Recortó una foto más y luego otra. Las pinchó en la pared y cogió el soplete con la mano enguantada. Habría dado cualquier cosa por ver la cara de ella cuando su casa ardió.
La muy perra pensaba que se podría ir sin consecuencias y había que enseñarle que eso no era posible.
Miró el calendario y sonrió. El cuatro de julio estaba cerca ya, dos meses solo, y para esa fecha prepararía su paso decisivo.
Encendió el monitor de su ordenador y miró cómo andaba la transferencia de crédito. Aquella vieja estaba cumpliendo con su promesa y las fotos de su affaire con aquel hombre mucho más joven que ella no saldrían en la prensa. ¿O sí? Se merecía la vergüenza pública, se merecía el final de su flamante negocio de ropa interior.
Se resignaría. Siempre podría volver a usarla para sacar dinero cuando se le acabara. Tenía demasiado miedo para poner una denuncia, le tenía un miedo voraz.
Cogió el teléfono y marcó un número que se sabía muy bien.
Cuando la voz contestó se quedó en silencio, oyendo cómo ella preguntaba una y otra vez. Colgó. Volvió a marcar e hizo lo mismo pero se sorprendió cuando ella dijo:
—¿Pedro, eres tú?
Había algo en su voz, un deje de añoranza, un anhelo… La muy zorra se había acostado con él. Estaba claro.
Sintió unos celos que amenazaban con hacerle reventar.
Colgó y volvió a llamar pero esta vez habló. Cuando acabó sintió satisfacción y euforia, incluso se excitó. Sonrió siniestramente y dijo:
—Es hora de salir a cazar.
* * * * *
Linda sintió preocupación cuando se encontró con Paula en la oficina. Estaba pálida, su piel tenía un tono macilento y debajo de los ojos se adivinaba una sombra azul que le daba el aspecto de una persona abatida y desesperada. El porte regio de su cuerpo y su gracia al andar había desaparecido.
En su lugar, por el pasillo entraba una Paula cansada, triste y desgarbada.
Cuando llegó a la puerta de su despacho, Linda se acercó a ella y la abrazó.
—¿Por qué no viniste a mi casa, Pau? Cuando me enteré casi me da algo. Te llamé esta mañana pero no me lo cogiste. —Al oír eso se puso tensa. Alguien la había llamado varias veces y pensó que era Pedro pero pronto salió de su error. Había sido una llamada muy extraña, sin sentido casi, pero sabía que no era una equivocación. Se lo diría a Simon esa misma tarde.
Miró a Linda y le sonrió brevemente.
—Vi tu llamada, lo siento. Estaba en la ducha cuando llamaste.
—Pero, ¿dónde has dormido? —preguntó su amiga preocupada.
—En casa de Simon —mintió restándole importancia con un ademán al tiempo que entraba en su despacho y encendía el ordenador. Linda no quedó muy convencida pero lo dejó pasar. Cuando ya salía por la puerta, Pau le dio las gracias por el ofrecimiento y ella sonrió agradablemente.
—¿Desayuno a las once en Teo’s? —preguntó Linda.
—Uf, no puedo, tengo que estar en los tribunales en… —miró el reloj— media hora. Un día duro. —Bufó. Luego, como si acabara de darse cuenta de algo importante, fue
hacia la puerta y preguntó—: ¿Dónde está la señora Plaid?
—interrogó mirando fijamente la mesa recogida de su secretaria.
—Creo que llamó para decir que no vendría hoy. Se encontraba indispuesta.
—¡Mierda! Hoy tenía una reunión por lo del caso de los chantajes y la señora Plaid debía venir conmigo. Es inconcebible que lo olvidara, ¡mierda! ¡Mierda! —dijo furiosa.
Se apretó el puente de la nariz en señal de malestar. Al final del día le dolería la cabeza, seguro.
—¿Quieres que vaya yo? No me importa —se ofreció Linda.
—No, cielo, gracias. Hay que estar al día de muchos datos y no voy a fastidiarte a ti por culpa de la señora Plaid. Ya lo haré yo, gracias.
De camino al aeropuerto hizo algunas llamadas. Una de ellas fue a Mateo para comunicarle que debía marcharse y que no sabía por cuánto tiempo.
