sábado, 31 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 27




Paula se recostó sobre las almohadas y maldijo a Pedro mientras escuchaba sus pasos. Tenía el corazón roto. Pedro estaba equivocado, pensó. 


Ella no huía, adoraba la vida, y nunca se engañaba a sí misma. Pero entonces, ¿por qué lloraba?, se preguntó.


Minutos más tarde salió de la cama y empezó a vestirse. 


Entonces comenzó a comprender la respuesta. 


Estaba triste porque, al igual que con sus padres y otras parejas, no había logrado ayudar a Pedro. Le había fallado, pensó, igual que a los demás. Y además Pedro, como el resto, no la necesitaba.


Estaba decidido a marcharse. Bien, pensó, lo dejaría marchar. La vida continuaría. Continuaría como siempre, sin hombres, y se esforzaría por ser feliz. Disfrutaría de su soledad. Soledad, repitió mientras se abrochaba el vestido. 


Se detuvo un momento para secarse las lágrimas y entonces, de pronto, se derrumbó sobre la cama. ¿A quién pretendía engañar?, se preguntó. No había tenido ninguna relación tan intensa desde la muerte de Ramiro. Pedro era el desafío que había estado esperando, y sin embargo ahí estaba, se dijo, lamentándose en lugar de luchar. Pedro tenía razón: se había rendido.


Pero no iba a dejar que él dijera la última palabra. Se puso los zapatos y, decidida, se encaminó a las escaleras. Una vez más, se prometió a sí misma. Tenía que intentarlo una vez más. Le ayudaría y, al mismo tiempo, recapacitó, se ayudaría a sí misma, quizá.





viernes, 30 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 26





Más tarde, mientras yacía en la cama enroscada en brazos de Pedro, Paula llegó a la conclusión de que sólo había una forma de convencerlo para que se quedara más tiempo.


—Tú ganas, Pedro —dijo en voz baja recorriendo los músculos de su brazo con un dedo—. Volveré a hacerme pasar por tu mujer.


—¿Y qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión? —preguntó Pedro obligándola a mirarlo a la cara.


—¿El hecho de que practicar sea divertido? —bromeó parpadeando sugestivamente.


Pedro la miró irónico, pero la pregunta seguía reflejada en sus ojos. Paula no podía contestar. 


No estaba preparada para contarle la verdadera razón, pensó, no mientras siguiera confusa sobre si podía mantener una relación con Pedro.


Pedro había estado pensando en su padre, había decidido que tenía que volver a visitarlo, pero en ese momento le preocupaba más Paula. 


Unas horas antes ella se había negado a seguir fingiendo, y sin embargo parecía haber cambiado de opinión, reflexionó. Sólo por el hecho de haber hecho el amor. Aquello no estaba bien, se dijo. Saber que la estaba presionando era insoportable. El no merecía ese sacrificio, así que contestó:
—Voy a dejarlo, Paula —explicó acunándola en sus brazos—. He cambiado de opinión sobre lo de mentir a mi padre.


—¿Entonces vas a contarle la verdad? —preguntó Paula buscando sus ojos ensombrecidos.


Una ola de inquietud la invadía. Si Pedro hacía las paces con su pasado quizá se convirtiera en el hombre que ella necesitaba, pensó.


—No, me marcho —anunció Pedro observando su reacción—. Mañana.


La excitación se tornó en desilusión en el alma de Paula. Pedro quería deshacerse de ella además de su padre, pensó. Pero un hombre que había tenido que salir adelante como él no podía ser tan débil de carácter, recapacitó. Y sin embargo, aparentemente, se equivocaba. Pedro huía de la gente antes de que le hicieran daño. Paula no sabía si podía hacerle cambiar, pero tenía que intentarlo.


—Te avisé de que no merecía la pena —se disculpó Pedro viendo la desilusión en sus ojos.


—Bueno, no estoy tan segura —contestó Paula esforzándose por sonreír. Esa había sido siempre su táctica cuando sus padres discutían: relajar la tensión antes de obligarlo a enfrentarse a la situación, hacerle comprender que ella no era su enemiga, recordó—. Al menos durante la última hora he estado pensando precisamente lo contrario.


