miércoles, 7 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 20






Pedro Alfonso tenía intención de mantenerse en contacto con ella. Cuando le echó los brazos al cuello, al ver el brillo de deseo en sus ojos azules, aquellos labios seductores... Le había costado no hacerle el amor allí mismo. Era tan dulce, tan llena de deseo, pero también era muy vulnerable. Por esa razón se dio cuenta de que aquella no era ocasión para hacerle el amor. 


Cuando se acercara a él, y sabía que lo haría, sería con alegría, no con desesperación.


Frunció el ceño mientras subía a su coche para volver a casa. ¿Qué la preocupaba tanto como para que no se hubiera dado cuenta de que estaba empapada y muerta de frío? Había sido tan reticente a contarle nada que no había querido presionarla, pero cuando se conocieran mejor... Sonrió, sabía que llegarían a conocerse mejor. El lo procuraría. Paula Chaves era la mujer más cautivadora que había conocido. 


Aquella velada en el club... bailaba bien, era inteligente y una compañera deliciosa. Esa noche, cuando olvidó su problema, se convirtió, además, en un adversario temible en el ajedrez. 


Y... No quería pensar en aquel beso. Volvería a su casa y se daría una ducha fría.


Volvería a ver a Paula Chaves. Era muy guapa y tenía unos ojos azules irresistibles y unos encantadores hoyitos en las mejillas. Que una tal Deedee Divine poseyera aquellos mismos ojos, aquellas mejillas, escapaba, por el momento, completamente de sus pensamientos.




BAILARINA: CAPITULO 19





Le había dicho la verdad, después de las horas que había pasado con él se sentía mejor, como si su preocupación fuera exagerada. Era natural que ingresaran a su madre para hacerle análisis después de una operación de tanta importancia. 


Probablemente habría muchos más análisis antes de que abandonaran Seattle. Y no había necesidad de que se preocupara cada vez que eso sucediera.


Aquella noche durmió profundamente. Si soñó muchas veces con un hombre alto y moreno de sonrisa maliciosa, fueron siempre sueños placenteros tan tranquilizadores como excitantes, sumiéndola en un estado de ensoñación y felicidad. En los minutos que pasó en un estado de duermevela, pensó en ángeles. 


Angie tenía un libro sobre ángeles en el que aparecían, con los más diversos disfraces, siempre que los necesitabas. Pedro había aparecido de repente con el dinero que le hacía falta para su madre, ¿o no? Y aquella noche, cuando estaba aturdida y empapada había aparecido a pesar del viento y la lluvia. Y la había sacado de su tristeza y la había... ¡No! 


Aquel beso que seguía vibrando en su interior no era el beso de un ángel, sino el de un hombre viril y exigente. Cuánto había sentido separarse de él.


Al dejarla en su casa, le había prometido llamarla. Ojalá cumpliera su promesa.


Ángel o no, aquel hombre no tenía ninguna conexión con el tirano que amenazó a Deedee Divine.




BAILARINA: CAPITULO 18



Al llegar al recodo que estaba más cerca del Club Náutico la vio. Era una figura solitaria en el parque vacío, caminando despacio sobre el sendero de grava que conducía hacia donde él estaba. Al acercarse, se dio cuenta de que no llevaba nada sobre la cabeza ni tampoco abrigo o impermeable. Caminaba con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza agachada, tan abstraída en sus pensamientos que tropezó con él y se habría caído si no la hubiera agarrado.


— Perdón.


Tenía el rostro ceniciento y la mirada de una niña perdida. Le dieron ganas de abrazarla y consolarla. Al menos, podría quitarse el impermeable y dárselo, pero Paula estaba tan empapada que era tarde para eso.


—Estás calada —le dijo—. Será mejor que vuelvas y te cambies de ropa.


—No, no, estoy bien —dijo ella tratando de apartarse, y se dio cuenta de que él todavía la sostenía entre sus brazos.


—Ven. Te ayudaré a volver.


—No, todavía no. Quiero... pensar.


—Será mejor que pienses en casa.


Algo la preocupaba y no estaba dispuesto a dejarla sola, paseando bajo la lluvia. Pero era reticente a volver a su casa. De todas formas su barco estaba cerca, así que allí la llevó, sin cuestionarse su instinto protector.


Cuando la calefacción del yate comenzó a hacer efecto, Paula empezó a temblar, como si sólo entonces se diera cuenta de que tenía frío. Miró a Pedro Alfonso que le estaba quitando los zapatos.