Luego llamó a Mariano.
Quería que él se encargase de estar al tanto de cualquier novedad con respecto al incendio. Necesitaba saber qué había sucedido y por qué, y sabiendo que Mariano conocía a uno de los jefes de bomberos encargados de la investigación se quedaba más tranquilo. Llamó a su madre, la cual no se sorprendió de su precipitada partida y le pidió que llevara cuidado. Por último, y a riesgo de quedar como un completo idiota, llamo a Simon Chaves. Este se sorprendió con su llamada y pronto adoptó un aire de superioridad masculina, pero Pedro no se dejó amilanar y le puso las cosas claras.
—Escúchame bien, Simon. No pretendo que tú y yo nos enzarcemos en discusiones sin sentido cada vez que hablemos. Tu hermana es mi amiga y por el bien de ella deberíamos llevarnos bien en la medida de lo posible. —Eso pareció tranquilizar a Simon aunque la tranquilidad se desvaneció cuando Pedro le pidió que le mantuviera al corriente del caso del incendio.
—Ni lo sueñes, Alfonso. Esto es terreno de la policía y tú estás fuera.
Pedro sonrió tras el teléfono pero no dijo nada. Tenía los suficientes contactos para conocer los detalles de la investigación antes que Simon.
Y lo haría, por supuesto.
El sonido estridente del teléfono de Pedro los despertó unas horas más tarde. Ella apretó los ojos con fuerza cuando oyó la maldición entre dientes que soltó él y se forzó a
mirar la hora en el reloj digital de la mesilla. Luego miró a su lado y comprobó que Pedro ya se había levantado, pero su calor y su olor permanecían en la cama.
Lo vio moverse por la habitación con el teléfono pegado a la oreja sujeto por el hombro, lo que le dejaba las manos libres para continuar haciendo cosas, pero sin decir absolutamente nada. Estiró los músculos de la espalda con un movimiento de brazos que la hizo estremecer de excitación. Emitió varios sonidos de aprobación mientras cogía algo de ropa del armario.
Luego se dirigió al cuarto de baño y cerró la puerta muy despacio como si creyera que ella aún dormía. Ni siquiera se había dado cuenta de que ella lo seguía con la vista por toda la habitación. Ni siquiera la había mirado.
Se percató de ese detalle cuando la luz del baño quedó apagada por la puerta. Una triste sensación la invadió de inmediato y le trajo a la cabeza lo que él le dijera seriamente por la noche cuando estaban en la terraza. «No me conoces, no sabes cómo soy».
Se levantó dispuesta a recoger su ropa y marcharse cuando, de pronto, la dura realidad se apoderó de ella por completo.
No tenía adónde ir, no tenía nada, todo se había quemado en el incendio y ahora estaba sin casa, sin ropa, sin sus recuerdos. Se sentó de golpe en la cama, consciente de que estaba desamparada. Bajó la cabeza y se miró las manos.
¿Qué se suponía que debía hacer ahora? Sacudió la cabeza intentando apartar las lágrimas que amenazaban con caer, pero no pudo evitar lo inevitable y se puso a llorar en silencio.
Cuando Pedro salió del baño la encontró sentada al borde la cama con la cabeza y los hombros hundidos.
—Eh, ¿qué pasa? ¿Estás bien? —preguntó cauto pues no sabía si ella se sentía abatida por su situación o por la experiencia de la noche.
Pau no contestó, ni lo miró siquiera. Seguía sumida en sus tristes pensamientos mientras un torrente de lágrimas se deslizaba con total facilidad por sus mejillas. Parecía tan frágil.
—Paula, mírame —dijo él con una brusquedad que no pudo controlar. No soportaba ver a las mujeres llorar.
Ella levantó la cabeza y lo miró tímida. El rostro de Pedro era una máscara con una expresión indescifrable, pero pasados unos segundos esa máscara cayó y sus ojos se tornaron tiernos y comprensivos.
—Tengo que marcharme —dijo suavemente—. Tengo que coger un avión a Washington en una hora. —Vio cómo en los ojos de ella se dibujaba una expresión de terror.
—¿Ahora? —preguntó ella con la voz estrangulada por las lágrimas.
