viernes, 30 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 24





Paula no quería escuchar ninguna mentira aquella noche. De pronto recordó el comentario de Pedro de que ella era lo mejor que le había sucedido en la vida. Aquellas palabras la atormentaban. Si era mentira, no quería saberlo, se dijo. Con Ramiro nunca había sentido lo que estaba experimentando en ese preciso momento; todo aquel erotismo, todo aquel deseo. No quería oírle decir que su cuerpo era bello o que nunca había hecho el amor con ninguna mujer como con ella. No quería saber nada, porque no quería preguntarse si era cierto.


Pedro acarició sus pezones y ella dejó caer la cabeza sobre su hombro. Se apretó contra él, contra su masculinidad excitada, y movió las caderas en círculo al ritmo de sus caricias. 


Quería seducirlo, excitarlo tanto como lo estaba ella. Pedro tenía las manos ocupadas, de modo que se desabrochó el botón del cuello del vestido. Éste cayó hasta las caderas, y Pedro se lo quitó del todo dejando expuesta su ropa interior.


Pedro gemía mientras el placer recorría su cuerpo como una cascada. Al escuchar aquel sonido, Paula se volvió y tapó su boca con la de ella para evitar que dijera nada. Sin embargo, según parecía lo último que él pensaba hacer era hablar. 


Sólo la acariciaba y deslizaba las manos hacia su parte más vulnerable.


Tenía unas manos grandes y cálidas, pensó Paula. Tomó una de ellas para guiarla y comenzó a sentir un temblor interior. Aquello era química, se dijo. Puro sexo en estado básico. 


Sexo, se repitió. No amor. Pero no importaba, pensó. 


Ya tendría tiempo de justificarse a sí misma. 


Deseaba demasiado desesperadamente a Pedro.


Sus bocas se unieron. Paula se inclinó y comenzó a desabrochar los botones de su camisa con una urgencia compartida. Él se apartó y la ayudó.


—Estamos en la cocina —señaló Pedro.


Paula lo miró sonriendo y terminó de desabrocharle.


—¿Es que nunca has oído decir que el sexo no depende del lugar? Sólo importa el cómo.


—Sí, pero el cómo depende del lugar, y no va bien en una cocina —contestó Pedro.


—¿Seguro?


—Puedes confiar en mí —aseguró Pedro—. A mí me gusta con lujo y suavidad —añadió deslizando las palmas de las manos hacia sus nalgas para abrazarlas.


Paula se mordió el labio inferior mientras él la penetraba con su masculinidad excitada y comenzaba a besarle en la nuca. 


Tuvo que tragar antes de poder hablar:
—Pues ahora mismo no parece que te vaya mal.


—No —musitó él sin dejar de besarla—. Oh, Paula, no hay ninguna mujer más dulce y suave que tú.


Paula comprendió entonces que con sólo aquella hora de felicidad, sin nada más, estaba haciendo por Pedro más de lo que nadie hubiera hecho nunca. Quería ayudarlo, y podía hacerlo al tiempo que aplacaba su propia hambre.


—Estaríamos más cómodos arriba —añadió Pedro en un susurro.


La boca de Pedro le succionaba el lóbulo de la oreja, le hacía cosas excitantes y salvajes intensificando su deseo. 


Durante unos segundos, Paula no pudo moverse. Entonces él la levantó del suelo y, besándola, la llevó al salón. Sólo llegaron hasta el sofá. Era como yacer sobre una nube.


Pedro se quitó los vaqueros y Paula terminó de quitarle la camisa. La intensidad de su deseo la impulsaba a rozar con los labios sus pezones, a comportarse de un modo impúdico, como nunca en la vida lo había hecho. Pero no importaba, se dijo.


Desnudo, apoyado sobre los brazos, Pedro se deslizó por encima de ella lamiendo su cuello y deslizando la lengua por su piel caliente. Paula levantó el pecho para apretarlo contra su sólido torso, sintiendo cómo sus músculos se restregaban contra ella. Era la primera vez que no pensaba en el futuro, que no hacía algo planeando cada segundo. Vivía para sí misma, con un egoísmo salvaje...


—Y me encanta —susurró en voz alta sus pensamientos abriendo las piernas y levantando las caderas.


—Me alegro de oírlo —contestó Pedro deslizándose en su interior con tanta facilidad como si estuvieran hechos el uno para el otro.



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