sábado, 25 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 31




Las contracciones de Paula empezaron después de medianoche, en la cuarta semana del año nuevo y sólo dos días antes de que saliera de cuentas. Afortunadamente, la tensión alta había sido provocada por el estrés, y el resto del
embarazo no había tenido complicaciones. 


Hasta que sintió el primer espasmo que pareció atravesar su abdomen y la llevó a encogerse como una bola bajo el edredón, se había sentido perfectamente preparada para dar a luz. De hecho, estaba ansiosa por ver cara a cara a la personita que había estado utilizando su vejiga como balón de entrenamiento durante los últimos meses.


Había elegido los nombres: Guillermo para niño y Emilia para niña. Había lavado y ordenado los regalos recibidos en la fiesta que su amiga Lily había organizado para ella. La habían celebrado en la casa grande, en el espacioso salón de Pedro.


A Paula la había emocionado que hubieran asistido varias de sus antiguas compañeras de trabajo, así como un par de vecinas del edificio en el que había vivido con Lucas. Su madre no había ido, aunque eso no había sido una sorpresa. Había una conferencia en Salt Lake City a la que no podía dejar de ir.


Pero la madre de Pedro sí. Él la había invitado y había ido seguramente tanto por curiosidad como por cortesía. La había acompañado Graciela, la hermana de Pedro. A Paula ambas le habían parecido interesantes y encantadoras, a pesar de que le habían hecho muchas preguntas que denotaban su preocupación porque Pedro tuviera relaciones con ella.


En cuanto esa relación, se había mantenido parada, dado su avanzado estado de gestación y la lentitud de su divorcio. Seguían comiendo juntos, charlaban y paseaban cuando el tiempo lo permitía. Pero él no había vuelto a besarla como aquella vez en su casa.


La fiesta había sido reducida pero muy especial. 


Lily se había ocupado de eso, con ayuda de Pedro. La tarde siguiente, después de que la señora Alfonso y Graciela se hubieran marchado a casa y ellos dejaran a Lily en el aeropuerto, Pedro y Paula habían pasado una hora organizando los regalos que había recibido. 


Pedro había exclamado con aprecio, igual que ella, al ver prendas diminutas, sonajeros y mantitas. Después había insistido en ayudarla a montar la cuna y el cambiador que había recibido un mes antes.


En ese momento, Paula se había sentido muy tranquila al pensar en su cercana maternidad. 


Pero según pasaban las horas y las contracciones se intensificaban, empezó a tener sus dudas.


Dudas graves.


—¡Dios, no creo que pueda hacer esto! —gritó al sentir una nueva contracción. Su pánico aumentó con el dolor.


Intentó la técnica de respiración que había aprendido en las clases de preparación al parto. 


Gabriel’s Crossing no tenía hospital, así que había estado yendo al de Danbury. Una enfermera había accedido a actuar como su preparadora. Ella había pensado en pedírselo a Pedro, dado que él había insistido en que la llevaría al hospital cuando llegase el momento, pero no lo hizo por modestia. Había visto el vídeo del parto. Era asombroso, un auténtico milagro, pero no era la imagen que quería quedase grabada en el cerebro del hombre con quien algún día esperaba tener una relación más intensa que la amistad.


Miró por la ventana. El viaje a Danbury no era largo, pero ver que había nevado la noche anterior no le calmó los nervios en absoluto. 


Unos siete centímetros de nieve cubrían el camino que llevaba de la casita a la puerta trasera de Pedro. Levantó el teléfono y marcó su número. Pedro contestó al tercer timbrazo.


—¿Hola?


—Hola, soy Paula—tras decir eso se colocó la parte inferior del auricular en la frente, para poder jadear sin que Pedro creyese que era una llamada obscena.


—Hace una mañana fantástica, ¿eh? ¿Has mirado fuera?


—Sí —siguió jadeando.


—Parece una postal. El cielo azul hace un contraste precioso.


—Hum —murmuró ella. En otras circunstancias habría estado de acuerdo con él. Pero en ese momento no quería carreteras resbaladizas que se interpusieran entre ella y la epidural que le habían prometido.


—Estoy pensando en ir hasta el huerto con la cámara y sacar unas fotos. ¿Te apetece un paseo después de desayunar? —preguntó él.


—En realidad no —jadeó contra el auricular.


—Paula, ¿va todo bien?


—No. Tengo contracciones.


—¿Ahora? —sonó incrédulo y casi tan asustado como ella se sentía, pero hizo acopio de coraje—. Aguanta, cielo, ahora mismo estoy allí.


Cumplió su palabra. Ella acababa de colgar cuando lo vio salir corriendo por la puerta trasera de su casa. No se había puesto zapatos ni abrigo.


—¿Cómo estás? —le preguntó, cuando recuperó el aliento.


—Bien. Asustada —admitió ella—. No creo que pueda hacer esto.


—Claro que puedes, cielo.


Era la segunda vez que la llamaba así. Ella nunca había sido el cielo de nadie, aparte de Aburrida Paula, nunca había tenido un mote. Le gustaba la palabra, sobre todo viniendo de Pedro.


—Las mujeres tienen bebés todo el tiempo —estaba diciendo—. No hay razón para que estés asustada. Ninguna. ¿Entendido?


—¿Entendido? —ella soltó el aire de golpe. Sus palabras no la reconfortaban, pero su presencia sí. Se sentía segura con él. Durante los últimos meses le había demostrado una cosa: podía contar con él.


—¿Tienes una bolsa preparada? —preguntó él.


