sábado, 10 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 27





Incluso en el avión que la llevaba a Seattle, Paula no podía pensar en otra cosa que no fuera Pedro Alfonso. Era un verdadero enigma para ella. 


Siempre con aquel aspecto relajado e informal, hiciera lo que hiciera: bailar, jugar al ajedrez o simplemente, estar en su barco, con unos vaqueros y un polo viejos, removiendo un cazo de sopa. Era difícil creer que se trataba del esforzado periodista que había escrito sobre revoluciones y golpes de estado que había visto en cualquier parte del mundo. Devoraba sus artículos, tan inmersa en lo que decía como en lo que era... un hombre alto, apuesto y libre, moreno y siempre despeinado con una perenne sonrisa amplia y radiante. Tenía unos ojos oscuros que la miraban con tal intensidad que algunas veces llegaba a pensar que quería horadar su alma.


—¿Vive en Seattle? —le preguntó el hombre que viajaba a su lado.


—No, sólo voy de visita —replicó ella, fingiendo estar absorta en la revista que tenía abierta sobre las piernas.


No quería hablar con un extraño, sólo quería pensar en Pedro. Le gustaba el modo en que la hablaba, en que la escuchaba, con total concentración. Y cuando la besaba... Cerró los ojos, recordando. Su cuerpo se derretía, respondiendo a la demanda suave y apasionada de sus labios y reviviendo con sus caricias. Lo deseaba. Deseaba estar entre sus brazos, rendirse al deseo excitante y erótico que evocaban sus caricias. Deseaba...


Se incorporó, pasó la página y la miró. ¿Qué iba a hacer con Pedro Alfonso? ¿Cuándo podría decírselo?


Pero no podía hacerlo. Otras personas dependían de ello. Su madre, por ejemplo. Su madre había llevado una vida muy dura, bailado en lugares en los que ella ni siquiera se atrevería a entrar. Sí, el bar de Spike le había abierto los ojos, revelando algo que nunca había sabido. Pero Delia era muy honesta y nunca perdonaría a una mujer que había engañado a un hombre para que le diera una suma tan enorme de dinero.


Sí, también le había mentido a su madre.


¿Y Juan Goodrich? ¿Cómo había podido no desmayarse cuando la madre de Pedro se lo presentó en aquella fiesta? Guardó la compostura al darle la mano, pero no pudo evitar sonrojarse de la cabeza a los pies. Si llegara a saber que ella era Deedee Divine...


Si su madre se enteraba de lo que había hecho.


Si lo sabía Pedro. Y lo sabría si alguna vez conocía a su madre. Podía oír a Delia, decirle con toda su sinceridad: «Soy bailarina, sí. Y apuesto a que he dado la vuelta al país varias veces», diría y se reiría, entonces él le haría preguntas y lo averiguaría todo.


Pedro y su madre no debían conocerse. Tal vez debiera buscar otro empleo, salir de San Francisco. Pero amaba su trabajo y amaba a Pedro.


Había arruinado su vida con una sarta de mentiras.


Su madre tenía un aspecto magnífico, radiante.



—Me siento maravillosamente, Paula.


—Cuánto me alegro —dijo abrazándola. Aquello valía más que un millón de mentiras.


—Los doctores quieren que me quede por aquí algunos meses más. Pero no ven ninguna complicación y están asombrados por mis rápidos progresos. Debo escribir al señor... ¿Cómo se llama? ¿Goodlaw? Si no hubiera sido por él...


—Oh, mamá, la gente como ésa ni repara en todas las personas a las que ayudan.


—¿No? Yo creía que se alegraría de saber lo que su amabilidad ha supuesto para mí. Sé que no ha respondido a la primera carta que le envié, pero...


—¡Mamá! Probablemente ni siquiera la vio. Esa gente está rodeada de secretarias, contables y... abogados. Nueve de cada diez veces ni siquiera saben dónde va su dinero.


—No puedo creerlo. Yo creo que le gustaría saber el milagro que ha hecho para mí, y voy a escribirle.


—De acuerdo, mamá. Si así te sientes mejor, yo la echaré al correo.


Otra mentira más. Cambió de tema y se puso a hablar de Angie y del nuevo piso.


—¿Qué hay de tu vida social? —le preguntó la tía Mariana—. ¿Algún hombre nuevo?


