domingo, 19 de febrero de 2017
FUTURO: CAPITULO 22
Un día después de volver a San Francisco, Pau le dijo a Adrian que no podía casarse con él. Él se había acercado a verla después del trabajo, encantado de tenerla de vuelta…
Pero la alegría no le había durado mucho.
—No es por ti. Soy yo —le aseguró ella.
Y él, siempre tan seguro de sí mismo y de sus cualidades, se lo creyó sin problema. Incluso llegó a sonreír.
—Pensé que te lo estabas pensando mejor cuando empezaste a remolonear con lo del vestido. Sabías que esa vida no era para ti.
¿Había sido eso solamente? ¿Pedro no había tenido nada que ver? La idea era reconfortante. Pau solo podía esperar que Adrian la conociera mejor que ella misma.
—Pero vas a venir conmigo a la fiesta, ¿no?
Ella parpadeó.
—¿Quieres que vaya?
—Bueno, ahora tienes el vestido, y yo no tengo cita —extendió las manos y esbozó una sonrisa de esperanza.
Pau, sorprendida, decidió que no era mala idea. Así por lo menos tendría algo de qué hablar con la abuela cuando la llamara por la noche. No mencionaría lo de la ruptura, no obstante. Ya habría tiempo para eso cuando la viera en persona.
Fue hacia la ventana y se sentó en el sofá, bebiendo una taza de té y observando a la señora Wang. La anciana estaba en el porche de su casa, al otro lado de la calle, peinando a su gato… Cincuenta años más tarde esa sería ella…
FUTURO: CAPITULO 21
—¿PERO QUÉ dices? —exclamó Pedro, haciéndose a un lado para dejarla entrar—. No te puedes divorciar de papá.
Su madre se volvió hacia él y puso las manos sobre las caderas.
—No empieces con eso. Tú no. Eres la única persona que me queda.
Fue hacia la cocina, como si estuviera en su propia casa.
Puso agua a hervir para preparar té.
—Ellos no lo entienden. Y él tampoco. Pero yo sabía que tú sí, porque no crees en el matrimonio.
Pedro sacudió la cabeza y se preguntó si aquello era una alucinación. Sus padres llevaban cuarenta años casados.
Eran el cimiento de su vida. Existía gracias a ellos.
—¿Dónde tienes las tazas de té? —le preguntó su madre.
Las sacó para ella.
—Son tazas normales y corrientes, mamá. No tengo tazas de té.
—No importa. Nada importa. Pregúntale a tu padre —dijo con amargura, metiendo una bolsita de té en cada una de las tazas.
—Mamá, creo que tienes que calmarte un poco.
Ella se dio la vuelta de golpe. Tenía las mejillas encendidas.
—Tienes toda la razón. Ya estoy más que harta de ese hombre. No quiere ver la realidad. No quiere darse cuenta de que no es inmortal. ¿Sabes lo que me dijo cuando le recordé lo de la reunión familiar?
—Que tenía que trabajar —Pedro conocía muy bien a su padre.
—¡Que tenía que trabajar! —Malena gritó a todo pulmón—. Y no solo eso. También me dijo que tenía que irse a Grecia. Pero ¿qué le pasa?
Pedro se limitó a sacudir la cabeza.
—No sé. Yo tampoco lo sé. Pero ya estoy cansada de pelear con él. Estoy cansada de intentar hacerle entrar en razón. Estoy… cansada.
Pedro le puso un brazo alrededor de los hombros.
—Mamá, a lo mejor no necesitas tomarte un té. A lo mejor lo que necesitas es irte a la cama.
—A lo mejor —dijo ella. Su voz sonaba tan exhausta que apenas podía oírla en ese momento.
—Yo preparo la cama.
Dejó a su madre sentada en la cocina con tu taza de té y le preparó la habitación que había usado Milos. Se preguntó si debía llamar a su padre. ¿Sabía que ella le había dejado? ¿Se habría dado cuenta su padre, siempre adicto al trabajo, de que su madre ya no estaba allí?
Metió una almohada en su funda, alisó las sábanas y regresó a la cocina.
—Tienes que hablar con papá.
—No.
—Mamá…
—No.
Pedro le lanzó una mirada inflexible, pero ella siguió sacudiendo la cabeza. Sonrió con tristeza y le acarició la mejilla. Se dirigió al dormitorio.
—Tengo que dormir —le dijo por fin—. Llevo días sin hacerlo.
