo.
Las piernas desnudas y los pies descalzos parecían tan delicados como el tallo de una flor en las manazas de otro de los jugadores. Al lado de las caras magulladas y recias de los hombres, la piel de Paula brillaba como si fuera de satén.
—¿Por qué te ha tocado el mejor puesto, Fitzpatrick? —gritó alguien.
Paula soltó una alegre carcajada, y para Pedro ese sonido fue como el chirrido de uñas en una pizarra.
—Tengo más experiencia que tú. Jones.
De modo que eso era lo que le había pedido a su padre: permiso para aparecer en la foto del equipo. Recordaba su tono suplicante cuando tomó su mano, diciendo: «Sólo serán un par de fotografías».
¿Aquella mujer no tenía orgullo? Pedro la miró con desprecio mientras se apoyaba en una columna. ¿Qué era, una especie de mascota del equipo? Estaba claro que conocía bien a todos los jugadores.
¿Con cuántos de ellos se habría acostado?
Ese pensamiento había aparecido en su cabeza sin que pudiese evitarlo y tuvo que hacer un esfuerzo para controlar la amargura que despertó.
Los jugadores empezaron a aplaudir cuando dos de ellos, siguiendo las indicaciones del fotógrafo, la levantaron sobre sus hombros. Riendo.
Paula echó la cabeza hacia atrás y giró la cabeza…
Pedro comprobó que la sonrisa moría en sus labios al verlo.
En ese momento supo a quién le recordaba: a las rubias que poblaban las fiestas después de cada partido. La chica que había pensado era diferente se había convertido en una de esas mujeres a las que él tanto despreciaba.
Una rubia de la alta sociedad cuya piel de seda escondía una vena despiadada. Una coqueta profesional, una manipuladora cuyas sonrisas no contenían verdad alguna.
Y, a juzgar por su expresión en ese momento, parecía saber que la había descubierto.
A TU MERCED: CAPITULO 5
—Estás guapísima, cariño —Horacio Chaves apenas levantó la mirada del periódico mientras Paula se dejaba caer en el asiento trasero del coche, a su lado—. Bonito vestido.
—Gracias, papá.
Paula tuvo que contener una sonrisa.
Agradecía el cumplido, pero sería muy agradable que, por una vez, se molestase en mirarla. Entonces habría visto que el vestido no era sólo «bonito», era un triunfo. Era su diseño favorito de la nueva colección: la seda, fina como una tela de araña, se ajustaba al busto con unas bandas de terciopelo plateado que seguían hasta la espalda, dándole aspecto de túnica griega, y las mangas largas y semitransparentes caían sobre sus manos.
Naturalmente, su padre no sabía nada de moda, pero se habría dado cuenta si llevara un vestido sin mangas.
—Te alegrará saber que los comentarios sobre el diseño del uniforme son muy positivos en general —dijo Horacio Chaves—. Una pena que en las fotografías que han publicado no lo lleve puesto ninguno de nuestros jugadores.
Luego cerró el periódico y lo dejó sobre el asiento, pero no antes de que Paula viera una fotografía de Pedro saliendo del estadio con la camiseta del equipo inglés. El pie de foto decía: Conquistador bárbaro.
En el silencioso interior del Mercedes, su corazón latía con tal fuerza que le sorprendía que su padre no lo oyera. Pero, intentando disimular el temblor de sus manos, tomó el periódico empezó a leer:
El antiguo héroe del equipo inglés, Pedro Alfonso, hizo una visita al estadio de Twickenlwm esta tarde en un partido disputado entre Inglaterra y Los Bárbaros. En una sorprendente exhibición de habilidad deportiva, el Adonis argentino ayudó a Los Bárbaros a conseguir la victoria por 30—32, tras la cual Ben Saunders le entregó su camiseta en un gesto de merecida admiración.
El público estaba encantado de ver a Alfonso de nuevo con el número diez., el puesto que ocupó durante sus tres años como jugador del equipo nacional. Su carrera internacional terminó abrupta y misteriosamente hace seis años entre rumores de desacuerdos con el entonces entrenador, Horacio Chaves, y Alfonso volvió a su país, donde se ha ganado una formidable reputación en el mundo del polo como patrocinador y jugador del equipo de San Silvana.
Ambas partes han mantenido el silencio sobre los acontecimientos que llevaron a esa deserción, pero su exhibición de hoy y los rumores que indican que podría jugar para Los Pumas, deben hacer que Chaves se pregunte si habría hecho mejor tragándose su orgullo y manteniéndolo en el equipo…
—No publican más que tonterías —dijo su padre, mientras Paula doblaba el periódico y lo dejaba en el asiento. —Pero nunca te gustó Pedro, ¿verdad?
