sábado, 22 de septiembre de 2018
A TU MERCED: CAPITULO 8
Bola azul a la tronera de la izquierda. Pedro guiñó los ojos mientras colocaba el taco sobre la mesa de billar. Era un golpe difícil y en su reto personal aquello era una muerte súbita.
Si lo conseguía, seguiría jugando. Si fallaba, tendría que salir y unirse a la fiesta. Para ver a Paula Chaves flirtear con los miembros del equipo de rugby. Y, a juzgar por lo que había visto antes, seguramente también con los del equipo contrario.
Quizá era una suerte que no fallase nunca.
Al otro lado de la puerta del salón de billar podía oír las risas de los jugadores, Como patrocinador del rugby argentino debería estar ahí fuera, pensó. Después del partido de aquel día era el hombre con el que todo el mundo quería hablar y debería capitalizar ese interés para Los Pumas. Al fin y al cabo, era por eso por lo que había vuelto.
Pausadamente, colocó el taco en posición y cerró el ojo izquierdo para juzgar el mejor ángulo antes de mover la muñeca. Con un golpe seco, la bola azul cayó limpiamente en la tronera izquierda.
Pedro se irguió. No tenía el menor deseo de salir para mezclarse con los mejores del mundo del rugby, pero una parte de él disfrutaría viendo a lady Chaves en acción. Seis años antes había sido una adolescente torpe, con una actitud desafiante y tímida a la vez… pero que lo había afectado mucho más poderosamente que la invitación sexual de aquella noche.
Tanto como para nublar su buen juicio.
Desde entonces. Paula había cambiado mucho y, como resultado, no tenía que quedarse entre las sombras para llevar a cabo los sórdidos manejos de su padre. Ahora Horacio Chaves era el presidente de la federación y, a juzgar por la sesión fotográfica que acababa de presenciar, el equipo se había convertido en un patio de juegos para su caprichosa hija.
Con repentina violencia, Pedro tiró el taco sobre la mesa y se colocó frente a la chimenea.
Horacio Chaves era demasiado importante ahora para invitar a «la tropa» a su casa, pero había elegido aquel hotel porque era un sitio muy parecido: una típica casa de campo inglesa con sala de billar, sillones de orejas y cuadros con escenas de caza en las paredes. La lámpara que colgaba sobre la mesa de billar hacía que las bolas brillasen como joyas en una piscina de color esmeralda y el fuego de la chimenea iluminaba una bandeja de botellas y decantadores del más fino cristal.
Tomando una copa, Pedro se sirvió una generosa cantidad de vino. Acababa de dejarse caer en un sillón cuando la puerta se abrió tras él para volver a cerrarse rápidamente. Sin moverse, atónito, vio a Paula reflejada en el espejo que había sobre la chimenea.
La vio acercarse a la mesa de billar y apoyarse en ella, dejando caer la cabeza como si estuviera intentando recuperar el control de sus emociones.
Lo primero que pensó fue que estaba esperando a alguien que pronto se reuniría con ella, pero la puerta no volvió a abrirse. Y un minuto después, cuando levantó la cabeza, comprobó que el color de sus mejillas y su agitada respiración no eran provocados por el deseo, sino por la furia.
Tomando el taco que él había tirado, se inclinó sobre una de las bandas y lanzó un violento golpe que envió las bolas volando en todas direcciones.
La bola blanca rebotó contra una de las bandas, enviando la marrón a una de las troneras. Y aún sin darse cuenta de su presencia, Paula levantó el puño en gesto de triunfo.
—Un golpe de suerte.
A través del espejo vio que se quedaba helada, el taco en la mano como si fuera un arma.
—¿Quién ha dicho que la suerte ha tenido algo que ver?
Su tono era frío y superior, pero parecía nerviosa mientras miraba alrededor buscando a la persona que había hablado. Tenía la cabeza erguida, los hombros tensos y el gesto de alerta.
Parecía curiosamente vulnerable, como un cervatillo asustado.