—Yo también —murmuró Pedro para sí.
Pero tampoco pudo dormir esa noche. Se quedó en vela toda la noche, preguntándose quién había puesto patas arriba todo su mundo. Quería tener a Pau en sus brazos en ese momento. Lo necesitaba desesperadamente. Quería que Pau volviera a su vida. Quería a Paula
FUTURO: CAPITULO 20
Pedro dudaba mucho que existiera una palabra en el idioma inglés para describir el maremágnum de emociones, todas ellas caóticas, que sintió al ver marchar a Pau. Entró en la casa, cerró dando un portazo y le dio una patada a la silla de la cocina que se interponía en su camino…
Ella no regresó.
Simplemente le dejó con un nuevo fardo de recuerdos que le estaban volviendo loco.
Le amaba. Estaba seguro de ello. Pero no sabía cómo abrirle los ojos. Hablar con ella no iba a funcionar…
Cada vez que sonaba el teléfono, esperaba que fuera ella, pero siempre era otra persona. Su madre le había llamado otra media docena de veces. Su hermana le había llamado dos veces también, pero él no había contestado a sus llamadas. No quería verse involucrado en otro lío familiar. Ya tenía suficientes problemas. Las únicas personas con las que había hablado habían sido clientes y distribuidores. Y también había hablado con Maggie.
Pensaba que se lo iba tomar muy mal, pero Maggie tenía muchos años y era muy sabia.
—Ya la he retenido aquí durante mucho tiempo —le dijo cuando él le preguntó por Pau un día después de su marcha—. Tiene trabajo. Los niños deben de estar deseando verla. Y creo que ella también los necesita. Echa de menos a Hernan.
Pedro sabía que era así. Le pidió la dirección de Mariana y le envió el peluche que Pau había comprado para Hernan.
También le mandó su dirección. A lo mejor Mariana le escribía, para darle las gracias. No era mucho, pero era lo único que podía hacer sin que ella se volviera en su contra.
Después de enviar el paquete para Hernan se fue a casa.
Agarró la tabla de surf y se fue a la playa. Hacía un día lluvioso y frío. Estaban en pleno marzo… No había nadie más en la orilla. Pero las olas no estaban del todo mal…
Finalmente, agotado, regresó a la casa. Comió un par de porciones de pizza fría y se fue a su taller. La noche anterior había pasado las horas allí, lijando el aparador. Se suponía que el trabajo le calmaba, pero en esa ocasión no estaba surtiendo efecto.
Eran casi las once cuando sonó el timbre de la puerta. Fue tan repentino que la pata en la que estaba trabajando se le cayó de las manos. Fue a abrir. Estaba cubierto de serrín, pegajoso por el barniz… No se había afeitado. Pero daba igual. Solo una persona podía estar llamando a su puerta a esa hora de la noche. Al final ella había escuchado a su propio corazón…
Abrió la puerta bruscamente y se quedó perplejo.
—¡Mamá!
Parpadeó. Apretó los párpados y volvió a abrir los ojos.
Malena Alfonso estaba allí en carne y hueso. El pelo canoso se le rizaba con la lluvia. A su lado había una maleta.
—¿Mamá? —repitió, cada vez más preocupado—. ¿Qué demonios… Qué estás haciendo aquí?
Ella esbozó una sonrisa espléndida y decidida.
—Me voy a divorciar, cariño. He dejado a tu padre.
FUTURO: CAPITULO 19
Pau se despertó lentamente, sintiéndose relajada, saciada.
Empezó a estirarse. Los músculos se le agarrotaban, pero no importaba. Tampoco podía moverse mucho. Había un cuerpo duro y caliente contra su espalda.
—¿Pedro?
Sintió cómo se curvaban sus labios sobre la nuca.
—¿Esperabas a otro?
Ella se volvió hacia él, le dio un golpecito con la nariz. Él sonreía, satisfecho, pero no saciado. De repente la agarró de la cintura y la levantó sobre él. Quedaron frente a frente, tumbados en la cama, cuerpo contra cuerpo. Pau podía sentir su miembro erecto. Aún tenía hambre de ella.
