domingo, 26 de agosto de 2018
MILAGRO : CAPITULO 33
Era casi medianoche cuando Paula por fin dilató lo suficiente para poder empezar a empujar.
Pedro se había ido a la sala de espera. Ella se lo había pedido, pero descubrió que anhelaba su presencia en los últimos momentos antes del parto. Comprendió que no se trataba de que confiara en él. Lo amaba.
«Amo a Pedro».
Había elegido mal momento para tener esa revelación. Estaba a minutos de convertirse en madre y a meses de volver a ser soltera. Pero no dudaba de su sentimiento. Lo había amado desde que compró el ridículo osito, o quizá incluso antes. Había tenido incontables gestos de amabilidad a lo largo de los meses, pequeñas cosas que habían ido sumándose hasta llenar su corazón. Dio el último empujón.
—Es una niña —dijo el médico, alzando a la llorosa criatura para que Paula la viera.
Una niña. Tal y como había dicho Pedro. A través de las lágrimas vio unos bracitos agitándose y una carita arrugada que le robó el corazón. Se rió y luego sollozó con histerismo.
—Mi Emilia —susurró. Allí estaba su hija. Por fin, el milagro que había estado esperando. Se preguntó si habría otro más en la sala de espera.
Un rato después trasladaron a Paula a una habitación privada con el bebé.
—¿Puede ir a buscar a Pedro Alfonso y decirle que tenía razón? —le pidió a la enfermera—. Dijo desde el principio que era una niña.
—Claro —asintió la enfermera—. Se lo diré. Aunque puede decírselo usted. ¿Quiere que le diga que entre? Sé de buena tienta que lleva paseando por la sala de espera como un tigre enjaulado desde que la dejó. Está volviendo locas a las enfermeras del control.
Paula quería ver a Pedro más que nada en el mundo, pero se llevó la mano al pelo apelmazado e hizo una mueca de horror.
—¿Qué aspecto tengo?
—De acabar de dar a luz a una niña preciosa y sana. Está encantadora —la enfermera sonrió—. Todas las nuevas madres lo están.
Paula supuso que eso probablemente significaba que estaba horrible, pero su excitación venció a la vanidad.
—Sí. Me gustaría que le dijese que entrara.
Unos minutos después, Pedro asomó la cabeza por la puerta antes de entrar. Tenía el rostro cansado y oscurecido pro la barba de un día.
Arrugas de preocupación surcaban su frente y tenía los ojos inyectados en sangre. A ella le dio un vuelco el corazón al verlo. Sí que lo amaba.
—Hola, mami.
—Esa soy yo —sonrió ella.
—La enfermera dice que quieres presentarme a alguien.
—Y así es —extendió una mano hacia él para que se acercara—. Ésta es Emilia.
—Emilia, ¿eh? —Pedro, sonriente, fue hacia la cama—. Ya te dije que era una niña.
—Sí que lo hiciste.
Su expresión se suavizó al mirar la diminuta carita. El bebé estaba envuelto en una mantita de rayas de colores pastel y llevaba un gorrito rosa. Estaba profundamente dormida, pero la enfermera le había asegurado a Paula que eso no duraría mucho.
—Dios, Paula, es preciosa —dijo con voz queda y reverente—. Pero sabía que lo sería. Es igualita que tú.
—Tiene los ojos azules, y también tiene pelo —Paula le quietó el gorrito para revelar una mata de pelo fino y oscuro, completamente de punta.
—Bonito peinado —rió él—. Tiene tu barbilla —la tocó con la yema del dedo índice y Emilia, a pesar de que estaba dormida, alzó una esquina de la boca, como si supera quién era—. ¿Has visto eso? Creo que ha sonreído.
—¿Quieres tenerla en brazos? —preguntó Paula, encantada con que él estuviera tan emocionado.
—¿Bromeas? —sonrió mostrando sus hoyuelos—. No se me ocurre nada que desee hacer más en este momento.
Alzó a la niña, sujetando su cuello y su cabeza con cuidado. Paula había visto cómo manejaba maquinaria eléctrica y martillos. Parecía igual de cómodo ocupándose de una recién nacida. Se la colocó en el hueco del brazo y se sentó al borde de la cama.
—¿Cuánto pesa? Parece ligera como una pluma.
—Tres kilos, cuatrocientos gramos.
—Eso está muy bien —dijo él sin apartar la mirada del rostro de Emilia. Levantó la manta y sujetó un par de diminutos pies rosados en la palma de la mano—. Veo que tiene todos los deditos.
—Sí.
—Has hecho un buen trabajo.
Paula asintió con un suspiro. Toda la incertidumbre emocional de los últimos meses y el dolor físico de las últimas horas quedaron olvidados.
—¿Cómo te encuentras? —Pedro se inclinó hacia ella y la besó en la frente—. Ha sido un día largo y una noche más larga aún.
—Agotada y dolorida —admitió ella—. Debería estar durmiendo. Es la primera regla de la maternidad. Aprovechar para dormir cuando se pueda. Pero me da miedo cerrar los ojos y despertarme en mi cama y que el nacimiento de Emilia haya sido un sueño.
—Es real, Paula, y está aquí.
—¿Y tú?
—¿Qué quieres decir?
—¿Tú también eres real? —preguntó ella con voz queda.
—Ajá —él sonrió, casi como si entendiera la extraña pregunta—. Y tampoco voy a irme a ningún sitio. Así que cierra los ojos y duerme.
Con Pedro sentado a su lado, con su hija recién nacida en brazos, Paula cerró los ojos y se rindió a un sueño tranquilo y pacífico.
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