lunes, 27 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 37




Pedro despertó justo antes del amanecer, desconcertado pero muy consciente de quién dormía a su lado.


Se apoyó en un codo con cuidado, para no molestarla. Paula murmuró algo y se apoyó contra su pecho desnudo. A él le dio un vuelco el corazón. Eso era lo que quería para el resto de su vida. Lo había sabido a ciencia cierta desde el nacimiento de Emilia, pero había estado tomándose su tiempo, poniendo sus planes en marcha. Lo había pensado todo muy bien.


La casa estaba casi acabada y aunque él volvería al piso de la ciudad, no pensaba venderla. Tampoco tenía ninguna intención de vivir en Manhattan sin Paula y Emilia. Había convertido la habitación de invitados de su piso en un cuarto para la niña. Y pensaba hacer lo mismo con una de las de la granja, que utilizarían los fines de semana.


Iba a pedirle a Paula que se casara con él. Ya tenía el anillo. Sólo estaba esperando la sentencia de divorcio. Se inclinó y la besó en la sien. La noche anterior, si él no se hubiera dormido, habrían hecho el amor. Sólo pensarlo le provocó una oleada de deseo, pero lo controló. Quizá fuera mejor así. Habían esperado tanto que podían esperar a que ella fuera legalmente soltera. A que Emilia estuviera a cargo de una niñera de confianza. Quería que fuera perfecto. Paula no se merecía menos.


Ella se puso de lado y apoyó el trasero contra él. 


Pedro cerró lo ojos y gruñó. Un momento después salió de detrás de ella, diciéndose que si quería mantener sus planes tendría que evitar la tentación.




MILAGRO : CAPITULO 36




Paula estaba en la cama, despierta, mientras Emilia roncaba suavemente en su cuna. Oyó el coche de Pedro. La luz de los faros iluminó su dormitorio un momento. Miró el reloj que había en la mesilla. Eran más de las once. Se dio la vuelta y pensó que tal vez conseguiría dormirse, sabiendo que estaba en casa. Poco después, oyó un golpecito en la puerta.


Se puso una bata y bajó las escaleras.


Pedro parecía agotado. Tenía la barba crecida, los ojos rojos y la camisa arrugada tras un largo día.


Paula sonrió y lo envolvió en un abrazo.


—Me gusta volver a casa —suspiró él.


—Y a mí que vuelvas —sintió que sus brazos apretaban su cintura y oyó un susurro que habría jurado que le sonó a «pronto».


—Tengo una botella de pinot en la nevera —dijo ella, apartándose y dejándolo entrar—. Podemos sentarnos en el sofá y charlar un rato. Así me contarás tu día.


Ella iba hacia la cocina, pero Pedro agarró su mano y la retuvo. Sus cuerpos chocaron. Él puso las manos en sus caderas.


—El vino puede esperar, y también la conversación. Ah, Paula— musitó su nombre en su cabello y luego la apartó y le besó el cuello. 


Ella agradeció el contacto íntimo, disfrutando de las sensaciones que la recorrían como fuegos artificiales.


Buscó la boca de él, anhelando más. Había pasado mucho tiempo. Demasiado. La necesidad le dio coraje. Acarició su lengua y mordió su labio inferior con los dientes. Un gemido vibró en la garganta de él. Apartó las manos de su cintura, abrió la bata y se la quitó de los hombros. Las palmas callosas se engancharon con el tejido sedoso del camisón, pero Pedro lo levantó y se lo sacó por la cabeza.


Paula sintió un momento de vergüenza al encontrarse desnuda ante él, exceptuando unas braguitas. Casi había vuelto al peso de antes de el bebé, pero el embarazo había alterado permanentemente su anatomía. Tenía la cintura más gruesa y la piel de su abdomen estaba más flácida.


Pedro, yo... —se sonrojó intensamente.


—Estas preciosa, Paula —puso un dedo sobre sus labios—. Absolutamente preciosa.


Él hizo que se sintiera preciosa y su confianza resurgió junto con una intensa oleada de deseo.