—¿Por qué estás aquí?


—Estoy aquí muchas veces, éste es mi barco —dijo Pedro—. Y tú estás aquí para quitarte esa ropa mojada y darte una ducha caliente.


Ella protestó, pero él insistió.


«Maldita sea, estoy muerta de frío y sin humor para tonterías», se dijo Paula.


El cuarto de baño era pequeño pero adecuado. 


El agua caliente le hizo entrar en calor y la tranquilizó, ayudándola a aclarar las ideas. 


Debía haber estado muy aturdida. Había estado caminando por el parque y se había tropezado con Pedro Alfonso. ¿Por qué estaba él allí? ¿Por qué la había llevado a su barco?


Cuando salió de la ducha se dio cuenta de que se había llevado su ropa. Un albornoz colgaba de la puerta. Era demasiado grande, pero se sintió cómoda y caliente bajo la pesada tela, que olía a loción de afeitar.


Al salir del baño, a Pedro le pareció que tenía mucho mejor aspecto. Tenía la piel sonrosada y le brillaba el pelo, que seguía rizado. ¿Se había hecho la permanente después de cortarse la melena?


O... ¿Acaso se estaba volviendo loco? ¿Podía haber dos personas idénticas en este mundo? 


Tal vez aquella mujer de ojos inocentes, que llevaba su albornoz, no tenía nada que ver con la bailarina que había conocido en aquel bar de mala muerte. De cualquier manera, aquello le importaba muy poco en aquellos momentos.


—Siéntate aquí y deja que te ponga esto —le dijo dándole un par de calcetines de algodón.


Paula se sentó, todavía un poco aturdida y levantó el pie para que Pedro le pusiera los calcetines. Pedro le puso el primero, que le estaba muy grande y le agarró el otro pie.


—¿Tienes hambre? Yo sí.


Al mismo tiempo, el tacto de aquel pie suave y pequeño comenzó a despertar su deseo.


Paula asintió, consciente del tacto de la mano de Pedro, que le rozaba el arco del pie y lo apartó con reticencia cuando terminó de ponerle el calcetín.


Pedro se levantó y se acercó a un armario del que sacó una lata de sopa. Tenía un aspecto muy distinto con el polo azul y los Levi's, los dos bastante desgastados. No parecía el elegante hombre de esmoquin con quien había bailado en el club, ni el hombre de negocios que había ido a hablar con ella y a insultarla al bar de Spike.
  

Sólo era un hombre normal, alto y con presencia y con el que se sentía extrañamente segura.


¿Por qué había tenido que ser él quien se presentara con los medios para salvar la vida de su madre?


Sólo que tal vez su dinero no había logrado salvarla. Una vez más, se vio abrumada por la ansiedad y el temor. Sintió que desaparecía la alegría de su ser, pero trató de tranquilizarse y olvidar sus miedos. Su madre se pondría bien.


—Te llevaré a navegar —dijo Pedro, removiendo la sopa y cortando una barra de pan francés—. Pero ahora hace muy mal tiempo.


Hacía mal tiempo, pero el sonido de la lluvia le resultaba reconfortante, porque en el camarote se estaba caliente y seco.


Se apretó el albornoz y miró a su alrededor. La estancia tenía cocina, lavabo, armarios y sofás—cama, tapizados de un color amarillo limón. En el rincón donde estaba sentada había cojines de cuero del mismo color. El sofá hacía una curva que rodeaba una mesa de cromo negra. Todo tenía un aspecto ordenado, a no ser por su ropa, que se estaba secando colgada en una silla al lado del radiador. No sabía cómo había llegado a aquel lugar, pero se alegraba de estar allí.


Pedro puso la mesa, se sentó frente a Paula y tomó su vaso de vino para brindar.


—Salud.


Paula se tomó la sopa y tomó las rebanadas de pan con queso fundido.


—Delicioso —le dijo—. No sabía que tenía tanta hambre.


—Ya —dijo Pedro asintiendo—. Estabas un poco aturdida, ¿verdad?


Era cierto, se dijo Paula, y lo miró.


—¿Qué estabas haciendo en el parque?


—Estaba buscándote.


—¿Pero cómo sabías...?


—Angie me dijo que estabas dando un paseo. Esperé, pero como no volvías pensé que lo mejor era buscarte.