—Así de bien he estado, ¿eh? —Preguntó curvando los labios en una leve sonrisa—. Espero que no se extienda el rumor, sino las mujeres se me van a echar encima como las abejas a la miel.


—¡Vaya! Ya sabía yo que nunca se les debe de dar coba a los hombres. Siempre funciona.


—¿Es que nunca has oído advertir que se debe de tener cuidado con lo que se desea, no vaya a ser que se consiga?


—Sí, lo conseguí —contestó Paula relajada, apoyándose en un codo e inclinándose hacia adelante para lamer el cuello de Pedro con la lengua.


—Y... siendo tan bueno, ¿crees que debería de levantar una muralla para protegerme de las mujeres?


—¿Alguna vez te ha hecho falta? —preguntó Paula a su vez.


—¿El qué? ¿Una muralla? No, me las he arreglado solo. Pero puedo decirte con total sinceridad que nunca me había relacionado con ninguna mujer como contigo.


—Eso se debe a que soy una tonta con los niños, con los animales y...


—Yo no soy un niño, así que debo de ser un animal, ¿no? ¿Es que has llegado a esa conclusión durante la última hora más o menos?


—Iba a añadir con los corazones solitarios, pero si quieres considerarte un animal, adelante —contestó Paula rodando por la cama y levantando los brazos para apoyar en ellos la cabeza.


Aquel movimiento había dejado sus pechos al descubierto. 


Pedro comenzó a posar sobre ella un chorro de besos desde el cuello hasta los pezones. Más tarde, mientras se recostaba sobre Paula y ambos disfrutaban de la dulce paz de haber satisfecho el amor, Paula volvió a recordar que Pedro se marcharía. Aquel glorioso sentimiento desapareció de su interior. En su lugar surgió la ansiedad. Tenía que hacer algo, se dijo.


—¿Has cambiado de opinión con respecto a lo de marcharte?


Paula sintió el peso del torso de Pedro mientras suspiraba y finalmente se levantaba.


—No, me voy. No puedo seguir mezclándote en mi vida.


—No te preocupes por mí —contestó Paula haciendo luego una pausa—. Si te quedaras a resolver ese asunto de tu padre podríamos seguir jugando a ser marido y mujer —Pedro no contestó. Aquello era alentador, se dijo Paula. Si había conseguido eso de él, quizá pudiera conseguir también que cambiara de opinión—. Tienes que volver a intentarlo, Pedro.


Pedro no sabía qué decir. Se había pasado la vida buscando a alguien que le hiciera sentir que pertenecía a algún sitio, a alguien leal que permaneciera a su lado como lo había hecho Guillermo, y no lo había encontrado... hasta conocer a Paula, comprendió. ¿Debía cambiar sólo por ella?, se preguntó. ¿Mantendría ella esa lealtad, sería capaz de amarlo como él desesperadamente necesitaba? Tenía miedo, sentía un nudo en el estómago. No estaba seguro de nada, sólo de que sentía pavor ante la idea de que lo decepcionara.


Era mucho más fácil caminar por la vida con dureza y frialdad, se dijo. Sin sentimientos uno no se exponía al sufrimiento. No debería de haberse llevado a Paula a la cama, recapacitó. Haciéndolo sólo había conseguido soñar con cosas que jamás ocurrirían.


—Tengo que estar en Virginia a primeros del mes que viene —comentó sin dejar de mirarla—.Si me quedo, cuando nos separemos será mucho peor.


—¿Peor para los dos? —Preguntó Paula con voz suave—, ¿o sólo para ti?


Pedro sintió que se ponía tenso. Siempre había evitado la reflexión, pensó, pero las preguntas de Paula no dejaban de atormentarlo. Sentía la necesidad de tomar sus propias decisiones, pero también de hacerla feliz. Sin embargo sabía que no lo conseguiría hasta que no hiciera lo que ella consideraba lo mejor para él. Rodó por la cama y se puso en pie, alcanzando los vaqueros.


—Has estado huyendo de tu pasado durante mucho, mucho tiempo, Pedro —añadió Paula tratando de presionarlo—. ¿No es hora ya de que te enfrentes a él y trates de ser feliz?


—¿Siempre eres así, Paula? —Preguntó abrochándose el pantalón—. ¿Siempre te preocupas por todos menos por ti?