—Sí, pero puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, ¿me oyes? —Paula había vuelto a bajar la cabeza y empezaba a llorar de nuevo. Pedro se arrodilló delante de ella y la abrazó con fuerza—. Quédate, ¿vale? Quédate aquí como si fuera tu casa. —Ella lloró más fuerte—. Vamos, vamos, no me hagas esto. Tengo que salir corriendo al aeropuerto y no me gustaría tener que hacerte el amor otra vez deprisa y desesperadamente. Ya fui bastante bruto anoche. Por favor, cariño, no llores.
Pau levantó la cabeza de su hombro y le ofreció una triste mueca parecida a una sonrisa. Ese truco nunca fallaba.
—Lo fuiste, ¿verdad? Me duelen todos los músculos del cuerpo.
—Sí, lo siento, lo siento mucho. La próxima vez tendré más calma y será maravilloso, te lo prometo —le dijo, y luego la besó dulcemente. Ella saboreó su boca tan despacio como pudo, degustando el sabor de su lengua mezclada con un resto de menta del dentífrico. Le echó las manos al cuello y apretó sus pechos contra él.
Cuando Pedro interrumpió el beso, ambos jadeaban.
—Maldita sea —dijo entre dientes—. Debo irme. —Y sin más preámbulo se puso en pie y salió de la habitación. Pau se quedó mirando la puerta vacía. «La próxima vez…», sonrió ante aquella promesa.
—Te dejo una copia de la llave encima de la mesa de la cocina —grito él desde el salón.
Ella se apresuró a salir de la habitación.
—¿Cuándo volverás? —preguntó intentando que no se le notara la desesperación que sentía por quedarse sola en aquel apartamento.
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—No lo sé, Pau—dijo moviéndose por la casa, metiendo cosas en una bolsa de tela negra.
—¿Y qué se supone que debo hacer yo? ¿Esperarte aquí?
—Empezaba a sentirse irritada. Pedro la miró por encima del hombro con una ceja levantada mientras buscaba algo en uno de los cajones de la cocina.
—Sería una opción bastante buena, ¿no crees?
—No seas creído, Pedro. No va conmigo el papel de esclava sexual.
—Pues, no lo sé —dijo dirigiéndole una mirada seductora.
Pau resopló fuertemente, un gesto bastante desagradable, y se cruzó de brazos visiblemente enfadada. Pedro paró su frenética actividad y se puso delante de ella. Estaba imponente con sus vaqueros y su camisa blanca. Llevaba el pelo mojado y eso hacía que su color rubio se pareciera más al oro. Olía a colonia fresca pero masculina y despedía un calor tan seductor que a Pau le flaquearon las piernas por un segundo. Pedro le puso las manos en los hombros y se los masajeó levemente—. Haz lo que hagas normalmente. Ve a trabajar, llama a Simon porque imagino que querrá saber cómo estás y tendrás que ir a la policía por lo del incendio. Ve a casa de tu amiga Linda, cómprate algo de ropa… Si quieres venir a dormir por las noches, a mí no me importa. Prefiero que haya alguien en casa a que se quede vacía. Quédate todo lo que quieras y cuando no quieras quedarte más solo tienes que dejarle la llave al portero, ¿vale? Yo volveré en cuanto pueda. —Le dio un suave beso en los labios y continuó su tarea. Cuando acabó y estuvo listo para marcharse, Pau estaba sentada en un taburete en la cocina, justo donde se había quedado.
—Mi número de teléfono móvil está ahí mismo. —Señaló la libreta que había colgada en la pared al lado del teléfono fijo—. Si necesitas cualquier cosa, déjame un mensaje en el contestador. No te puedo prometer que lo escuche en seguida pero te llamaré en cuanto lo oiga, ¿de acuerdo? —Ella asintió—. Bien, y ahora quita esa cara de niña triste y dame un beso, anda.
Los ojos se le llenaron de lágrimas en cuanto él se acercó y la cogió por la cintura. Se besaron apasionadamente, como si no hubiera mañana, como si él se marchara para siempre y fuera a desaparecer de su vida ahora que había llegado a ella para salvarla. Se sintió sola y vacía en cuanto los labios de Pedro abandonaron los suyos. Por su parte, Pedro pensó que no se cansaría nunca de besarla, que la deseaba más allá de cualquier límite pero era consciente de que eso no podría ser y con una última caricia, la soltó y se marchó.