Llevó las manos a su camisa y desabrochó los botones, siguiendo el recorrido de sus dedos con lo labios. La camisa cayó al suelo con el resto de las prendas y Pedro gimió.


Paula tenía las manos en su cinturón cuando la niña empezó a llorar.


—Había olvidado que teníamos compañía —se rió al decirlo, pero después soltó un suspiro.


Paula recogió la bata y se la puso.


—Tardaré poco. Diez minutos como mucho. Sírvete una copa de vino, y pon una para mí —empezó a subir las escaleras y luego se dio la vuelta—. No te vayas, Pedro, ¿de acuerdo?


—Ni se me ocurriría —él sonrió—. Aquí estaré.


Media hora después, cuando Emilia se durmió de nuevo, Paula encontró a Pedro en el sofá. 


Había dos copas de vino en la mesita de café. 


Estaba sin camisa y sin zapatos y profundamente dormido.


Pero había cumplido su promesa. Allí estaba.


Ella se tumbó en la franja de sofá que quedaba libre y apoyó la cabeza en la esquina del almohadón del que se había apropiado. Aunque él no se despertó, la rodeó con un brazo, protector incluso en sueños.


—Te quiero —susurró ella antes de dormirse.



MILAGRO : CAPITULO 35





Si Pedro no podía llegar a Gabriel’s Crossing a cenar, siempre telefoneaba. El teléfono sonó justo cuando Paula ponía a la bebé en el cochecito y se preparaba para ir a hacer la compra.


—Eh, Paula, soy yo.


—No vendrás a cenar —adivinó ella con un suspiro.


—No. Lo siento. Ha surgido algo —últimamente surgían cosas a menudo—. Espero que no hayas sacado nada para la cena.


Ella tomo nota mental de volver a guardar la chuletas que acababa de sacar del congelador.


—No. No te preocupes. Sé que tu horario puede ser impredecible.


—No lo será siempre —sonó como una promesa—. Estoy trabajando en algo importante en este momento. Algo enorme.


—¿Quieres contarme qué es? —Paula había sonreído al oír el entusiasmo de su voz, sabía que Pedro le encantaba su trabajo.


—Sí. Más de lo que imaginas. Pero no puedo aún, Paula —calló—. Quiero que sea una sorpresa.



domingo, 26 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 34




SE CONVIRTIÓ en un hábito quedarse dormida mientras Pedro cuidaba de Emilia. Durante las siguientes semanas, mientras Paula intentaba que la bebé adquiriera algún tipo de horario, casi lo único con lo que podía contar era que cuando llegaba al límite, ya fuera físico o emocional, Pedro estaría allí, dispuesto a echar una mano o a hacerse cargo de todo mientras ella se echaba una siesta o se duchaba o comía algo. Sólo estaba sola a última hora de la noche. 


Y aun así, sabía que si lo necesitaba sólo tenía que levantar el teléfono y llamar.


La semana después del nacimiento de Emilia, los padres de Paula fueron a visitar a su nieta. Se alojaron en un hostal en Gabriel’s Crossing y se quejaron de todo durante su estancia allí, que por fortuna fue breve. Tres días de sus egocéntricas quejas fueron más que suficientes para Paula.


Lo único bueno de su visita fue que parecían encantados de verdad con Emilia. No es que se les cayera la baba; Camila y Dario no eran de ese tipo. Pero sí parecían interesados y Paula lo apreció. Por supuesto, sus padres aprovecharon la oportunidad para volver a recriminarla por haber abandonado a Lucas, pero por lo visto habían aceptado que no iba a cambiar de opinión.


Con Pedro fueron cordiales, pero no demasiado amigables. Igual que Lucas, juzgaron a Pedro por lo que veían: un miembro de la clase trabajadora con manos diestras. Se habrían sentido impresionados si hubieran sabido de su éxitos profesionales. No vio razón para sacarlos de su error.


