domingo, 30 de agosto de 2015
ATADOS: CAPITULO 1
El reloj parecía mirarla, impenitente. Iba justa de tiempo.
Tenía que presentar a su jefe veinticinco informes esa tarde y todavía no los había repasado. En circunstancias normales habría dado el trabajo por finalizado el día anterior, a sabiendas de que todo lo expuesto era correcto, pero las circunstancias distaban mucho de ser normales. En breve se iba a despedir a siete compañeros y sería ella la que debía indicar a su director territorial quiénes serían. Era de los pocos momentos en los que odiaba su trabajo.
Paula había acabado derecho once años antes, al cumplir los veintitrés. Entró a trabajar en una Caja de Ahorros al finalizar su aventura americana, seis meses después de licenciarse, y se sumergió en una carrera meteórica que le supuso un puesto de dirección tres años más tarde, tras horas de dedicación exclusiva. Sin embargo, un accidente de tráfico le había dañado irreversiblemente el brazo derecho.
Apenas se le notaba en las actividades cotidianas pero le impedía pasar más de dos horas frente a un ordenador. El dolor, siempre presente, se volvía insoportable. La dirección le ofreció entonces un puesto en recursos humanos en su provincia, Valencia. Ahora era la directora del departamento.
La prejubilación de su jefe y el cambio de empresa de su compañero dos años antes habían hecho el resto. Ella había sido la única opción. «Suerte y dedicación a partes iguales, esa es la clave del éxito».
En aquellos momentos el Banco de España estaba apretando a las Cajas, forzando fusiones, y la suya estaba en una posición bastante crítica. Si no recibían una inyección de capital en breve serían absorbidos por otra entidad y entonces siete despidos no serían suficientes. Su propio trabajo estaba en peligro. Detestaba lo que iba a hacer, pero para eso le pagaban, y muy bien, por cierto.
Vibró su móvil personal, que siempre dejaba en silencio.
Miró la pantalla parpadeante y no conoció el número.
Extrañada lo cogió buscando una distracción momentánea al aprieto que tenía delante.
—¿Sí?
Silencio.
—¿Sí? —repitió.
—¿Paula? ¿Paula Chaves?
La voz le sonaba y no obstante no terminaba de ubicarla. Su mente, siempre despierta, trataba de registrarla. Contestó.
—Yo misma, ¿quién es?
—Paula, soy yo. Pedro.
Su corazón se saltó un latido. Ese era el problema de que se llamase Pedro. ¿A cuántos Pedros conoce una en su vida? Ella solo a uno. No podía llamarse Javier o Vicente.
No, era demasiado ordinario para alguien como él.
—¿Paula, sigues ahí?
—Sí, disculpa. Me has cogido en un mal momento.
Lo que no era del todo falso dado lo que tenía encima de su mesa pendiente de resolver. En todo caso, para ella hablar con Pedro siempre era un mal momento.
—Paula, disculpa que te moleste, pero tenemos que hablar. Es urgente. Necesito que nos veamos. ¿Quedamos esta tarde?
Tenía que ser muy urgente para que alguien a quien no había visto en dos años, desde la última boda de la familia, y con quien apenas hablaba, le llamara para quedar de
inmediato. De todas formas no podía.
—Esta tarde imposible. Tengo una reunión complicada que me llevará horas. Y mañana por la tarde también trabajo, como cada jueves. —Y el viernes había quedado con sus antiguas compañeras de facultad, así que tampoco podría. Era consciente de que le huía, pero así eran las cosas en lo que a él se refería—. ¿Qué tal el sábado a tomar un café?
Se enorgullecía de la firmeza de su voz. Su profesión la había convertido en una mujer impertérrita. Le gustaba saberse, y que la supieran, casi imperturbable.
—El sábado es muy tarde. —El tono de Pedro, en cambio, denotaba urgencia, casi desesperación.
El sábado debía ser su despedida de soltero, recordó. En menos de veinte días se casaba, según le habían contado.
