sábado, 22 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 6




Pedro estaba en la escalera, su rostro tan impasible como los retratos que colgaban de las paredes forradas de madera mientras observaba la escena que tenía lugar abajo.


«Por favor, papá, Gracias, papá».


Tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada ante su falsa dulzura, pero un segundo después Paula se alejó y la dulce expresión se convirtió en una sonrisa de triunfo.


Una manipuladora.


Nada había cambiado, pensó amargamente mientras volvía a su habitación. Se había cortado el pelo y lo llevaba teñido de rubio platino, pero la actitud y la arrogancia de niña rica seguían estando ahí.


De vuelta en su habitación miró el reloj antes de levantar el teléfono. Serían alrededor de las cinco en Argentina y los mozos estarían guardando los caballos en las cuadras. Las dos prometedoras yeguas que había comprado un mes antes en Estados Unidos para la nueva temporada de polo habían llegado el día anterior y estaba deseando saber cómo se encontraban.


Giselle, su ayudante en San Silvana, le aseguró que los animales estaban bien. Se habían recuperado después del largo viaje y el veterinario le había asegurado que estarían descansadas cuando volviese a Argentina.


Pedro se sintió un poco mejor después de hablar con ella. No por su bonita voz, sino porque le gustaba recordar la finca de San Silvana, sus prados y sus establos llenos de caballos. Eso era real, era suyo.


Volver a Inglaterra había despertado inseguridades olvidadas tiempo atrás, pensó, irónico. Había llegado muy lejos, pero bajo el elegante traje de chaqueta, la camisa de Savile Row y la corbata de seda, aparentemente seguía estando el chico que no tenía familia ni raíces en ningún sitio.


Cuando bajaba de nuevo al vestíbulo vio a los jugadores del equipo inglés, todos con traje de chaqueta, colocados en dos filas. El fotógrafo intentaba convencerlos para que dejasen de hacer el tonto y mirasen a la cámara, pero era imposible.


—¡Cincuenta libras por cambiar de sitio con Mateo Fitzpatrick! —gritó alguien en la fila de atrás.


—¡Yo ofrezco cien! —rió otro.


—Ofertas sensatas, por favor, señores —dijo el interesado.


Pedro entendió la broma al ver a Paula Chaves, las mejillas enrojecidas y el pelo brillando como el sol bajo los focos del fotógrafo, siendo alzada como una reina por los jugadores de la primera fila. La enorme mano derecha de Mateo Fitzpatrick, que exudaba orgullo neandertal, rozando su pecho izquierdo.


Las piernas desnudas y los pies descalzos parecían tan delicados como el tallo de una flor en las manazas de otro de los jugadores. Al lado de las caras magulladas y recias de los hombres, la piel de Paula brillaba como si fuera de satén.


—¿Por qué te ha tocado el mejor puesto, Fitzpatrick? —gritó alguien.


Paula soltó una alegre carcajada, y para Pedro ese sonido fue como el chirrido de uñas en una pizarra.


—Tengo más experiencia que tú. Jones.


De modo que eso era lo que le había pedido a su padre: permiso para aparecer en la foto del equipo. Recordaba su tono suplicante cuando tomó su mano, diciendo: «Sólo serán un par de fotografías».


¿Aquella mujer no tenía orgullo? Pedro la miró con desprecio mientras se apoyaba en una columna. ¿Qué era, una especie de mascota del equipo? Estaba claro que conocía bien a todos los jugadores.


¿Con cuántos de ellos se habría acostado?


Ese pensamiento había aparecido en su cabeza sin que pudiese evitarlo y tuvo que hacer un esfuerzo para controlar la amargura que despertó.


Los jugadores empezaron a aplaudir cuando dos de ellos, siguiendo las indicaciones del fotógrafo, la levantaron sobre sus hombros. Riendo. 


Paula echó la cabeza hacia atrás y giró la cabeza…


Pedro comprobó que la sonrisa moría en sus labios al verlo.


En ese momento supo a quién le recordaba: a las rubias que poblaban las fiestas después de cada partido. La chica que había pensado era diferente se había convertido en una de esas mujeres a las que él tanto despreciaba.


Una rubia de la alta sociedad cuya piel de seda escondía una vena despiadada. Una coqueta profesional, una manipuladora cuyas sonrisas no contenían verdad alguna.


Y, a juzgar por su expresión en ese momento, parecía saber que la había descubierto.


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