sábado, 4 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 9





El sonido estridente del teléfono de Pedro los despertó unas horas más tarde. Ella apretó los ojos con fuerza cuando oyó la maldición entre dientes que soltó él y se forzó a
mirar la hora en el reloj digital de la mesilla. Luego miró a su lado y comprobó que Pedro ya se había levantado, pero su calor y su olor permanecían en la cama.


Lo vio moverse por la habitación con el teléfono pegado a la oreja sujeto por el hombro, lo que le dejaba las manos libres para continuar haciendo cosas, pero sin decir absolutamente nada. Estiró los músculos de la espalda con un movimiento de brazos que la hizo estremecer de excitación. Emitió varios sonidos de aprobación mientras cogía algo de ropa del armario.


Luego se dirigió al cuarto de baño y cerró la puerta muy despacio como si creyera que ella aún dormía. Ni siquiera se había dado cuenta de que ella lo seguía con la vista por toda la habitación. Ni siquiera la había mirado.


Se percató de ese detalle cuando la luz del baño quedó apagada por la puerta. Una triste sensación la invadió de inmediato y le trajo a la cabeza lo que él le dijera seriamente por la noche cuando estaban en la terraza. «No me conoces, no sabes cómo soy».


Se levantó dispuesta a recoger su ropa y marcharse cuando, de pronto, la dura realidad se apoderó de ella por completo. 


No tenía adónde ir, no tenía nada, todo se había quemado en el incendio y ahora estaba sin casa, sin ropa, sin sus recuerdos. Se sentó de golpe en la cama, consciente de que estaba desamparada. Bajó la cabeza y se miró las manos. 


¿Qué se suponía que debía hacer ahora? Sacudió la cabeza intentando apartar las lágrimas que amenazaban con caer, pero no pudo evitar lo inevitable y se puso a llorar en silencio.


Cuando Pedro salió del baño la encontró sentada al borde la cama con la cabeza y los hombros hundidos.


—Eh, ¿qué pasa? ¿Estás bien? —preguntó cauto pues no sabía si ella se sentía abatida por su situación o por la experiencia de la noche.


Pau no contestó, ni lo miró siquiera. Seguía sumida en sus tristes pensamientos mientras un torrente de lágrimas se deslizaba con total facilidad por sus mejillas. Parecía tan frágil.


—Paula, mírame —dijo él con una brusquedad que no pudo controlar. No soportaba ver a las mujeres llorar.


Ella levantó la cabeza y lo miró tímida. El rostro de Pedro era una máscara con una expresión indescifrable, pero pasados unos segundos esa máscara cayó y sus ojos se tornaron tiernos y comprensivos.


—Tengo que marcharme —dijo suavemente—. Tengo que coger un avión a Washington en una hora. —Vio cómo en los ojos de ella se dibujaba una expresión de terror.


—¿Ahora? —preguntó ella con la voz estrangulada por las lágrimas.


—Sí, pero puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, ¿me oyes? —Paula había vuelto a bajar la cabeza y empezaba a llorar de nuevo. Pedro se arrodilló delante de ella y la abrazó con fuerza—. Quédate, ¿vale? Quédate aquí como si fuera tu casa. —Ella lloró más fuerte—. Vamos, vamos, no me hagas esto. Tengo que salir corriendo al aeropuerto y no me gustaría tener que hacerte el amor otra vez deprisa y desesperadamente. Ya fui bastante bruto anoche. Por favor, cariño, no llores.


Pau levantó la cabeza de su hombro y le ofreció una triste mueca parecida a una sonrisa. Ese truco nunca fallaba.


—Lo fuiste, ¿verdad? Me duelen todos los músculos del cuerpo.


—Sí, lo siento, lo siento mucho. La próxima vez tendré más calma y será maravilloso, te lo prometo —le dijo, y luego la besó dulcemente. Ella saboreó su boca tan despacio como pudo, degustando el sabor de su lengua mezclada con un resto de menta del dentífrico. Le echó las manos al cuello y apretó sus pechos contra él.


Cuando Pedro interrumpió el beso, ambos jadeaban.


—Maldita sea —dijo entre dientes—. Debo irme. —Y sin más preámbulo se puso en pie y salió de la habitación. Pau se quedó mirando la puerta vacía. «La próxima vez…», sonrió ante aquella promesa.


—Te dejo una copia de la llave encima de la mesa de la cocina —grito él desde el salón.


Ella se apresuró a salir de la habitación.


—¿Cuándo volverás? —preguntó intentando que no se le notara la desesperación que sentía por quedarse sola en aquel apartamento.


—No lo sé.


—¿Cómo que no lo sabes?


—No lo sé, Pau—dijo moviéndose por la casa, metiendo cosas en una bolsa de tela negra.


—¿Y qué se supone que debo hacer yo? ¿Esperarte aquí? 
—Empezaba a sentirse irritada. Pedro la miró por encima del hombro con una ceja levantada mientras buscaba algo en uno de los cajones de la cocina.


—Sería una opción bastante buena, ¿no crees?


—No seas creído, Pedro. No va conmigo el papel de esclava sexual.


—Pues, no lo sé —dijo dirigiéndole una mirada seductora. 
Pau resopló fuertemente, un gesto bastante desagradable, y se cruzó de brazos visiblemente enfadada. Pedro paró su frenética actividad y se puso delante de ella. Estaba imponente con sus vaqueros y su camisa blanca. Llevaba el pelo mojado y eso hacía que su color rubio se pareciera más al oro. Olía a colonia fresca pero masculina y despedía un calor tan seductor que a Pau le flaquearon las piernas por un segundo. Pedro le puso las manos en los hombros y se los masajeó levemente—. Haz lo que hagas normalmente. Ve a trabajar, llama a Simon porque imagino que querrá saber cómo estás y tendrás que ir a la policía por lo del incendio. Ve a casa de tu amiga Linda, cómprate algo de ropa… Si quieres venir a dormir por las noches, a mí no me importa. Prefiero que haya alguien en casa a que se quede vacía. Quédate todo lo que quieras y cuando no quieras quedarte más solo tienes que dejarle la llave al portero, ¿vale? Yo volveré en cuanto pueda. —Le dio un suave beso en los labios y continuó su tarea. Cuando acabó y estuvo listo para marcharse, Pau estaba sentada en un taburete en la cocina, justo donde se había quedado.


—Mi número de teléfono móvil está ahí mismo. —Señaló la libreta que había colgada en la pared al lado del teléfono fijo—. Si necesitas cualquier cosa, déjame un mensaje en el contestador. No te puedo prometer que lo escuche en seguida pero te llamaré en cuanto lo oiga, ¿de acuerdo? —Ella asintió—. Bien, y ahora quita esa cara de niña triste y dame un beso, anda.


Los ojos se le llenaron de lágrimas en cuanto él se acercó y la cogió por la cintura. Se besaron apasionadamente, como si no hubiera mañana, como si él se marchara para siempre y fuera a desaparecer de su vida ahora que había llegado a ella para salvarla. Se sintió sola y vacía en cuanto los labios de Pedro abandonaron los suyos. Por su parte, Pedro pensó que no se cansaría nunca de besarla, que la deseaba más allá de cualquier límite pero era consciente de que eso no podría ser y con una última caricia, la soltó y se marchó.




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