En cuanto a Lucas, no había visto al bebé. Paula lo había llamado desde el hospital para anunciarle el nacimiento de Emilia. No había tenido ganas de hablar con él, pero había pensado que, como padre del bebé, tenía derecho a saberlo. Había hecho las preguntas pertinentes, cuánto pesaba y si estaba bien. 


Aparte de eso no había parecido demasiado interesado. Y no había mencionado la prueba de ADN. Ella había colgado sintiendo tristeza por Emilia pero aliviada porque Lucas no fuera a formar parte de su vida. Aunque Lucas no quisiera a su hija, Paula conocía a alguien que sí la quería.


Pedro adoraba a Emilia, y según el invierno dio paso a la primavera, se demostró que el sentimiento era mutuo. Cuando se asomaba a la cuna, la bebé sonreía y agitaba las manitas con excitación. Igual que Paula, sabía que siempre podía contar con él.


En muchos sentidos, Paula, Pedro y Emilia eran como una familia. Cuando salían juntos solían confundirlos con una familia, pero no lo eran. 


Igual que Paula y Pedro eran como una pareja en muchos sentidos: compartiendo cenas y jugando con la niña antes de que Emi se acostara. Pero no eran una pareja.


Eran individuos con preocupaciones y objetivos distintos, tal y como quedó claro cuando Pedro volvió a trabajar en Manhattan a finales de abril. Tenía un compromiso con su hermano Y una obligación con su empresa. 


Paula lo entendía. Igual que entendía que no se había comprometido con ella y no tenía ninguna obligación.


Ella asumía que tenían un futuro juntos. A veces estaba segura de que Pedro deseaba el matrimonio. «Cuando llegue el momento y la mujer adecuada», había dicho. Sin duda, el momento distaba de ser perfecto. Pero la sentencia final de divorcio se acercaba y el tema no había vuelto a mencionarse. Los ahorros de Paula se agotaban y sus gastos ascendían; tenía que ponerse a buscar trabajo en serio.


Se lo mencionó a Pedro una mañana que él pasó por la casa al amanecer. Había empezado a ir allí a desayunar antes de iniciar el largo viaje a Manhattan. A veces, si había tráfico o él tenía que quedarse en la ciudad hasta tarde, sólo lo veía por la mañana.


Echaba de menos sus cenas y las largas conversaciones. Lo echaba de menos, sobre todo desde que había empezado a dedicar buena parte del fin de semana a trabajar en la casa. La restauración estaba a punto de finalizar, y ya no trabajaba solo. Había contratado a un equipo de tres hombres para que lijaran y pintaran las paredes exteriores y el garaje, que mejoró con una puerta eléctrica, y un paisajista ya había elegido los arbustos y las perenne que adornarían las bancadas de flores.


Ella ya se imaginaba el cartel de «Se vende» en la puerta y se preguntaba qué ocurriría entonces.


—He decidido empezar a buscar trabajo —le dijo, mientras él le daba el biberón a Emilia.


—¿Tan pronto? —Pedro alzó la cabeza.


—Emilia tiene casi cuatro meses. He podido dedicarle más tiempo que la mayoría de las madres —aun así se le encogía el corazón al pensarlo. No le gustaba la idea de dejar a su hija al cuidado de otra persona.


—¿Dónde estás pensando en buscar? —apartó el biberón y se puso a la bebé en el hombro para que eructara. Paula observó cómo sus grandes y callosas manos daban palmaditas en la espalda de su hija.


—Tengo algunas ideas —nombró las agencias. Ya había actualizado su currículum y su portafolio de proyectos. Ambos estaban listos para ser enviados.


—Manhattan, bien —asintió él.


—Claro que Lily sigue insistiendo en San Diego —tragó saliva. Su amiga había vuelto a repetírselo en su última conversación.


—¿Considerarías esa opción? —su mano se detuvo.


—No lo sé —contestó ella con honestidad—. Lily se ha ofrecido a cuidar de Emilia mientras esté trabajando.


Ésa era la gran ventaja. Emilia estaría en manos de alguien a quien Paula conocía y en quien confiaba. Lo malo estaba sentado justo enfrente de ella. ¿Cómo iba abandonar al hombre al que amaba?


—No tomes ninguna decisión aún.


—Tendré que hacerlo en algún momento.


—Lo sé. Pero aún no —besó la cabeza de la niña con ternura—. Prométeme que esperarás.


Ella lo prometió, pero después se dio cuenta de que Pedro no le había dicho a qué tenía que esperar.



MILAGRO : CAPITULO 33



Era casi medianoche cuando Paula por fin dilató lo suficiente para poder empezar a empujar. 


Pedro se había ido a la sala de espera. Ella se lo había pedido, pero descubrió que anhelaba su presencia en los últimos momentos antes del parto. Comprendió que no se trataba de que confiara en él. Lo amaba.


«Amo a Pedro».


Había elegido mal momento para tener esa revelación. Estaba a minutos de convertirse en madre y a meses de volver a ser soltera. Pero no dudaba de su sentimiento. Lo había amado desde que compró el ridículo osito, o quizá incluso antes. Había tenido incontables gestos de amabilidad a lo largo de los meses, pequeñas cosas que habían ido sumándose hasta llenar su corazón. Dio el último empujón.


—Es una niña —dijo el médico, alzando a la llorosa criatura para que Paula la viera.


Una niña. Tal y como había dicho Pedro. A través de las lágrimas vio unos bracitos agitándose y una carita arrugada que le robó el corazón. Se rió y luego sollozó con histerismo.


—Mi Emilia —susurró. Allí estaba su hija. Por fin, el milagro que había estado esperando. Se preguntó si habría otro más en la sala de espera.


Un rato después trasladaron a Paula a una habitación privada con el bebé.


—¿Puede ir a buscar a Pedro Alfonso y decirle que tenía razón? —le pidió a la enfermera—. Dijo desde el principio que era una niña.


—Claro —asintió la enfermera—. Se lo diré.  Aunque puede decírselo usted. ¿Quiere que le diga que entre? Sé de buena tienta que lleva paseando por la sala de espera como un tigre enjaulado desde que la dejó. Está volviendo locas a las enfermeras del control.


Paula quería ver a Pedro más que nada en el mundo, pero se llevó la mano al pelo apelmazado e hizo una mueca de horror.


—¿Qué aspecto tengo?


—De acabar de dar a luz a una niña preciosa y sana. Está encantadora —la enfermera sonrió—. Todas las nuevas madres lo están.


Paula supuso que eso probablemente significaba que estaba horrible, pero su excitación venció a la vanidad.


—Sí. Me gustaría que le dijese que entrara.


Unos minutos después, Pedro asomó la cabeza por la puerta antes de entrar. Tenía el rostro cansado y oscurecido pro la barba de un día. 


Arrugas de preocupación surcaban su frente y tenía los ojos inyectados en sangre. A ella le dio un vuelco el corazón al verlo. Sí que lo amaba.


—Hola, mami.


—Esa soy yo —sonrió ella.


—La enfermera dice que quieres presentarme a alguien.


—Y así es —extendió una mano hacia él para que se acercara—. Ésta es Emilia.


—Emilia, ¿eh? —Pedro, sonriente, fue hacia la cama—. Ya te dije que era una niña.


—Sí que lo hiciste.


Su expresión se suavizó al mirar la diminuta carita. El bebé estaba envuelto en una mantita de rayas de colores pastel y llevaba un gorrito rosa. Estaba profundamente dormida, pero la enfermera le había asegurado a Paula que eso no duraría mucho.


—Dios, Paula, es preciosa —dijo con voz queda y reverente—. Pero sabía que lo sería. Es igualita que tú.


—Tiene los ojos azules, y también tiene pelo —Paula le quietó el gorrito para revelar una mata de pelo fino y oscuro, completamente de punta.


—Bonito peinado —rió él—. Tiene tu barbilla —la tocó con la yema del dedo índice y Emilia, a pesar de que estaba dormida, alzó una esquina de la boca, como si supera quién era—. ¿Has visto eso? Creo que ha sonreído.


