martes, 18 de agosto de 2015
SEDUCIDA: CAPITULO 3
Frotándose los brazos como para protegerse de la emoción, Paula se quedó mirando la puerta hasta que oyó a German lanzar un silbido.
–¿Ha habido una tormenta eléctrica o qué? Casi podía ver las chispas saltando por todas partes –bromeó–. Siento haberle dicho que podía dormir aquí, pensé que volverías esta noche. Y tampoco esperaba que te enfadases tanto. ¿Estás bien?
Pau se sirvió un fortificante café.
–Estoy bien. Además, ya es tarde, el daño está hecho.
–¿Qué daño?
–Las sábanas.
–¿Las sábanas? –German se pasó una mano por el pelo–. Pensaba cambiarlas antes de que volvieses.
–¿Creías que no me daría cuenta?
–Pues sí, la verdad –German se dejó caer en el sofá–. Pedro es un buen tipo, Pau. Y ha hecho una fortuna fuera, la mayoría de las mujeres pensarían que es un partidazo.
¿Fuera del país? ¿Y su trabajo en Queensland? Le gustaría preguntar, pero no podía hacerlo sin entrar en los sórdidos detalles de su aventura y no tenía ganas en ese momento.
Era más fácil fingir que no lo conocía.
–¿Haciendo qué?
–Es ingeniero geólogo –respondió German–. Trabaja con ingenieros de caminos. Ha estado en Dubái. Por cierto, esa subasta que las chicas habéis planeado…
¿La subasta donde todo el mundo era emparejado con un miembro del otro sexo?
–¡No!
Con su mala suerte, Pedro sacaría su número.
–Puede pujar, Pau. Es soltero, guapo, simpático. Además, le vendría bien un poco de compañía femenina mientras está aquí. Es un asunto benéfico y Pedro tiene dinero para aburrir.
«¿Mientras está aquí?». De modo que estaba de vuelta en Sídney temporalmente. Mejor. Pau se encogió de hombros, fingiendo leer la contraportada de un dvd.
–Puede que tenga buen aspecto –murmuró. De hecho, era la fantasía de cualquier mujer– pero una mujer necesita algo más que un cuerpazo y una sonrisa sexy.
Pero al proyecto Rainbow le iría bien el dinero y el premio no la incluía a ella. Entonces, ¿por qué no le gustaba la idea?
Porque no quería pensar en Pedro con una de sus colegas.
–Es demasiado tarde –murmuró, frotándose los brazos, helada de repente–. Las pujas terminaron ayer.
German se limitó a sonreír mientras recogía las botellas y latas de la mesa.
Paula frunció el ceño, aprensiva. Cuando German sonreía así y no replicaba, era porque sabía algo que ella desconocía.
.
SEDUCIDA: CAPITULO 2
Pedro siguió mirando a la puerta cuando ella desapareció.
Paula. La recordaba como si la hubiera visto el día anterior, con un jersey de colores, una falda morada, unas botas de color beis atadas con cordones. Siempre tan vibrante. La mujer más atractiva e interesante que había conocido nunca.
Recordaba cómo había sido entre ellos: ardiente, urgente, un viaje rápido al paraíso. Siempre se había preguntado cómo reaccionaría si volviese a verla, si el antiguo deseo estaría a la altura de su recuerdo.
Ya lo sabía y saberlo no lo tranquilizaba en absoluto. Tuvo que hacer un esfuerzo para abrir los puños, luchando contra el deseo de saltar de la cama y seguir el tentador movimiento de sus caderas, la sutil fragancia de rosas y vainilla que había dejado en el aire.
Vivía con German Trent, por el amor de Dios. Pedro contuvo el aliento. German le había dicho que compartía casa con una enfermera, pero no se le había ocurrido pensar que fuese aquella enfermera.
Tomó los vaqueros del suelo. Sobre la cómoda vio una foto enmarcada en la que no se había fijado por la noche. Pau y su hermana Mariza.
Por una parte quería irse y olvidar aquel encuentro. Por otra, quería quedarse y convertir la despedida de cinco años atrás en algo diferente, algo que podría haber durado.
Pero ella no quería una relación seria.
