domingo, 19 de febrero de 2017
FUTURO: CAPITULO 19
Pau se despertó lentamente, sintiéndose relajada, saciada.
Empezó a estirarse. Los músculos se le agarrotaban, pero no importaba. Tampoco podía moverse mucho. Había un cuerpo duro y caliente contra su espalda.
—¿Pedro?
Sintió cómo se curvaban sus labios sobre la nuca.
—¿Esperabas a otro?
Ella se volvió hacia él, le dio un golpecito con la nariz. Él sonreía, satisfecho, pero no saciado. De repente la agarró de la cintura y la levantó sobre él. Quedaron frente a frente, tumbados en la cama, cuerpo contra cuerpo. Pau podía sentir su miembro erecto. Aún tenía hambre de ella.
Él le sujetó las mejillas y la besó. Fue un beso largo y profundo que prometía otra noche de pasión como la que habían compartido. Y ella no dijo que no. Era lo que deseaba, tanto como él. Lo deseaba a plena luz del día. No hablaban, solo se tocaban, y observaban. Ella se sentó encima de él, a horcajadas. Le observó mientras deslizaba los dedos a capricho sobre su piel, acariciándole los pechos, pellizcándole los pezones. Y entonces le acarició el abdomen, deslizó una mano entre sus muslos, tocó su sexo desnudo, jugó con ella, tanteó el terreno.
Pau contuvo el aliento, y cuando él dejó de tocarla, sintió que le faltaba algo. Él la levantó por las caderas y volvió a colocarla encima, entrando así en su sexo.
Sus cuerpos se tensaron. Ella bajó la vista y le sonrió.
Después deslizó los dedos sobre su pecho, trazó un círculo alrededor de su ombligo, se inclinó y besó sus pequeños pezones masculinos. Esperó…
—Pau… —dijo él, gimiendo.
Le clavó los dedos en las caderas, levantándola y bajándola de nuevo. Pero ella se echó hacia atrás. No podía moverse.
—¡Pau! —su tono de voz era de absoluta desesperación.
—Ssssssí —Pau se levantó casi del todo y entonces volvió a bajar, metiéndole dentro de ella.
Pedro jadeó, empezó a moverse, levantó las caderas para encontrarse con ella. El juego había terminado. Ya no había nada que esperar. Solo quedaba el deseo, el desenfreno…
Más rápido, más frenético… Como una ola que los llevaba hasta lo más alto y que después rompía, precipitándolos al vacío, dejándolos exhaustos, varados en la orilla, sus cuerpos húmedos, los corazones desbocados. Pau, colapsada contra su pecho, podía oír su corazón palpitante contra la oreja. Sintió cómo él le acariciaba el cabello…
Siempre había sido así con él. Eso era lo que más le gustaba de estar con él. No solo era la locura; también podían jugar, tentarse el uno al otro. Podían hablar, discutir, reír. La vida con Pedro era algo más que irse a la cama. Era amor.
De repente Pau supo que nunca había dejado de amarle.
Levantó la cabeza de su pecho y le miró. Él sonreía.
—Se acabó Adrian —dijo él de pronto.
Pau se quedó de piedra.
—¿Qué?
Él encogió los hombros con pereza.
—Creo que hemos demostrado empíricamente que no quieres a Adrian.
Pau se sintió como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. Moviéndose rápido, se quitó de encima de él y se puso en pie. Arrastró una sábana y se tapó con ella para no sentirse tan expuesta.
—¿Se trata de Adrian?
—Claro que no. Se trata de ti —dijo Pedro, frunciendo el ceño.
—¿Qué pasa conmigo?
—Pero ¿por qué te pones así? —Pedro se recostó contra el cabecero de la cama y extendió una mano hacia ella.
Pero Pau apretó la sábana contra su cuerpo con más fuerza.
—¿Me has hecho el amor para demostrarme que no quiero a Adrian?
—¡No! Bueno, sí, pero esa no es la única razón —él bajó la mano e hizo ademán de levantarse de la cama para ir tras ella.
Pero Pau ya no necesitaba que le demostrara nada más.