Él le sujetó las mejillas y la besó. Fue un beso largo y profundo que prometía otra noche de pasión como la que habían compartido. Y ella no dijo que no. Era lo que deseaba, tanto como él. Lo deseaba a plena luz del día. No hablaban, solo se tocaban, y observaban. Ella se sentó encima de él, a horcajadas. Le observó mientras deslizaba los dedos a capricho sobre su piel, acariciándole los pechos, pellizcándole los pezones. Y entonces le acarició el abdomen, deslizó una mano entre sus muslos, tocó su sexo desnudo, jugó con ella, tanteó el terreno.
Pau contuvo el aliento, y cuando él dejó de tocarla, sintió que le faltaba algo. Él la levantó por las caderas y volvió a colocarla encima, entrando así en su sexo.
Sus cuerpos se tensaron. Ella bajó la vista y le sonrió.
Después deslizó los dedos sobre su pecho, trazó un círculo alrededor de su ombligo, se inclinó y besó sus pequeños pezones masculinos. Esperó…
—Pau… —dijo él, gimiendo.
Le clavó los dedos en las caderas, levantándola y bajándola de nuevo. Pero ella se echó hacia atrás. No podía moverse.
—¡Pau! —su tono de voz era de absoluta desesperación.
—Ssssssí —Pau se levantó casi del todo y entonces volvió a bajar, metiéndole dentro de ella.
Pedro jadeó, empezó a moverse, levantó las caderas para encontrarse con ella. El juego había terminado. Ya no había nada que esperar. Solo quedaba el deseo, el desenfreno…
Más rápido, más frenético… Como una ola que los llevaba hasta lo más alto y que después rompía, precipitándolos al vacío, dejándolos exhaustos, varados en la orilla, sus cuerpos húmedos, los corazones desbocados. Pau, colapsada contra su pecho, podía oír su corazón palpitante contra la oreja. Sintió cómo él le acariciaba el cabello…
Siempre había sido así con él. Eso era lo que más le gustaba de estar con él. No solo era la locura; también podían jugar, tentarse el uno al otro. Podían hablar, discutir, reír. La vida con Pedro era algo más que irse a la cama. Era amor.
De repente Pau supo que nunca había dejado de amarle.
Levantó la cabeza de su pecho y le miró. Él sonreía.
—Se acabó Adrian —dijo él de pronto.
Pau se quedó de piedra.
—¿Qué?
Él encogió los hombros con pereza.
—Creo que hemos demostrado empíricamente que no quieres a Adrian.
Pau se sintió como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. Moviéndose rápido, se quitó de encima de él y se puso en pie. Arrastró una sábana y se tapó con ella para no sentirse tan expuesta.
—¿Se trata de Adrian?
—Claro que no. Se trata de ti —dijo Pedro, frunciendo el ceño.
—¿Qué pasa conmigo?
—Pero ¿por qué te pones así? —Pedro se recostó contra el cabecero de la cama y extendió una mano hacia ella.
Pero Pau apretó la sábana contra su cuerpo con más fuerza.
—¿Me has hecho el amor para demostrarme que no quiero a Adrian?
—¡No! Bueno, sí, pero esa no es la única razón —él bajó la mano e hizo ademán de levantarse de la cama para ir tras ella.
Pero Pau ya no necesitaba que le demostrara nada más.
Recogió su ropa del suelo, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta.
El pomo de la puerta giró.
—¡Pau! ¡Pau! ¡Por Dios! Abre —el pomo se movió de nuevo—. ¡Pau!
Pero Pau no estaba escuchando. Ya había oído suficiente.
Abrió el grifo de la ducha a tope para no oírle. Soltó la sábana y se metió debajo del reconfortante chorro de agua caliente. Puso la cara justo delante. No quería sentir las lágrimas cuando empezaran a caer.
Había vuelto a equivocarse, de nuevo. Estaba enamorada de Pedro Alfonso. Se quedó en la ducha hasta que el agua caliente se acabó. Abrió la puerta del dormitorio, quitó la maleta de la silla, y empezó a echar cosas dentro. Pedro apareció en la puerta en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Qué estás haciendo?
Ella ni se molestó en volverse.
—Estoy haciendo las maletas.
—¿Por qué? —él entró en la habitación y trató de agarrarla por el brazo.
Ella se apartó, fue hacia el armario, sacó toda su ropa y la enrolló con brusquedad para meterla en la maleta.
—Me voy a casa —dijo, intentando mantener la calma, sin siquiera mirarle a los ojos.
—No digas tonterías. Tu abuela te necesita.
—Mi abuela va a estar bien. Tiene a muchos médicos y enfermeros que la van a cuidar muy bien. Yo puedo estar pendiente por teléfono. Y a lo mejor me la llevo a San Francisco cuando salga del hospital.