Se puso el jersey que había tirado al suelo e hizo una rápida visita al baño para lavarse la cara con agua fría, recordando que ya no era el hombre al que Pau había conocido. ¿Cómo sería ella cinco años después?
Cuando entró en el salón se quedó inmóvil al verla con una taza de café en la mano, la camisa blanca en contraste con su pelo negro, tan fresca como una rosa. Lo dejaba sin aliento. Seguía teniendo las mismas curvas concisas, delgadas.
–¿Café? –le preguntó ella.
–Sí, gracias.
Pedro dio un paso adelante para tomar la taza, notando la seductora curva de sus pechos bajo el jersey.
–Bueno… –Pau se dejó caer en un viejo sofá marrón, tan lejos de él como era posible–. ¿Qué haces aquí?
–German es un viejo compañero de instituto. Tomamos unas copas y me ofreció que durmiera aquí porque su compañera no volvería hasta esta noche.
–Ah.
¿Había decepción o alivio en su tono? Un momento de conversación civilizada y se iría de allí.
–Siento ser un estorbo.
Ella se encogió de hombros.
–No sabía que estuvieras en Sídney –murmuró, mirando su taza.
–Porque no estamos en contacto.
Los dos se quedaron callados, los recuerdos como sombras entre ellos. Pero no tenía sentido recordar el pasado, ni hacer preguntas, ni buscar culpables.
–Has vuelto antes de lo previsto de la conferencia, ¿no?
Ella asintió con la cabeza.
–Mi compañera de habitación roncaba y no podía soportarlo más, así que a las tres de la mañana hice la maleta y volví a casa.
–Es extraño esto del destino.
Paula esbozó una sonrisa.
–Hablas como Mariza.
–¿Cómo está, por cierto?
–Felizmente casada y embarazada.
–Me alegro –Pedro hizo una pausa–. ¿Y tú?
–Soltera. Y me sigue gustando.
Entonces ¿por qué esa animosidad en su tono? Era casi como si estuviera intentando convencerse a sí misma. Pedro esperaba que le preguntase y tuvo que tragarse la decepción cuando no lo hizo.
–¿Tus padres están contentos de que hayas vuelto?
En su tono había cierta amargura y eso le sorprendió porque solo había visto a su padre una vez y vivían fuera cuando salían juntos.
–Aún no lo saben. Han ido a la isla Stradbroke durante unas semanas para tomar el sol, así que estoy solo en esa enorme casa.
La casa que la madre de Paula limpiaba dos veces a la semana. Paula lo pensó y él lo leyó en sus ojos.
La primera vez que la vio fue en el funeral de su padre.
Había charlado un rato con su hermana Mariza, pero fue Paula quien llamó su atención. Apenas dos meses después había vuelto a verla en un cóctel en el que Paula trabajaba como camarera. La camarera bohemia buscando emociones y nuevas experiencias. Y sí, las habían encontrado, pero la relación terminó tres meses después.
–¿Por qué decidiste ser enfermera? Si no recuerdo mal, no podías soportar la sangre.
O el vómito. Se le encogió el estómago al recordar el parque de atracciones Luna Park, en el que pasó la peor y la mejor tarde de su vida. Había pasado una eternidad desde esos días dorados de risa, alegría y amor bajo el sol.
Ella apartó la mirada para acercarse a la ventana.
–Era algo que necesitaba… necesito hacer.
Si no la conociera diría que parecía frágil, insegura.
–¿Qué pasó?
–La vida pasó –Paula se tocó el corazón como sin darse cuenta–. Era hora de ponerse seria.
–¿Seria?
Pau nunca había querido ser seria. Pedro pensó en su última noche y apretó la taza cuando la escena pasó por su mente como si fuera una película. Había sido un idiota al pensar que podrían haber sido algo más.
–Sí, seria –repitió Paula, irguiéndose orgullosa.
Su relación había sido tan intensa, tan ardiente y tan temporal, algo destinado a morir. Una simple aventura. ¿Qué otra cosa podía haber entre una camarera y el hijo de un millonario?
–¿Entonces estás contenta, eres feliz?
–Nunca me he sentido mejor –respondió Paula. Y lo decía en serio. Estaba haciendo lo que más le gustaba, ayudar a niños enfermos. Eso era suficiente.