Una pequeña punzada de tristeza la invadió. La ignoró al punto sintiéndose estúpida. ¿Qué más le daba a ella? Pedro no era para ella. O mejor dicho, era ella quien no era para Pedro.
—¿Paula? ¿Me estás escuchando?
Mierda. Le estaba ignorando. Era difícil ignorar a alguien como Pedro Alfonso, pero era una cuestión de práctica. Y tenía treinta y cuatro años de experiencia en ese campo.
—Disculpa, es que realmente me coges en muy mal momento. De veras que antes del sábado me es imposible.
—Paula, escúchame. —Lo imperativo de su tono la puso alerta—. Estamos casados.
Solo dos palabras, solo dos, y su mundo se volvió patas arriba por un segundo. Sin embargo, era una mujer fría y su mente analítica se puso a trabajar a ritmo frenético eliminando el shock. Debió de ser cuando se encontraron en Las Vegas. Era imposible y también la única opción si él no bromeaba. Y Pedro carecía de sentido del humor. «Un defecto de fabricación en un hombre, por lo demás, perfecto» ironizó.
—Entiendo. —En realidad no entendía nada, pero no era momento de reconocerlo. Necesitaba pensar a solas—. En cualquier caso tengo que insistir en que antes del sábado no podremos vernos. Y ahora de veras que tengo que dejarte. Me grabo tu número y hablamos mañana, ¿de acuerdo? Saludos.
Y colgó. El teléfono le quemaba en las manos. Nunca había mantenido una conversación con él, al menos no una conversación de verdad. Cuando Pedro, cada vez que coincidían, se acercaba al grupo de primas Alfonso a comentar lo que fuera, ella se limitaba a los monosílabos, y solo si era estrictamente necesario decir algo. Parecía increíble que nadie hubiera notado que no podía hablar con él sin enrojecer y tartamudear de manera patética. Se sintió idiota al recordarlo. Por Dios, ya no tenía quince años.
El teléfono volvió a vibrar. Lo ignoró con disciplina.
Aquella tarde salió de la reunión mentalmente agotada pero contenta. El director de la territorial, Jorge, le había felicitado por su exhaustividad. Ninguno de los dos estaba satisfecho con las decisiones. Habían tratado al menos de ser, si no justos, lo más objetivos que habían podido.
Subió al coche y sacó el móvil de su bolso, donde lo había escondido para no verlo. Trece mensajes y veintiocho llamadas perdidas. Quince de ellas de su madre. Genial.
Ahora sí estaba en un aprieto. La madre de Pedro habría hablado con su madre, pues se conocían desde hacía más de cuarenta años. El móvil volvió a vibrar. Lo soltó como si ardiera. Decidida a ignorar cualquier cosa que no fuera un baño bien caliente y una copa de vino, arrancó el coche camino de casa.
A punto de entrar en el garaje vio un corsa verde pistacho.
No necesitó mirar la matrícula para saber a quién pertenecía.
Su madre tenía copia de las llaves de su casa y debía estar esperándola. Estaba demasiado cansada para ser diplomática. Si entraba la mandaría a un lugar al que nunca debía mandarse a una madre y esta tardaría meses en perdonarla. No obstante, en ese momento, que su madre no le hablara se le antojaba incluso apetecible, pero su sentido común, desarrollado al máximo, se impuso con facilidad. Se desvió del camino y diez minutos después estaba en un pequeño local con un kebab en la mano. Una de las dos ventajas del estrés era que podía comer lo que le apeteciera sin engordar ni un gramo. La otra era que estaba tan ocupada que no tenía tiempo para reflexionar hacia dónde se dirigía su vida.
Revisó los mensajes. Su hermana, sus primas… ¿es que ya nadie valoraba la discreción? Debía haberse trasladado a vivir a Valencia, pero sentía mucho apego a su pequeña ciudad y al final compró una casa en el casco antiguo.
Adoraba su hogar, era cierto, tanto como que estaba demasiado cerca de su familia. Y a veces —más bien bastante a menudo— sufría intromisiones como la de esa noche.