—No va a querer. Ya lo sabes.
—Pues qué pena. Yo trabajo allí. Toda mi vida está allí. ¡Adrian está allí! —en ese momento sí que se dio la vuelta y miró a Pedro a los ojos.
Le fulminó con la mirada, furiosa. Pero ella no era la única.
Los ojos de Pedro echaban chispas.
—No estás hablando en serio. ¡No puedes volver con él después de lo que acabas de hacer conmigo!
—Bueno, no tengo pensado decírselo —dijo Pau, dolida—. En eso tienes razón.
—¡No puedes casarte con él!
—¡No me digas lo que tengo que hacer y lo que no! —gritó Pau. Cerró la maleta con violencia, la arrastró hasta el salón y empezó a bajar las escaleras.
Pedro fue detrás de ella.
—Estás exagerando. No me acosté contigo solo para demostrar algo.
—Muy bien. Entonces solo fue algo accidental, para pasar el rato —le espetó Pau en un tono corrosivo.
Metió la maleta en el coche, cerró la puerta con gran estruendo y volvió a recoger a los gatos. Él se interpuso en su camino, le impidió el paso.
—Es cierto —dijo, insistiendo—. Aunque ahora supongo que irás y te casarás con él por despecho.
—Bueno, será mejor que casarme contigo —dijo Pau, dándole un empujón y pasando por delante. Subió las escaleras. Afortunadamente, Bas y Hux estaban localizables. Los tomó en brazos a los dos, pasó por delante de Pedro y volvió a bajar.
Él fue detrás de ella. Sus pasos sonaban fuertes, decididos.
—¡Paula! Maldita sea. Para un momento.
Pero ella no se detuvo hasta haber metido a los gatos en el coche. Entonces se dio la vuelta y volvió sobre sus propios pasos. Le hizo frente.
—¡No escuchas! Nunca lo haces. Escucha esto —la agarró con fuerza y le dio un beso feroz, como si la estuviera marcando sin remedio y para siempre.
Pau podría haberle dicho que ya lo había hecho. Para toda la vida… ¿Pero de qué hubiera servido? Se quedó quieta y aguantó. Se mantuvo firme.
—Estoy escuchando —le dijo cuando él se apartó por fin—. ¿Qué quieres decirme?
—Quiero decirte que he impedido que cometas el error más grande de toda tu vida.
Y eso era exactamente lo que ella creía haberle oído decir.
Simplemente eso. Nada más.
—Bueno, muchas gracias —Pau subió al coche, arrancó y salió a toda prisa. No había canción que pudiera animarla un poco en ese momento…
jueves, 16 de febrero de 2017
FUTURO: CAPITULO 18
NO FUE un fin de semana para recordar. Pau llevó a Adrian al aeropuerto el domingo a primera hora. Le dio un beso de despedida justo delante de la puerta de embarque y le prometió que estaría de vuelta en San Francisco por lo menos el viernes, un día antes de la gala benéfica. Sin embargo, todo era muy extraño. Se suponía que tener a Adrian cerca la iba a ayudar a sacarse a Pedro de la cabeza, pero…
La cosa no hizo más que empeorar.
Dos horas más tarde, Mariana y Dario se presentaron en la puerta de la casa de la abuela.
—¿Dónde está? —exclamó Mariana, mirando a su alrededor con impaciencia—. ¿Dónde está mi bebé?
—Está durmiendo la siesta.
Estaba a punto de pedirle que no le despertara, pero Mariana pasó por delante de ella como una bala y fue directamente hacia el dormitorio. Al llegar a la puerta, aminoró el paso y abrió suavemente. Pau solo podía verla de perfil, pero con eso bastaba. Vio cómo desaparecía la tensión en el rostro de Mariana, vio el amor maternal que ella misma sentía cuando veía dormir a Hernan… Y entonces se volvió hacia el hombre que todavía estaba junto a la puerta de entrada.
—Ven aquí —le susurró, extendiendo una mano hacia él—. Ven a ver a tu hijo.
Dario vaciló un instante. Echó a andar, miró a Pau un instante y asintió con la cabeza. Pau le devolvió el saludo y se quitó de su camino. Se detuvo junto a la cuna y contempló al pequeño en silencio. Respiró hondo y estiró un brazo para tocar la suave mejilla de Hernan.
