viernes, 9 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 26




Pedro agarró a Paula por el brazo con un gesto posesivo, evitando a sus admiradores, y la condujo al exterior del edificio.


—Me has impresionado —le dijo al llegar a la acera.


—¿Sí, de verdad?


—Oh, sí, ha sido una gran interpretación.


Una interpretación maravillosa, pensó Pedro, incapaz de ocultar sus sospechas.


—Estaba muy nerviosa, pero... ¿Crees que ha salido todo bien? ¿Qué tendremos buenos comentarios?


—Por supuesto. Se han tragado todo lo que les has dicho —dijo Pedro. Paula no parecía darse cuenta de sus insinuaciones.


—No lo sé. Esa reportera que no dejaba de mover las gafas me parecía muy reticente. ¿Quién era?


—Sally Eastern, del Chronicle —dijo Pedro. Una mujer, pensó, y por tanto no caía seducida por la belleza del rostro de otra mujer, o por su suave voz—. No te preocupes por ella. Has estado muy convincente... muy creíble.


—Me alegro —dijo Paula y suspiró—. El asunto Saunders era una amenaza.


—Sí, te dejaba muy expuesta, ¿verdad? Podía haber abierto la caja de los truenos.


—Pues, sí, supongo que sí —dijo Paula pensativamente—. Pero la verdad es que es un incidente aislado y sin precedentes.


Hablaba con tal candor que Pedro se preguntó por qué continuaba insistiendo. ¿Por qué no se decidía a enfrentarse con ella abiertamente?


—Esta mañana tenía mucho miedo. El señor Anderson, mi jefe, quería que yo llevara el peso en la rueda de prensa y yo sabía que había mucho en juego, ¿comprendes?


Lo miraba con ansiedad y Pedro se dio cuenta de por qué no quería que todo saliera a la luz. 


Porque no quería correr el riesgo de que sus sospechas se confirmaran. Lo único que quería era tomar aquel rostro inocente entre sus manos y besarla en la boca. Allí mismo en mitad de la calle, rodeados de gente. Al infierno con ellos y al infierno con sus dudas.


Paula se detuvo.


—No tengo mucho tiempo, tengo que volver al trabajo. Hay un vegetariano a la vuelta de la esquina, podemos tomar una ensalada, ¿vale?


—Vale.


Pedro le daba igual cualquier sitio con tal de ir con ella.


Una vez en el restaurante, Paula siguió hablando de la agencia, sin probar la ensalada.


—Es muy importante, ¿sabes? Es increíble la gente que viene a pedir préstamos. No podrías creer la cantidad de proyectos interesantes que nos presentan. Sería una pena que no se llevaran a cabo. Espero que los periodistas hayan captado el mensaje. Estamos bajo sospecha y necesitamos el apoyo de la prensa.


Pedro asintió, escuchando. ¿Era un mensaje para él? ¿Era él uno de los periodistas sobre los que quería influir? Nunca antes le había hablado de su trabajo. Ni siquiera le dijo que trabajaba para la Comisión para el Desarrollo Económico. 


Nunca había mencionado su empleo, no había dicho ni una sola palabra.


Y en aquellos momentos no paraba de hablar.


¿Por qué? ¿Porque había descubierto donde trabajaba y podía hacer conexiones y llegar a conclusiones que podían afectarla?


No, no. Ella no sabía que él la había reconocido, de eso estaba seguro.


—Está muy callado, señor Alfonso —dijo Paula, sonriendo de aquella manera tan especial. La misma sonrisa que le había dirigido a Sam Wells—. ¿Qué vas a escribir sobre la conferencia?


—Nada. Quiero decir, no lo sé —respondió Pedro, y maldijo en silencio. Estaba tartamudeando como un imbécil. No, como un estúpido en manos de una bruja muy seductora.


No era un periodista de investigación, pero ¿y su responsabilidad con los lectores?


Cuando terminaron de comer se alegró. Tal vez cuando se alejara de Paula podría empezar a pensar con claridad.


Pero cuando ella se levantó para marcharse corriendo a su oficina, le tomó la mano, deseando detenerla.


—Vayámonos, señor Alfonso, no tengo tiempo para soñar —dijo Paula sonriendo—. Y tengo una pesada carga que llevar.


Pedro soltó una carcajada.


—¿Tan pesadas son las solicitudes?


—Sí. ¿Y tú qué? ¿No tienes ninguna materia pesada sobre la que pontificar? ¿Alguna revolución, algún golpe de estado? ¿O alguna conferencia de prensa?


—Vale, vale —dijo él sin soltarle la mano. Paula era para él una trampa y un gozo—. ¿Quedamos el domingo? Podríamos ir a Tahoe.


Paula se disculpó diciendo que tenía que ir a Seattle el viernes y que no volvería hasta el domingo por la tarde. Pedro la dejó marchar, preguntándose qué diablos había en aquella ciudad.




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