Su mente, liberada ya de la tensión de la reunión, le recordó que tenía un grave problema y no era que su madre hubiera invadido su casa...
Su mente viajó al pasado.
ATADOS: PROLOGO
Las Vegas, hace once años.
—Ahora vengo, salgo a dar una vuelta —dijo Paula sus amigas.
Recibió por respuesta un sí a coro pero ni siquiera la miraron, tan concentradas estaban en la mesa de los dados.
Había bebido más de lo que acostumbraba y necesitaba salir a tomar el aire.
En cuanto cruzó la puerta, el calor la azotó a pesar de que pasaban de las dos de la madrugada. ¿Qué reencarnación hortera de Cleopatra decidiría montar una ciudad cuyo lema era la decadencia en medio de un desierto? Intentando que se le pasara un poco la borrachera se aseguró de que podía caminar sin zigzaguear y comenzó un paseo calle abajo.
Y lo vio. O iba peor de lo que pensaba y el alcohol le estaba gastando una jugarreta o era el destino quien se reía de ella.
¿Qué hacía Pedro Alfonso allí, esa noche, y enfrente de ella?
—¡¿Pedro?! —lo llamó por inercia, arrepintiéndose al instante.
Pero era tarde, la había oído y se giró para buscar quién lo llamaba con aquella sonrisa que hizo que a Paula se le volvieran las piernas de mantequilla. Y cuando la vio su cara reflejó también genuina sorpresa. Y algo más que no supo descifrar.
Pedro escuchó que lo llamaban en su propio idioma, que alguien pronunciaba su nombre correctamente, y se volvió sonriente. Cuando la vio pensó que no era posible. Ella: Paula Chaves. Estaba allí, frente a él. Se le acercó, olvidando sus amigos.
—¿Paula? —le costaba creerlo—. ¿Eres tú?
—Depende —le respondió.
Pedro se dio cuenta de que ella llevaba unas copas de más. También él, así que si la conversación se torcía siempre podría escudarse en el alcohol o rezar para que ella no lo recordara. Se sintió ligero en su presencia por primera vez.
—¿De qué depende?
—De para qué quieras saberlo —le respondió coqueta.
¿Estaba coqueteando con él? Imposible. Paula era una chica dura y solía ignorarle. ¿Tanto había bebido para creer que sí?
¿Estaba coqueteando con él?, se preguntó también Paula.
Si no era capaz de pronunciar tres palabras seguidas sin tartamudear cuando él estaba cerca. ¿Tanto había bebido para superar sus complejos? Al parecer sí. Así que continuó animada, viendo que él callaba y no solo no se marchaba sino que además no le quitaba los ojos de encima.
—Si es por simple curiosidad, entonces no, no soy Paula y tú no me conoces, pues en realidad trabajo para el gobierno y estoy en una misión secreta. —Sonrieron ambos—. Si es porque tienes algún interés, dependerá del interés.
Pedro disfrutaba con su ingenio.
—¿Y si no fuera simple curiosidad? —Su voz sonó precisamente a eso: a mucho más que curiosidad.
Y aquel tono apenas ronco, y los cubatas que llevaba en el cuerpo, la volvieron atrevida.
—Si tu interés es meramente académico, de acuerdo, sí soy Paula Chaves. Pero... —bajó la voz—, si tu interés va más allá, puedo ser quien tú quieras.
Y con una sonrisa que pretendía desmentir el tono sensual de su voz para no ser tan obvia, se acercó a él y le pasó con descuido la mano por su hombro y su pecho.
La miró con hambre y sintió que su mano temblaba sobre su ancho pecho y que se le aceleraba la respiración. Se miraban como hipnotizados.
—Hey, ¿vienes o no?
Sus amigos llamaban entre risas desde la otra acera pero la miraban a ella.
Paula volvió a acariciarle el pecho dejando claras sus intenciones y le preguntó con voz suave en el oído.
—Excelente pregunta. ¿Vienes, o no?
Dejó de respirar. Y también ella cuando supo que se irían juntos.
—Seguid sin mí.
