sábado, 4 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 7





Quedó fascinada por la casa pero no lo expresó en voz alta. 


Pedro lo percibió en la forma que tenía de tocar las cosas y de poner sus ojos cuando descubría algo que le llamaba la atención sobre lo demás.


No habían hablado ni una sola palabra desde que se despidieran de los amigos y de su hermano. El trayecto en taxi no fue muy largo, pero a Pedro se le antojó eterno. 


No soportaba los silencios comprometidos.


—Puedes dormir en mi cama. Yo lo haré aquí, en el sofá.


—No, por favor. No podría dormir bien sabiendo que tú estás incómodo en tu propia casa. Yo me quedaré aquí, si no te importa.


—Me importa, dormirás en la cama, y yo en el sofá. Te dejaré una camiseta para que te cambies. Te quedará casi como de vestido, pero es lo único que puedo ofrecerte. —Dio media vuelta y fue hasta la habitación. Cuando regresó, ella estaba de pie mirando por el ventanal del salón. Se dio cuenta de que estaba llorando cuando se acercó y vio que su cuerpo se estremecía levemente.


La cogió por detrás y la meció entre sus brazos, pero eso provocó más llanto en ella y un escalofrío en la espalda de Pedro.


—Shhhh, ya está. Estás bien y a salvo, ¿vale? Ahora tienes que descansar un poco. Todo lo demás se arreglará. Ya lo verás.


Ella continuó llorando. Pedro la giró en sus brazos y puso una mano a cada lado de su cuello, sujetándole la cabeza sutilmente.


—Pau, mírame. —No lo hizo—. Mírame, por favor. —La suavidad de sus palabras le hizo dar un suspiro y levantar los ojos hacía los suyos. Pedro quedó un momento en silencio admirando la belleza de esa cara, la hermosura de sus ojos verdes, el dulce de su boca. Agitó la cabeza como si negara algo y con los pulgares le limpió dos lágrimas que caían a la vez por su rostro—. Si continúas llorando me vas a obligar a que te bese, y eso iría en contra de lo que le he prometido a tu hermano. —Ella sonrió entre lágrimas. Fue algo fugaz, pero se fue calmando poco a poco y pronto recuperó la serenidad entre hipidos—. Eso está mejor. —La abrazó y le dio un beso en la coronilla. Aspiró el perfume de su cabello mezclado con el olor acre del incendio y sintió que algo se tensaba en su entrepierna—. Bien. —La separó de sí para que ella no notara su erección—. Ponte la camiseta y a dormir.


—No podré —dijo compungida—, no tengo mi osito de peluche, quiero mi osito. —Parecía una niña pequeña desamparada buscando a su mamá, pensó Pedro.


Se acercó a ella cuando empezaba a hacer pucheros de nuevo. Qué bonita era, y cómo lo excitaba esa situación. Le dio un beso en la frente y le dijo:
—Venga cámbiate, es tarde.


Paula se quedó mirando cómo él iba hacia la cocina y desaparecía. La amenaza de su beso la había pillado por sorpresa, pero reconoció que le hubiera gustado que la besase. Él se había excitado tanto como ella con ese momento tan íntimo y tierno que acababan de compartir. Lo había notado en sus ojos y un poco más abajo.


Se quitó la ropa y se puso la camiseta negra que le había prestado. Olía a suavizante y a algo más que no supo identificar, pero le gustó. Después de unos minutos parada sin moverse, en el centro del salón, oyó en la cocina el ruido de unos hielos cayendo en un vaso. Se acercó a la puerta descalza y asomó la cabeza curiosa.


—¿Quieres un trago? —preguntó Pedro sorprendiéndola, pues ni siquiera se había girado para verla.


—Son las cuatro, ¿no duermes?


—Debería, ¿verdad?


—Sí.


—¿Quieres un trago o no?


—Vale.


Pedro preparó otro vaso con hielos y le echó whisky. No se detuvo a preguntarle si quería alguna otra cosa porque no había nada más en el mueble bar. Cogió los vasos y le hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Ella se quedó parada en la puerta de la cocina hasta que lo vio desaparecer por detrás de una columna. Entonces reaccionó y lo siguió, sin tener conocimiento de dónde iba. Cuando vio la escalera de caracol que subía arriba, se dio cuenta de que aquella casa no dejaba de sorprenderla. Y la sorpresa final fue lo mejor. Salió a la terraza y pensó que se encontraba en otro mundo.


—Qué bonita —susurró con admiración.


—Sí lo es, sí. —Pero Pedro la miraba a ella.


Le tendió el vaso y la invitó a sentarse en los sillones.


—¿Cómo es que tienes esta casa? No va contigo.


—¿No? ¿Por qué?


—No lo sé. Parece tan organizada, tan al detalle, tan perfecta. No sé, como decorada para una de esas revistas de casas.


—¿Qué te hace pensar que yo no soy así? —preguntó como por casualidad. Ella lo miró por encima del vaso sopesando su respuesta con cautela.


—¿Lo eres?


—Cobarde.


Paula sonrió socarrona.


—Soy precavida con mis opiniones. Solo veo que no te pega la casa.


—No me conoces, no sabes cómo soy.


—No, no te conozco —dijo ella seria. Clavó sus ojos en los de él. También estaba serio, como si le hubiera ofendido por algo. Ella estaba recostada en el sillón con las piernas dobladas bajo su cuerpo. La camiseta le llegaba a las rodillas y a los codos. Esa imagen provocó en Pedro un escalofrío que lo recorrió de arriba abajo. Notó el endurecimiento instantáneo de su miembro bajo los pantalones.


Se levantó decidido, y le arrebató el vaso antes de que ella se lo pudiera impedir.


—Vete a dormir. Mañana tu hermano vendrá a por ti y tendrás que estar lúcida.





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