Una hora más tarde, ni Pedro ni Paula habían conseguido pegar ojo. Ella se encontraba tumbada de espaldas mirando las sombras que los detalles de las cortinas proyectaban en el techo cuando el reflejo de la luna incidía en la ventana. No podía dejar de pensar en la mirada de ese hombre, en cómo la había cogido cuando estaba llorando, en su amenaza de besarla, en su excitación y lo que todo eso le producía a ella en el interior.
Pedro, por su parte, solo pensaba una única cosa: «No me puedo complicar la vida con esta mujer. Ahora no».
Un ruido en el interior de la habitación lo sobresaltó. Se puso de pie despacio, sin hacer el menor sonido y escuchando detenidamente cualquier cosa que le llegara a sus expertos oídos. Fue hasta la puerta del dormitorio y esperó. De repente, el pomo de la puerta giró despacio y esta se abrió lentamente. Cuando su mirada se encontró con la de ella, no hubo sorpresa. Ambos se miraban examinándose y evaluando la situación como si alguno de los dos fuera a ganar o perder más que el otro.
—No puedo dormir —dijo ella en un susurro casi inaudible.
—¿Pesadillas? —preguntó él en el mismo tono bajo. La poca claridad que entraba por las ventanas le daba un tono azulado a su piel y la hacía parecer etérea e inalcanzable.
—No. Tú. —No supo de dónde habían salido esas palabras, pero al fijarse en los ojos de Pedro comprendió que las había dicho ella. Ya había tomado su decisión.
—Pau…
—Shhhh, no —le interrumpió ella poniéndole un dedo en la boca para que no siguiera hablando—. Si no me besas ahora mismo me pondré a llorar para que cumplas tu amenaza.
Pedro se acercó a ella sin perder el contacto visual con sus ojos verdes que ahora parecían negros. La acorraló contra la pared. Bajó la cabeza hacia su rostro y posó suavemente los labios sobre los de ella. Fue un simple roce que encendió una llama devastadora en el interior de ambos. Otro roce, y otro más. La respiración de Pau era cada vez más rápida.
Sintió la humedad entre sus muslos y un millón de agujas punzantes le pinchaban la piel por todas partes. Ella gimió desesperada y Pedro se apoderó de su boca con una fiereza digna de un león. Deslizó la lengua en el interior de la boca de ella. Era una cavidad húmeda y suave, con un sabor exquisito para sus sentidos, preludio de algo mejor. La lengua de ella se movió y ambas se rozaron con toques ásperos y sensuales que arrancaron otro gemido de su boca.
Pau deslizó sus manos por el amplio pecho desnudo hasta llegar a los fuertes hombros y enlazar sus dedos tras la nuca. Necesitaba tocarlo, sentirlo, absorber su calor para mantenerse en pie pues las piernas empezaban a flaquearle.
Pedro deslizó sus manos por la espalda de ella hasta llegar a unas nalgas pequeñas y duras que apretó contra su erección para que Pau fuera consciente de lo que le estaba haciendo. Luego subió una mano lentamente por debajo de la camiseta, siguiendo la línea de su estrecha cintura hasta llegar a rozar el lateral de un pecho bien torneado y duro.
Sintió el escalofrío de ella cuando le rozó el pezón suavemente con el dedo pulgar. Esa reacción lo instó a continuar su exploración con la otra mano que siguió el mismo camino a través de la cintura hasta el pecho. Cuando ambas manos se habían saciado de sopesar los pechos de forma suave y paciente, con los dedos le cogió los pezones y los apretó lentamente. Ella sintió que le ardía la piel, que las piernas ya no le respondían, que se caería si se soltaba de su cuello, que ardería si él no la poseía pronto. Echó la cabeza atrás interrumpiendo el beso para coger aire y jadear mientras él continuaba con aquel dulce martirio.
—Dime que pare —le susurró él al oído. Ella no respondió. Se frotaba contra su pierna buscando un alivio que no encontraría de esa forma—. Dime que pare, por favor —repitió en una súplica.
—¡No, no! —chilló ella entre gemidos de desesperación.