Su pandilla silbó, gritó alguna obscenidad y desapareció.
—¿Y bien? —le preguntó más seguro, pasándole la mano por la cadera—, ¿dónde vamos?
Pareció pensarlo unos segundos. Le sonrió, retadora.
—Esto es Las Vegas, ¿no? Pues juguemos.
—¿Quieres jugar,Paula?
—A doble o nada —replicó sin saber a qué apostaba y sin importarle tampoco.
—De acuerdo. Si gano yo…
—Ganaré yo —le respondió presuntuosa—. Y cuando lo haga tú y yo cometeremos una locura.
La miró de arriba abajo despacio y subió de nuevo la mirada hasta volver a sus ojos.
—Si perder es una locura contigo… Juguemos. —Le tendió la mano y ella la cogió, dejando que se la envolviera con la suya.
Y se dejaron llevar por el alcohol, la noche, Las Vegas y la locura.
ATADOS: SINOPSIS
"¿Qué harías si de repente descubres que llevas años casada con el amor de tu vida... y no lo sabías?
En ese dilema se encuentra Paula, quien ha estado enamorada de Pedro desde la adolescencia, y a la que una broma del pasado ha convertido en su esposa por sorpresa.
¿Qué harías si «tu marido por error» necesita anular esa boda porque quiere contraer matrimonio con una odiosa mujer que solo busca su dinero?
He aquí el problema, ya que por mucho que Paula lo niegue, sigue sintiendo algo muy intenso por él. Y no lo comprende, porque Pedro es todo lo contrario a ella: soso, distante, imperturbable y el hombre más serio que ha conocido. Pero... ¿Y si realmente Pedro no fuera tan frío ni tan aburrido?
sábado, 29 de agosto de 2015
SEDUCIDA: EPILOGO
Nueve meses después
El quirófano era austero, con paredes blancas y suelo de linóleo verde. Su rostro estaba probablemente del mismo color, pensó Pedro, mientras apretaba la mano de Paula.
Los reflectores hacían que la habitación pareciese iluminada por luz natural mientras, tras la sábana verde, el cirujano preparaba la cesárea.
–¿Lista, Paula? –le preguntó.
–Sí –respondió ella, calmada, con una sonrisa casi serena.
Solo un brillo en sus ojos grises delataba su nerviosismo.
Pedro se alegraba de que intentase esconder el miedo.
¿Cómo iba a estar tan tranquila cuando él estaba a punto de desmayarse?
–Voy a hacer la incisión –anunció el cirujano.
Pedro sabía que él no podía sentirla, pero la sintió y se quedó sin sangre, apretando la mano de Pau mientras los médicos hacían su trabajo como cualquier otro día.
Pero aquel no era cualquier día; en unos momentos sería padre.
No sabía si estaba preparado para serlo. En fin, demasiado tarde. «No deberías haber tirado la caja de preservativos», le dijo una vocecita.
–Pedro, cariño, ¿tienes la cámara preparada?
–Sí, aquí… en algún sitio.
–¿Quiere ver el parto, señor Alfonso? –le preguntó alguien.
Pedro hizo una mueca.
–No, gracias. Estoy bien aquí. Mi mujer… me necesita a su lado.
Paula sonrió, apretándole la mano. Su inteligente esposa lo conocía bien.
Él la necesitaba a ella, no al revés.Paula era fuerte, sexy inteligente. Era el color y la alegría en su vida. La mujer más hermosa que había conocido nunca, incluso en aquel momento, con la bata del hospital. Especialmente en ese momento.
Pedro se hizo un juramento solemne a sí mismo y a Paula: pasara lo que pasara estaría a su lado y al lado de sus hijos.
Tenía mucho que aprender y cometería errores, como los había cometido su padre…
–Es un niño –una voz interrumpió sus pensamientos.
El corazón se le puso en la garganta.
–Un hijo.
–Y una hija. Enhorabuena a los dos. Un perfecto par de mellizos.
–Te quiero tanto, Pau –Pedro se inclinó para buscar sus labios, aunque temía hacerle daño porque parecía muy frágil en la camilla–. Gracias.