Tenía que ser suficiente.
Los dos volvieron la cabeza cuando German apareció en el salón despeinado y con los ojos vidriosos.
–Me había parecido escuchar voces. Ah, ya veo que os habéis presentado.
–Buenos días, German –Paula miró a su compañero de piso.
–Yo ya me iba –dijo Pedro, dejando la taza sobre la mesa–. Me ha alegrado volver a verte.
–Quédate a desayunar –dijo German–. Pau hace las mejores tortitas con sirope de arce.
Su cuerpo cubierto de sirope de arce… el recuerdo hizo que Paula apartase la mirada.
–Seguro que sí –murmuró Pedro–. Tengo que irme –se inclinó para hablarle al oído, su aliento ardiendo, los ojos brillantes–. El sexo era genial, ¿verdad?
Paula contuvo el aliento. ¿Cómo se atrevía?
Pedro miraba sus labios y casi le pareció que estaba besándola.
–Nos vemos más tarde.
SEDUCIDA: CAPITULO 1
El hombre que dormía en su cama tenía un cuerpo hecho para dar placer; un cuerpo esculpido y trabajado hasta adquirir una pecaminosa perfección. Y Paula Chaves no había pecado en demasiado tiempo, de modo miró su ancha espalda con ojos hambrientos. Y más abajo, donde la curva del duro trasero desaparecía bajo la sábana de color mandarina.
Le temblaban los labios y los dedos con el deseo de explorar la textura de esa piel, pero solo podía mirar, como en trance, sin moverse para no despertarlo y arruinar el momento.
Él murmuró algo en sueños y Paula contuvo el aliento.
Estaba de espaldas, de modo que no podía verle la cara, pero tenía el pelo oscuro, espeso y deliciosamente despeinado.
Una pena que no estuviera despierto. Una pena que no estuviese en la cama con él. Los amigos de German habían dormido allí otras veces, pero no ese. Y nunca en su cama.
Con la mirada clavada en el hombre, Paula dejó la maleta en el suelo. ¿Estaría completamente desnudo bajo la sábana?
Eso esperaba. Pensar eso hizo que el corazón le latiese más deprisa, calentando sitios que no se habían calentado en mucho tiempo. Habían pasado cinco años desde que tuvo el placer de estar en horizontal con un hombre.
¿Quién era?
Paula giró la cabeza para mirar el salón, había una pila de dvd entre grasientos contenedores de comida china y botellas vacías de cerveza. Ese era el inconveniente de tener un compañero de piso aunque, siendo justos, había vuelto de la conferencia con un día de antelación y sin avisar a German.
Un gruñido hizo que volviese a mirar hacia la cama y su ocupante. Con descarado interés, Paula apoyó un hombro en el quicio de la puerta y observó los fuertes antebrazos, los largos dedos que apretaban la almohada. El hombre se estiró con un letárgico movimiento para tumbarse de espaldas…
Paula se quedó inmóvil.
Pedro Alfonso.
¡No! No podía ser. Pedro era un ingeniero geólogo que estaba trabajando en algún sitio de Australia central, no en Sídney.
Cuando sus miradas se encontraron vio la misma sorpresa en sus ojos de color café. Pedro se incorporó de un salto, pasándose una mano por los ojos, como si también le costase entender dónde estaba.
Su cuerpo se había hecho más firme y musculoso en los últimos cinco años, llevaba el pelo más corto y las líneas alrededor de sus ojos eran más profundas, pero su preciosa boca era la misma. Unos labios gruesos ligeramente inclinados hacia arriba, como si siempre estuviera a punto de esbozar una sonrisa.
Pero no sonreía, al contrario.
–Paula–dijo por fin.
Esa voz reverberó en sus huesos, más profunda, más rica de lo que recordaba… y lo recordaba muy bien. Recordaba los aterciopelados susurros en su oído, su garganta, sobre sus pechos. Cómo murmuraba su nombre mientras entraba en ella.
Pedro se pasó una mano por la cara.
–Cuando German mencionó a Paula… demonios, lo siento. Debería haberme acostado en el sofá, pero German me dijo…
–¡Déjalo! –Pau levantó una mano para hacerlo callar.