—¿Quieres tenerla en brazos? —preguntó Paula, encantada con que él estuviera tan emocionado.


—¿Bromeas? —sonrió mostrando sus hoyuelos—. No se me ocurre nada que desee hacer más en este momento.


Alzó a la niña, sujetando su cuello y su cabeza con cuidado. Paula había visto cómo manejaba maquinaria eléctrica y martillos. Parecía igual de cómodo ocupándose de una recién nacida. Se la colocó en el hueco del brazo y se sentó al borde de la cama.


—¿Cuánto pesa? Parece ligera como una pluma.


—Tres kilos, cuatrocientos gramos.


—Eso está muy bien —dijo él sin apartar la mirada del rostro de Emilia. Levantó la manta y sujetó un par de diminutos pies rosados en la palma de la mano—. Veo que tiene todos los deditos.


—Sí.


—Has hecho un buen trabajo.


Paula asintió con un suspiro. Toda la incertidumbre emocional de los últimos meses y el dolor físico de las últimas horas quedaron olvidados.


—¿Cómo te encuentras? —Pedro se inclinó hacia ella y la besó en la frente—. Ha sido un día largo y una noche más larga aún.


—Agotada y dolorida —admitió ella—. Debería estar durmiendo. Es la primera regla de la maternidad. Aprovechar para dormir cuando se pueda. Pero me da miedo cerrar los ojos y despertarme en mi cama y que el nacimiento de Emilia haya sido un sueño.


—Es real, Paula, y está aquí.


—¿Y tú?


—¿Qué quieres decir?


—¿Tú también eres real? —preguntó ella con voz queda.


—Ajá —él sonrió, casi como si entendiera la extraña pregunta—. Y tampoco voy a irme a ningún sitio. Así que cierra los ojos y duerme.


Con Pedro sentado a su lado, con su hija recién nacida en brazos, Paula cerró los ojos y se rindió a un sueño tranquilo y pacífico.



MILAGRO : CAPITULO 32





Ya en el hospital comprendió que tal vez no. 


Paula siguió con contracciones y a última hora de la tarde estaba agotada. Y Pedro también. 


Había estado con ella en la sala de dilatación, frotándole la espalda y dándole trocitos de hielo para chupar. Al poco de empezar el proceso había aprendido, de la manera difícil, a no darle la mano cuando llegara una contracción. Paula nunca le había parecido una mujer fuerte, pero cuando sus dedos aferraron los suyos como una tenaza, le había costado no gemir y caer al suelo de rodillas.


—¿Eso ha sido para compartir un poco de dolor? —había bromeado cuando ella lo soltó.


—¿Qué? —Paula lo había mirado confusa.


—Nada —había sacudido la mano con discreción, esperando que volviera a circular la sangre.


El doctor entró poco antes de las siete para comprobar sus progresos. Pedro se entretuvo ahuecando las almohadas durante el examen, sintiéndose un poco incómodo.


—Todavía tardará un rato. ¿Por qué no das un paseo por el pasillo? —sugirió el doctor—. Volveré dentro de una hora; con suerte habrá progresos para entonces.


Así que pasearon por el pasillo, con la esperanza de que eso acelerara el parto. Pero cuando el médico volvió, poco antes de las nueve, Paula sólo había dilatado medio centímetro más. Iba a ser una larga noche. Los signos vitales del bebé estaban siendo monitorizados y el médico no parecía preocupado. Pero Pedro sí lo estaba. Hizo un aparte con una de las enfermeras.


—¿Cuánto tiempo va a durar esto? Paula ya ha aguantado mucho. No sé si podrá soportar mucho más —tampoco sabía cuánto podría aguantar él. Era un infierno verla retorcerse de dolor y no poder hacer nada para ayudarla.


La mujer sonrió y le dio una palmadita en la mano.


—Podría ser una hora, dos o incluso tres. Es difícil saberlo. Los bebés siguen su propio ritmo. Pero no se preocupe. Su esposa lo está haciendo bien. Muy bien. Y su hijo o hija estará aquí antes de que se dé cuenta.