–¿Quién quiere tomarlos en brazos? –preguntó otra voz.
Con los ojos empañados, Pedro miró a una enfermera que sujetaba los dos bultitos.
–Yo.
La mujer le puso a uno de los bebés en los brazos.
–Esta es… Olivia, preciosa como su madre –Pedro la colocó sobre el pecho de Paula–. Así que tú tienes que ser Lucas –dijo luego, sujetando a su diminuto hijo, que movía los puñitos en el aire–. Ah, ya veo que tienes tanta energía como tu primo Robertito.
–Creo que Olivia se parece a mí –dijo Paula dos días después, ya cómodamente instalados en casa, mirando a su hija dormida en la cuna mientras Pedro paseaba por la habitación con Lucas en brazos.
–En ese caso, tendremos que encerrarla cuando cumpla los dieciséis años.
Paula esbozó una sonrisa.
–Había dicho que quería volver a trabajar en un par de años, pero creo que mis días como enfermera van a tener que esperar. Quiero poner toda mi energía en criar a estos niños… y a los que puedan venir.
–¿Ya estás pensando en tener más hijos? –dijo Pedro.
–Claro que sí, pero el proyecto Rainbow Road me necesita –respondió Paula–. Puedo ayudar, intentar ampliarlo… siempre ha sido mi verdadera pasión.
Un gemido indicó que Lucas estaba harto del paseo y era hora de comer.
–Además, ahora tenemos fondos para hacerlo realidad –siguió Pau, mientras desabrochaba los botones del camisón.
En cuanto Lucas se agarró al pezón, Olivia empezó a llorar pidiendo su ración.
–¿Te sientes abandonada, cariño? Ven con papá –Pedro la tomó en brazos, sujetándola como si fuera la más delicada porcelana.
–Ningún problema, hay suficiente para los dos –dijo Pau.
Pedro la ayudó a colocarse a los dos niños al pecho al mismo tiempo y se sentó al borde de la cama, apártandole el pelo de su cara y rozándole los labios con un dedo.
–Ahora yo me siento abandonado.
Paula lo miró.
–Necesitas dormir, cariño. Y tampoco estaría mal que te afeitases.
Parecía cansado y desaliñado, pero tan irresistiblemente sexy como siempre.
Teniendo dos bebés, el sexo le parecía tan remoto como la luna, pero el amor, la clase de amor que no hacía demandas, el amor que veía en los ojos de Pedro, estaba ahí para siempre.
Como si hubiera leído sus pensamientos, él esbozó una sonrisa.
–La vida está a punto de volverse mucho más complicada.
Paula levantó la cabeza y buscó sus labios en un beso tierno.
–No querría que fuese de ningún otro modo.
SEDUCIDA: CAPITULO 38
Pronto estuvieron de nuevo en tierra firme, dirigiéndose hacia el jardín de una antigua mansión donde se serviría el desayuno con champán.
A lo lejos podía ver a los padres de Pedro, German, Benja con Roberto en brazos y Mariza.
Pedro hizo un gesto de triunfo con los dedos y todos levantaron sus copas. Paula se detuvo al ver que Claudio Alfonso se apartaba del grupo para dirigirse a ellos.
–Quiere hablar un momento contigo –dijo Pedro–. Dale la oportunidad de disculparse –añadió, antes de alejarse.
Paula se quedó sola con el hombre que tanto daño le había hecho. A la luz del sol parecía mayor y las arrugas alrededor de sus ojos y su boca denotaban cierto estrés.
Nunca olvidaría lo que había hecho, pero por Pedro tendría que perdonarlo.
–Felicidades, Paula.
El hombre tragó saliva antes de hablar.
–Lo siento, me equivoqué –dijo por fin, sacudiendo la cabeza–. Aquí estoy, un hombre a quien nunca le han faltado las palabras y no se me ocurre qué decir para arreglar esto.