—No muchos —le replicó ella. Sólo uno y no quería hablar de él. Volvió a cambiar de tema y se puso a hablar de su trabajo y de sus clientes.


Su madre puso un interés particular en Joe Daniels y su estudio de baile.


—A lo mejor me da trabajo.


—Mamá, no necesitas volver a trabajar.


—Bailar no es un trabajo. Y enseñar podría ser fantástico, no como ir por ahí bailando en cualquier parte.


— Ya veremos —dijo y volvió a cambiar de tema.


Les habló del asunto Saunders y de la conferencia de prensa. Recordó que Pedro no había escrito una sola palabra de la misma y se preguntó por qué.



viernes, 9 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 26




Pedro agarró a Paula por el brazo con un gesto posesivo, evitando a sus admiradores, y la condujo al exterior del edificio.


—Me has impresionado —le dijo al llegar a la acera.


—¿Sí, de verdad?


—Oh, sí, ha sido una gran interpretación.


Una interpretación maravillosa, pensó Pedro, incapaz de ocultar sus sospechas.


—Estaba muy nerviosa, pero... ¿Crees que ha salido todo bien? ¿Qué tendremos buenos comentarios?


—Por supuesto. Se han tragado todo lo que les has dicho —dijo Pedro. Paula no parecía darse cuenta de sus insinuaciones.


—No lo sé. Esa reportera que no dejaba de mover las gafas me parecía muy reticente. ¿Quién era?


—Sally Eastern, del Chronicle —dijo Pedro. Una mujer, pensó, y por tanto no caía seducida por la belleza del rostro de otra mujer, o por su suave voz—. No te preocupes por ella. Has estado muy convincente... muy creíble.


—Me alegro —dijo Paula y suspiró—. El asunto Saunders era una amenaza.


—Sí, te dejaba muy expuesta, ¿verdad? Podía haber abierto la caja de los truenos.


—Pues, sí, supongo que sí —dijo Paula pensativamente—. Pero la verdad es que es un incidente aislado y sin precedentes.


Hablaba con tal candor que Pedro se preguntó por qué continuaba insistiendo. ¿Por qué no se decidía a enfrentarse con ella abiertamente?


—Esta mañana tenía mucho miedo. El señor Anderson, mi jefe, quería que yo llevara el peso en la rueda de prensa y yo sabía que había mucho en juego, ¿comprendes?


Lo miraba con ansiedad y Pedro se dio cuenta de por qué no quería que todo saliera a la luz. 


Porque no quería correr el riesgo de que sus sospechas se confirmaran. Lo único que quería era tomar aquel rostro inocente entre sus manos y besarla en la boca. Allí mismo en mitad de la calle, rodeados de gente. Al infierno con ellos y al infierno con sus dudas.


Paula se detuvo.


—No tengo mucho tiempo, tengo que volver al trabajo. Hay un vegetariano a la vuelta de la esquina, podemos tomar una ensalada, ¿vale?


—Vale.


Pedro le daba igual cualquier sitio con tal de ir con ella.


Una vez en el restaurante, Paula siguió hablando de la agencia, sin probar la ensalada.


—Es muy importante, ¿sabes? Es increíble la gente que viene a pedir préstamos. No podrías creer la cantidad de proyectos interesantes que nos presentan. Sería una pena que no se llevaran a cabo. Espero que los periodistas hayan captado el mensaje. Estamos bajo sospecha y necesitamos el apoyo de la prensa.


Pedro asintió, escuchando. ¿Era un mensaje para él? ¿Era él uno de los periodistas sobre los que quería influir? Nunca antes le había hablado de su trabajo. Ni siquiera le dijo que trabajaba para la Comisión para el Desarrollo Económico. 


Nunca había mencionado su empleo, no había dicho ni una sola palabra.


Y en aquellos momentos no paraba de hablar.


¿Por qué? ¿Porque había descubierto donde trabajaba y podía hacer conexiones y llegar a conclusiones que podían afectarla?


No, no. Ella no sabía que él la había reconocido, de eso estaba seguro.


—Está muy callado, señor Alfonso —dijo Paula, sonriendo de aquella manera tan especial. La misma sonrisa que le había dirigido a Sam Wells—. ¿Qué vas a escribir sobre la conferencia?


—Nada. Quiero decir, no lo sé —respondió Pedro, y maldijo en silencio. Estaba tartamudeando como un imbécil. No, como un estúpido en manos de una bruja muy seductora.


No era un periodista de investigación, pero ¿y su responsabilidad con los lectores?


Cuando terminaron de comer se alegró. Tal vez cuando se alejara de Paula podría empezar a pensar con claridad.


Pero cuando ella se levantó para marcharse corriendo a su oficina, le tomó la mano, deseando detenerla.


—Vayámonos, señor Alfonso, no tengo tiempo para soñar —dijo Paula sonriendo—. Y tengo una pesada carga que llevar.


Pedro soltó una carcajada.


—¿Tan pesadas son las solicitudes?


—Sí. ¿Y tú qué? ¿No tienes ninguna materia pesada sobre la que pontificar? ¿Alguna revolución, algún golpe de estado? ¿O alguna conferencia de prensa?


—Vale, vale —dijo él sin soltarle la mano. Paula era para él una trampa y un gozo—. ¿Quedamos el domingo? Podríamos ir a Tahoe.


Paula se disculpó diciendo que tenía que ir a Seattle el viernes y que no volvería hasta el domingo por la tarde. Pedro la dejó marchar, preguntándose qué diablos había en aquella ciudad.




BAILARINA: CAPITULO 25




Ella lo sabía. Por dentro estaba temblando como una flan. Había demasiado en juego: su reputación, su trabajo, y la propia supervivencia de la agencia. Pero, extrañamente, no pensaba en ninguna de aquellas cosas mientras forzaba una apariencia calmada y hacía acopio de valor para la batalla. Estaba pensando en la viuda Eliza Carr, cuyo negocio de animales disecados iba viento en popa con unos beneficios que iban mucho más allá de los necesarios para sostener a su familia; y en Joe Daniels, cuyo estudio de baile alentaba su orgullo así como sus ingresos. 


Pensaba en las peticiones de préstamos que había sobre su mesa, en la gente que esperaba la concesión del dinero, gente trabajadora, con ideas, talento y ambiciones, que sólo necesitaba un empujón. Como una madre que defendiera a sus cachorros, Paula se había puesto en pie, lista para proteger a aquella gente contra la nube que representaba Eric Saunders.


No mencionó a Saunders en su charla, sólo se fijó en lo positivo. Habló acerca de Eliza Carr y Joe Daniels. Detalló las actividades de Sue y Anna Carroll, las dos hermanas que habían construido un imperio multimillonario a partir de una tienda de botas para la nieve. Habló de su enorme cantidad de empleados, de sus numerosos proveedores, todos empresas californianas. Citó estadísticas, éxitos de pequeñas empresas, número de empleos generados, beneficios fiscales. Finalmente, habló de los procedimientos de concesión de los préstamos, del cuidadoso estudio de los solicitantes, de las oportunidades que les daba la agencia.


Pero, a pesar de su exposición, gran número de preguntas malintencionadas llovieron sobre ella. 


Que sólo llevara seis meses en la agencia despertó el escepticismo de todos.


—¿Y cómo puede ser la responsable de la concesión de préstamos?


Paula estaba preparada para responder aquella pregunta.


— Heredé el puesto. Fui contratada como ayudante del señor Jason, pero él dejó de trabajar con nosotros a las seis semanas de mi llegada.


—Ya veo —dijo un reportero con un traje gris y un extraño brillo en la mirada—. Entonces fue usted quien aprobó el préstamo al señor Saunders.


—Por supuesto, junto a muchos otros.


¿Cómo podía olvidarlo? Fue durante la época horrible en que su madre se puso enferma.


—Gracias —dijo el hombre y se sentó triunfalmente, como si hubiera demostrado algo.


Una mujer agitó sus gafas en el aire como si moviera una bandera.


—Cuando considera la concesión de un préstamo, ¿inspecciona personalmente las premisas del negocio?


—No siempre, sólo cuando hay razones para dudar.


Y en aquella época le habría resultado muy difícil, con dos trabajos y la preocupación constante por su madre.


—¿Inspeccionó el taller de cerámica del señor Saunders antes de aprobar el préstamo?


—No —no pudo contener el rubor de sus mejillas. No haber visto el taller no le hacía sentirse mejor, probablemente, se habría llevado tan buena impresión como John Drew—. Le inspeccionó otro empleado de la agencia en el que tengo plena confianza.


La mujer sonrió con desdén.


—¿Debo suponer que también tenía plena confianza en que el señor Saunders pudiera hacer frente al crédito?