¿Estaba desnudo? Esperaba que no. Una vez, mucho tiempo atrás, habría apartado la sábana para disfrutar de ese cuerpo duro y vigoroso…
Su rostro estaba marcado por el paso del tiempo, pero no era menos atractivo. Una mano grande, morena, agarró la sábana.
–No pasa nada, Pau. Estoy decente.
Eso era discutible, pensó ella, al ver el calzoncillo oscuro que no podía esconder el impresionante bulto.
Paula se dio la vuelta, con la cara ardiendo. Al menos estaba fuera de la cama.
–Cuando estés listo…
Nerviosa, se dirigió a la cocina. Tenían que hablar de forma inevitable y necesitaba un poco de cafeína. ¿Dónde estaba German cuando necesitaba ayuda? La puerta de su dormitorio estaba cerrada. Paula respiró profundamente mientras se servía un café. Los recuerdos se agolpaban en su cerebro y el secreto que había pensado enterrado volvía a la vida…
SEDUCIDA: SINOPSIS
Pertenecían a mundos diferentes.
La intensa relación de Pedro Alfonso y Paula Chaves se caracterizaba por un deseo abrasador. Sin embargo, ambos sabían que no podía durar, ya que ella era camarera y, él, hijo de un millonario. Pau no se sentía a la altura y decidió romper con Pedro… pero se quedó con un recuerdo imperecedero de él.Tiempo después se reencontraron y comprobaron que la pasión seguía viva entre ellos y, al pasar tiempo juntos, se dieron cuenta de que la química que compartían era demasiado potente para resistirse a ella. Sin embargo, cuando el secreto de Pau saliera a la luz, ¿sería Pedro capaz de confiar en ella?
lunes, 17 de agosto de 2015
EL ENGAÑO: CAPITULO FINAL
—No llores, cariño.
—Es que... son tan pequeños...
—Tienen casi cinco años, cariño. ¡Y mira lo contentos que van en su primer día de colegio!
—Lo sé —contestó Paula observando a Cata y a Marcos jugar en el patio con sus amigos y vecinos, justo antes de comenzar el curso—. Soy tonta, voy a echarles mucho de menos.
—Te darán un pequeño descanso —comentó Pedro, divertido—. Solo por las mañanas. Son muy considerados pensando así en sus padres, ¿verdad?
—¡Tonto! —rió ella.
Paula y Pedro permanecieron apoyados sobre la valla, junto al resto de padres, observando a sus hijos. El pueblo era tan pequeño, que todo el mundo se conocía. Por eso Paula sabía que a los gemelos no les costaría integrarse.
Cata era alta para su edad, de cabellos largos y muy vivaz. Macos era fuerte como su padre, una persona fiel. Ninguna mujer podía evitar sonreír al verlo. Pero ella sabía que no sería un rompecorazones. En eso, Marcos era igual que su padre. Trataría a las mujeres con amabilidad y cortesía, y no les haría daño.
—¡Les quiero tanto! —exclamó Paula.
—Y yo. Y a ti también —la besó Pedro—. Entonces, señora Alfonso, tenemos la mañana para nosotros solos. ¿Alguna idea sobre cómo entretenernos?
—Yo tengo que lavar ropa, y tú seguro que tienes que trabajar —bromeó ella, fingiendo inocencia.
—¡Lavar, ya! —sonrió Pedro mirándola de arriba abajo—. Sí, no nos vendría mal lavarnos a ninguno de los dos. Un buen baño.
—Con las cortinas echadas y con velas. ¡Y chocolate ! ¡ Y música...! —sugirió Paula.
—¡Adiós, Cata! —se despidió él—. ¡Adiós, Marcos!
Los gemelos se volvieron sonrientes. Corrieron a la valla para besar a sus padres y se despidieron por última vez.
—¡Que os lo paséis bien! —exclamó Paula.
—¡Sí! —gritaron los dos.
—Eso vamos a hacer nosotros también —murmuró Pedro—. Créeme.
—Te creo —susurró ella—. Te creo.