Paula sintió una agradable sensación. Había ido a buscarla. Estaba segura de que le gustaba, aunque si sabía... Suspiró sin darse cuenta.


—¿Te preocupa algo? —le preguntó con ternura.


Paula asintió mirando su plato de sopa.


—¿Quieres hablar de ello? —le preguntó Pedro.


—¡No, no! —dijo Paula negando con la cabeza, luchando contra el impulso de confiar en él.


Él estaba preocupado por Paula Chaves no por Deedee Divine, pero ella no podía olvidar sus palabras: «Si crees que te voy a dejar escapar con medio millón de dólares...» La enormidad de lo que había hecho la abrumaba y la llenaba de temor.


Había cortado toda relación con Spike, pero había consultado con el banco y sabía que los cheques no se habían hecho efectivos. Todavía no estaba a salvo, y él tal vez seguía buscándola.


Pedro la miraba con detenimiento.


—Algunas veces, cuando tenemos un problema es muy útil contárselo a otro. ¿Qué hay de Angie?


—¿Angie? Ah, sí, bueno, sí...


Paula vaciló. Esperaba que Angie no hubiera mencionado a su madre, aunque no sabía cómo podría llevarle eso hasta Deedee Divine. Gracias a Dios, Angie no sabía nada de Spike, porque, por miedo a poner en peligro su puesto de trabajo, no le había contado a nadie nada acerca de su trabajo como bailarina.


—Angie es fantástica —dijo—. Pero algunas veces está un poco fuera de este mundo.


—Ya veo.


«Así que no está tan chiflada como su amiga», se dijo Pedro, «pero está muy preocupada por algo». El rostro de Paula reflejaba su angustia. 


Era un rostro tan dulce que le daban ganas de tomarla entre sus brazos para borrar la tristeza y la ansiedad de aquellos ojos, de besar aquellos labios temblorosos.


—Dime —dijo agarrándola de la barbilla con ternura—. A lo mejor yo te puedo ayudar.


—No, tú no puedes —dijo ella apartándose—. Nadie puede hacer nada. De todas formas ya estoy mejor, gracias a ti. Creo que debería irme —añadió haciendo ademán de levantarse.


—Siéntate y termina la sopa antes de que se enfríe —le dijo Pedro—. No puedes irte hasta que tu ropa no esté seca.


—Sí, me olvidaba —dijo Paula tratando de sonreír y sentándose otra vez para terminar la comida, aunque el temor no desapareció de sus ojos.


«¿Miedo de mí? ¿Por qué?», se preguntó Pedro. «Ah, claro. Puede que no sepa que yo sé quién es, pero ella sí sabe quién soy.» 


De qué podía estar preocupada si no era del dinero que le había quitado...


Evidentemente, no tenía intención de rectificar. 


No importaba, él podía jugar a aquella charada tan bien como ella. Con cierta irritación, se aclaró la garganta y sirvió el café.


Pero su enfado no duró mucho. Se ahogaba en la oleada de deseo que provocaba la proximidad y el encanto de Paula. Estaba sentada frente a él, envuelta en su albornoz, sin nada debajo excepto su piel suave. Se le cortaba el aliento. 


No podía apartar los ojos de su cuello, le daban ganas de apoyar en él la cabeza, de besarla, de deslizar las manos bajo el albornoz... Se incorporó de repente y se fijó en sus labios y en sus ojos, tan perdidos, tan vulnerables, tan necesitados. Maldijo en silencio. No podía seducirla, aprovecharse del estado en que se encontraba.


—¿Te apetece jugar al ajedrez? —le dijo con voz grave.


—¿Qué? —exclamó Paula, como si la hubiera sacado de profundos pensamientos.


—Ajedrez —dijo Pedro, y se levantó a sacar el juego de uno de los armarios que había bajo un sofá.


—Pues... no sé jugar —dijo ella mientras él sacaba el tablero y las piezas.


—Pues será mejor que aprendas. No hay nada como el ajedrez para abstraerse de los problemas.


A su vez, él esperaba, sin mucha convicción, abstraer su mente del cuerpo de Paula.


Si el juego no le ayudaba, al menos sirvió para distraer a Paula, que demostró ser una rápida aprendiz y una jugadora entusiasta.


—Fascinante —dijo después de hacer algunas jugadas—. El rey quieto en toda su gloria, sin alejarse mucho de su trono, mientras todos los demás guerrean por todas partes tratando de protegerlo. Sobre todo la reina.


