viernes, 30 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 26





Más tarde, mientras yacía en la cama enroscada en brazos de Pedro, Paula llegó a la conclusión de que sólo había una forma de convencerlo para que se quedara más tiempo.


—Tú ganas, Pedro —dijo en voz baja recorriendo los músculos de su brazo con un dedo—. Volveré a hacerme pasar por tu mujer.


—¿Y qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión? —preguntó Pedro obligándola a mirarlo a la cara.


—¿El hecho de que practicar sea divertido? —bromeó parpadeando sugestivamente.


Pedro la miró irónico, pero la pregunta seguía reflejada en sus ojos. Paula no podía contestar. 


No estaba preparada para contarle la verdadera razón, pensó, no mientras siguiera confusa sobre si podía mantener una relación con Pedro.


Pedro había estado pensando en su padre, había decidido que tenía que volver a visitarlo, pero en ese momento le preocupaba más Paula. 


Unas horas antes ella se había negado a seguir fingiendo, y sin embargo parecía haber cambiado de opinión, reflexionó. Sólo por el hecho de haber hecho el amor. Aquello no estaba bien, se dijo. Saber que la estaba presionando era insoportable. El no merecía ese sacrificio, así que contestó:
—Voy a dejarlo, Paula —explicó acunándola en sus brazos—. He cambiado de opinión sobre lo de mentir a mi padre.


—¿Entonces vas a contarle la verdad? —preguntó Paula buscando sus ojos ensombrecidos.


Una ola de inquietud la invadía. Si Pedro hacía las paces con su pasado quizá se convirtiera en el hombre que ella necesitaba, pensó.


—No, me marcho —anunció Pedro observando su reacción—. Mañana.


La excitación se tornó en desilusión en el alma de Paula. Pedro quería deshacerse de ella además de su padre, pensó. Pero un hombre que había tenido que salir adelante como él no podía ser tan débil de carácter, recapacitó. Y sin embargo, aparentemente, se equivocaba. Pedro huía de la gente antes de que le hicieran daño. Paula no sabía si podía hacerle cambiar, pero tenía que intentarlo.


—Te avisé de que no merecía la pena —se disculpó Pedro viendo la desilusión en sus ojos.


—Bueno, no estoy tan segura —contestó Paula esforzándose por sonreír. Esa había sido siempre su táctica cuando sus padres discutían: relajar la tensión antes de obligarlo a enfrentarse a la situación, hacerle comprender que ella no era su enemiga, recordó—. Al menos durante la última hora he estado pensando precisamente lo contrario.


—Así de bien he estado, ¿eh? —Preguntó curvando los labios en una leve sonrisa—. Espero que no se extienda el rumor, sino las mujeres se me van a echar encima como las abejas a la miel.


—¡Vaya! Ya sabía yo que nunca se les debe de dar coba a los hombres. Siempre funciona.


—¿Es que nunca has oído advertir que se debe de tener cuidado con lo que se desea, no vaya a ser que se consiga?


—Sí, lo conseguí —contestó Paula relajada, apoyándose en un codo e inclinándose hacia adelante para lamer el cuello de Pedro con la lengua.


—Y... siendo tan bueno, ¿crees que debería de levantar una muralla para protegerme de las mujeres?


—¿Alguna vez te ha hecho falta? —preguntó Paula a su vez.


—¿El qué? ¿Una muralla? No, me las he arreglado solo. Pero puedo decirte con total sinceridad que nunca me había relacionado con ninguna mujer como contigo.


—Eso se debe a que soy una tonta con los niños, con los animales y...


—Yo no soy un niño, así que debo de ser un animal, ¿no? ¿Es que has llegado a esa conclusión durante la última hora más o menos?


—Iba a añadir con los corazones solitarios, pero si quieres considerarte un animal, adelante —contestó Paula rodando por la cama y levantando los brazos para apoyar en ellos la cabeza.


Aquel movimiento había dejado sus pechos al descubierto. 


Pedro comenzó a posar sobre ella un chorro de besos desde el cuello hasta los pezones. Más tarde, mientras se recostaba sobre Paula y ambos disfrutaban de la dulce paz de haber satisfecho el amor, Paula volvió a recordar que Pedro se marcharía. Aquel glorioso sentimiento desapareció de su interior. En su lugar surgió la ansiedad. Tenía que hacer algo, se dijo.


—¿Has cambiado de opinión con respecto a lo de marcharte?


Paula sintió el peso del torso de Pedro mientras suspiraba y finalmente se levantaba.


—No, me voy. No puedo seguir mezclándote en mi vida.


—No te preocupes por mí —contestó Paula haciendo luego una pausa—. Si te quedaras a resolver ese asunto de tu padre podríamos seguir jugando a ser marido y mujer —Pedro no contestó. Aquello era alentador, se dijo Paula. Si había conseguido eso de él, quizá pudiera conseguir también que cambiara de opinión—. Tienes que volver a intentarlo, Pedro.


Pedro no sabía qué decir. Se había pasado la vida buscando a alguien que le hiciera sentir que pertenecía a algún sitio, a alguien leal que permaneciera a su lado como lo había hecho Guillermo, y no lo había encontrado... hasta conocer a Paula, comprendió. ¿Debía cambiar sólo por ella?, se preguntó. ¿Mantendría ella esa lealtad, sería capaz de amarlo como él desesperadamente necesitaba? Tenía miedo, sentía un nudo en el estómago. No estaba seguro de nada, sólo de que sentía pavor ante la idea de que lo decepcionara.


Era mucho más fácil caminar por la vida con dureza y frialdad, se dijo. Sin sentimientos uno no se exponía al sufrimiento. No debería de haberse llevado a Paula a la cama, recapacitó. Haciéndolo sólo había conseguido soñar con cosas que jamás ocurrirían.


—Tengo que estar en Virginia a primeros del mes que viene —comentó sin dejar de mirarla—.Si me quedo, cuando nos separemos será mucho peor.


—¿Peor para los dos? —Preguntó Paula con voz suave—, ¿o sólo para ti?


Pedro sintió que se ponía tenso. Siempre había evitado la reflexión, pensó, pero las preguntas de Paula no dejaban de atormentarlo. Sentía la necesidad de tomar sus propias decisiones, pero también de hacerla feliz. Sin embargo sabía que no lo conseguiría hasta que no hiciera lo que ella consideraba lo mejor para él. Rodó por la cama y se puso en pie, alcanzando los vaqueros.


—Has estado huyendo de tu pasado durante mucho, mucho tiempo, Pedro —añadió Paula tratando de presionarlo—. ¿No es hora ya de que te enfrentes a él y trates de ser feliz?


—¿Siempre eres así, Paula? —Preguntó abrochándose el pantalón—. ¿Siempre te preocupas por todos menos por ti?


—Por supuesto que me preocupo por mí.


—¿Y entonces cómo es que no tienes aún una familia? ¿Por qué juegas a ser mamá osa con todos los chicos del vecindario en lugar de buscar a alguien que te trate como a una princesa?


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. Pedro no iba a ser ese hombre, pensó levantando el mentón. Al menos eso dedujo ella de sus palabras. Ya lo sabía, pero oírlo dolía. 


Pedro alargó un brazo y enjugó las lágrimas de su rostro.


—Quizá haya sido bueno que me conocieras, quizá ahora te des cuenta de que tienes que buscar a alguien, no lo sé. Es posible que tú seas tan experta evadiendo tus problemas como yo, Paula, y que cuando me vaya decidas dejar de huir tú también. Entonces comprenderás que no era tan fácil afrontarlos como tú creías —terminó poniéndose la camisa y dirigiéndose hacia la puerta—. Voy a salir a dar un paseo, quédate todo el tiempo que quieras.


Sabía que no debería de haber dicho eso, se dijo Pedro. No tenía derecho. Se sentía culpable hasta la médula. Nunca había deseado hacerle daño, sobre todo después de lo que había sufrido en el pasado, recapacitó. Pero no podía volver a consolarla porque nada había cambiado.


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