EL ENGAÑO: CAPITULO 26
A la mañana siguiente, los vecinos de Lewes, preocupados por sus casas, se levantaron y prepararon todos juntos el desayuno. Durante dos días enteros, el nivel del agua permaneció al límite. Los adultos inventaron juegos para distraer a los niños, y todos se ofrecieron para ayudar a la pareja con los gemelos. Sentados junto al fuego, charlaron durante dos largas y oscuras noches. A Paula le encantaba observar a Pedro: las llamas alumbraban su rostro, y su felicidad era tan patente, que todo el que lo miraba se veía obligado a sonreír.
Quizá la casa pareciera un caótico refugio, lleno de camas y ropa por todas partes, pero también estaba llena de risas, diversión y solidaridad. Paula y Pedro habían pasado a formar parte del pueblo: eran de la familia.
Por fin, el nivel del agua comenzó a bajar, permitiendo a los vecinos volver a sus casas. Pedro fue con ellos para echarles una mano, sacando muebles y alfombras. De pronto, durante su ausencia, Paula se encontró frente a una asustada Celina, llamando a la puerta. Para sorpresa de Paula, iba vestida con un traje de ejecutiva que no tenía nada que ver con el atuendo seductor de meses atrás. Ella era demasiado feliz como para permanecer enfadada. Su sonrisa sorprendió a Celina, que enseguida comenzó a sollozar.
—Corre, ven al despacho de Pedro —sugirió Paula rodeándola por los hombros—. Es el único lugar en el que podremos tener algo de intimidad.
—¡Oh, Paula, lo siento tanto! —exclamó Celina, arrepentida—. ¿Puedo explicártelo?
—Por supuesto, siéntate.
Celina se explicó de manera muy correcta, haciendo patente su arrepentimiento. Respiró hondo y comenzó a hablar deprisa, pálida y asustada:
—Comenzaré por el principio. En realidad, he hecho el ridículo. Pedro no hacía más que hablar de ti en la oficina, de que estaba preocupado porque tú no eras feliz en esta casa y de que apenas os veíais. Trabajaba mucho porque quería comprarte un piso en Londres, ¿sabes? Iba a ser una sorpresa...
—¿Un qué? —preguntó Paula, asombrada—. ¡Pero si cuestan una fortuna!
—Lo sé, pero a él no le importaba. Pensaba que era la solución. Estaba aterrado pensando que cualquier tipo de tu empresa acabaría por conquistarte —explicó Celina bajando la cabeza—. Oh, estoy tan avergonzada por lo que hice, Paula. Pedro es maravilloso. A mí me daba tanta lástima, que creí estar enamorada de él. Se me metió esa idea en la cabeza, pensaba que tú no lo apreciabas lo suficiente. Por eso creí que él se enamoraría de mí si lograba llevármelo a la cama. Estoy muy avergonzada. Él no hizo nada en absoluto para alentarme, en serio. Yo no era consciente de lo locamente enamorado que estaba él de ti, no me daba cuenta de que se pondría hecho una furia conmigo por poner en peligro vuestro matrimonio. Escondí su ropa... —añadió tendiéndole una bolsa que había dejado en el suelo.
Paula abrió la bolsa y miró. Eran el traje y la camisa perdidos con las manchas de café. Alzó la vista y Celina continuó:
—Lo escondí detrás de la cómoda, en el vestíbulo, antes de... de quitarme la ropa —confesó, ruborizada de vergüenza.
—¿Y luego fuiste tirando tu ropa por la escalera?
—Sí —asintió Celina—. ¡Me avergüenza confesarlo! Cuando... cuando me fui en taxi, recogí la bolsa, la guardé en mi casa y luego me olvidé. Pedro vino a verme y se enfadó de tal modo que me quedé destrozada. Fue entonces cuando me di cuenta de lo mal que me había portado. Fue algo vil, ahora lo sé, y te suplico que me perdones, Paula. Quiero volver a empezar desde el principio, sin resentimientos. Esta historia es para mí como la espada de Damocles. Quiero arreglarlo todo antes de casarme, sentirme bien, decente, otra vez. Por favor, perdóname.
