domingo, 30 de agosto de 2015
ATADOS: CAPITULO 1
El reloj parecía mirarla, impenitente. Iba justa de tiempo.
Tenía que presentar a su jefe veinticinco informes esa tarde y todavía no los había repasado. En circunstancias normales habría dado el trabajo por finalizado el día anterior, a sabiendas de que todo lo expuesto era correcto, pero las circunstancias distaban mucho de ser normales. En breve se iba a despedir a siete compañeros y sería ella la que debía indicar a su director territorial quiénes serían. Era de los pocos momentos en los que odiaba su trabajo.
Paula había acabado derecho once años antes, al cumplir los veintitrés. Entró a trabajar en una Caja de Ahorros al finalizar su aventura americana, seis meses después de licenciarse, y se sumergió en una carrera meteórica que le supuso un puesto de dirección tres años más tarde, tras horas de dedicación exclusiva. Sin embargo, un accidente de tráfico le había dañado irreversiblemente el brazo derecho.
Apenas se le notaba en las actividades cotidianas pero le impedía pasar más de dos horas frente a un ordenador. El dolor, siempre presente, se volvía insoportable. La dirección le ofreció entonces un puesto en recursos humanos en su provincia, Valencia. Ahora era la directora del departamento.
La prejubilación de su jefe y el cambio de empresa de su compañero dos años antes habían hecho el resto. Ella había sido la única opción. «Suerte y dedicación a partes iguales, esa es la clave del éxito».
En aquellos momentos el Banco de España estaba apretando a las Cajas, forzando fusiones, y la suya estaba en una posición bastante crítica. Si no recibían una inyección de capital en breve serían absorbidos por otra entidad y entonces siete despidos no serían suficientes. Su propio trabajo estaba en peligro. Detestaba lo que iba a hacer, pero para eso le pagaban, y muy bien, por cierto.
Vibró su móvil personal, que siempre dejaba en silencio.
Miró la pantalla parpadeante y no conoció el número.
Extrañada lo cogió buscando una distracción momentánea al aprieto que tenía delante.
—¿Sí?
Silencio.
—¿Sí? —repitió.
—¿Paula? ¿Paula Chaves?
La voz le sonaba y no obstante no terminaba de ubicarla. Su mente, siempre despierta, trataba de registrarla. Contestó.
—Yo misma, ¿quién es?
—Paula, soy yo. Pedro.
Su corazón se saltó un latido. Ese era el problema de que se llamase Pedro. ¿A cuántos Pedros conoce una en su vida? Ella solo a uno. No podía llamarse Javier o Vicente.
No, era demasiado ordinario para alguien como él.
—¿Paula, sigues ahí?
—Sí, disculpa. Me has cogido en un mal momento.
Lo que no era del todo falso dado lo que tenía encima de su mesa pendiente de resolver. En todo caso, para ella hablar con Pedro siempre era un mal momento.
—Paula, disculpa que te moleste, pero tenemos que hablar. Es urgente. Necesito que nos veamos. ¿Quedamos esta tarde?
Tenía que ser muy urgente para que alguien a quien no había visto en dos años, desde la última boda de la familia, y con quien apenas hablaba, le llamara para quedar de
inmediato. De todas formas no podía.
—Esta tarde imposible. Tengo una reunión complicada que me llevará horas. Y mañana por la tarde también trabajo, como cada jueves. —Y el viernes había quedado con sus antiguas compañeras de facultad, así que tampoco podría. Era consciente de que le huía, pero así eran las cosas en lo que a él se refería—. ¿Qué tal el sábado a tomar un café?
Se enorgullecía de la firmeza de su voz. Su profesión la había convertido en una mujer impertérrita. Le gustaba saberse, y que la supieran, casi imperturbable.
—El sábado es muy tarde. —El tono de Pedro, en cambio, denotaba urgencia, casi desesperación.
El sábado debía ser su despedida de soltero, recordó. En menos de veinte días se casaba, según le habían contado.
Una pequeña punzada de tristeza la invadió. La ignoró al punto sintiéndose estúpida. ¿Qué más le daba a ella? Pedro no era para ella. O mejor dicho, era ella quien no era para Pedro.
