lunes, 27 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 36




Paula estaba en la cama, despierta, mientras Emilia roncaba suavemente en su cuna. Oyó el coche de Pedro. La luz de los faros iluminó su dormitorio un momento. Miró el reloj que había en la mesilla. Eran más de las once. Se dio la vuelta y pensó que tal vez conseguiría dormirse, sabiendo que estaba en casa. Poco después, oyó un golpecito en la puerta.


Se puso una bata y bajó las escaleras.


Pedro parecía agotado. Tenía la barba crecida, los ojos rojos y la camisa arrugada tras un largo día.


Paula sonrió y lo envolvió en un abrazo.


—Me gusta volver a casa —suspiró él.


—Y a mí que vuelvas —sintió que sus brazos apretaban su cintura y oyó un susurro que habría jurado que le sonó a «pronto».


—Tengo una botella de pinot en la nevera —dijo ella, apartándose y dejándolo entrar—. Podemos sentarnos en el sofá y charlar un rato. Así me contarás tu día.


Ella iba hacia la cocina, pero Pedro agarró su mano y la retuvo. Sus cuerpos chocaron. Él puso las manos en sus caderas.


—El vino puede esperar, y también la conversación. Ah, Paula— musitó su nombre en su cabello y luego la apartó y le besó el cuello. 


Ella agradeció el contacto íntimo, disfrutando de las sensaciones que la recorrían como fuegos artificiales.


Buscó la boca de él, anhelando más. Había pasado mucho tiempo. Demasiado. La necesidad le dio coraje. Acarició su lengua y mordió su labio inferior con los dientes. Un gemido vibró en la garganta de él. Apartó las manos de su cintura, abrió la bata y se la quitó de los hombros. Las palmas callosas se engancharon con el tejido sedoso del camisón, pero Pedro lo levantó y se lo sacó por la cabeza.


Paula sintió un momento de vergüenza al encontrarse desnuda ante él, exceptuando unas braguitas. Casi había vuelto al peso de antes de el bebé, pero el embarazo había alterado permanentemente su anatomía. Tenía la cintura más gruesa y la piel de su abdomen estaba más flácida.


Pedro, yo... —se sonrojó intensamente.


—Estas preciosa, Paula —puso un dedo sobre sus labios—. Absolutamente preciosa.


Él hizo que se sintiera preciosa y su confianza resurgió junto con una intensa oleada de deseo.


Llevó las manos a su camisa y desabrochó los botones, siguiendo el recorrido de sus dedos con lo labios. La camisa cayó al suelo con el resto de las prendas y Pedro gimió.


Paula tenía las manos en su cinturón cuando la niña empezó a llorar.


—Había olvidado que teníamos compañía —se rió al decirlo, pero después soltó un suspiro.


Paula recogió la bata y se la puso.


—Tardaré poco. Diez minutos como mucho. Sírvete una copa de vino, y pon una para mí —empezó a subir las escaleras y luego se dio la vuelta—. No te vayas, Pedro, ¿de acuerdo?


—Ni se me ocurriría —él sonrió—. Aquí estaré.


Media hora después, cuando Emilia se durmió de nuevo, Paula encontró a Pedro en el sofá. 


Había dos copas de vino en la mesita de café. 


Estaba sin camisa y sin zapatos y profundamente dormido.


Pero había cumplido su promesa. Allí estaba.


Ella se tumbó en la franja de sofá que quedaba libre y apoyó la cabeza en la esquina del almohadón del que se había apropiado. Aunque él no se despertó, la rodeó con un brazo, protector incluso en sueños.


—Te quiero —susurró ella antes de dormirse.



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