Soltó sus manos del cuello y las llevó a la cintura elástica de sus pantalones de deporte. Sin pensarlo, metió la mano y apresó su miembro.
Fue todo lo que necesitó Pedro para reaccionar. Le quitó la camiseta rápidamente y, de un tirón, le arrancó las pequeñas braguitas que llevaba puestas debajo. Con una maestría extraordinaria le puso las manos en las nalgas y la aupó. Ella pasó las piernas alrededor de su cintura y colocó su miembro en la entrada de su vagina. Pedro dio una embestida desesperada y se hundió en la cavidad húmeda de su sexo, encajando a la perfección en aquella funda aterciopelada y caliente.
Paula contuvo la respiración.
Cuando tenía el miembro en su mano pensó que era demasiado grande. Hacía ya muchos meses que no tenía relaciones sexuales, pero su desesperación no le impidió continuar. Soltó el aire lentamente justo cuando él volvía a apoderarse de su boca con fuerza y determinación. Atrapó su labio inferior y lo sorbió sensualmente lo que provocó que Pau moviera las caderas clavándose un poco más en su vara tiesa. Pronto, Pedro comenzó a moverse también.
Sacaba su miembro hasta la misma punta para introducirse bruscamente de nuevo en ella, dando con su espalda en la pared. Repetía esta acción con calma, sin prisa pero sin parar ni un momento. Cada embestida hacía gemir de placer a Pau, la instaba a moverse más y más rápido para llegar a la cumbre de aquella maravillosa experiencia.
Pedro la tenía cogida por debajo de las nalgas y apoyada en la pared, al lado de la puerta del dormitorio. Consiguió colar una de sus fuertes manos entre los dos cuerpos y sus dedos se desplazaron hacía el lugar por donde se mantenían unidos. Encontró su clítoris hinchado y empapado y lo frotó con decisión. Paula gritó de placer sumida en un éxtasis sin igual. Aceleró los embates mientras le daba placer con sus dedos y sintió que ella llegaba al orgasmo de una forma demoledora. Le estrechó fuertemente el miembro dentro de ella mientras él continuaba frotando sin tregua el delicioso botón. Él se controló, debía hacerlo pues no le había dado tiempo a pensar en preservativos cuando la penetró y no se podían arriesgar a problemas en el futuro. Ella empezó a relajarse. Sabía que no se sostendría en pie si él la dejaba en el suelo y cuando notó que Pedro hacía presión para apartarla no lo dejó.
—Tengo que correrme fuera, no llevo protección —dijo con los dientes apretados pues estaba al límite de sus fuerzas.
—Tomo la píldora, estoy cubierta —le respondió ella sin aliento pasándole las manos por el pelo en un gesto cariñoso y, a la vez, desesperado. Aún notaba el miembro duro dentro y sentía que olas de placer volvían a arrollarla.
—¿Estás segura? —preguntó Pedro deseando que ella no se echara atrás en su decisión. Pau asintió e impulsó sus caderas hacia él introduciendo su miembro un poco más y soltando el aire que había estado conteniendo en sus pulmones. Lo apretó fuerte en su interior cuando él comenzó de nuevo a embestir. Esta vez sin orden ni tranquilidad, sino de una forma primitiva y salvaje que provocó que se corriera bruscamente. Ella alcanzó otro maravilloso orgasmo que la dejó a las puertas del mismísimo cielo.
—Dios mío —susurró cuando Pedro la dejó en el suelo. Se estaban tocando, acariciándose lentamente, aspirando el olor que desprendían sus cuerpos cubiertos por una película de sudor, una mezcla de perfume y sexo. Se besaron sin prisa, saboreando, mordiendo, lamiendo, chupando. Pedro le mordió el lóbulo de la oreja y le dijo sensualmente—: Me voy a la ducha, ¿me acompañas?
No hizo falta contestación. La cogió en brazos sin dejar de besarla y la llevó hasta el cuarto de baño que había dentro de la habitación. Abrió el grifo de la ducha, esperaron unos pocos segundos a que saliera agua caliente y se metieron dentro, deseosos de seguir tocándose y besándose.