—¿Paula? ¿Me estás escuchando?
Mierda. Le estaba ignorando. Era difícil ignorar a alguien como Pedro Alfonso, pero era una cuestión de práctica. Y tenía treinta y cuatro años de experiencia en ese campo.
—Disculpa, es que realmente me coges en muy mal momento. De veras que antes del sábado me es imposible.
—Paula, escúchame. —Lo imperativo de su tono la puso alerta—. Estamos casados.
Solo dos palabras, solo dos, y su mundo se volvió patas arriba por un segundo. Sin embargo, era una mujer fría y su mente analítica se puso a trabajar a ritmo frenético eliminando el shock. Debió de ser cuando se encontraron en Las Vegas. Era imposible y también la única opción si él no bromeaba. Y Pedro carecía de sentido del humor. «Un defecto de fabricación en un hombre, por lo demás, perfecto» ironizó.
—Entiendo. —En realidad no entendía nada, pero no era momento de reconocerlo. Necesitaba pensar a solas—. En cualquier caso tengo que insistir en que antes del sábado no podremos vernos. Y ahora de veras que tengo que dejarte. Me grabo tu número y hablamos mañana, ¿de acuerdo? Saludos.
Y colgó. El teléfono le quemaba en las manos. Nunca había mantenido una conversación con él, al menos no una conversación de verdad. Cuando Pedro, cada vez que coincidían, se acercaba al grupo de primas Alfonso a comentar lo que fuera, ella se limitaba a los monosílabos, y solo si era estrictamente necesario decir algo. Parecía increíble que nadie hubiera notado que no podía hablar con él sin enrojecer y tartamudear de manera patética. Se sintió idiota al recordarlo. Por Dios, ya no tenía quince años.
El teléfono volvió a vibrar. Lo ignoró con disciplina.
Aquella tarde salió de la reunión mentalmente agotada pero contenta. El director de la territorial, Jorge, le había felicitado por su exhaustividad. Ninguno de los dos estaba satisfecho con las decisiones. Habían tratado al menos de ser, si no justos, lo más objetivos que habían podido.
Subió al coche y sacó el móvil de su bolso, donde lo había escondido para no verlo. Trece mensajes y veintiocho llamadas perdidas. Quince de ellas de su madre. Genial.
Ahora sí estaba en un aprieto. La madre de Pedro habría hablado con su madre, pues se conocían desde hacía más de cuarenta años. El móvil volvió a vibrar. Lo soltó como si ardiera. Decidida a ignorar cualquier cosa que no fuera un baño bien caliente y una copa de vino, arrancó el coche camino de casa.
A punto de entrar en el garaje vio un corsa verde pistacho.
No necesitó mirar la matrícula para saber a quién pertenecía.
Su madre tenía copia de las llaves de su casa y debía estar esperándola. Estaba demasiado cansada para ser diplomática. Si entraba la mandaría a un lugar al que nunca debía mandarse a una madre y esta tardaría meses en perdonarla. No obstante, en ese momento, que su madre no le hablara se le antojaba incluso apetecible, pero su sentido común, desarrollado al máximo, se impuso con facilidad. Se desvió del camino y diez minutos después estaba en un pequeño local con un kebab en la mano. Una de las dos ventajas del estrés era que podía comer lo que le apeteciera sin engordar ni un gramo. La otra era que estaba tan ocupada que no tenía tiempo para reflexionar hacia dónde se dirigía su vida.
Revisó los mensajes. Su hermana, sus primas… ¿es que ya nadie valoraba la discreción? Debía haberse trasladado a vivir a Valencia, pero sentía mucho apego a su pequeña ciudad y al final compró una casa en el casco antiguo.
Adoraba su hogar, era cierto, tanto como que estaba demasiado cerca de su familia. Y a veces —más bien bastante a menudo— sufría intromisiones como la de esa noche.
Su mente, liberada ya de la tensión de la reunión, le recordó que tenía un grave problema y no era que su madre hubiera invadido su casa...
Su mente viajó al pasado.
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