De repente, Horacio Chaves parecía tremendamente interesado en el paisaje al otro lado de la ventanilla.
—No confiaba en él. Era un peligro y no tenía lealtad alguna hacia el equipo. Con ese tatuaje horrible que lleva en el pecho… pero la prensa olvida eso ahora, ¿no?
Paula contuvo el aliento al recordar la imagen del torso masculino en la pantalla del estadio.
Cuando era adolescente había recortado una fotografía de una revista deportiva que lo mostraba desnudo de cintura para arriba durante una sesión de entrenamiento. Incluso ahora, años después, seguía recordando el deseo que despertaba en ella ese tatuaje.
El coche se detuvo y los fogonazos de las cámaras le dijeron que habían llegado al hotel donde tendría lugar la fiesta. Paula parpadeó, haciendo un esfuerzo por volver al presente.
—Después de la vergonzosa actuación del equipo no sé qué quieren celebrar—suspiró su padre—. Y será mejor que hagas las fotografías de inmediato, mientras haya alguna esperanza de que le hagan justicia a tus trajes. Si esperas un poco, estarán todos borrachos y cantando canciones obscenas. Vamos, Paula.
—Sí, tienes razón —murmuró ella, aceptándola mano que le ofrecía—. Como los fotógrafos prefieren esas fotos ridículas del equipo levantándome como si fuera una pelota de rugby, prefiero estar en manos de personas más o menos sobrias.
Horacio Chaves se puso tenso de inmediato. Y era culpa de Pedro que no hubiera pensado bien lo que decía. Porque la legendaria obsesión protectora de su padre estaba a punto de asomar la cabeza.
—Eso es ridículo. No voy a dejar que mi hija sea manoseada por todo un equipo de rugby como si fuera una conejita de Playboy. Hablaré con el fotógrafo y le dejaré claro que…
—No, papá, no le digas nada. Conseguí este encargo por mis propios méritos y haré las relaciones públicas como me parezca bien —lo interrumpió ella.
Horacio, sin decir nada, se apartó para subir los escalones del vestíbulo.
Era un hombre imposible, pensó Paula. A Soledad eso no le importaba porque sabía cómo hacer que comiera en la palma de su mano con una simple sonrisa, mientras ella tenía que discutir y…
—Por favor, papá —le rogó, intentando poner la misma carita de niña buena que ponía su hermana—. Sólo serán un par de fotografías.
De inmediato, el brillo airado en los ojos grises de Horacio Chaves se suavizó.
—Muy bien, de acuerdo. Tú sabes lo que haces.
—Gracias, papá.
Sonriendo, Paula se dio la vuelta para dirigirse hacia la zona donde estaban los jugadores, conteniendo el deseo de levantar el puño en el aire, pero con una sonrisa de triunfo en los labios que Soledad habría sabido disimular.
A TU MERCED: CAPITULO 4
—Humillante no describe lo que pasó —se lamentó Paula, saliendo de la bañera con el móvil en la mano—. Hubiera sido desagradable que no me recordase, pero ha sido un millón de veces peor. Así que está claro que no puedo ir a la fiesta.
—No seas boba —dijo Soledad—. Tienes que ir. No puedes dejar que te afecte de esa manera.
—Sí claro, es muy fácil decir que no puedo dejar que me afecte, pero la realidad es que me afecta. No es sólo por lo que ha pasado hoy, es que hace seis años…
—Exactamente, seis años, eras una adolescente —la interrumpió su hermana—. De jóvenes todos cometemos errores que lamentamos después.
—Tú no —replicó Paula—. Lo hiciste tan bien que Simón prácticamente se había puesto de rodillas para ofrecerte un anillo antes de que le dieras el primer beso. Yo por otro lado, estaba tan loca por Pedro que me vestí como una fresca y no me molesté en decirle quién era antes de lanzarme sobre él.
—¿Y qué? fue hace seis años, Pau, olvídate de una vez. Como he dicho antes, todos cometemos errores y luego seguimos adelante en la vida.
—Lo sé, pero…
Paula sabía que su hermana tenía razón. En teoría. «Seguir adelante» sonaba tan sencillo, tan lógico. Entonces, ¿por qué no había podido hacerlo? Soledad no sabía hasta dónde habían llegado esa noche y cómo seguía afectándola.
—Cariño, déjalo ya.
—No puedo.