Paula notó que su verga se ponía dura de nuevo. Lo miró con una sonrisa malévola y empezó a morderle las tetillas mientras él la enjabonaba haciendo especial hincapié en sus pechos. Poco a poco fue dejando un rastro de besos por el musculado abdomen de Pedro hasta llegar a la maraña de rizos rubio pajizos que de desplegaba entre sus piernas.
Lentamente, mirándolo a los ojos como si le estuviera desafiando a que la detuviese, se puso de rodillas y metió la punta de su miembro en la boca. Jugó con su lengua lamiendo firmemente a la vez que masajeaba sus testículos con la mano. El agua les caía encima y amortiguaba los gemidos que Pedro lanzaba con los dientes apretados. Ella chupó más fuerte e introdujo gran parte de su miembro en la boca. Sintió el sabor salado de su semen cuando algunas gotitas escaparon.
—Chica mala —dijo Pedro poniéndola de pie. Su voz era ronca y grave por la pasión. La besó desesperado. Le deslizó una mano entre los muslos y la penetró con dos dedos. Ella jadeó varias veces y se apretó contra esa mano que le daba tanto placer.
Pedro no la dejó llegar a la cumbre del éxtasis esta vez.
Cuando vio que ella estaba a punto, la soltó, cerro el grifo de la ducha y la llevó hasta la cama. Entonces la penetró sin miramientos y unos minutos después ambos, como uno solo, llegaban al orgasmo más fabuloso que habían tenido nunca.
—Llevas un tatuaje —dijo pasando lentamente los dedos por el pequeño trébol de tres hojas que Pedro tenía en la cadera—. ¿Tiene algún significado o simplemente está ahí por gusto?
—Yo no me hago marcas por gusto —dijo mirando los dedos que le acariciaban la piel. Ya se le estaba poniendo dura de nuevo.
—¿Y bien? ¿Qué significa?
Pensó durante un segundo si contarle o no aquella historia.
Era un recuerdo triste del que no había vuelto hablar nunca.
Cuando la miró a los ojos la encontró expectante. Tenía verdadera curiosidad y sin saber por qué motivo aquella mujer le transmitía tanta confianza, comenzó a hablar.
—No recuerdo bien cómo se llamaba aquel sitio pero era espectacular. Estaba al sur de El Salvador. Había una pequeña aldea de pescadores con un montón de niños en todas partes. Siempre que llegábamos a un sitio así nos recibían muy bien, nos trataban como si fuéramos de su familia y compartían con nosotros su comida y sus pequeñas casas.
»Había una niñita preciosa, morena, con el pelo largo negro, los ojos almendrados y la nariz respingona, que nada más vernos, se acercó a mí, me tocó con su mano la cadera y me ofreció un trébol de tres hojas. Por alguna razón, crecían por todas partes y había lugares en los que parecían una manta cubriendo el suelo. Esos lugares estaban prohibidos. No se podía pasar más allá de la barrera de maderas que había construido la gente del pueblo. Creían que había un campo de minas y para eso nos habían mandado allí.
»Estuvimos tres días peinando la zona, explicando a la gente de allí que no había nada, que el terreno estaba limpio y que podrían utilizarlo para cultivar, pero algunos de ellos no lo tenían tan claro y se negaron a quitar la barrera. Cuando nos marcháramos, no dejarían pasar a nadie por allí. —Pedro hizo una pausa y cerró los ojos con fuerza. Estaba
reviviendo algo demasiado duro, demasiado triste.
—¿Qué pasó? —susurró Pau mirándolo con los ojos brillantes.
—El día que nos íbamos uno de mis compañeros sacó una tableta de chocolate para repartir entre los niños. Todos se volvieron locos y comenzaron a perseguirlo mientras él reía y lanzaba la tableta de un compañero a otro. Yo estaba apoyado en la barrera de madera mirando cómo la preciosa niñita saltaba, corría y reía sobre la alfombra de tréboles que había estado prohibida tanto tiempo.
»Martin Nelson, nuestro Operador de Radio, saltó la barrera seguido de quince o veinte niños. Me preguntó entre risas si quería cogerle el relevo pero le dije que no, que se le daban mejor los niños que la radio y que se los dejaba todos a él. Vi a la niña tirar un montón de tréboles por los aires y salir corriendo hacia Martin. Él la alzó por los aires, le dio un abrazo y un trozo de chocolate. El resto de la tableta la repartió entre todos que no tardaron en salir corriendo hacia donde me encontraba yo. Martin volvía paseando con la niña en brazos. Ella le dio un beso en la mejilla y sentí envidia. Pensé que debería haber ido, me gustaba jugar con los pequeños y hacerles reír, y me hubiera gustado que aquella pequeña preciosa me diera un beso en la mejilla también.