–Acabas de hacerlo –respondió Paula, dando el primer pasó hacia su futuro suegro. Al fin y al cabo, iba a ser parte de la familia de Pedro–. Podemos hablar de ello en otro momento. ¿Nos reunimos con los demás?
Caminaron juntos, en silencio. Tal vez algún día, pronto, pensó, podían charlar como una familia de verdad.
Mariza se apartó del grupo para abrazarla.
–Ha sido tan difícil guardar el secreto durante veinticuatro horas –le dijo.
Pedro se acercó con una copa de champán en la mano.
–Feliz cumpleaños, cariño.
–Un cumpleaños que no olvidaré nunca.
****
Horas después, Paula estaba con Pedro en el spa, disfrutando del agua caliente después de un encuentro amoroso agotador.
–¿Otra copa de champán?
–Sí, por favor.
–He estado pensando… sé que a mi madre le encantaría organizar la boda. ¿Qué te parece?
–No sé, puede que yo sea menos tradicional de lo que a tus padres les gustaría.
–Ya le he advertido –dijo Pedro–. Pero me ha dicho que hará lo que tú quieras.
–No te preocupes, no quiero nada raro.
–Tengo la impresión de que vamos a verlos a menudo –le advirtió él.
–Y espera a que lleguen los nietos –dijo Paula sin pensar.
Pedro se volvió hacia ella, sus ojos brillando como joyas.
–Tendremos hijos, Pau. Si eso es lo que quieres.
–Claro que quiero –murmuró ella, parpadeando para controlar las lágrimas.
–Bueno, entonces… –su tono serio se volvió travieso cuando ella metió la mano bajo el agua y descubrió que ya estaba preparado para la tarea.
–¿Tan pronto?
–¿Cómo que pronto? –Pedro rio mientras tomaba una caja de preservativos que tiró al suelo sin miramientos–. No hace falta esperar al gran día, podemos empezar ahora mismo.
SEDUCIDA: CAPITULO 37
Paula iba sentada al lado de German mientras tomaban la autopista para salir de Sídney. Solo eran las cinco de la mañana, pero al menos alguien quería animarla y desearle un feliz cumpleaños.
German tenía una sorpresa para ella.
Paula intentó concentrarse en el paisaje. Estaban cerca del parque Burragorang y la sorpresa de German era un viaje en globo. En cuanto llegaron al parque Paula bajó del coche antes de que German pudiese quitar la llave del contacto.
–Tú sí que sabes organizar una sorpresa de cumpleaños.
–Hace un poquito de frío –dijo él, tomando una chaqueta de ante del asiento trasero–. Póntela.
–¿Es para mí? –Paula acarició el ante, suave como una nube, con una capucha de piel–. Tú no puedes comprar una prenda tan cara y, aunque pudieses, no lo harías.
German se encogió de hombros.
–La he tomado prestada. No hagas preguntas, ¿de acuerdo?
–Pero es nueva. Aún tiene la etiqueta del precio…
German arrancó la etiqueta de un tirón y la guardó en el bolsillo.
–Póntela, venga. Ahí arriba hace un frío terrible.
–Mientras no sea robada –bromeó Paula, mirándolo de reojo–. No lo es, ¿verdad?
–No, maldita sea. Venga.
–Estás muy raro… espera un momento. Esto no tendrá nada que ver con Pedro, ¿verdad?
–¿No habéis roto?
–¿No puedes dejar que lo olvide?
–Eres tú quien ha sacado el tema. Por cierto, ¿quieres saber lo que pienso?
–No.
–Creo que estás enamorada de él.
Paula se apartó, intentando contener las lágrimas.
–No te he preguntado lo que piensas. Es mi cumpleaños, así que vamos a pasarlo bien, ¿de acuerdo?
Paula escuchó al jefe de la excursión mientras el grupo recibía información sobre el vuelo, pero a pesar de sus buenas intenciones no podía dejar de pensar en Pedro y en ese evento que tendría lugar por la noche.
Tardaron veinte minutos en inflar todos los globos, con algunos de los pasajeros ayudando… era una visión magnífica al amanecer: un globo azul y rojo, otro con cuadros amarillo, otro naranja y verde.
