sábado, 4 de junio de 2016
LO QUE SOY: CAPITULO 8
Una hora más tarde, ni Pedro ni Paula habían conseguido pegar ojo. Ella se encontraba tumbada de espaldas mirando las sombras que los detalles de las cortinas proyectaban en el techo cuando el reflejo de la luna incidía en la ventana. No podía dejar de pensar en la mirada de ese hombre, en cómo la había cogido cuando estaba llorando, en su amenaza de besarla, en su excitación y lo que todo eso le producía a ella en el interior.
Pedro, por su parte, solo pensaba una única cosa: «No me puedo complicar la vida con esta mujer. Ahora no».
Un ruido en el interior de la habitación lo sobresaltó. Se puso de pie despacio, sin hacer el menor sonido y escuchando detenidamente cualquier cosa que le llegara a sus expertos oídos. Fue hasta la puerta del dormitorio y esperó. De repente, el pomo de la puerta giró despacio y esta se abrió lentamente. Cuando su mirada se encontró con la de ella, no hubo sorpresa. Ambos se miraban examinándose y evaluando la situación como si alguno de los dos fuera a ganar o perder más que el otro.
—No puedo dormir —dijo ella en un susurro casi inaudible.
—¿Pesadillas? —preguntó él en el mismo tono bajo. La poca claridad que entraba por las ventanas le daba un tono azulado a su piel y la hacía parecer etérea e inalcanzable.
—No. Tú. —No supo de dónde habían salido esas palabras, pero al fijarse en los ojos de Pedro comprendió que las había dicho ella. Ya había tomado su decisión.
—Pau…
—Shhhh, no —le interrumpió ella poniéndole un dedo en la boca para que no siguiera hablando—. Si no me besas ahora mismo me pondré a llorar para que cumplas tu amenaza.
Pedro se acercó a ella sin perder el contacto visual con sus ojos verdes que ahora parecían negros. La acorraló contra la pared. Bajó la cabeza hacia su rostro y posó suavemente los labios sobre los de ella. Fue un simple roce que encendió una llama devastadora en el interior de ambos. Otro roce, y otro más. La respiración de Pau era cada vez más rápida.
Sintió la humedad entre sus muslos y un millón de agujas punzantes le pinchaban la piel por todas partes. Ella gimió desesperada y Pedro se apoderó de su boca con una fiereza digna de un león. Deslizó la lengua en el interior de la boca de ella. Era una cavidad húmeda y suave, con un sabor exquisito para sus sentidos, preludio de algo mejor. La lengua de ella se movió y ambas se rozaron con toques ásperos y sensuales que arrancaron otro gemido de su boca.
Pau deslizó sus manos por el amplio pecho desnudo hasta llegar a los fuertes hombros y enlazar sus dedos tras la nuca. Necesitaba tocarlo, sentirlo, absorber su calor para mantenerse en pie pues las piernas empezaban a flaquearle.
Pedro deslizó sus manos por la espalda de ella hasta llegar a unas nalgas pequeñas y duras que apretó contra su erección para que Pau fuera consciente de lo que le estaba haciendo. Luego subió una mano lentamente por debajo de la camiseta, siguiendo la línea de su estrecha cintura hasta llegar a rozar el lateral de un pecho bien torneado y duro.
Sintió el escalofrío de ella cuando le rozó el pezón suavemente con el dedo pulgar. Esa reacción lo instó a continuar su exploración con la otra mano que siguió el mismo camino a través de la cintura hasta el pecho. Cuando ambas manos se habían saciado de sopesar los pechos de forma suave y paciente, con los dedos le cogió los pezones y los apretó lentamente. Ella sintió que le ardía la piel, que las piernas ya no le respondían, que se caería si se soltaba de su cuello, que ardería si él no la poseía pronto. Echó la cabeza atrás interrumpiendo el beso para coger aire y jadear mientras él continuaba con aquel dulce martirio.
—Dime que pare —le susurró él al oído. Ella no respondió. Se frotaba contra su pierna buscando un alivio que no encontraría de esa forma—. Dime que pare, por favor —repitió en una súplica.
—¡No, no! —chilló ella entre gemidos de desesperación.
Soltó sus manos del cuello y las llevó a la cintura elástica de sus pantalones de deporte. Sin pensarlo, metió la mano y apresó su miembro.
Fue todo lo que necesitó Pedro para reaccionar. Le quitó la camiseta rápidamente y, de un tirón, le arrancó las pequeñas braguitas que llevaba puestas debajo. Con una maestría extraordinaria le puso las manos en las nalgas y la aupó. Ella pasó las piernas alrededor de su cintura y colocó su miembro en la entrada de su vagina. Pedro dio una embestida desesperada y se hundió en la cavidad húmeda de su sexo, encajando a la perfección en aquella funda aterciopelada y caliente.
Paula contuvo la respiración.
Cuando tenía el miembro en su mano pensó que era demasiado grande. Hacía ya muchos meses que no tenía relaciones sexuales, pero su desesperación no le impidió continuar. Soltó el aire lentamente justo cuando él volvía a apoderarse de su boca con fuerza y determinación. Atrapó su labio inferior y lo sorbió sensualmente lo que provocó que Pau moviera las caderas clavándose un poco más en su vara tiesa. Pronto, Pedro comenzó a moverse también.