—Por supuesto que me preocupo por mí.


—¿Y entonces cómo es que no tienes aún una familia? ¿Por qué juegas a ser mamá osa con todos los chicos del vecindario en lugar de buscar a alguien que te trate como a una princesa?


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. Pedro no iba a ser ese hombre, pensó levantando el mentón. Al menos eso dedujo ella de sus palabras. Ya lo sabía, pero oírlo dolía. 


Pedro alargó un brazo y enjugó las lágrimas de su rostro.


—Quizá haya sido bueno que me conocieras, quizá ahora te des cuenta de que tienes que buscar a alguien, no lo sé. Es posible que tú seas tan experta evadiendo tus problemas como yo, Paula, y que cuando me vaya decidas dejar de huir tú también. Entonces comprenderás que no era tan fácil afrontarlos como tú creías —terminó poniéndose la camisa y dirigiéndose hacia la puerta—. Voy a salir a dar un paseo, quédate todo el tiempo que quieras.


Sabía que no debería de haber dicho eso, se dijo Pedro. No tenía derecho. Se sentía culpable hasta la médula. Nunca había deseado hacerle daño, sobre todo después de lo que había sufrido en el pasado, recapacitó. Pero no podía volver a consolarla porque nada había cambiado.


POR UNA SEMANA: CAPITULO 25





De pronto Pedro, en medio de aquella escena, recuperó el control y dejó de moverse. Y entonces miró a Paula a los ojos. Eran como dos lagos enormes que parecían ocultar todos los secretos del universo, todos los secretos que él había estado buscando desde la infancia, en su soledad, reflexionó. Pedro se perdió en su sonrisa, en la suavidad y en la dulzura que tanto había anhelado. Era como si por fin hubiera encontrado lo que tanto había echado de menos en la vida, pensó, pero estaba triste porque sabía que no sería capaz de retenerlo.


Paula comprendió que algo le ocurría, así que lo abrazó por el cuello y lo atrajo hacia sí obligándolo a moverse. Se lo dio todo, y él la amó poniendo todo el cariño y la generosidad de que fue capaz. Pedro se maldecía porque sabía que, al final, no iba a conseguir sino hacerle daño.


Paula nunca se había sentido tan libre como cuando, finalmente, su cuerpo se estremeció de satisfacción, pletórico de aquello que había estado buscando desde... desde el día en que había posado los ojos sobre Pedro Alfonso, se dijo. Cuando él cayó por el precipicio del éxtasis con ella para descansar luego juntos, Paula se quedó quieta, pensando, con los ojos cerrados.


No podía dejar que él desapareciera de su vida, reflexionó. 


Aún no. No sabía qué esperaba de él, ni si él sería capaz de dárselo.




POR UNA SEMANA: CAPITULO 24





Paula no quería escuchar ninguna mentira aquella noche. De pronto recordó el comentario de Pedro de que ella era lo mejor que le había sucedido en la vida. Aquellas palabras la atormentaban. Si era mentira, no quería saberlo, se dijo. Con Ramiro nunca había sentido lo que estaba experimentando en ese preciso momento; todo aquel erotismo, todo aquel deseo. No quería oírle decir que su cuerpo era bello o que nunca había hecho el amor con ninguna mujer como con ella. No quería saber nada, porque no quería preguntarse si era cierto.


Pedro acarició sus pezones y ella dejó caer la cabeza sobre su hombro. Se apretó contra él, contra su masculinidad excitada, y movió las caderas en círculo al ritmo de sus caricias. 


Quería seducirlo, excitarlo tanto como lo estaba ella. Pedro tenía las manos ocupadas, de modo que se desabrochó el botón del cuello del vestido. Éste cayó hasta las caderas, y Pedro se lo quitó del todo dejando expuesta su ropa interior.


Pedro gemía mientras el placer recorría su cuerpo como una cascada. Al escuchar aquel sonido, Paula se volvió y tapó su boca con la de ella para evitar que dijera nada. Sin embargo, según parecía lo último que él pensaba hacer era hablar. 


Sólo la acariciaba y deslizaba las manos hacia su parte más vulnerable.


Tenía unas manos grandes y cálidas, pensó Paula. Tomó una de ellas para guiarla y comenzó a sentir un temblor interior. Aquello era química, se dijo. Puro sexo en estado básico. 


