martes, 6 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 15





Cuando Pedro alcanzó la sala de baile, no la vio en ninguna parte. Maldijo en silencio. Si aquel editor no lo hubiera detenido...


Miró a su alrededor buscando a Sid. Debía haberse ido con él. Pero tampoco él estaba allí, ni el vestíbulo, donde muchas personas se preparaban para marcharse.


Se había ido a toda prisa. Como si hubiera recordado algo de repente. En aquel momento, estuvo seguro de que era Deedee Divine. 


Aunque en realidad no lo había dudado ni un solo instante.


Era una mujer peligrosamente seductora y astuta. Con su magnetismo lograba que nada a su alrededor importara excepto ella. Tenía una mirada juguetona y atractiva, y sus labios esbozaban una sonrisa prometedora... aquellos labios que, a pesar de haber probado durante un momento tan breve, le resultaron tan dulces.


Chascó la lengua. Afortunadamente, se había librado de aquel encantamiento. Recordó el consejo de Paula: perdonar y olvidar. Qué descaro. Tal vez al decirlo no estaba pensando en el sucio trato que le había propuesto, pero seguro que era una sugerencia para olvidarla.


El problema era que no podía. La llevaba impregnada en los sentidos, estuviera donde estuviera e hiciera lo que hiciera: embarcando en un avión, haciendo una entrevista, escribiendo acerca de Olympia y de la tragedia del rencor.


Diego lo llamó a la mañana siguiente.


—Parece ser que estaba equivocado, muchacho.


—¿Qué?


—Puede que recuperes el dinero si vives cincuenta años más.


—¿De qué estás hablando?


—Del cheque que acabo de recibir de la señorita Deedee Divine. Cien pavos. Justo a tiempo, como prometió.


Pedro se sintió inmensamente aliviado y se preparó para absolverla de toda culpa. Iría a verla y...


—Así que ha dado señales de vida. ¿Dónde...?


—No exactamente. Igual que la otra vez. Cheque al portador y sin remite.


Vaya, seguía escondiéndose bajo el endeble disfraz de Paula Chaves. ¿Le tomaba por un imbécil? Pero entonces ¿por qué le había enviado aquel cheque? Buena fe. Para mantenerlo a raya en caso de que sospechara de ella y pudiera inmiscuirse en lo que estuviera tramando, fuera lo que fuese.


«¡Oh! ¡Olvídala!», se dijo y se fue a ver a su madre.


La encontró preparándose para salir.


—Voy a la ópera con los Tolliver, los Webster y Daniel Bell. Me alegro de que hayas venido. Los he invitado a tomar una copa y tú puedes ser el anfitrión. Cómo me alegro de que estés aquí.


—¿Seguro que no usurpo el papel de Daniel? —bromeó Pedro besando a su madre.


Helena Alfonso llevaba cinco años viuda, pero no le faltaban las compañías masculinas. La de Daniel Bell era la más frecuente.


—Daniel siempre llega tarde. Ve a saludar a Mary y pregúntale qué tal va con los canapés. Ahí están los Tolliver, voy a abrir la puerta.


Pedro sonrió y se dirigió a la cocina donde estaba Mary, la asistenta, pero a la que su madre trataba como a una amiga más.


Después de una hora de charla, su madre y sus amigos se fueron a la ópera. Antes de marcharse, su madre lo envió al piso de arriba para que le bajara sus prismáticos de ópera.


—Creo que están en la mesilla.


Sí, allí estaban, y a su lado el regalo que su padre le había dado mucho antes de que él naciera. Cuidadosamente enmarcado estaba escrito a mano un poema:


Se busca a una mujer
lo que ningún santo entendería.
Una mujer femenina que en ambas manos
exhibe un lustre de gracia, pureza y bondad.
Que lleva la belleza impresa en el rostro,
cuya sabiduría es profunda e intuitiva,
y dentro de sí alberga el centro del mundo.
Una mujer tierna, sensible, suave y sincera,
cuya dulzura y belleza encajen en mi mano como un guante.
¿Crees, te pregunto, que podré encontrarla en esta ciudad?


Sí, su padre la había encontrado. Su madre era ese tipo de mujer.



Entonces, ¿por qué no dejaba de ver el rostro de aquella otra mujer ante sus ojos, un rostro que le encantaba y que...


—¡Pedro! ¿Los encuentras? —le gritó su madre—. ¡No podemos llegar tarde! ¡Están en la mesilla!


—¡Ya voy! —dijo Pedro tomando los prismáticos, y corrió escaleras abajo.


A partir de aquel momento, el poema le obsesionó tanto como el rostro de Paula. Sobre todo el verso «lo que ningún santo entendería».


Paula Deedee Divine Chaves no era ninguna santa.


Pero le estaba devolviendo el dinero, ¿no? Tal vez sí que había malinterpretado sus palabras.


¡Y un cuerno! Le había engañado deliberadamente. Sin embargo, su rostro tenía algo tan inocente y sincero... siempre y cuando no tuviera una actitud desafiante y seductora.


Tal vez había una buena razón...


¡Claro! Como disfrazarse de dama de la alta sociedad con el fin de engañar a otro imbécil.


La lluviosa tarde del domingo se tropezó con Sid en el gimnasio de su club y le comentó:
—En el baile del otro día estabas con dos mujeres...


Sid, que estaba corriendo en el rodillo, se quedó desconcertado, luego cayó en la cuenta.


—Ah, sí, aquellas dos. Muy raras, muchacho.


—¿Raras?


—Muy raras —dijo Sid saltando del rodillo y dirigiéndose a las pesas.


Pedro se abrochó el zapato y se quedó pensando. ¿Drogas? ¿Estaba ella financiando su vicio con el dinero?


Sid levantó una barra, gruñó y sonrió.


—Creo que están un poco locas.


—¿Por qué?


—Querían profundizar en los secretos del universo y en las fuerzas que controlan nuestro destino —dijo Sid entre misterioso y burlón—. Angie ha estado tratando de introducirme en uno de esos grupos.


—Oh, viven en una comuna.


—No, en un piso de mi urbanización. Por eso he venido aquí a hacer ejercicio, esa Angie es difícil de evitar. No deja de decirme lo mucho que podría aprender en esas reuniones sobre el amor y la vida —dijo Sid y soltó una carcajada—. ¡Le dije que podía aprenderlo yo solo!




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