—Cuidado, pareces una feminista —dijo Pedro


—Sólo estoy constatando los hechos, señor —le dijo Paula con una tierna mirada—. Tendrá que admitir que va más lejos y trabaja más duro que cualquier otro.


—No sé a qué se refiere, pero espero que no olvide las terribles trampas que tienen que sortear los caballos.


—Ese comentario, sin embargo, me parece machista —dijo Paula—. Como el rey, que, sospecho, apenas aprecia a su reina, te niegas a reconocer el poder de una mujer.


—Eso depende de la mujer —dijo Pedro, reconociendo en silencio que la mujer que había ante él tenía el poder de hacerle olvidar todo excepto el placer de estar con ella. Su humor y su ingenio le parecían tan misteriosos como su belleza. Le gustaba su forma de chascar la lengua y el brillo de sus ojos cuando sonreía o lo miraba desafiante.


Él era un jugador experto y ella una completa novata, pero Pedro nunca había disfrutado tanto con una partida en su vida.


—Creo —dijo Paula al cabo de un rato— que los vaqueros están casi secos y será mejor que me vaya.


Pedro se dio cuenta, casi alarmado, de que llevaban allí sentados más de tres horas. Pero a él le habían parecido minutos, y no quería que Paula se marchara.


—Gracias, no puedes saber lo mucho que esta tarde ha significado para mí. Estaba muy deprimida — dijo Paula con vacilación y su mirada se llenó, de nuevo, de preocupación—. No sé por qué, pero ahora me encuentro mucho mejor. Como si supiera... que todo va a salir bien.


—Eso espero —dijo Pedro tomándole las manos -Pero si no, si no sale como tú crees, dímelo. Deja que te ayude, sea lo que sea.


Paula sabía que era sincero. Se acercó a él instintivamente y Pedro la estrechó en sus brazos. Ella se sentía muy bien allí, apoyada en su cuerpo musculoso. Se apretó contra él, reconfortada en su calor, levantó la cabeza y le sonrió. Pedro gimió ligeramente y la besó. Fue un beso ardiente que estremeció a Paula de la cabeza a los pies, haciendo brotar la pasión y el deseo más intensos. Le echó los brazos al cuello. No quería apartarse de él. Sintió un placer exquisito cuando Pedro la besó en el cuello, poco a poco, provocándola, y luego metió una mano debajo del albornoz, excitándola todavía más. Y profirió un pequeño gemido.


Entonces, de repente, Pedro se separó de ella y le cerró el albornoz, respirando profundamente.


—Tienes razón —dijo con voz grave—, es hora de irse.



martes, 6 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 17




Paula caminaba sin rumbo, ajena a la lluvia, desconsolada.


La llamada de la tía Mariana la había dejado muy preocupada. Después de estar unos días en el apartamento con ella, su madre había tenido que volver al hospital.


Paula no le había dicho nada a Angie porque se negaba a expresar su preocupación por no hacerla más acuciante «Las palabras son más poderosas que los pensamientos» era otro de los credos de Angie. Todo lo que había dicho era que iba a dar un paseo, demasiado triste como para escuchar el animado consejo de Angie: «Imagina lo que deseas y lo obtendrás».


Ella era mucho más práctica y se ceñía a la realidad. Y la realidad era que a su madre le estaban haciendo nuevos análisis, si el cáncer se había extendido... Si era necesario un nuevo trasplante... ¡Cómo iba a soñar con conseguir otros trescientos cincuenta mil dólares!


¡Pobre mamá! ¿No había sufrido ya bastante? 


Le daban ganas de volar a Seattle, estrecharla entre sus brazos, esperar con ella el resultado de los análisis. Pero la tía Mariana le había dicho: «No, aquí no puedes hacer nada. Tenemos que esperar, ya te llamaré».


Siguió caminando y sus lágrimas se confundían con la lluvia.




BAILARINA: CAPITULO 16





Llamó al timbre del piso y le abrió lá puerta Angie.


—¡Hola! —le dijo y la reconoció al instante
Entra, te estaba esperando.


—¿Hum? —exclamó Pedro tratando de ocultar su sorpresa—. Soy Pedro Alfonso y he venido a ver a...


—A Paula, ya lo sé. Volverá en cualquier momento. ¿Quieres una taza de té o algo más fuerte?


—No, nada, gracias —dijo Pedro, pero le dio el impermeable y se sentó en el sofá, preguntándose por qué había ido y cómo podía aquella mujer saber que iría—. Así que estabas... esperándome.


Angie asintió y se sentó cruzando las piernas ante unas cartas que tenías colocadas sobre el suelo.


—Por favor —dijo—, perdóname, tengo que terminar esto. Tengo que resolver algunas cosas antes de terminar.


—Ya veo.


—¿Estás familiarizado con la ciencia de la numerología?


Pedro negó con la cabeza.


—Es fascinante. Una interpretación intuitiva de cualquier cosa que desees comprender.


—Ya veo —dijo Pedro de nuevo, aunque no comprendía nada. Recordó las palabras de Sid «Rarísimas». Pero Angie tenía un aspecto de lo más normal, descalza y con vaqueros cortos y una camiseta vieja. Estaba concentrada en su tarea, haciendo anotaciones a lápiz en las cartas y no quería molestarla, pero tenía que saber algo.


—Has dicho que me estabas esperando.


Angie lo miró y sonrió.


—Ah, sí. La forma en que la mirabas la otra noche... Lo sospeché inmediatamente —dijo asintiendo con énfasis—. Paula y tú os habéis conocido en otra vida.


Pedro la miró fijamente. «Sí, claro que nos hemos conocido, pero en esta misma vida». Se sentía muy extraño, ¿a qué estaban jugando aquellas dos?


—¿Has dicho que Paula volverá en cualquier momento?


—Sí, ha ido a dar un paseo.


—¿A dar un paseo? —dijo Pedro mirando hacia la ventana—. ¿Con lo que llueve?


—Oh, a Paula no le importa la lluvia. Pero sospecho que ya lo sabes.


—¿Yo?


—Oh, sí. Siento con mucha fuerza que sois almas gemelas y que os conocéis muy bien.


—¿Almas gemelas?


—Pero no puedo asegurarlo hasta... Oye, ¿quieres que te haga la carta astral?


—¿La carta astral?


—Sí.


—No, no, gracias. Además, tengo que irme —dijo Pedro.


Pero una vez en la calle, cuando una ligera lluvia le mojó la cara, sintió un impulso mucho más fuerte de encontrarla. Debía estar dando un paseo en el parque que había allí al lado.



BAILARINA: CAPITULO 15





Cuando Pedro alcanzó la sala de baile, no la vio en ninguna parte. Maldijo en silencio. Si aquel editor no lo hubiera detenido...


Miró a su alrededor buscando a Sid. Debía haberse ido con él. Pero tampoco él estaba allí, ni el vestíbulo, donde muchas personas se preparaban para marcharse.


Se había ido a toda prisa. Como si hubiera recordado algo de repente. En aquel momento, estuvo seguro de que era Deedee Divine. 


Aunque en realidad no lo había dudado ni un solo instante.


Era una mujer peligrosamente seductora y astuta. Con su magnetismo lograba que nada a su alrededor importara excepto ella. Tenía una mirada juguetona y atractiva, y sus labios esbozaban una sonrisa prometedora... aquellos labios que, a pesar de haber probado durante un momento tan breve, le resultaron tan dulces.


Chascó la lengua. Afortunadamente, se había librado de aquel encantamiento. Recordó el consejo de Paula: perdonar y olvidar. Qué descaro. Tal vez al decirlo no estaba pensando en el sucio trato que le había propuesto, pero seguro que era una sugerencia para olvidarla.


El problema era que no podía. La llevaba impregnada en los sentidos, estuviera donde estuviera e hiciera lo que hiciera: embarcando en un avión, haciendo una entrevista, escribiendo acerca de Olympia y de la tragedia del rencor.


Diego lo llamó a la mañana siguiente.


—Parece ser que estaba equivocado, muchacho.


—¿Qué?


—Puede que recuperes el dinero si vives cincuenta años más.


—¿De qué estás hablando?


—Del cheque que acabo de recibir de la señorita Deedee Divine. Cien pavos. Justo a tiempo, como prometió.


Pedro se sintió inmensamente aliviado y se preparó para absolverla de toda culpa. Iría a verla y...


—Así que ha dado señales de vida. ¿Dónde...?


—No exactamente. Igual que la otra vez. Cheque al portador y sin remite.