Sexo, se repitió. No amor. Pero no importaba, pensó. 


Ya tendría tiempo de justificarse a sí misma. 


Deseaba demasiado desesperadamente a Pedro.


Sus bocas se unieron. Paula se inclinó y comenzó a desabrochar los botones de su camisa con una urgencia compartida. Él se apartó y la ayudó.


—Estamos en la cocina —señaló Pedro.


Paula lo miró sonriendo y terminó de desabrocharle.


—¿Es que nunca has oído decir que el sexo no depende del lugar? Sólo importa el cómo.


—Sí, pero el cómo depende del lugar, y no va bien en una cocina —contestó Pedro.


—¿Seguro?


—Puedes confiar en mí —aseguró Pedro—. A mí me gusta con lujo y suavidad —añadió deslizando las palmas de las manos hacia sus nalgas para abrazarlas.


Paula se mordió el labio inferior mientras él la penetraba con su masculinidad excitada y comenzaba a besarle en la nuca. 


Tuvo que tragar antes de poder hablar:
—Pues ahora mismo no parece que te vaya mal.


—No —musitó él sin dejar de besarla—. Oh, Paula, no hay ninguna mujer más dulce y suave que tú.


Paula comprendió entonces que con sólo aquella hora de felicidad, sin nada más, estaba haciendo por Pedro más de lo que nadie hubiera hecho nunca. Quería ayudarlo, y podía hacerlo al tiempo que aplacaba su propia hambre.


—Estaríamos más cómodos arriba —añadió Pedro en un susurro.


La boca de Pedro le succionaba el lóbulo de la oreja, le hacía cosas excitantes y salvajes intensificando su deseo. 


Durante unos segundos, Paula no pudo moverse. Entonces él la levantó del suelo y, besándola, la llevó al salón. Sólo llegaron hasta el sofá. Era como yacer sobre una nube.


Pedro se quitó los vaqueros y Paula terminó de quitarle la camisa. La intensidad de su deseo la impulsaba a rozar con los labios sus pezones, a comportarse de un modo impúdico, como nunca en la vida lo había hecho. Pero no importaba, se dijo.


Desnudo, apoyado sobre los brazos, Pedro se deslizó por encima de ella lamiendo su cuello y deslizando la lengua por su piel caliente. Paula levantó el pecho para apretarlo contra su sólido torso, sintiendo cómo sus músculos se restregaban contra ella. Era la primera vez que no pensaba en el futuro, que no hacía algo planeando cada segundo. Vivía para sí misma, con un egoísmo salvaje...


—Y me encanta —susurró en voz alta sus pensamientos abriendo las piernas y levantando las caderas.


—Me alegro de oírlo —contestó Pedro deslizándose en su interior con tanta facilidad como si estuvieran hechos el uno para el otro.



jueves, 29 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 23





Pedro calló. Estaba pensativo. Al llegar a su casa giró y apagó el motor. Luego salió del vehículo y Paula lo siguió. 


No quería abandonarlo en ese estado. Por la mañana, él quizá se hubiera ido, pensó, y nunca más volvería a verlo. 


Rodeó el coche y lo miró a la cara. Estaba dispuesta a decirle que no se marchara, a rogarle que enderezara su vida. Maldijo su debilidad, su necesidad de ayudar a la gente e, ignorando la voz de su interior, se quedó. Pedro la necesitaba, y ella se había mezclado tanto en su vida que no podía abandonarlo a medio camino. Si lo hacía sentiría que había fracasado, reflexionó.


—¿Qué ha ocurrido esta noche, Pedro? ¿Por qué te fuiste así?


—Lo hiciste maravillosamente, Paula —se apresuró él a contestar—. Fui yo quien no estuvo convincente, por eso me fui. No quería decir algo de lo que luego me arrepintiera. Tendremos que ir a visitar a mi padre una vez más —añadió poniendo ambas manos sobre sus hombros—. Pero esta vez te prometo que lo haré bien.


Paula se quedó boquiabierta. Después de aquella noche era imposible que estuviera planeando seguir adelante con la farsa, pensó.


—No puedo seguir haciéndome pasar por tu mujer. No hay nada en el mundo que pueda hacerme cambiar de opinión. No puedo seguir mintiéndole a tu padre.