Sacaba su miembro hasta la misma punta para introducirse bruscamente de nuevo en ella, dando con su espalda en la pared. Repetía esta acción con calma, sin prisa pero sin parar ni un momento. Cada embestida hacía gemir de placer a Pau, la instaba a moverse más y más rápido para llegar a la cumbre de aquella maravillosa experiencia.
Pedro la tenía cogida por debajo de las nalgas y apoyada en la pared, al lado de la puerta del dormitorio. Consiguió colar una de sus fuertes manos entre los dos cuerpos y sus dedos se desplazaron hacía el lugar por donde se mantenían unidos. Encontró su clítoris hinchado y empapado y lo frotó con decisión. Paula gritó de placer sumida en un éxtasis sin igual. Aceleró los embates mientras le daba placer con sus dedos y sintió que ella llegaba al orgasmo de una forma demoledora. Le estrechó fuertemente el miembro dentro de ella mientras él continuaba frotando sin tregua el delicioso botón. Él se controló, debía hacerlo pues no le había dado tiempo a pensar en preservativos cuando la penetró y no se podían arriesgar a problemas en el futuro. Ella empezó a relajarse. Sabía que no se sostendría en pie si él la dejaba en el suelo y cuando notó que Pedro hacía presión para apartarla no lo dejó.
—Tengo que correrme fuera, no llevo protección —dijo con los dientes apretados pues estaba al límite de sus fuerzas.
—Tomo la píldora, estoy cubierta —le respondió ella sin aliento pasándole las manos por el pelo en un gesto cariñoso y, a la vez, desesperado. Aún notaba el miembro duro dentro y sentía que olas de placer volvían a arrollarla.
—¿Estás segura? —preguntó Pedro deseando que ella no se echara atrás en su decisión. Pau asintió e impulsó sus caderas hacia él introduciendo su miembro un poco más y soltando el aire que había estado conteniendo en sus pulmones. Lo apretó fuerte en su interior cuando él comenzó de nuevo a embestir. Esta vez sin orden ni tranquilidad, sino de una forma primitiva y salvaje que provocó que se corriera bruscamente. Ella alcanzó otro maravilloso orgasmo que la dejó a las puertas del mismísimo cielo.
—Dios mío —susurró cuando Pedro la dejó en el suelo. Se estaban tocando, acariciándose lentamente, aspirando el olor que desprendían sus cuerpos cubiertos por una película de sudor, una mezcla de perfume y sexo. Se besaron sin prisa, saboreando, mordiendo, lamiendo, chupando. Pedro le mordió el lóbulo de la oreja y le dijo sensualmente—: Me voy a la ducha, ¿me acompañas?
No hizo falta contestación. La cogió en brazos sin dejar de besarla y la llevó hasta el cuarto de baño que había dentro de la habitación. Abrió el grifo de la ducha, esperaron unos pocos segundos a que saliera agua caliente y se metieron dentro, deseosos de seguir tocándose y besándose.
Paula notó que su verga se ponía dura de nuevo. Lo miró con una sonrisa malévola y empezó a morderle las tetillas mientras él la enjabonaba haciendo especial hincapié en sus pechos. Poco a poco fue dejando un rastro de besos por el musculado abdomen de Pedro hasta llegar a la maraña de rizos rubio pajizos que de desplegaba entre sus piernas.
Lentamente, mirándolo a los ojos como si le estuviera desafiando a que la detuviese, se puso de rodillas y metió la punta de su miembro en la boca. Jugó con su lengua lamiendo firmemente a la vez que masajeaba sus testículos con la mano. El agua les caía encima y amortiguaba los gemidos que Pedro lanzaba con los dientes apretados. Ella chupó más fuerte e introdujo gran parte de su miembro en la boca. Sintió el sabor salado de su semen cuando algunas gotitas escaparon.
—Chica mala —dijo Pedro poniéndola de pie. Su voz era ronca y grave por la pasión. La besó desesperado. Le deslizó una mano entre los muslos y la penetró con dos dedos. Ella jadeó varias veces y se apretó contra esa mano que le daba tanto placer.
Pedro no la dejó llegar a la cumbre del éxtasis esta vez.
Cuando vio que ella estaba a punto, la soltó, cerro el grifo de la ducha y la llevó hasta la cama. Entonces la penetró sin miramientos y unos minutos después ambos, como uno solo, llegaban al orgasmo más fabuloso que habían tenido nunca.
—Llevas un tatuaje —dijo pasando lentamente los dedos por el pequeño trébol de tres hojas que Pedro tenía en la cadera—. ¿Tiene algún significado o simplemente está ahí por gusto?
—Yo no me hago marcas por gusto —dijo mirando los dedos que le acariciaban la piel. Ya se le estaba poniendo dura de nuevo.
—¿Y bien? ¿Qué significa?
Pensó durante un segundo si contarle o no aquella historia.
Era un recuerdo triste del que no había vuelto hablar nunca.