Vaya, seguía escondiéndose bajo el endeble disfraz de Paula Chaves. ¿Le tomaba por un imbécil? Pero entonces ¿por qué le había enviado aquel cheque? Buena fe. Para mantenerlo a raya en caso de que sospechara de ella y pudiera inmiscuirse en lo que estuviera tramando, fuera lo que fuese.


«¡Oh! ¡Olvídala!», se dijo y se fue a ver a su madre.


La encontró preparándose para salir.


—Voy a la ópera con los Tolliver, los Webster y Daniel Bell. Me alegro de que hayas venido. Los he invitado a tomar una copa y tú puedes ser el anfitrión. Cómo me alegro de que estés aquí.


—¿Seguro que no usurpo el papel de Daniel? —bromeó Pedro besando a su madre.


Helena Alfonso llevaba cinco años viuda, pero no le faltaban las compañías masculinas. La de Daniel Bell era la más frecuente.


—Daniel siempre llega tarde. Ve a saludar a Mary y pregúntale qué tal va con los canapés. Ahí están los Tolliver, voy a abrir la puerta.


Pedro sonrió y se dirigió a la cocina donde estaba Mary, la asistenta, pero a la que su madre trataba como a una amiga más.


Después de una hora de charla, su madre y sus amigos se fueron a la ópera. Antes de marcharse, su madre lo envió al piso de arriba para que le bajara sus prismáticos de ópera.


—Creo que están en la mesilla.


Sí, allí estaban, y a su lado el regalo que su padre le había dado mucho antes de que él naciera. Cuidadosamente enmarcado estaba escrito a mano un poema:


Se busca a una mujer
lo que ningún santo entendería.
Una mujer femenina que en ambas manos
exhibe un lustre de gracia, pureza y bondad.
Que lleva la belleza impresa en el rostro,
cuya sabiduría es profunda e intuitiva,
y dentro de sí alberga el centro del mundo.
Una mujer tierna, sensible, suave y sincera,
cuya dulzura y belleza encajen en mi mano como un guante.
¿Crees, te pregunto, que podré encontrarla en esta ciudad?


Sí, su padre la había encontrado. Su madre era ese tipo de mujer.



Entonces, ¿por qué no dejaba de ver el rostro de aquella otra mujer ante sus ojos, un rostro que le encantaba y que...


—¡Pedro! ¿Los encuentras? —le gritó su madre—. ¡No podemos llegar tarde! ¡Están en la mesilla!


—¡Ya voy! —dijo Pedro tomando los prismáticos, y corrió escaleras abajo.


A partir de aquel momento, el poema le obsesionó tanto como el rostro de Paula. Sobre todo el verso «lo que ningún santo entendería».


Paula Deedee Divine Chaves no era ninguna santa.


Pero le estaba devolviendo el dinero, ¿no? Tal vez sí que había malinterpretado sus palabras.


¡Y un cuerno! Le había engañado deliberadamente. Sin embargo, su rostro tenía algo tan inocente y sincero... siempre y cuando no tuviera una actitud desafiante y seductora.


Tal vez había una buena razón...


¡Claro! Como disfrazarse de dama de la alta sociedad con el fin de engañar a otro imbécil.


La lluviosa tarde del domingo se tropezó con Sid en el gimnasio de su club y le comentó:
—En el baile del otro día estabas con dos mujeres...


Sid, que estaba corriendo en el rodillo, se quedó desconcertado, luego cayó en la cuenta.


—Ah, sí, aquellas dos. Muy raras, muchacho.


—¿Raras?


—Muy raras —dijo Sid saltando del rodillo y dirigiéndose a las pesas.


Pedro se abrochó el zapato y se quedó pensando. ¿Drogas? ¿Estaba ella financiando su vicio con el dinero?


Sid levantó una barra, gruñó y sonrió.


—Creo que están un poco locas.


—¿Por qué?


—Querían profundizar en los secretos del universo y en las fuerzas que controlan nuestro destino —dijo Sid entre misterioso y burlón—. Angie ha estado tratando de introducirme en uno de esos grupos.


—Oh, viven en una comuna.


—No, en un piso de mi urbanización. Por eso he venido aquí a hacer ejercicio, esa Angie es difícil de evitar. No deja de decirme lo mucho que podría aprender en esas reuniones sobre el amor y la vida —dijo Sid y soltó una carcajada—. ¡Le dije que podía aprenderlo yo solo!