—¿Nada? —repitió Pedro.


Paula sacudió la cabeza decidida. Era inútil explicarle que no podía mentir después de ver la angustia en el rostro de Lucas, pensó.


—Nada.


—Te necesito, Paula.


Paula respiró hondo. Su corazón comenzó a latir acelerado.


Pedro, por favor, no me hagas esto —suplicó débilmente.


—No mentí en casa de Lucas —afirmó Pedro dando un paso adelante mientras ella se echaba atrás y apoyaba la espalda contra el coche. Sus cuerpos se tocaron, los pechos de Paula se apretaron contra el torso de Pedro, y la excitación volvió a surgir entre ellos—. Eres lo mejor que me ha ocurrido en la vida.


Paula levantó la vista y respiró entrecortadamente. Su mente estaba nublada por el deseo. No podía contestar, así que Pedro continuó:
—¿Qué me dices? —volvió a insistir con voz espesa.


Paula parpadeó tratando de ordenar sus pensamientos. 


Suspiró, y finalmente se vio obligada a admitir la verdad.


Pedro... creo que se me ha olvidado la pregunta.


—La pregunta era... —comenzó él a decir—... que si puedo hacerte el amor.


A pesar de que cada centímetro de su cuerpo ardía de deseo y se sentía borracha de pasión, Paula sonrió y afirmó:
—Esa no era la pregunta.


—Creía que no te acordabas —rió él.


Pedro estaba decidido a ignorar lo que acababa de ocurrir, pensó Paula. Se había equivocado. 


No era ella quien se desentendía del asunto, sino él. Sin embargo estaba cansada, el deseo obnubilaba su razón. Su cuerpo temblaba de necesidad. Negar los problemas quizá fuera una buena solución para ella también, se dijo.


—Así que quieres hacerme el amor, ¿eh? —Preguntó ladeando la cabeza como si estuviera considerando la cuestión—. ¿Aquí, delante de todos los vecinos?


—No tengo nada que ocultar.


—¿Estoy hablando con el mismo hombre que colgó el cartel de «No molestar»? ¿No tienes nada que ocultar?


—Cuando has visto un cuerpo los has visto todos —declaró Pedro.


—Apuesto a que Babs Tywall no diría eso si viera tu cuerpo desnudo.


—¿No? ¿Y entonces qué diría? —preguntó Pedro deslizando un dedo por su barbilla.


—No lo sé. ¿Por qué no me lo enseñas? Así podría especular —sugirió Paula abriendo la boca y acariciando con los labios el dedo de Pedro.


Pedro tomó la mano de Paula entre las suyas y la llevó con él hasta el porche. Allí la besó hasta hacerla desfallecer.


—¿Y la luz? —Bromeó ella sin aliento—. Pensé que no tenías nada que ocultar.


—No vamos a darle pistas a Babs —contestó Pedro agarrando su mano y besándola—. Aún no has contestado a mi pregunta.


—Sí, te he contestado —susurró ella en voz baja—. Aún estoy aquí.


Pedro se inclinó y la besó lenta y largamente. 


Sus labios la devoraron llenándola de excitación y de deseo. Paula nunca había imaginado que una persona pudiera sentir tanta pasión con la ropa puesta.


—Vamos dentro —dijo de nuevo en un susurro—.Tengo una inexplicable necesidad de desnudarme.


—Me siento como en el cielo —murmuró Pedro tomando su mano y abriendo la casa—. Cerraré por si a Frankie se le ocurre darse una vuelta por el vecindario.


—Pero a Frankie nunca... —Pedro la atrajo a sus brazos y comenzó a besarla en la boca—... se le ocurriría... —continuó Paula mientras Pedro la besaba en la mejilla y luego lamía la curva de su mentón—... hacer...


Pedro la estrechó en sus brazos y besó con la lengua la piel desnuda de su espalda desde el borde del vestido hasta la nuca.


—¿Qué decías de Frankie? —murmuró.


—¿Qué Frankie? —susurró ella volviendo la cara mientras Pedro desabrochaba lentamente la cremallera de su vestido.