»Nuestro Sargento nos llamó para emprender la marcha, y Martin empezó a correr con la niña aún en brazos. Lo que pasó después… —Pedro hizo una pausa y se llevó una mano a los ojos—. Aquello sí era un maldito campo de minas, algunas inactivas por el tiempo, pero otras no. El resto de la historia te la puedes imaginar —dijo sentándose en la cama de espaldas a ella. Estaba abatido, los hombros caídos, la cabeza gacha.
Pau se puso de rodillas detrás de él y lo abrazó con todas sus fuerzas. Él se tensó al sentir su piel caliente contra su espalda pero no dijo nada.
—Debió de ser terrible —susurró ella—. Nadie debería almacenar recuerdos así. Lo siento.
—Podría haber sido yo. Si hubiera accedido a jugar con los niños, habría sido yo. En parte me sentía culpable y, en parte, aliviado. Estuve mucho tiempo soñando con Martin corriendo por aquel manto verde, pero lo que más me atormentaba era ver la cara de aquella niña, rozando mi cadera con su mano y ofreciéndome un trébol. Por eso me lo tatué ahí. —Se llevó las manos a la cara y tomó aire repetidas veces.
—Eh, mírame, Pedro —dijo Pau intentando girar el musculoso cuerpo de aquel hombre. Cuando lo tuvo frente a frente le cogió la cara con ambas manos y lo miró fijamente a los ojos—. Eso ya pasó ¿de acuerdo? Siento mucho haber despertado esos recuerdos —le dijo con una dulzura y una calma que tranquilizaron el corazón de Pedro al instante.
Luego ella se inclinó y le dio un suave beso en los labios. Un simple roce, una simple caricia que le hizo cerrar los ojos y percibir el olor de ella, su respiración, el calor de su cuerpo cerca del suyo.
Pedro abrió los ojos lentamente y encontró los suyos fijos y brillantes. Su boca, a escasos milímetros, con los labios entreabiertos, hinchados y sonrosados. Recordó al instante qué estaban haciendo allí. El bar, el incendio, Simon Chaves, ella pidiendo que la besara, su cuerpo mojado en la ducha…
Acercó su boca a la de ella y la besó con intensidad. Estaba sediento de aquella mujer, necesitaba estar dentro de su cuerpo una vez más, quizá dos, antes de que saliera el sol.
Quedó fascinada por la casa pero no lo expresó en voz alta.
Pedro lo percibió en la forma que tenía de tocar las cosas y de poner sus ojos cuando descubría algo que le llamaba la atención sobre lo demás.
No habían hablado ni una sola palabra desde que se despidieran de los amigos y de su hermano. El trayecto en taxi no fue muy largo, pero a Pedro se le antojó eterno.
No soportaba los silencios comprometidos.
—Puedes dormir en mi cama. Yo lo haré aquí, en el sofá.
—No, por favor. No podría dormir bien sabiendo que tú estás incómodo en tu propia casa. Yo me quedaré aquí, si no te importa.
—Me importa, dormirás en la cama, y yo en el sofá. Te dejaré una camiseta para que te cambies. Te quedará casi como de vestido, pero es lo único que puedo ofrecerte. —Dio media vuelta y fue hasta la habitación. Cuando regresó, ella estaba de pie mirando por el ventanal del salón. Se dio cuenta de que estaba llorando cuando se acercó y vio que su cuerpo se estremecía levemente.
La cogió por detrás y la meció entre sus brazos, pero eso provocó más llanto en ella y un escalofrío en la espalda de Pedro.
—Shhhh, ya está. Estás bien y a salvo, ¿vale? Ahora tienes que descansar un poco. Todo lo demás se arreglará. Ya lo verás.
Ella continuó llorando. Pedro la giró en sus brazos y puso una mano a cada lado de su cuello, sujetándole la cabeza sutilmente.