Las palabras causaron tal anhelo a Pedro que no se molestó en corregirla. Él deseaba lo que la enfermera creía que ya tenía. Quería a Paula como esposa. Quería que su hijo fuera el suyo.


Se prometió que así sería, antes o después.


Serían una familia.


No estaba medio enamorado de ella. Estaba enamorado del todo, sin haber tenido siquiera una cita formal con ella. Sin haber hecho más que darle la mano, acariciarle la espalda y besar sus labios. Era muy distinto de cómo había sido con Helena, pero aun así se tomaría su tiempo.


Paula necesitaba acostumbrarse a su maternidad y seguía estando el tema de su marido. Ella había sido herida y maltratada emocionalmente por Lucas y por sus padres. Ya había avanzado mucho, pero él quería que todas sus heridas cicatrizaran, igual que lo habían hecho las de él en gran medida gracias a Paula.


Entretanto, él tenía que hacer planes para su futuro.



sábado, 25 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 31




Las contracciones de Paula empezaron después de medianoche, en la cuarta semana del año nuevo y sólo dos días antes de que saliera de cuentas. Afortunadamente, la tensión alta había sido provocada por el estrés, y el resto del
embarazo no había tenido complicaciones. 


Hasta que sintió el primer espasmo que pareció atravesar su abdomen y la llevó a encogerse como una bola bajo el edredón, se había sentido perfectamente preparada para dar a luz. De hecho, estaba ansiosa por ver cara a cara a la personita que había estado utilizando su vejiga como balón de entrenamiento durante los últimos meses.


Había elegido los nombres: Guillermo para niño y Emilia para niña. Había lavado y ordenado los regalos recibidos en la fiesta que su amiga Lily había organizado para ella. La habían celebrado en la casa grande, en el espacioso salón de Pedro.


A Paula la había emocionado que hubieran asistido varias de sus antiguas compañeras de trabajo, así como un par de vecinas del edificio en el que había vivido con Lucas. Su madre no había ido, aunque eso no había sido una sorpresa. Había una conferencia en Salt Lake City a la que no podía dejar de ir.


Pero la madre de Pedro sí. Él la había invitado y había ido seguramente tanto por curiosidad como por cortesía. La había acompañado Graciela, la hermana de Pedro. A Paula ambas le habían parecido interesantes y encantadoras, a pesar de que le habían hecho muchas preguntas que denotaban su preocupación porque Pedro tuviera relaciones con ella.


En cuanto esa relación, se había mantenido parada, dado su avanzado estado de gestación y la lentitud de su divorcio. Seguían comiendo juntos, charlaban y paseaban cuando el tiempo lo permitía. Pero él no había vuelto a besarla como aquella vez en su casa.


La fiesta había sido reducida pero muy especial. 


Lily se había ocupado de eso, con ayuda de Pedro. La tarde siguiente, después de que la señora Alfonso y Graciela se hubieran marchado a casa y ellos dejaran a Lily en el aeropuerto, Pedro y Paula habían pasado una hora organizando los regalos que había recibido. 


Pedro había exclamado con aprecio, igual que ella, al ver prendas diminutas, sonajeros y mantitas. Después había insistido en ayudarla a montar la cuna y el cambiador que había recibido un mes antes.


En ese momento, Paula se había sentido muy tranquila al pensar en su cercana maternidad. 


Pero según pasaban las horas y las contracciones se intensificaban, empezó a tener sus dudas.


Dudas graves.


—¡Dios, no creo que pueda hacer esto! —gritó al sentir una nueva contracción. Su pánico aumentó con el dolor.


Intentó la técnica de respiración que había aprendido en las clases de preparación al parto. 


Gabriel’s Crossing no tenía hospital, así que había estado yendo al de Danbury. Una enfermera había accedido a actuar como su preparadora. Ella había pensado en pedírselo a Pedro, dado que él había insistido en que la llevaría al hospital cuando llegase el momento, pero no lo hizo por modestia. Había visto el vídeo del parto. Era asombroso, un auténtico milagro, pero no era la imagen que quería quedase grabada en el cerebro del hombre con quien algún día esperaba tener una relación más intensa que la amistad.