Recogió su ropa del suelo, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta.
El pomo de la puerta giró.
—¡Pau! ¡Pau! ¡Por Dios! Abre —el pomo se movió de nuevo—. ¡Pau!
Pero Pau no estaba escuchando. Ya había oído suficiente.
Abrió el grifo de la ducha a tope para no oírle. Soltó la sábana y se metió debajo del reconfortante chorro de agua caliente. Puso la cara justo delante. No quería sentir las lágrimas cuando empezaran a caer.
Había vuelto a equivocarse, de nuevo. Estaba enamorada de Pedro Alfonso. Se quedó en la ducha hasta que el agua caliente se acabó. Abrió la puerta del dormitorio, quitó la maleta de la silla, y empezó a echar cosas dentro. Pedro apareció en la puerta en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Qué estás haciendo?
Ella ni se molestó en volverse.
—Estoy haciendo las maletas.
—¿Por qué? —él entró en la habitación y trató de agarrarla por el brazo.
Ella se apartó, fue hacia el armario, sacó toda su ropa y la enrolló con brusquedad para meterla en la maleta.
—Me voy a casa —dijo, intentando mantener la calma, sin siquiera mirarle a los ojos.
—No digas tonterías. Tu abuela te necesita.
—Mi abuela va a estar bien. Tiene a muchos médicos y enfermeros que la van a cuidar muy bien. Yo puedo estar pendiente por teléfono. Y a lo mejor me la llevo a San Francisco cuando salga del hospital.
—No va a querer. Ya lo sabes.
—Pues qué pena. Yo trabajo allí. Toda mi vida está allí. ¡Adrian está allí! —en ese momento sí que se dio la vuelta y miró a Pedro a los ojos.
Le fulminó con la mirada, furiosa. Pero ella no era la única.
Los ojos de Pedro echaban chispas.
—No estás hablando en serio. ¡No puedes volver con él después de lo que acabas de hacer conmigo!
—Bueno, no tengo pensado decírselo —dijo Pau, dolida—. En eso tienes razón.
—¡No puedes casarte con él!
—¡No me digas lo que tengo que hacer y lo que no! —gritó Pau. Cerró la maleta con violencia, la arrastró hasta el salón y empezó a bajar las escaleras.
Pedro fue detrás de ella.
—Estás exagerando. No me acosté contigo solo para demostrar algo.
—Muy bien. Entonces solo fue algo accidental, para pasar el rato —le espetó Pau en un tono corrosivo.
Metió la maleta en el coche, cerró la puerta con gran estruendo y volvió a recoger a los gatos. Él se interpuso en su camino, le impidió el paso.
—Es cierto —dijo, insistiendo—. Aunque ahora supongo que irás y te casarás con él por despecho.
—Bueno, será mejor que casarme contigo —dijo Pau, dándole un empujón y pasando por delante. Subió las escaleras. Afortunadamente, Bas y Hux estaban localizables. Los tomó en brazos a los dos, pasó por delante de Pedro y volvió a bajar.
Él fue detrás de ella. Sus pasos sonaban fuertes, decididos.
—¡Paula! Maldita sea. Para un momento.
Pero ella no se detuvo hasta haber metido a los gatos en el coche. Entonces se dio la vuelta y volvió sobre sus propios pasos. Le hizo frente.
—¡No escuchas! Nunca lo haces. Escucha esto —la agarró con fuerza y le dio un beso feroz, como si la estuviera marcando sin remedio y para siempre.
Pau podría haberle dicho que ya lo había hecho. Para toda la vida… ¿Pero de qué hubiera servido? Se quedó quieta y aguantó. Se mantuvo firme.
—Estoy escuchando —le dijo cuando él se apartó por fin—. ¿Qué quieres decirme?
—Quiero decirte que he impedido que cometas el error más grande de toda tu vida.
Y eso era exactamente lo que ella creía haberle oído decir.
Simplemente eso. Nada más.
—Bueno, muchas gracias —Pau subió al coche, arrancó y salió a toda prisa. No había canción que pudiera animarla un poco en ese momento…
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario