sábado, 22 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 5





—Estás guapísima, cariño —Horacio Chaves apenas levantó la mirada del periódico mientras Paula se dejaba caer en el asiento trasero del coche, a su lado—. Bonito vestido.


—Gracias, papá.


Paula tuvo que contener una sonrisa. 


Agradecía el cumplido, pero sería muy agradable que, por una vez, se molestase en mirarla. Entonces habría visto que el vestido no era sólo «bonito», era un triunfo. Era su diseño favorito de la nueva colección: la seda, fina como una tela de araña, se ajustaba al busto con unas bandas de terciopelo plateado que seguían hasta la espalda, dándole aspecto de túnica griega, y las mangas largas y semitransparentes caían sobre sus manos. 


Naturalmente, su padre no sabía nada de moda, pero se habría dado cuenta si llevara un vestido sin mangas.


—Te alegrará saber que los comentarios sobre el diseño del uniforme son muy positivos en general —dijo Horacio Chaves—. Una pena que en las fotografías que han publicado no lo lleve puesto ninguno de nuestros jugadores.


Luego cerró el periódico y lo dejó sobre el asiento, pero no antes de que Paula viera una fotografía de Pedro saliendo del estadio con la camiseta del equipo inglés. El pie de foto decía: Conquistador bárbaro.


En el silencioso interior del Mercedes, su corazón latía con tal fuerza que le sorprendía que su padre no lo oyera. Pero, intentando disimular el temblor de sus manos, tomó el periódico empezó a leer:
El antiguo héroe del equipo inglés, Pedro Alfonso, hizo una visita al estadio de Twickenlwm esta tarde en un partido disputado entre Inglaterra y Los Bárbaros. En una sorprendente exhibición de habilidad deportiva, el Adonis argentino ayudó a Los Bárbaros a conseguir la victoria por 30—32, tras la cual Ben Saunders le entregó su camiseta en un gesto de merecida admiración.
El público estaba encantado de ver a Alfonso de nuevo con el número diez., el puesto que ocupó durante sus tres años como jugador del equipo nacional. Su carrera internacional terminó abrupta y misteriosamente hace seis años entre rumores de desacuerdos con el entonces entrenador, Horacio Chaves, y Alfonso volvió a su país, donde se ha ganado una formidable reputación en el mundo del polo como patrocinador y jugador del equipo de San Silvana.
Ambas partes han mantenido el silencio sobre los acontecimientos que llevaron a esa deserción, pero su exhibición de hoy y los rumores que indican que podría jugar para Los Pumas, deben hacer que Chaves se pregunte si habría hecho mejor tragándose su orgullo y manteniéndolo en el equipo…


—No publican más que tonterías —dijo su padre, mientras Paula doblaba el periódico y lo dejaba en el asiento. —Pero nunca te gustó Pedro, ¿verdad?


De repente, Horacio Chaves parecía tremendamente interesado en el paisaje al otro lado de la ventanilla.


—No confiaba en él. Era un peligro y no tenía lealtad alguna hacia el equipo. Con ese tatuaje horrible que lleva en el pecho… pero la prensa olvida eso ahora, ¿no?


Paula contuvo el aliento al recordar la imagen del torso masculino en la pantalla del estadio. 


Cuando era adolescente había recortado una fotografía de una revista deportiva que lo mostraba desnudo de cintura para arriba durante una sesión de entrenamiento. Incluso ahora, años después, seguía recordando el deseo que despertaba en ella ese tatuaje.


El coche se detuvo y los fogonazos de las cámaras le dijeron que habían llegado al hotel donde tendría lugar la fiesta. Paula parpadeó, haciendo un esfuerzo por volver al presente.


—Después de la vergonzosa actuación del equipo no sé qué quieren celebrar—suspiró su padre—. Y será mejor que hagas las fotografías de inmediato, mientras haya alguna esperanza de que le hagan justicia a tus trajes. Si esperas un poco, estarán todos borrachos y cantando canciones obscenas. Vamos, Paula.


—Sí, tienes razón —murmuró ella, aceptándola mano que le ofrecía—. Como los fotógrafos prefieren esas fotos ridículas del equipo levantándome como si fuera una pelota de rugby, prefiero estar en manos de personas más o menos sobrias.


Horacio Chaves se puso tenso de inmediato. Y era culpa de Pedro que no hubiera pensado bien lo que decía. Porque la legendaria obsesión protectora de su padre estaba a punto de asomar la cabeza.


—Eso es ridículo. No voy a dejar que mi hija sea manoseada por todo un equipo de rugby como si fuera una conejita de Playboy. Hablaré con el fotógrafo y le dejaré claro que…


—No, papá, no le digas nada. Conseguí este encargo por mis propios méritos y haré las relaciones públicas como me parezca bien —lo interrumpió ella.


Horacio, sin decir nada, se apartó para subir los escalones del vestíbulo.


Era un hombre imposible, pensó Paula. A Soledad eso no le importaba porque sabía cómo hacer que comiera en la palma de su mano con una simple sonrisa, mientras ella tenía que discutir y…


—Por favor, papá —le rogó, intentando poner la misma carita de niña buena que ponía su hermana—. Sólo serán un par de fotografías.


De inmediato, el brillo airado en los ojos grises de Horacio Chaves se suavizó.


—Muy bien, de acuerdo. Tú sabes lo que haces.


—Gracias, papá.


Sonriendo, Paula se dio la vuelta para dirigirse hacia la zona donde estaban los jugadores, conteniendo el deseo de levantar el puño en el aire, pero con una sonrisa de triunfo en los labios que Soledad habría sabido disimular.

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