Miró por la ventana. El viaje a Danbury no era largo, pero ver que había nevado la noche anterior no le calmó los nervios en absoluto. 


Unos siete centímetros de nieve cubrían el camino que llevaba de la casita a la puerta trasera de Pedro. Levantó el teléfono y marcó su número. Pedro contestó al tercer timbrazo.


—¿Hola?


—Hola, soy Paula—tras decir eso se colocó la parte inferior del auricular en la frente, para poder jadear sin que Pedro creyese que era una llamada obscena.


—Hace una mañana fantástica, ¿eh? ¿Has mirado fuera?


—Sí —siguió jadeando.


—Parece una postal. El cielo azul hace un contraste precioso.


—Hum —murmuró ella. En otras circunstancias habría estado de acuerdo con él. Pero en ese momento no quería carreteras resbaladizas que se interpusieran entre ella y la epidural que le habían prometido.


—Estoy pensando en ir hasta el huerto con la cámara y sacar unas fotos. ¿Te apetece un paseo después de desayunar? —preguntó él.


—En realidad no —jadeó contra el auricular.


—Paula, ¿va todo bien?


—No. Tengo contracciones.


—¿Ahora? —sonó incrédulo y casi tan asustado como ella se sentía, pero hizo acopio de coraje—. Aguanta, cielo, ahora mismo estoy allí.


Cumplió su palabra. Ella acababa de colgar cuando lo vio salir corriendo por la puerta trasera de su casa. No se había puesto zapatos ni abrigo.


—¿Cómo estás? —le preguntó, cuando recuperó el aliento.


—Bien. Asustada —admitió ella—. No creo que pueda hacer esto.


—Claro que puedes, cielo.


Era la segunda vez que la llamaba así. Ella nunca había sido el cielo de nadie, aparte de Aburrida Paula, nunca había tenido un mote. Le gustaba la palabra, sobre todo viniendo de Pedro.


—Las mujeres tienen bebés todo el tiempo —estaba diciendo—. No hay razón para que estés asustada. Ninguna. ¿Entendido?


—¿Entendido? —ella soltó el aire de golpe. Sus palabras no la reconfortaban, pero su presencia sí. Se sentía segura con él. Durante los últimos meses le había demostrado una cosa: podía contar con él.


—¿Tienes una bolsa preparada? —preguntó él.


—Está en el armario del dormitorio —ella señaló la escalera.


—Fantástico. ¿Por qué no llamas al médico mientras voy a buscarla? —preguntó él.


—Vale.


Paula dejó un mensaje en el contestador del médico y luego se puso el abrigo. Pedro llegó a tiempo de ayudarla a ponerse las botas.


—Supongo que no es el mejor momento para confesarlo, pero estoy loco por tus tobillos —dijo, arrodillado ante ella.


—Están hinchados —con las piernas extendidas, alcanzaba a verlos por encima del bulto de la tripa.


—Me encantan de todas formas —le besó el tobillo izquierdo y alcanzó la bota.


—Los pies también están hinchados —comentó ella, mientras él intentaba ponerle la bota. De repente, se le ocurrió algo. ¡Hacía más de una semana que no se afeitaba las piernas!


—¡No puedo ir al hospital! —aulló.


—Sí, puedes —Pedro la miró—. Puedes hacerlo —repitió, malinterpretando su exclamación.


—No. No lo entiendes. No puedo ir al hospital antes de afeitarme las piernas.


—Paula —empezó él con voz paciente.


Pero ella negaba con la cabeza. De repente, lo más importante del mundo era tener las pantorrillas suaves y lisas cuando tuviera que poner los pies en los estribos y empujar.


—No iré a ningún sitio sin afeitarme las piernas —anunció, desafiante.


—Vaaale —suspiró él.