—Era un golpe difícil —Pedro se levantó del sillón y sintió cierta satisfacción al ver su cara de sorpresa.
—Precisamente. ¿Para qué iba a intentarlo si fuera un golpe fácil?
Fue él entonces quien se quedó sorprendido.
Porque cuando Paula se acercó a la ventana comprobó que su vestido, que antes le había parecido tan pudoroso, dejaba toda la espalda al descubierto.
—¿No me crees?
—Francamente, no —dijo él, acercándose. Se había quitado la chaqueta y desabrochado un par de botones de la camisa, la corbata suelta cayendo sobre la pechera. Tenía un aspecto aparentemente relajado, pero Paula se alegró al ver que apretaba los dientes.
—¿Por qué no?
—No pareces la clase de persona que se esfuerza mucho para conseguir lo que quiere.
La injusticia de esa observación era tan enorme que estuvo a punto de soltar una carcajada.
—¿Ah, no? Me parece que ese comentario dice más sobre ti que sobre mí, Pedro.
Por un momento le pareció ver un brillo de emoción en sus ojos… pero no, se había equivocado. Era como mirar los ojos de un tigre de cerca; un predador hambriento.
—¿Qué dice eso de mí?
Hablaba con voz pausada, pero había algo siniestro en esa calma suya. El contraste entre la inmaculada camisa blanca y los labios un poco hinchados después del partido le daba a su masculinidad un toque de peligro. Paula sintió un cosquilleo en la nuca… lo cual era ridículo.
Ella no le tenía miedo. Estaba furiosa con él.
—Que eres un resentido. Y un misógino arrogante y primitivo, de los que creen que las mujeres existen para un propósito y nada más.
—¿Y no crees que tú estás perpetuando ese estereotipo? —sonrió Pedro.
Paula sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Las paredes forradas de madera parecían ahogarla mientras recordaba a la chica que seis años antes, vestida como una fresca, se había lanzado sobre él sin decirle su nombre siquiera.
—Te recuerdo que eso fue hace mucho tiempo… cuando yo era una adolescente.
—¿Y cuántas veces ha ocurrido desde entonces?
Ni por todo el oro del mundo dejaría Paula que viera cuánto le había dolido su rechazo y lo desastrosas que habían sido las consecuencias, de modo que intentó sonreír, aparentemente despreocupada.
—No lo sé, pero no creo que sea asunto tuyo. Además, ¿vas a decirme que tú has vivido como un monje durante todos estos años?
—No, no voy a hacerlo.
—¿Y no te parece demasiado esperar que yo sí lo haya hecho? ¿Qué creías, que iba a quedarme en casa llorando sólo porque tú no estuvieras interesado? Por favor…
—Ya he visto que no es así —dijo él, tomando el taco e inclinándose sobre una de las bandas—. El equipo de rugby parece ser tu agencia personal de acompañantes.
—No. son mis clientes.
—¿No me digas?
—Pues sí, te digo. Son mis clientes porque yo soy la diseñadora que ha creado los nuevos uniformes del equipo.
Su expresión de sorpresa fue rápidamente reemplazada por una de cinismo.
—¿Ah, sí? Qué interesante.
—Para ti, no lo creo. Para mí, por supuesto —replicó ella.
En ese momento se abrió la puerta y Bruno Saunders entró en la sala, tambaleándose ligeramente.
—Ah, perdón por interrumpir… —se disculpó, malinterpretando la tensión que había en el ambiente. Pero cuando iba a salir, Paula lo agarró del brazo.
—No, espera. ¿Te importaría decirle a Pedro quién ha diseñado los nuevos uniformes del equipo?
—Tú… ¿no? —respondió el chico, inseguro.
Ah, genial, estupendo, muy convincente.
—Sí, Bruno, yo. Gracias, hombre. Pero deberías ir a tomar un vaso de agua o un café bien cargado —suspiró Paula. Cuando la puerta se cerró de nuevo, se volvió hacia Pedro—. ¿Me crees ahora?
—Eso no demuestra absolutamente nada —había malicia en los ojos oscuros mientras tomaba su copa de nuevo—. Supongo que es una cuestión de relaciones públicas que tu nombre aparezca como diseñadora del uniforme, pero no esperarás que crea que has sido tú quien ha hecho el trabajo, ¿no?
—¿Por qué no? —preguntó ella, desconcertada.
—El diseño de equipamiento deportivo es un negocio increíblemente competitivo.
—Pues claro que lo es. Lo sé porque he sido yo quien ha conseguido el encargo.
—¿Y cómo lo has conseguido, lady Chaves, gracias al puesto de tu padre en la federación? ¿O gracias a tu investigación personal sobre los cuerpos de los jugadores?
Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no salir de allí y dejarlo con la palabra en la boca.
—No, qué va —respondió, sin dejarse llevar por la ira—. Más bien gracias a un título en diseño textil y a mis estudios sobre tejidos tecnológicos. Tuve que competir con varias empresas para conseguir este encargo y lo logré exclusivamente por mis méritos.
—¿Ah, sí? Entonces debes de ser muy buena.
—Lo soy.
No tenía sentido hablar con aquel grosero. Y si se quedaba un segundo más no podría evitar decirle lo que pensaba de él, de modo que sonrió de manera fría y distante mientras se acercaba a la puerta.
—No tienes por qué creerme. Pero si le echas un vistazo a mi trabajo, lo verás por ti mismo.
—Lo he visto, al menos en las camisetas. Tengo una, ¿recuerdas?
—Sí, claro. ¿Cómo iba a olvidarlo?
Pedro dio un paso hacia ella con expresión de triunfo.
—Antes parecías muy decidida a quitármela. Pero parece que ya no es tan importante para ti.
Paula tragó saliva. No resultaba fácil ordenar sus pensamientos cuando lo tenía tan cerca.
Cerró los ojos un momento, intentando borrar su imagen, pero el aroma de su colonia parecía envolverla…
—Es muy importante para mí —le dijo, abriendo los ojos de nuevo—. Me temo que tendrás que devolvérmela.
—¿La necesitas? Si eres la diseñadora, debes tener montones de ellas.
—No, no es tan sencillo…
—Ya me lo imaginaba —la interrumpió él—. No es por la camiseta, ¿verdad? Es el principio lo que cuenta. Y tu padre no quiere ver la rosa inglesa en un pecho argentino.
—¿Qué?
Pedro alargó una mano para tocar su cara, pasando la yema del pulgar por su mejilla.
—Espero que sepas diseñar mejor que mentir.
—No estoy mintiendo —Paula se apartó de golpe—. Esto no tiene nada que ver con mi padre. Hubo un problema en la producción de las camisetas… lo descubrimos ayer, a última hora. Cuando descubrí que el tinte de la franja central perdía color tuve que ponerme en contacto con la fábrica urgentemente y empezar de nuevo, pero sólo pudieron hacer camisetas suficientes para cada jugador. Por eso necesito que me devuelvas la tuya. Si no, en la fotografía oficial, Bruno Saunders tendrá que salir sin camiseta…
—Pensé que eras una buena diseñadora —dijo él entonces, irónico—. ¿Contra quién tuviste que competir, contra algún principiante?
—Puedo competir con los mejores, no te equivoques —replicó ella, haciendo un esfuerzo sobrehumano para contener su furia—. Pero me marcho. Estoy encantada de haber vuelto a verte, pero tengo que volver a la fiesta. Si no te importa devolverme la camiseta…
—Lo siento, pero no me creo el numerito de la diva ofendida.
—¿Qué quieres, que te lo suplique?
—No estaría mal, pero quizá en otra ocasión —Pedro se inclinó un poco hacia delante, como si fuera a tocarla, y Paula dio un paso atrás—. Dices que puedes competir con los mejores, ¿no? Veamos si estás diciendo la verdad —dijo entonces, ofreciéndole un taco de billar.
—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?
—¿Quieres que te devuelva la camiseta? Pues entonces tendrás que ganártela.
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