–Ese es el nuestro –dijo German, tomando su mano para dirigirse a un globo azul.
–Buenos días. Soy Jacob, su piloto durante la próxima hora –el hombre ayudó a Paula a subir a bordo–. ¿Listos para nuestra aventura aérea? Va a ser la aventura de su vida.
Mejor eso que la montaña rusa con Pedro. No, no iba a estropear el momento pensando en él.
Se volvió para hablar con German… pero German no estaba en la cesta sino en la hierba, con una sonrisa en los labios.
–Aquí es donde yo me despido.
–¿Qué?
De repente, un hombre se apartó del grupo para dirigirse al globo y el corazón a Paula le dejó de latir durante una décima de segundo.
Pedro.
–Buena suerte –oyó que decía German.
Pedro caminaba a toda prisa hacia el globo.
Mientras la miraba, ella levantó una mano para llevársela al pecho. Esa tenía que ser una buena señal, ¿no? Significaba que su corazón se había acelerado también. Pero las señales que enviaba no auguraban nada bueno.
Daba igual. Pedro solo quería llegar a ella, tocarla y hacer que lo escuchase. Solo eso lo empujaba.
German y él se cruzaron.
–Gracias, amigo, te debo una.
–Ve con ella, anda.
Pedro saltó al interior de la cesta.
–Hola –dijo con voz ahogada.
En ese momento, el globo levantó el vuelo, pero Pedro apenas se dio cuenta, concentrado como estaba en la mujer que tenía delante, el rostro levantado hacia el cielo, las mejillas rojas.
–Imagino que la chaqueta también es tuya –dijo Paula, sin molestarse en saludarlo.
–No, es tuya.
Ella negó con la cabeza.
–Es demasiado elegante para mí. Le pega más a alguien que la lleve con estilo –dijo, sarcástica.
–Sé que estas últimas semanas no han sido fáciles, pero podemos hacerlo, Pau.
Ella volvió a negar con la cabeza. ¿Y cuando terminase qué pasaría?
–Te deseo –dijo Pedro, tomando su mano–. Tu espontaneidad, tu energía. Estás llena de sorpresas. Contigo nunca sé lo que va a pasar de un minuto a otro.
Vio la profunda pasión en sus ojos, la sintió en el roce de su mano, la oyó en sus palabras. Pero le dolía el corazón como si él lo hubiera golpeado.
–No va a funcionar, Pedro –le dijo, apartando la mano para que no notase que temblaba–. No sé si fue hace cinco años o hace cinco semanas, pero en algún momento me enamoré de ti. Sé que va contra las reglas y me duele demasiado.
–Pau…
Pedro intentó tomar su mano de nuevo, pero ella se apartó.
–No me toques, por favor.
–Podemos hacer que funcione –dijo él en voz baja.
–Si no somos sinceros, nada puede funcionar. Tú mismo lo dijiste.
–Me equivoqué. Ahora me doy cuenta de que hiciste todo lo que estuvo en tu mano para ponerte en contacto conmigo, para darme una oportunidad de ser parte de tu vida. Sé que no querías hacerme daño contándome la verdad sobre esa llamada de teléfono.
Pau apretó los dientes.
–¿Y tú? ¿Puedes decir que has sido sincero conmigo?
–No te entiendo.
–¿Ah, no? ¿Y la mujer con la que vas a salir esta noche? ¿Tu cita a las seis con Eleanora? He encontrado la lista, Pedro. ¿Es uno de los cócteles de tu padre?
–¿Eleanora? –repitió él.
Y entonces, de repente, esbozó una sonrisa.
–La mujer con la que voy a salir esta noche es una mujer guapísima que puede mezclarse con los mejores. Incluso tiene loco a mi padre. Y espero que celebremos nuestro compromiso hoy mismo.
La última frase, pronunciada con voz ronca, fue como un cuchillo en el corazón de Paula. Todos sus sueños, sus esperanzas, sus deseos murieron en ese momento.
