jueves, 8 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 23





BRIAN, el reportero que trabajaba para Pedro, levantó la cabeza del montón de periódicos y papeles que cubría su mesa.


—Tendríamos que comprobar esto de nuevo, Pedro. La vieja controversia vuelve a florecer.


Pedro, que estaba examinando unas pruebas que le acababa de dar su secretaria, no lo miró. Fue su secretaria, Ginger, una joven de color, alta y atractiva, quien preguntó:
—¿Qué controversia?


—Grandes o pequeñas empresas —respondió Brian—. De acuerdo con Sam Peterson, director de la Asociación de Fabricantes de Automóviles, la Comisión del Estado de California para el Desarrollo Económico, debería examinar sus prioridades. Dice que un aumento de las exenciones fiscales atraería a empresas consolidadas, generando más empleos y muchos millones de dólares, que podrían cubrir las pérdidas que la Comisión tiene debido a los préstamos a pequeñas empresas.


Ginger, dio un respingo.


—Cerdo prepotente. ¿De dónde ha sacado sus estadísticas?


Brian le dirigió una mirada maliciosa y se ajustó las gafas, luego dobló un periódico y comenzó a leer.


—El número de pequeñas empresas en bancarrota auspiciadas por el Estado es deplorable. La laxitud en los procedimientos de financiación de las pequeñas empresas ha puesto muchos negocios en manos de personas sin experiencia, con el resultado de que muchas de ellas han quebrado o han empezado a caer en prácticas fraudulentas como en el caso de...


—Cállate. Lo que a ti te gustaría es que la economía estuviera en las mismas manos de siempre, en las del hombre blanco y poderoso.


—¿Yo? Conmigo no te metas, sólo estoy citando a los expertos.


Pedro prestaba poca atención a aquella disputa. 


Estaba acostumbrado a las discusiones sin mala intención entre su joven reportero, rubio y de ojos azules, y su secretaria, que, compelida por raza y sexo, siempre tomaba partido por las minorías. Pedro escribió unas cuantas notas en la prueba y se la devolvió.


—Antes de mandarlo, mete esta frase y cambia la última línea por ésta otra.


—De acuerdo, jefe. Pero, ¿quiere decirle a nuestro «señor Estúpido» que un garbanzo negro no estropea todo el cocido?


—¿Qué garbanzo negro en qué cocido?


—Se refiere a Eric Saunders —dijo Brian—. El tipo que estafó doscientos mil dólares a la Administración del Estado. Y no puedes decir que yo esté contra las minorías, Ginger. Eric Saunders es blanco.


—Pero es que tú no te refieres a él —dijo Ginger—. Hablas de él para justificar el cierre de la Agencia.


—No, señorita Sabelotodo. Lo que estoy diciendo es que cuando a una agencia la puede estafar tan fácilmente un muerto de hambre como ése, hay algo podrido en ella. Y lo mejor es comprobarlo por nosotros mismos. Jefe, eche un vistazo a esto —dijo dejando unos papeles en la mesa de Pedro. Luego se volvió a Ginger—. Venga, pobre mujer hambrienta. Te invito a una hamburguesa. ¿Te vienes, jefe?


Pedro, que había empezado a examinar los papeles, negó con la cabeza.


—Acabas de darme tarea, creo que tengo que ponerme a trabajar —dijo y despidió a sus compañeros sin mirarlos.


No encontró nada de interés periodístico en ellos. Todo el mundo sabía que la economía estaba en declive y que el Estado debía apoyar a cualquier empresa, grande o pequeña, pensaba mientras hojeaba el informe.


Se detuvo al llegar al caso de Eric Saunders. 


Eric Saunders recibió un préstamo de doscientos mil dólares garantizado por el Estado para sostener su pequeño negocio de cerámica.


El negocio resultó ser inexistente y Saunders se fugó con el dinero, dejando al Estado como deudor.


Pedro se levantó y se acercó a la ventana. Su despacho estaba en un quinto piso, y desde allí podía ver el ajetreo en Market Street. ¿Tenía la agencia alguna culpa? ¿Negligencia o complicidad? Los procedimientos de financiación de aquellos préstamos debían ser muy estrictos, a no ser que hubiera algún cómplice en el interior de la agencia...


Se detuvo. No debía sacar conclusiones precipitadas. Recordó unas palabras que Diego le dijo una vez:
—No son las palabras lo que os encanta, sino el poder, el poder de las palabras.


—¿Y eso qué quiere decir?


—Quiere decir que los malditos periodistas podéis retorcer el cuello de alguien con las palabras y colgarlo antes de que sea juzgado. Os consideráis juez y jurado.


Pedro rechazó la implicación.


—Eso no es cierto. Sólo somos observadores y debemos relatarles los hechos a nuestros lectores.


Sin embargo, la acusación de Diego le había dolido y no podía olvidar sus palabras. Los hechos podían alterarse y no siempre se exponía al culpable o se protegía al inocente. Él, sin embargo, se limitaba a expresar sus opiniones sin presentar un hecho a no ser que estuviera completamente seguro de que era cierto. Lo cual no era tarea fácil.


También era cierto que las palabras podían volverse del revés. El matiz de unas frase podía cambiar su significado, inspirar odio, alegría, pena o placer. Sí, las palabras tenían mucho poder y había que tener mucho cuidado con la forma de presentar los hechos.


Volvió al informe. Saunders había huido con el dinero, así que parecía culpable, pero Ginger tenía razón, no había que condenar a la agencia por un solo caso. ¿O acaso había más? Pero si había un cómplice... Volvió a mirar el informe. La agencia daba una rueda de prensa a las diez del día siguiente, «Para informar al público de nuestros servicios». Y también, pensó Pedro, para defenderse de las alegaciones de cierta parte de la prensa.


Pedro consultó su agenda y decidió ir a la conferencia.



1 comentario:

  1. Mmmmmmm me parece que Pedro va a cambiar de opinión de Paula después de esa conferencia.

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