—Pau, mírame. —No lo hizo—. Mírame, por favor. —La suavidad de sus palabras le hizo dar un suspiro y levantar los ojos hacía los suyos. Pedro quedó un momento en silencio admirando la belleza de esa cara, la hermosura de sus ojos verdes, el dulce de su boca. Agitó la cabeza como si negara algo y con los pulgares le limpió dos lágrimas que caían a la vez por su rostro—. Si continúas llorando me vas a obligar a que te bese, y eso iría en contra de lo que le he prometido a tu hermano. —Ella sonrió entre lágrimas. Fue algo fugaz, pero se fue calmando poco a poco y pronto recuperó la serenidad entre hipidos—. Eso está mejor. —La abrazó y le dio un beso en la coronilla. Aspiró el perfume de su cabello mezclado con el olor acre del incendio y sintió que algo se tensaba en su entrepierna—. Bien. —La separó de sí para que ella no notara su erección—. Ponte la camiseta y a dormir.
—No podré —dijo compungida—, no tengo mi osito de peluche, quiero mi osito. —Parecía una niña pequeña desamparada buscando a su mamá, pensó Pedro.
Se acercó a ella cuando empezaba a hacer pucheros de nuevo. Qué bonita era, y cómo lo excitaba esa situación. Le dio un beso en la frente y le dijo:
—Venga cámbiate, es tarde.
Paula se quedó mirando cómo él iba hacia la cocina y desaparecía. La amenaza de su beso la había pillado por sorpresa, pero reconoció que le hubiera gustado que la besase. Él se había excitado tanto como ella con ese momento tan íntimo y tierno que acababan de compartir. Lo había notado en sus ojos y un poco más abajo.
Se quitó la ropa y se puso la camiseta negra que le había prestado. Olía a suavizante y a algo más que no supo identificar, pero le gustó. Después de unos minutos parada sin moverse, en el centro del salón, oyó en la cocina el ruido de unos hielos cayendo en un vaso. Se acercó a la puerta descalza y asomó la cabeza curiosa.
—¿Quieres un trago? —preguntó Pedro sorprendiéndola, pues ni siquiera se había girado para verla.
—Son las cuatro, ¿no duermes?
—Debería, ¿verdad?
—Sí.
—¿Quieres un trago o no?
—Vale.
Pedro preparó otro vaso con hielos y le echó whisky. No se detuvo a preguntarle si quería alguna otra cosa porque no había nada más en el mueble bar. Cogió los vasos y le hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Ella se quedó parada en la puerta de la cocina hasta que lo vio desaparecer por detrás de una columna. Entonces reaccionó y lo siguió, sin tener conocimiento de dónde iba. Cuando vio la escalera de caracol que subía arriba, se dio cuenta de que aquella casa no dejaba de sorprenderla. Y la sorpresa final fue lo mejor. Salió a la terraza y pensó que se encontraba en otro mundo.
—Qué bonita —susurró con admiración.
—Sí lo es, sí. —Pero Pedro la miraba a ella.
Le tendió el vaso y la invitó a sentarse en los sillones.
—¿Cómo es que tienes esta casa? No va contigo.
—¿No? ¿Por qué?
—No lo sé. Parece tan organizada, tan al detalle, tan perfecta. No sé, como decorada para una de esas revistas de casas.
—¿Qué te hace pensar que yo no soy así? —preguntó como por casualidad. Ella lo miró por encima del vaso sopesando su respuesta con cautela.
—¿Lo eres?
—Cobarde.
Paula sonrió socarrona.
—Soy precavida con mis opiniones. Solo veo que no te pega la casa.
—No me conoces, no sabes cómo soy.
—No, no te conozco —dijo ella seria. Clavó sus ojos en los de él. También estaba serio, como si le hubiera ofendido por algo. Ella estaba recostada en el sillón con las piernas dobladas bajo su cuerpo. La camiseta le llegaba a las rodillas y a los codos. Esa imagen provocó en Pedro un escalofrío que lo recorrió de arriba abajo. Notó el endurecimiento instantáneo de su miembro bajo los pantalones.
Se levantó decidido, y le arrebató el vaso antes de que ella se lo pudiera impedir.
—Vete a dormir. Mañana tu hermano vendrá a por ti y tendrás que estar lúcida.