viernes, 9 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 25




Ella lo sabía. Por dentro estaba temblando como una flan. Había demasiado en juego: su reputación, su trabajo, y la propia supervivencia de la agencia. Pero, extrañamente, no pensaba en ninguna de aquellas cosas mientras forzaba una apariencia calmada y hacía acopio de valor para la batalla. Estaba pensando en la viuda Eliza Carr, cuyo negocio de animales disecados iba viento en popa con unos beneficios que iban mucho más allá de los necesarios para sostener a su familia; y en Joe Daniels, cuyo estudio de baile alentaba su orgullo así como sus ingresos. 


Pensaba en las peticiones de préstamos que había sobre su mesa, en la gente que esperaba la concesión del dinero, gente trabajadora, con ideas, talento y ambiciones, que sólo necesitaba un empujón. Como una madre que defendiera a sus cachorros, Paula se había puesto en pie, lista para proteger a aquella gente contra la nube que representaba Eric Saunders.


No mencionó a Saunders en su charla, sólo se fijó en lo positivo. Habló acerca de Eliza Carr y Joe Daniels. Detalló las actividades de Sue y Anna Carroll, las dos hermanas que habían construido un imperio multimillonario a partir de una tienda de botas para la nieve. Habló de su enorme cantidad de empleados, de sus numerosos proveedores, todos empresas californianas. Citó estadísticas, éxitos de pequeñas empresas, número de empleos generados, beneficios fiscales. Finalmente, habló de los procedimientos de concesión de los préstamos, del cuidadoso estudio de los solicitantes, de las oportunidades que les daba la agencia.


Pero, a pesar de su exposición, gran número de preguntas malintencionadas llovieron sobre ella. 


Que sólo llevara seis meses en la agencia despertó el escepticismo de todos.


—¿Y cómo puede ser la responsable de la concesión de préstamos?


Paula estaba preparada para responder aquella pregunta.


— Heredé el puesto. Fui contratada como ayudante del señor Jason, pero él dejó de trabajar con nosotros a las seis semanas de mi llegada.


—Ya veo —dijo un reportero con un traje gris y un extraño brillo en la mirada—. Entonces fue usted quien aprobó el préstamo al señor Saunders.


—Por supuesto, junto a muchos otros.


¿Cómo podía olvidarlo? Fue durante la época horrible en que su madre se puso enferma.


—Gracias —dijo el hombre y se sentó triunfalmente, como si hubiera demostrado algo.


Una mujer agitó sus gafas en el aire como si moviera una bandera.


—Cuando considera la concesión de un préstamo, ¿inspecciona personalmente las premisas del negocio?


—No siempre, sólo cuando hay razones para dudar.


Y en aquella época le habría resultado muy difícil, con dos trabajos y la preocupación constante por su madre.


—¿Inspeccionó el taller de cerámica del señor Saunders antes de aprobar el préstamo?


—No —no pudo contener el rubor de sus mejillas. No haber visto el taller no le hacía sentirse mejor, probablemente, se habría llevado tan buena impresión como John Drew—. Le inspeccionó otro empleado de la agencia en el que tengo plena confianza.


La mujer sonrió con desdén.


—¿Debo suponer que también tenía plena confianza en que el señor Saunders pudiera hacer frente al crédito?


—La misma que el banco en el que tenía depositados los fondos como garantía de nuestro préstamo — dijo Paula.


Luego le tocó preguntar a un hombre en mangas de camisa.


—¿Inspeccionó el crédito de Larry Cobs?


Aquella cuestión despertó un murmullo generalizado. Aquél era uno de los pseudónimos de Saunders, que había salido a la luz recientemente.


Paula se puso tensa, pero respondió con aplomo.


—Por supuesto que no. Sólo debíamos ocuparnos de Eric Saunders.


Pedro no podía soportarlo. La estaban crucificando. Tenía ganas de levantarse, rodearla con sus brazos y defenderla contra los periodistas que habían encontrado un blanco para sus acusaciones. Era tan vulnerable, tan...


«¿Qué clase de imbécil eres, Pedro Alfonso? Cuando sabes muy bien qué clase de mujer es». 


Aquel asunto podía ser muy bien un engaño, planeado por dos personas que cambiaban de identidad con tanta facilidad como de chaqueta. 


Tal vez, ella se hizo pasar por algún tiempo por la bailarina Deedee Divine con el propósito de conseguir más dinero. De otro modo, ¿por qué una mujer con un máster en administración de empresas estaría bailando en un tugurio como aquél?


Las credenciales del taller de cerámica de Eric Saunders podían ser falsas. Aunque la verdad era que Paula no tenía aspecto de estar mintiendo. No podía evitar cierto orgullo al ver con qué valor se enfrentaba a las preguntas. 


Respondía a todos con rapidez, precisión y dignidad. Parecía una mujer con experiencia en el mundo de los negocios. Si sólo estaba representando un papel, lo estaba haciendo muy bien.


Tan bien como bailaba la danza del vientre.


Pero los artistas de la estafa saben desempeñar cualquier papel. ¿Cómo podían si no engañar a todos? De igual forma Paula convencía a los reporteros con sus razones. A todos menos a Sally Eastern, del Chronicle, que no dejaba de agitar las gafas en el aire, como si no creyera una palabra de lo que oía. Si Sally supiera lo que él sabía...


Pero, ¿qué sabía en realidad? Debía haber alguna razón...


Fascinado, vio cómo Paula Chaves manejaba al público. Antes de que terminara la conferencia de prensa, los tenía a todos en el bolsillo. Sí, el caso de Eric Saunders era una aberración, un fraude planeado con antelación. Habían pillado a la agencia desprevenida, y ella asumía la responsabilidad. Había sido un error, pero también un aviso. Había que estudiar con mayor cuidado las solicitudes, pero había que conservar la agencia, mantenerla abierta a todo aquel que merecía sus servicios. Invitó a todos a visitar la oficina, pero los préstamos no podían inspeccionarse, había que mantener la intimidad de los clientes. Pero sí se podían visitar las empresas a las que la agencia había ayudado, y ella se ofrecía personalmente a acompañar a cualquiera que lo solicitase.


Tomó asiento y el presidente se levantó para secundar su invitación y para concluir la reunión.


Hubo un murmullo general. Algunos salieron a toda velocidad para llevar las grabaciones a la redacción, otros charlaban entre sí y otros se acercaban a la mesa para solicitar más información. Pedro notó que muchos hombres se dirigían a Paula. Sam Wells, cuyas dotes de seducción eran bien conocidas, se levantó y se acercó a ella inmediatamente. Pedro lo vio inclinarse hacia adelante y decirle algo. 


Paula sonrió y asintió, con aquel brillo seductor en la mirada. Sintió un arrebato de furia. Le hervía la sangre. Aquella sonrisa, aquella mirada seductora... ¡No tenía ningún derecho!


«Si tú, Sam Wells, la conocieras. Si supieras que es una mujer mentirosa y llena de ardides...» Tal vez debía decírselo, o hacer que ella lo hiciera. Acercarse a ella, agarrarla por el cuello y sacudirla hasta que confesara a todos que estaba mintiendo, engañándoles, seduciéndolos...


Llegó a su lado y le tendió la mano.


—Hola, Pedro. Qué sorpresa me he llevado. No tenía ni idea de que vendrías.


Entonces fue a él a quien miró con aquella sonrisa, y él se derritió.


—Hola, Paula, ¿te apetece que comamos juntos?





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