—Te debo una, Pau —dijo Mariana de repente, para sorpresa de Pau. Pero había auténtica sinceridad en sus palabras. Sus ojos azules brillaban; tenía las mejillas húmedas.
Y antes de que Pau pudiera reaccionar, la joven corrió hacia ella y le dio un sentido abrazo. Después de un momento de titubeo, Pau se lo devolvió. Era el primer abrazo verdadero que habían compartido…
—Hernan te va a echar mucho de menos —Mariana le dijo a Pau a la mañana siguiente.
Dario había guardado todas las cosas de Hernan y las había metido en el coche de Mariana. Esta, sujetando a Hernan en brazos, había encontrado a Pau en el jardín, sitio al que había ido porque no sabía dónde estar ni qué hacer. Había pasado la noche en el sofá a regañadientes. Les había dicho que podía irse a un hotel a pasar la noche para darles algo más de privacidad, pero ellos no habían querido. Habían insistido en que se quedara con ellos.
Al ver acercarse a Mariana, dejó las malas hierbas que estaba quitando y se incorporó.
—Yo también le voy a echar mucho de menos —dijo con sentimiento—. Es un niño encantador —sonrió, a pesar del dolor que ya empezaba a sentir por dentro.
—Deberías venir a verle. Puedes venir —dijo Mariana—. El valle no está tan lejos. Eres bienvenida en cualquier momento.
Pau le dio las gracias.
—Me gustaría mucho.
Se miraron durante unos segundos. Años y años de recuerdos y discusiones pasaron ante sus ojos. Ambas apartaron la vista al mismo tiempo.
Mariana le dio otro abrazo de hermana.
—Gracias. Por cuidar de Hernan, por ocuparte de todo, por ayudarnos a ser una familia.
—Ha sido un placer —le dijo Pau a duras penas.
—¿Cómo es que tengo tanta suerte?
Pau dudaba mucho que hubiera una respuesta para esa pregunta.
Estaba sola. Ni abuela, ni Adrian, ni Misty, ni Dario, ni Hernan… No tenía familia. Pau miraba a su alrededor y trataba de disfrutar del silencio. Si se fijaba mucho, casi podía ver cómo golpeaban las ventanas las gotas de lluvia.
Había empezado a llover cuando regresaba a casa del hospital esa tarde. Muy apropiado para su estado de ánimo.
Mariana, Dario y Hernan ya se habían ido.
De repente llamaron a la puerta. La abrió y se encontró con Pedro, de pie bajo el umbral, en vaqueros y cazadora.
Estaba empapado hasta los huesos. Él era la última persona a la que quería ver esa noche.
—¿Qué?
Él no contestó, y tampoco esperó a obtener una invitación para entrar. Pasó por delante de ella y entró en la casa directamente.
—Pedro. No me apetece tener compañía hoy.
Estaba chorreando agua sobre la alfombra, pero no se iba.
Pau suspiró. Probablemente debía decirle que se quitara la chaqueta.
—¿Se fue Milos?
—Sí. Vino a despedirse, pero no estabas.
—Oh, lo siento. Dame su dirección de correo electrónico y le mando una nota.
Pedro hizo crujir sus nudillos. Había una emoción indescifrable en su mirada. Finalmente se quitó la chaqueta y buscó algo dentro.
—Hernan se dejó esto —le puso el conejito de peluche en la mano.
Esa era la gota que colmaba el vaso…
Pau agarró el juguete.
—Oh, Dios —dijo Pedro al ver que estaba a punto de echarse a llorar—. No llores.
—¡No estoy llorando! —gritó ella. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—¡Solo es un peluche! —dijo Pedro. Trató de quitárselo, pero ella se apartó y se aferró al muñeco como si estuviera defendiéndolo de algo.
—¡Ya sé lo que es!
—Pau —Pedro le habló en un tono paciente—. Todo va a estar bien. Ya le mandaremos el muñeco.
—No es el muñeco. Es la fa… familia… No importa —intentó limpiarse la cara con el brazo.
Pero él la hizo detenerse, estrechándola entre sus brazos.
—Pe…
—Sh —la besó.