—La misma que el banco en el que tenía depositados los fondos como garantía de nuestro préstamo — dijo Paula.


Luego le tocó preguntar a un hombre en mangas de camisa.


—¿Inspeccionó el crédito de Larry Cobs?


Aquella cuestión despertó un murmullo generalizado. Aquél era uno de los pseudónimos de Saunders, que había salido a la luz recientemente.


Paula se puso tensa, pero respondió con aplomo.


—Por supuesto que no. Sólo debíamos ocuparnos de Eric Saunders.


Pedro no podía soportarlo. La estaban crucificando. Tenía ganas de levantarse, rodearla con sus brazos y defenderla contra los periodistas que habían encontrado un blanco para sus acusaciones. Era tan vulnerable, tan...


«¿Qué clase de imbécil eres, Pedro Alfonso? Cuando sabes muy bien qué clase de mujer es». 


Aquel asunto podía ser muy bien un engaño, planeado por dos personas que cambiaban de identidad con tanta facilidad como de chaqueta. 


Tal vez, ella se hizo pasar por algún tiempo por la bailarina Deedee Divine con el propósito de conseguir más dinero. De otro modo, ¿por qué una mujer con un máster en administración de empresas estaría bailando en un tugurio como aquél?


Las credenciales del taller de cerámica de Eric Saunders podían ser falsas. Aunque la verdad era que Paula no tenía aspecto de estar mintiendo. No podía evitar cierto orgullo al ver con qué valor se enfrentaba a las preguntas. 


Respondía a todos con rapidez, precisión y dignidad. Parecía una mujer con experiencia en el mundo de los negocios. Si sólo estaba representando un papel, lo estaba haciendo muy bien.


Tan bien como bailaba la danza del vientre.


Pero los artistas de la estafa saben desempeñar cualquier papel. ¿Cómo podían si no engañar a todos? De igual forma Paula convencía a los reporteros con sus razones. A todos menos a Sally Eastern, del Chronicle, que no dejaba de agitar las gafas en el aire, como si no creyera una palabra de lo que oía. Si Sally supiera lo que él sabía...


Pero, ¿qué sabía en realidad? Debía haber alguna razón...


Fascinado, vio cómo Paula Chaves manejaba al público. Antes de que terminara la conferencia de prensa, los tenía a todos en el bolsillo. Sí, el caso de Eric Saunders era una aberración, un fraude planeado con antelación. Habían pillado a la agencia desprevenida, y ella asumía la responsabilidad. Había sido un error, pero también un aviso. Había que estudiar con mayor cuidado las solicitudes, pero había que conservar la agencia, mantenerla abierta a todo aquel que merecía sus servicios. Invitó a todos a visitar la oficina, pero los préstamos no podían inspeccionarse, había que mantener la intimidad de los clientes. Pero sí se podían visitar las empresas a las que la agencia había ayudado, y ella se ofrecía personalmente a acompañar a cualquiera que lo solicitase.


Tomó asiento y el presidente se levantó para secundar su invitación y para concluir la reunión.


Hubo un murmullo general. Algunos salieron a toda velocidad para llevar las grabaciones a la redacción, otros charlaban entre sí y otros se acercaban a la mesa para solicitar más información. Pedro notó que muchos hombres se dirigían a Paula. Sam Wells, cuyas dotes de seducción eran bien conocidas, se levantó y se acercó a ella inmediatamente. Pedro lo vio inclinarse hacia adelante y decirle algo. 


Paula sonrió y asintió, con aquel brillo seductor en la mirada. Sintió un arrebato de furia. Le hervía la sangre. Aquella sonrisa, aquella mirada seductora... ¡No tenía ningún derecho!


«Si tú, Sam Wells, la conocieras. Si supieras que es una mujer mentirosa y llena de ardides...» Tal vez debía decírselo, o hacer que ella lo hiciera. Acercarse a ella, agarrarla por el cuello y sacudirla hasta que confesara a todos que estaba mintiendo, engañándoles, seduciéndolos...


Llegó a su lado y le tendió la mano.


—Hola, Pedro. Qué sorpresa me he llevado. No tenía ni idea de que vendrías.


Entonces fue a él a quien miró con aquella sonrisa, y él se derritió.


—Hola, Paula, ¿te apetece que comamos juntos?





BAILARINA: CAPITULO 24





Saludó a los reporteros que conocía y fue a sentarse junto a Sam Wells, del Tribune. 


Estaban inmersos en una discusión sobre quién ganaría el playoff del Open de la Asociación de Golfistas profesionales cuando los miembros de la agencia ocuparon sus lugares en el estrado. Pedro iba a responderle a Sam que, al contrario que él, no le daba a Watson ninguna oportunidad, cuando vio que una mujer tomaba asiento junto al presidente de la mesa. Una mujer que llevaba un elegante vestido negro con un pañuelo que acentuaba el atractivo de sus ojos azules. Una mujer con un rostro encantador y una melena corta y rizada. 


Paula Chaves.


¿Qué diablos estaba haciendo allí?


El presidente se levantó para saludar a los presentes y presentó a su colegas, de los cuales a Pedro sólo le interesó uno.


—La señorita Paula Chaves, jefa de la sección de concesión de préstamos.


Aturdido, Pedro trató de conciliar aquel puesto con la bailarina de un tugurio. ¿Qué le había dicho Paula de su trabajo?


No mucho. Tan poco como del resto de su vida. 


Sólo, que trabajaba para el Estado de California.


Pero él la había imaginado en algún puesto sin importancia y había llegado a pensar que trabajaba como bailarina para conseguir unos ingresos suficientes para sostener el lujoso piso que compartía con Angie. Hasta que le quitó los cuatrocientos mil dólares, lo que ya suponía un suplemento espléndido a sus ingresos.


«Tranquilízate», se dijo al darse cuenta de que respiraba apresuradamente. Debía haber alguna razón, alguna explicación para lo que había hecho. Algo que la disculpara, o eso quería creer. Aunque quererlo, pensaba con desconsuelo y contrariamente a las opiniones de Angie, no bastaba para que fuera realidad.


Paula lo había visto y lo saludó con una sonrisa. 


Él se la devolvió y asintió, esperando que la expresión de su rostro no revelara las conjeturas en que estaba sumido. Jefa de la sección de concesión de préstamos.


Era un puesto clave. El más conveniente para quien se propusiera estafar al gobierno, y alguien tan malvado como Deedee Divine...


No escuchó una palabra de la charla del presidente, ninguna pregunta de los demás periodistas, ninguna respuesta de los empleados del Estado. Nada, hasta que el presidente se refirió a Paula.


—La señorita Paula Chaves, que empezó a trabajar con nosotros gracias a excelentes recomendaciones y después de hacer un máster en la Universidad de Stanford, viene haciendo un trabajo excelente y está aquí para explicarles nuestra política de préstamos y responder a las preguntas que puedan tener.


Paula se levantó para hacer frente al público. 


Era una Paula Chaves que él no conocía. Era una mujer competente y con gran seguridad en sí misma, eficaz y, para su sorpresa, muy tranquila. ¿Acaso no sabía que se enfrentaba a una sala llena de tiburones, listos para comérsela viva gracias al asunto de Eric Saunders?




jueves, 8 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 23





BRIAN, el reportero que trabajaba para Pedro, levantó la cabeza del montón de periódicos y papeles que cubría su mesa.


—Tendríamos que comprobar esto de nuevo, Pedro. La vieja controversia vuelve a florecer.


Pedro, que estaba examinando unas pruebas que le acababa de dar su secretaria, no lo miró. Fue su secretaria, Ginger, una joven de color, alta y atractiva, quien preguntó:
—¿Qué controversia?


—Grandes o pequeñas empresas —respondió Brian—. De acuerdo con Sam Peterson, director de la Asociación de Fabricantes de Automóviles, la Comisión del Estado de California para el Desarrollo Económico, debería examinar sus prioridades. Dice que un aumento de las exenciones fiscales atraería a empresas consolidadas, generando más empleos y muchos millones de dólares, que podrían cubrir las pérdidas que la Comisión tiene debido a los préstamos a pequeñas empresas.


Ginger, dio un respingo.


—Cerdo prepotente. ¿De dónde ha sacado sus estadísticas?


Brian le dirigió una mirada maliciosa y se ajustó las gafas, luego dobló un periódico y comenzó a leer.


—El número de pequeñas empresas en bancarrota auspiciadas por el Estado es deplorable. La laxitud en los procedimientos de financiación de las pequeñas empresas ha puesto muchos negocios en manos de personas sin experiencia, con el resultado de que muchas de ellas han quebrado o han empezado a caer en prácticas fraudulentas como en el caso de...


—Cállate. Lo que a ti te gustaría es que la economía estuviera en las mismas manos de siempre, en las del hombre blanco y poderoso.


—¿Yo? Conmigo no te metas, sólo estoy citando a los expertos.


Pedro prestaba poca atención a aquella disputa. 


Estaba acostumbrado a las discusiones sin mala intención entre su joven reportero, rubio y de ojos azules, y su secretaria, que, compelida por raza y sexo, siempre tomaba partido por las minorías. Pedro escribió unas cuantas notas en la prueba y se la devolvió.


—Antes de mandarlo, mete esta frase y cambia la última línea por ésta otra.


—De acuerdo, jefe. Pero, ¿quiere decirle a nuestro «señor Estúpido» que un garbanzo negro no estropea todo el cocido?


—¿Qué garbanzo negro en qué cocido?


—Se refiere a Eric Saunders —dijo Brian—. El tipo que estafó doscientos mil dólares a la Administración del Estado. Y no puedes decir que yo esté contra las minorías, Ginger. Eric Saunders es blanco.


—Pero es que tú no te refieres a él —dijo Ginger—. Hablas de él para justificar el cierre de la Agencia.


—No, señorita Sabelotodo. Lo que estoy diciendo es que cuando a una agencia la puede estafar tan fácilmente un muerto de hambre como ése, hay algo podrido en ella. Y lo mejor es comprobarlo por nosotros mismos. Jefe, eche un vistazo a esto —dijo dejando unos papeles en la mesa de Pedro. Luego se volvió a Ginger—. Venga, pobre mujer hambrienta. Te invito a una hamburguesa. ¿Te vienes, jefe?


Pedro, que había empezado a examinar los papeles, negó con la cabeza.


—Acabas de darme tarea, creo que tengo que ponerme a trabajar —dijo y despidió a sus compañeros sin mirarlos.


No encontró nada de interés periodístico en ellos. Todo el mundo sabía que la economía estaba en declive y que el Estado debía apoyar a cualquier empresa, grande o pequeña, pensaba mientras hojeaba el informe.


Se detuvo al llegar al caso de Eric Saunders. 


Eric Saunders recibió un préstamo de doscientos mil dólares garantizado por el Estado para sostener su pequeño negocio de cerámica.


El negocio resultó ser inexistente y Saunders se fugó con el dinero, dejando al Estado como deudor.


Pedro se levantó y se acercó a la ventana. Su despacho estaba en un quinto piso, y desde allí podía ver el ajetreo en Market Street. ¿Tenía la agencia alguna culpa? ¿Negligencia o complicidad? Los procedimientos de financiación de aquellos préstamos debían ser muy estrictos, a no ser que hubiera algún cómplice en el interior de la agencia...


Se detuvo. No debía sacar conclusiones precipitadas. Recordó unas palabras que Diego le dijo una vez:
—No son las palabras lo que os encanta, sino el poder, el poder de las palabras.


—¿Y eso qué quiere decir?


—Quiere decir que los malditos periodistas podéis retorcer el cuello de alguien con las palabras y colgarlo antes de que sea juzgado. Os consideráis juez y jurado.


Pedro rechazó la implicación.


—Eso no es cierto. Sólo somos observadores y debemos relatarles los hechos a nuestros lectores.


Sin embargo, la acusación de Diego le había dolido y no podía olvidar sus palabras. Los hechos podían alterarse y no siempre se exponía al culpable o se protegía al inocente. Él, sin embargo, se limitaba a expresar sus opiniones sin presentar un hecho a no ser que estuviera completamente seguro de que era cierto. Lo cual no era tarea fácil.


También era cierto que las palabras podían volverse del revés. El matiz de unas frase podía cambiar su significado, inspirar odio, alegría, pena o placer. Sí, las palabras tenían mucho poder y había que tener mucho cuidado con la forma de presentar los hechos.


Volvió al informe. Saunders había huido con el dinero, así que parecía culpable, pero Ginger tenía razón, no había que condenar a la agencia por un solo caso. ¿O acaso había más? Pero si había un cómplice... Volvió a mirar el informe. La agencia daba una rueda de prensa a las diez del día siguiente, «Para informar al público de nuestros servicios». Y también, pensó Pedro, para defenderse de las alegaciones de cierta parte de la prensa.


Pedro consultó su agenda y decidió ir a la conferencia.