—Está en el armario del dormitorio —ella señaló la escalera.


—Fantástico. ¿Por qué no llamas al médico mientras voy a buscarla? —preguntó él.


—Vale.


Paula dejó un mensaje en el contestador del médico y luego se puso el abrigo. Pedro llegó a tiempo de ayudarla a ponerse las botas.


—Supongo que no es el mejor momento para confesarlo, pero estoy loco por tus tobillos —dijo, arrodillado ante ella.


—Están hinchados —con las piernas extendidas, alcanzaba a verlos por encima del bulto de la tripa.


—Me encantan de todas formas —le besó el tobillo izquierdo y alcanzó la bota.


—Los pies también están hinchados —comentó ella, mientras él intentaba ponerle la bota. De repente, se le ocurrió algo. ¡Hacía más de una semana que no se afeitaba las piernas!


—¡No puedo ir al hospital! —aulló.


—Sí, puedes —Pedro la miró—. Puedes hacerlo —repitió, malinterpretando su exclamación.


—No. No lo entiendes. No puedo ir al hospital antes de afeitarme las piernas.


—Paula —empezó él con voz paciente.


Pero ella negaba con la cabeza. De repente, lo más importante del mundo era tener las pantorrillas suaves y lisas cuando tuviera que poner los pies en los estribos y empujar.


—No iré a ningún sitio sin afeitarme las piernas —anunció, desafiante.


—Vaaale —suspiró él.


—Sé que crees que estoy siendo ridícula, pero... —calló. Estaba siendo ridícula. Pero, incluso sabiéndolo, no iba a cambiar de opinión. Todo lo demás estaba fuera de su control en ese momento. Las piernas depiladas no.


—Pero hazlo rápido para que podamos salir cuanto antes —Pedro se enderezó y le ofreció una mano para ayudarla a levantarse.


Rápido. Había sido una tarea monumental la última vez. Se mordió el labio y Pedro la miró.


—¿A qué estás esperando?


—Tienes que ayudarme.


Él abrió la boca y la miró como si se hubiera vuelto loca.


—¿Quieres que te afeite las piernas?


—Por favor. Yo tardaré una barbaridad —se tocó la tripa y aclaró lo obvio—. No soy tan ágil como solía. Me cuesta doblarme.


—Entiendo —asintió él—. ¿También tendré que afeitarte los tobillos?


—Bueno, son parte de las piernas —ella sonrió.


—Me pides demasiado.


—Podrás soportarlo —le aseguró ella. Soltó una risita—. La cuchilla y la espuma están en la ducha.


Pedro fue por ellas. Cuando se dio la vuelta, Paula estaba sentada sobre la tapa cerrada del inodoro, intentando subirse las perneras del pantalón.


—Deja que lo haga yo —ofreció él, arrodillándose.


Después de poner una toalla bajo sus pies, echó espuma en una pierna y puso manos a la obra. Acabó con la primera pierna con unas pocas pasadas largas y firmes.


—Se te da bastante bien —dijo ella.


—Bueno, he tenido mucha práctica.


Ella alzó las cejas.


—En mi cara —aclaró él. Ambos se rieron.


Mojó una toallita y limpió los restos de espuma de la pierna. Empezó con la otra. Pensó que en otro momento y en circunstancias muy distintas, realizar esa tarea ten íntima podría haber sido una experiencia muy erótica, sobre todo llegando a las delicadas curvas de sus tobillos. 


Lo guardó en su mente como referencia futura. 


Quería volver a hacerlo algún día.


Cuando terminó, le secó las piernas, le puso unos calcetines y le bajó las perneras del pantalón. .


—¿Necesitas un corte de pelo antes de salir? ¿Una permanente quizás? —preguntó con ironía.


—Ja, ja. Muy gracioso —dijo ella con una mueca.


Pedro lo alegró ver que su expresión denotaba algo menos de miedo y pánico. El doctor telefoneó en ese momento con una preguntas: «¿Cuánto tiempo llevaba teniendo contracciones? ¿Con qué frecuencia?»


—Dice que va en serio —le comentó a Pedro después de colgar.


—Bien. ¿Qué te parece si te pongo las botas y el abrigo y vamos para allá?


Paula asintió, y al ver que empezaba a respirar por la boca supo que llegaba otra contracción. 


Cuanto antes estuvieran en carretera, mejor. 


Agarró la maletita y abrió la puerta. Pero ella dejó de andar.


Se quedó aferrada al umbral, jadeando como si acabara de correr una maratón.


—¿Qué pasa? ¿Es el bebé? —se le pasó por la cabeza la imagen de tener que traer al bebé al mundo y se puso pálido. Le mareaba pensarlo, pero lo haría. Haría lo que fuera para ayudar a Paula y a su bebé.


—No... es... el bebé —resopló ella—. Tú.


—¿Yo?


Ella miró sus pies.


—Deberías... ponerte... unos zapatos.


—Zapatos —Pedro se miró los pies. Sólo llevaba unos calcetines azul marino, empapados por su paseo sobre la nieve. Sonrió avergonzado—. Sí. Sería buena idea.


—Y... un abrigo.


—Sí —se rió—. Supongo que no estaba pensando a derechas.


La contracción de Paula había acabado y él notó en su rostro que volvía a sentir aprensión.


—¿Tú también estás nervioso? —le preguntó.


Estaba nervioso, asustado y media docena de cosas más. Pero esbozó una sonrisa, negó con la cabeza y le ofreció la mano.


—No. Emocionado. Hoy voy a conocer a mi segunda chica favorita




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