—Lo de esta noche tiene que ver con tu trabajo, no con tu vida amorosa. ¿No tenías que ir a la fiesta para mostrar al público el nuevo uniforme del equipo?
—Sí, ya…
—Todos esos idiotas que creen que has conseguido el encargo por ser hija de quien eres estarán encantados al ver que no apareces por culpa de ese tío.
—¿Qué? ¿Quién ha dicho que he conseguido el encargo gracias a papá?
—Nadie en particular —la tranquilizó Soledad—. Aunque Simón me contó que ese artículo en Sports Journal insinuaba…
—¡Es increíble! —Paula entró en el dormitorio dejando la marca de sus pies mojados sobre el suelo de madera—. ¿Cómo se atreven a decir algo así? ¿Es que no investigan antes de publicar mentiras? ¿No saben que tengo un título en diseño textil y que tuve que vérmelas con mucha competencia para conseguir el encargo? ¿No saben que Coronet ganó el premio a la marca revelación en los Premios de la Moda el año pasado?
—No sé si ellos lo saben, pero yo sí lo sé —contestó su hermana—. Y es con los periodistas con los que tienes que enfadarte, no conmigo. Aunque, claro, si no vas a la fiesta, no podrás hacerlo. Tendrás que dejar que el uniforme hable por sí mismo. Ah, por cierto, los trajes oficiales son estupendos y, por lo que me ha dicho Simón, las nuevas camisetas…
Paula, que se había tirado sobre un montón de ropa descartada encima de la cama, dejó escapar un gemido.
—¡La camiseta! Casi se me había olvidado. Tengo que recuperarla. Soledad. Si no lo hago, me machacarán en la conferencia de prensa, y eso es lo último que necesito.
—¿Cómo van las cosas en Coronet?
—Mal. Mientras yo lidiaba con la crisis de las camisetas, Raquel me dejó un mensaje diciendo que otro cliente se había echado atrás porque no le ofrecíamos exclusividad. ¿Y cómo vamos a ofrecerla si esas tiendas que lo venden todo a precio de fábrica nos copian los diseños incluso antes de que salgan al mercado?
—Dicen que la imitación es la más sincera forma de admiración, cariño —opinó Soledad—. Y la crisis de las camisetas no fue culpa tuya. La fábrica se equivocó con el tinte. Menos mal que se te ocurrió hacer una prueba antes del partido —su hermana soltó una carcajada—. De no ser así, los jugadores ingleses habrían tenido que jugar medio partido vestidos de rosa.
—Ya, pero como a la prensa le encanta atacarme a mí, no creo que ellos lo vean de la misma manera —Paula se levantó para abrir el armario—. Y por eso no puedo permitir que esa camiseta se pierda.
—¿Qué es ese ruido? ¿Qué haces?
—Buscando algo que ponerme.
—¿Eso significa que vas a ir a la fiesta?
—Sí, voy a la fiesta —suspiró ella, sacando un vestido verde agua y devolviéndolo después al armario—. Estoy harta de que se aprovechen de mí. Pedro Alfonso ha elegido un mal día para sacarme de quicio. Ya me hizo polvo la última vez que nos vimos y no pienso dejar que me haga lo mismo ahora. Se ha llevado algo que es mío y pienso recuperarlo.
—¿Estamos hablando de la camiseta?
—Entre otras cosas —contestó Paula—. Cada vez que pienso en esa noche y en lo que sentí al darme cuenta de que me había dejado plantada… pensé que nada sería peor que saber que no me encontraba atractiva, pero deberías haber visto cómo me miraba esta noche. Es como si me odiara, como si no sintiera más que desprecio por mí.
—No digas eso, Pau. Que piense lo que quiera, tú eres una persona brillante y maravillosa.
Ella se detuvo para mirarse al espejo, Como siempre, sus ojos fueron automáticamente hasta su brazo derecho… y tuvo que apartar la mirada.
—Sí, seguro, maravillosa. Ve a hacerte otro bocadillo de chocolate y déjame en paz, anda. ¿No sabes que tengo que vestirme para una fiesta?
—Antes tienes que decirme qué vas a ponerte. Ahora que estoy condenada a pasar los próximos meses con ropa premamá, lo único que me gusta es la ropa ajustada, así que tendré que disfrutar a través de ti. Tienes que ponerte algo que diga: «Glamurosa, segura de sí misma, fuerte, misteriosa, sexy pero absolutamente intocable».
Paula sacó del armario un vestido de seda gris tan ligero como el aire y lo miró, pensativa.
—Exactamente.
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