Paula llevaba un sujetador sin tirantes. Pedro se lo desabrochó sin dejar de besarle la nuca ni un solo instante, y cuando terminó deslizó las manos por dentro de su vestido para acariciarle los pechos.


—Te he deseado desde el primer momento en que te vi —dijo Pedro con voz espesa entre beso y beso—. Eres preciosa.


—No digas nada, Pedro, sólo hazme el amor.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 22





Ese era el problema, y Pedro lo sabía. Había estado callado y taciturno porque sabía que nada de aquello podría nunca ser cierto. Ni era feliz, ni Paula era su mujer. Tenía que salir de allí, se dijo. Se puso en pie y se marchó. Paula se quedó mirándolo atónita. Justo entonces Lucas entró y vio que Pedro se había ido. Se dejó caer sobre el sillón y enterró la cara entre las manos.


— ¡Deseaba tanto que Pedro me perdonara! —exclamó con voz débil—. No es feliz, ¿verdad? Ni siquiera contigo, ni con su profesión. Aún le torturan los recuerdos.


Paula se sintió culpable. Deseaba confesar la verdad, pero era posible que Pedro no volviera a ver a su padre. Era mejor que Lucas siguiera creyendo que su hijo tenía una buena esposa, reflexionó. Pero tenía que hacer algo. Se puso en pie, se acercó a Lucas y se inclinó sobre él dándole unas palmaditas en la mano. Lucas se reincorporó y recuperó el control. Paula sabía que aquel hombre podría soportarlo, podía leerlo en su rostro. Por muy débil que hubiera sido en el pasado había cambiado, pensó.


—¿Ha cambiado tu vida para bien, Lucas ¿Estás mejor? —Lucas asintió—. Entonces, quizá entre tú y yo podamos ayudar a Pedro —continuó sin saber siquiera si aquello era verdad—. Por favor, insiste en aquello que has logrado, no te dejes vencer por culpa de Pedro.


—No lo haré —contestó Lucas asintiendo despacio.


—¿Tienes idea de dónde puede estar el hermano de Pedro?


—No —contestó Lucas mientras un brillo de esperanza cruzaba su mirada—. He estado buscándolo, pero no se lo digas a Pedro.


—No se lo diré.


—Si encuentro a Guillermo quizá eso le ayude.


—O quizá no —contestó Paula en voz baja—. Pedro necesita curarse, Lucas, pero nadie puede hacerlo por él.


Guillermo podía haber cambiado mucho, recapacitó, podía haber dejado de ser la persona a la que Pedro había conocido años atrás. Quizá ambos hermanos no tuvieran ya nada que compartir excepto lazos de sangre y malos recuerdos.


—Tú sí que eres buena para él.


—Para lo que le sirve —contestó Paula con lágrimas en los ojos—. Pedro se marchará pronto, y yo no puedo ir con él. Esperaba que hiciera las paces contigo y consigo mismo antes de marcharse —añadió mirando hacia la puerta—. Será mejor que me vaya.


—Te está esperando, ¿verdad? —Preguntó Lucas poniéndose en pie y retirándose el pelo de la cara en un gesto muy similar al de Pedro—. Si no, yo te llevaré.


—Sí, me está esperando —contestó Paula segura. Apretó la mano de Lucas una vez más y añadió—: Trataré por todos los medios de que vuelva a verte.


—Gracias.


Paula asintió y se dirigió hacia la puerta. Pedro estaba en el coche esperándola.


—Lo siento —se disculpó nada más subir ella—. Supongo que lo he echado todo a perder, ¿verdad?


—¿Por qué te has ido?


Pedro giró la llave de contacto e hizo una mueca sin mirarla.


—¿Estaría sonámbulo? —bromeó.


—Ya sé, ya sé —contestó Paula con un gesto de la mano.


—Sólo era una buena broma. Te has reído.


Pedro parecía decidido a ignorar los sentimientos que había hecho aflorar aquella visita, a seguir bromeando. Bueno, se dijo Paula, podía aceptarlo por el momento.


—Debería de haberle dicho a tu padre —añadió después de una pausa—, que aprendiste a echarte cabezaditas rápidas en la cárcel.


—Ha sido fantástico tenerte por esposa, mucho mejor de lo que nunca hubiera imaginado.


—Bueno, cometí un par de deslices, pero manejé bien la situación.