—Sé que crees que estoy siendo ridícula, pero... —calló. Estaba siendo ridícula. Pero, incluso sabiéndolo, no iba a cambiar de opinión. Todo lo demás estaba fuera de su control en ese momento. Las piernas depiladas no.


—Pero hazlo rápido para que podamos salir cuanto antes —Pedro se enderezó y le ofreció una mano para ayudarla a levantarse.


Rápido. Había sido una tarea monumental la última vez. Se mordió el labio y Pedro la miró.


—¿A qué estás esperando?


—Tienes que ayudarme.


Él abrió la boca y la miró como si se hubiera vuelto loca.


—¿Quieres que te afeite las piernas?


—Por favor. Yo tardaré una barbaridad —se tocó la tripa y aclaró lo obvio—. No soy tan ágil como solía. Me cuesta doblarme.


—Entiendo —asintió él—. ¿También tendré que afeitarte los tobillos?


—Bueno, son parte de las piernas —ella sonrió.


—Me pides demasiado.


—Podrás soportarlo —le aseguró ella. Soltó una risita—. La cuchilla y la espuma están en la ducha.


Pedro fue por ellas. Cuando se dio la vuelta, Paula estaba sentada sobre la tapa cerrada del inodoro, intentando subirse las perneras del pantalón.


—Deja que lo haga yo —ofreció él, arrodillándose.


Después de poner una toalla bajo sus pies, echó espuma en una pierna y puso manos a la obra. Acabó con la primera pierna con unas pocas pasadas largas y firmes.


—Se te da bastante bien —dijo ella.


—Bueno, he tenido mucha práctica.


Ella alzó las cejas.


—En mi cara —aclaró él. Ambos se rieron.


Mojó una toallita y limpió los restos de espuma de la pierna. Empezó con la otra. Pensó que en otro momento y en circunstancias muy distintas, realizar esa tarea ten íntima podría haber sido una experiencia muy erótica, sobre todo llegando a las delicadas curvas de sus tobillos. 


Lo guardó en su mente como referencia futura. 


Quería volver a hacerlo algún día.


Cuando terminó, le secó las piernas, le puso unos calcetines y le bajó las perneras del pantalón. .


—¿Necesitas un corte de pelo antes de salir? ¿Una permanente quizás? —preguntó con ironía.


—Ja, ja. Muy gracioso —dijo ella con una mueca.


Pedro lo alegró ver que su expresión denotaba algo menos de miedo y pánico. El doctor telefoneó en ese momento con una preguntas: «¿Cuánto tiempo llevaba teniendo contracciones? ¿Con qué frecuencia?»


—Dice que va en serio —le comentó a Pedro después de colgar.


—Bien. ¿Qué te parece si te pongo las botas y el abrigo y vamos para allá?


Paula asintió, y al ver que empezaba a respirar por la boca supo que llegaba otra contracción. 


Cuanto antes estuvieran en carretera, mejor. 


Agarró la maletita y abrió la puerta. Pero ella dejó de andar.


Se quedó aferrada al umbral, jadeando como si acabara de correr una maratón.


—¿Qué pasa? ¿Es el bebé? —se le pasó por la cabeza la imagen de tener que traer al bebé al mundo y se puso pálido. Le mareaba pensarlo, pero lo haría. Haría lo que fuera para ayudar a Paula y a su bebé.


—No... es... el bebé —resopló ella—. Tú.


—¿Yo?


Ella miró sus pies.


—Deberías... ponerte... unos zapatos.


—Zapatos —Pedro se miró los pies. Sólo llevaba unos calcetines azul marino, empapados por su paseo sobre la nieve. Sonrió avergonzado—. Sí. Sería buena idea.


—Y... un abrigo.


—Sí —se rió—. Supongo que no estaba pensando a derechas.


La contracción de Paula había acabado y él notó en su rostro que volvía a sentir aprensión.


—¿Tú también estás nervioso? —le preguntó.


Estaba nervioso, asustado y media docena de cosas más. Pero esbozó una sonrisa, negó con la cabeza y le ofreció la mano.


—No. Emocionado. Hoy voy a conocer a mi segunda chica favorita