El aguante de un hombre tenía un límite. El deseo se podía dominar, y la necesidad también. Las palabras se podían neutralizar… Pero Pedro no soportaba verla llorar al ver el muñequito de peluche. No podía verla llorar. No quería verla llorar. No quería nada más excepto lo que tenía en ese momento; ella en los brazos, su rostro contra el pecho, su cabello exquisitamente rizado sobre los labios, el aroma de su perfume en la nariz… Respiró hondo, saboreó la fragancia, la sujetó de la barbilla y probó la sal de sus lágrimas. No era ese el motivo por el que había ido a verla.
Había ido a la casa para hacerla entrar en razón, para ser su amigo, para decirle la verdad… Para decirle que no estaba enamorada de Adrian Landry.
No había dicho nada al final. Pero sus actos hablaban por sí solos. Pau deslizó los brazos por dentro de su chaqueta mojada y se acercó aún más, cerró los ojos y sintió el tacto de sus labios sobre la cara, las mejillas, la mandíbula, la boca… Los besos habían sido suaves y tiernos durante unos segundos, pero al alcanzar sus labios se habían vuelto desesperados, bruscos… El fuego que siempre había ardido entre ellos se había desatado. El control que siempre habían tenido se estaba resquebrajando. Pau entreabrió los labios.
El corazón se le salía por la boca. El muñeco de peluche se le cayó al suelo y ni se dio cuenta. Le levantó la camisa con ambas manos y palpó su pecho caliente y musculoso. Él se estremeció; siempre lo hacía. Trató de quitarse la chaqueta, pero estaba tan mojada que se le pegaba al cuerpo.
—Déjame a mí —le dijo ella y se la quitó de los hombros, echándola al suelo un momento después.
—Pau…
—Por aquí —le dijo ella, señalando el dormitorio con un gesto.
Él la besó durante todo el camino hasta la cama y la acorraló contra ella. Quería caer encima de ella, arrancarle la ropa y hacerle el amor con desenfreno. Sus dedos torpes intentaban liberarla de la ropa. Le rompió la camisa, le quitó los pantalones a toda prisa. Pero un momento después, por fin, estaban desnudos, piel contra piel. Ella se puso de lado, y él deslizó dos dedos por encima de su cadera y a lo largo del muslo, alisándole la piel, igual que hacía con la madera…
Después la hizo ponerse boca arriba, le separó las rodillas y se arrodilló entre ellas. Deslizó las manos por sus piernas muy lentamente, atormentándose tanto como la atormentaba a ella. Pau se movía, inquieta, le observaba con los ojos entreabiertos. Se lamió los labios. Pedro le acarició la ingle, palpó su sexo, abrió sus labios más íntimos y empezó a jugar. Ella gimió. Él volvió a bajar un poco la mano, la subió, la tocó, más adentro esa vez… Ella entreabrió los labios, levantó las caderas, como si así pudiera hacerle llegar más adentro.
Podía. Podía hacerlo. Y entonces… mientras deslizaba las manos a lo largo de sus piernas hasta sus rodillas, ella estiró un brazo y le tocó. Deslizó un dedo con cuidado sobre su erección, haciéndole tensar cada músculo de su cuerpo para no sucumbir en ese preciso instante.
—Pau… —le agarró la mano.
—¿Tú puedes hacerlo y yo no?
Él sacudió la cabeza, sonriendo. Así era ella. Siempre llevaba la contraria, incluso en la cama. Se tumbó sobre ella y entró en su sexo. Durante unos segundos se mantuvieron inmóviles. Él se quedó quieto, observándola, sintiendo cómo se tensaba su cuerpo a su alrededor. Pau levantó la vista hacia él. Su rostro estaba en sombras, pero sus labios estaban hinchados, colmados de besos, las mejillas rojas…
—¿Y bien? —preguntó ella, llena de expectación, meneándose debajo de él.
Pedro se rio. Risas y sexo… Era tan típico de Pau.
—Estaba pensando… —murmuró él.
No era cierto. No estaba pensando en absoluto. Estaba disfrutando. Y empezó a disfrutar mucho más en cuanto comenzó a moverse. Pau se movía con él, contra él, tomando el ritmo y haciéndolo propio. Sus miradas se engancharon, sus corazones retumbaban al unísono. Pau movió la cabeza a un lado y a otro. Levantó las caderas, suplicándole… Él empezó a moverse más deprisa, apretó los dientes… Ella se estremecía a su alrededor. Le apretó el trasero con ambas manos. Le clavó los talones en la parte de atrás de los muslos. Pedro empujó una vez más y entonces ya no pudo aguantar más.
Se dejó llevar… Se desahogó.
Ella le hacía completo.
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