Atónita, vio que Pedro se desabrochaba el abrigo, bajo que el llevaba un esmoquin. ¿Un esmoquin?
En ese momento, los primeros rayos del sol aparecieron en el horizonte, haciendo brillar sus ojos.
–La mujer a la que quiero es una mujer inteligente. Al menos yo siempre había pensado eso.
«¿La mujer a la que quiero?».
Paula no se movió, no podía hacerlo. Su pulso latía acelerado y su mente eran un caos. ¿Era lo bastante valiente, lo bastante fuerte como para pensar que se había equivocado?
–Esto no va como yo había planeado, pero contigo debería haberlo esperado –dijo Pedro, esbozando una sonrisa–. Deja de intentar analizar, Paula, y escucha a tu corazón.
–Pero Eleanora… ibas a buscarla a las seis…
Él suspiró.
–Tu corazón, Pau –repitió, dando un paso adelante para no dejar espacio entre ellos y juntar sus pechos.
–No lo entiendo.
–Lo único que tienes que entender es que te quiero, Paula Chaves. Sí, somos diferentes y eso es lo que me gusta de nosotros. Nos complementamos el uno al otro, somos el yin y el yang. En cuanto al resto… Eleanora es la esposa de un famoso joyero, por eso tenía que llamarla, porque le he encargado el anillo.
–¿El anillo?
–El anillo, sí. Una promesa para la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida.
Paula se quedó sin aliento.
¿Un anillo? ¿El resto de su vida?
Pedro se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un anillo que brillaba como el fuego
–Espero que te gusten las amatistas y los diamantes amarillos. Cásate conmigo, Paula.
Sus palabras brillaban en el aire como las piedras preciosas que le ofrecía. Las palabras que jamás había pensado escuchar de los labios de Pedro Alfonso.
–¿Lo dices en serio? –murmuró, su corazón volando como el globo mientras miraba esos ojos de color caramelo.
–Pues claro que hablo en serio.
–¿Pero tu carrera, tu padre?
–He decidido cambiar de carrera. Ya he estado suficiente tiempo fuera del país, lejos de la gente que más me importa. He pasado esta última semana tomando decisiones y voy a dedicarme al negocio hotelero con Benja, ya que espero que seamos cuñados. Y tú tienes tu propia carrera mientras quieras. En cuanto a mi padre… –Pedro se inclinó para mirarla a los ojos–. Tú has hecho que cambie de opinión, cariño. Con tu personalidad, tu lealtad y tu honestidad. No lo denunciaste porque no querías hacerle quedar mal y él lo sabe. De hecho, ahora mismo está metiendo champán en un cubo de hielo para nosotros –Pedro le levantó la cara con un dedo–. ¿Quieres compartir el resto de tu asombrosa vida conmigo?
Paula tenía un nudo en la garganta y los ojos empañados.
–Sí –consiguió decir.
Vio cómo le ponía el anillo en el dedo y suspiró cuando los labios de Pedro rozaron los suyos, apretándola contra su torso, acariciándole la cara. Sentía como si estuviera volando…
–Enhorabuena –una voz interrumpió el momento, recordándole la razón por la que experimentaba la sensación de volar.
Paula sonrió a Jacob por encima del hombro.
–Gracias.
–Ahora que lo han solucionado todo pueden disfrutar de lo que queda del viaje y admirar la vista desde aquí.
–Gracias, Jacob –Pedro sonrió también, acariciando el pelo de Paula–. No es tan malo como había temido.
–Es maravilloso –dijo ella, apoyando la cara en su torso–. Mira, qué bonito –al oeste podían ver esa neblina azul que le daba nombre a las montañas. Al este, la ciudad de Sídney brillando al amanecer–. Siempre habías jurado que nada ni nadie te harían subir a un globo.
–Nadie más que tú –Pedro se llevó su mano a los labios para besar el anillo–. Yo esperaba que el viento nos zarandease de un lado a otro, pero es muy tranquilo.
–Porque estamos volando con la corriente, ¿verdad, Jacob?
–Así es –respondió el hombre.
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