Cuando la miró a los ojos la encontró expectante. Tenía verdadera curiosidad y sin saber por qué motivo aquella mujer le transmitía tanta confianza, comenzó a hablar.
—No recuerdo bien cómo se llamaba aquel sitio pero era espectacular. Estaba al sur de El Salvador. Había una pequeña aldea de pescadores con un montón de niños en todas partes. Siempre que llegábamos a un sitio así nos recibían muy bien, nos trataban como si fuéramos de su familia y compartían con nosotros su comida y sus pequeñas casas.
»Había una niñita preciosa, morena, con el pelo largo negro, los ojos almendrados y la nariz respingona, que nada más vernos, se acercó a mí, me tocó con su mano la cadera y me ofreció un trébol de tres hojas. Por alguna razón, crecían por todas partes y había lugares en los que parecían una manta cubriendo el suelo. Esos lugares estaban prohibidos. No se podía pasar más allá de la barrera de maderas que había construido la gente del pueblo. Creían que había un campo de minas y para eso nos habían mandado allí.
»Estuvimos tres días peinando la zona, explicando a la gente de allí que no había nada, que el terreno estaba limpio y que podrían utilizarlo para cultivar, pero algunos de ellos no lo tenían tan claro y se negaron a quitar la barrera. Cuando nos marcháramos, no dejarían pasar a nadie por allí. —Pedro hizo una pausa y cerró los ojos con fuerza. Estaba
reviviendo algo demasiado duro, demasiado triste.
—¿Qué pasó? —susurró Pau mirándolo con los ojos brillantes.
—El día que nos íbamos uno de mis compañeros sacó una tableta de chocolate para repartir entre los niños. Todos se volvieron locos y comenzaron a perseguirlo mientras él reía y lanzaba la tableta de un compañero a otro. Yo estaba apoyado en la barrera de madera mirando cómo la preciosa niñita saltaba, corría y reía sobre la alfombra de tréboles que había estado prohibida tanto tiempo.
»Martin Nelson, nuestro Operador de Radio, saltó la barrera seguido de quince o veinte niños. Me preguntó entre risas si quería cogerle el relevo pero le dije que no, que se le daban mejor los niños que la radio y que se los dejaba todos a él. Vi a la niña tirar un montón de tréboles por los aires y salir corriendo hacia Martin. Él la alzó por los aires, le dio un abrazo y un trozo de chocolate. El resto de la tableta la repartió entre todos que no tardaron en salir corriendo hacia donde me encontraba yo. Martin volvía paseando con la niña en brazos. Ella le dio un beso en la mejilla y sentí envidia. Pensé que debería haber ido, me gustaba jugar con los pequeños y hacerles reír, y me hubiera gustado que aquella pequeña preciosa me diera un beso en la mejilla también.
»Nuestro Sargento nos llamó para emprender la marcha, y Martin empezó a correr con la niña aún en brazos. Lo que pasó después… —Pedro hizo una pausa y se llevó una mano a los ojos—. Aquello sí era un maldito campo de minas, algunas inactivas por el tiempo, pero otras no. El resto de la historia te la puedes imaginar —dijo sentándose en la cama de espaldas a ella. Estaba abatido, los hombros caídos, la cabeza gacha.
Pau se puso de rodillas detrás de él y lo abrazó con todas sus fuerzas. Él se tensó al sentir su piel caliente contra su espalda pero no dijo nada.
—Debió de ser terrible —susurró ella—. Nadie debería almacenar recuerdos así. Lo siento.
—Podría haber sido yo. Si hubiera accedido a jugar con los niños, habría sido yo. En parte me sentía culpable y, en parte, aliviado. Estuve mucho tiempo soñando con Martin corriendo por aquel manto verde, pero lo que más me atormentaba era ver la cara de aquella niña, rozando mi cadera con su mano y ofreciéndome un trébol. Por eso me lo tatué ahí. —Se llevó las manos a la cara y tomó aire repetidas veces.
—Eh, mírame, Pedro —dijo Pau intentando girar el musculoso cuerpo de aquel hombre. Cuando lo tuvo frente a frente le cogió la cara con ambas manos y lo miró fijamente a los ojos—. Eso ya pasó ¿de acuerdo? Siento mucho haber despertado esos recuerdos —le dijo con una dulzura y una calma que tranquilizaron el corazón de Pedro al instante.
Luego ella se inclinó y le dio un suave beso en los labios. Un simple roce, una simple caricia que le hizo cerrar los ojos y percibir el olor de ella, su respiración, el calor de su cuerpo cerca del suyo.
Pedro abrió los ojos lentamente y encontró los suyos fijos y brillantes. Su boca, a escasos milímetros, con los labios entreabiertos, hinchados y sonrosados. Recordó al instante qué estaban haciendo allí. El bar, el incendio, Simon Chaves, ella pidiendo que la besara, su cuerpo mojado en la ducha…
Acercó su boca a la de ella y la besó con intensidad. Estaba sediento de aquella mujer, necesitaba estar dentro de su cuerpo una vez más, quizá dos, antes de que saliera el sol.
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