—Por supuesto que te perdono —contestó Paula sentándose junto a ella, que temblaba—. ¿Cómo voy a culparte por adorar al hombre más maravilloso del mundo? —sonrió y abrazó a Celina, que se echó a llorar—. ¡Casi me molesta que te hayas enamorado de otro! —bromeó.
—¡Oh, Paula, Juan es perfecto! Jamás había conocido a nadie tan amable, encantador y comprensivo. Él me hace sentirme bien conmigo misma. He encontrado una felicidad que jamás creí posible que existiera, verdadera felicidad. Basada en el amor.
—Cuéntame cosas de él —pidió Paula.
—Yo estaba organizando los registros de la parroquia y Juan era mi contacto. Es el párroco de mi iglesia...
—¿Es párroco? —la interrumpió Paula parpadeando asombrada.
—¡Sí, lo sé, yo tampoco puedo creerlo! —rió Celina—. Pero ahora que lo conozco sé qué tipo de hombre es.Pedro también es maravilloso, por supuesto. Quizá sea por eso por lo que creí estar enamorada de él. He sufrido siempre tanto, Paula. Jamás he sabido elegir al hombre adecuado... todos ponían el sexo por delante, ninguno me trataba con ternura y consideración. Pero he recuperado el juicio, Paula. Juan... bueno, él estuvo casado, es viudo. Es mucho mayor que yo, pero me adora y piensa que soy maravillosa, a pesar de que yo no lo merezca...
Paula escuchó con atención la descripción de Celina y, al final, dijo:
—Sí, es perfecto para ti.
—Pedro dice que eres fantástica —declaró Celina—, y tiene razón. Gracias por escucharme, significa mucho para mí. Ahora será mejor que me vaya, que me aparte de tu camino...
—No, quédate. Deja que Pedro vea que no hay resentimientos entre las dos —sugirió Paula.
Ambas mujeres se abrazaron y Paula llevó a Celina, aún llorosa, a la cocina. Poco después volvió Pedro, que enseguida sostuvo a sus dos hijos, sentado en el sofá, mientras relataba al resto de vecinos lo ocurrido y explicaba el estado en el que se hallaba el pueblo. Al ver a ambas mujeres sonrió con especial ternura. Paula se sentó a su lado y tomó a Cata en brazos.
—¿Va todo bien, cariño?
—Perfecto.
El beso que ambos compartieron arrancó exclamaciones y risas de los testigos. Pero ella estaba orgullosa de su valiente y leal marido, y no le importó.
EL ENGAÑO: CAPITULO 25
Nada más llegar, ella se ocupó de aquella familia sin tomarse tiempo apenas de abrazar a Pedro. Después, cuando todos estuvieron acomodados, Paula se acercó a su marido y lo besó en la frente. Las cosas se arreglarían. Toda aquella gente había confiado en él, y ella debía hacer lo mismo.
—¿Dónde vamos a dormir, cariño? —preguntó Pedro.
—Con los niños. Dos hombres me ayudaron a llevar las cunas al cuarto pequeño. La cama es individual, pero tendremos que arreglárnoslas.
—Vamos, todos están durmiendo. Tratemos de dormir nosotros también —dijo él—. Hay que organizar el desayuno mañana por la mañana.
—Creo que habrá suficientes galletas para todos —rió ella subiendo las escaleras.
Paula echó un vistazo en su dormitorio. La cama la ocupaban la madre y sus hijos, y todos estaban durmiendo.
Pedro y ella se miraron.
—Te quiero —dijo él en voz baja.
—Lo sé —contestó Paula, más convencida que nunca.
—Te haría el amor, pero estoy destrozado. ¿Te conformas si te abrazo?
—Sí, por favor —contestó ella ayudándolo a desnudarse—. ¿Ha sido muy arriesgado?
—Sí, tengo que admitir que lo ha sido. La corriente era tan fuerte que me costaba mantener el coche en la carretera. Eso, cuando la veía. Pero alguien velaba por mí, estaba seguro de que lo conseguiría. Sabía que era imposible que nada ni nadie me arrebatara la felicidad, justo cuando acababa de encontrarla —rió Pedro arrastrando a Paula a la cama—. Me llamaron por el móvil mientras salvaba al anciano. Creí que serías tú, así que metí al pobre hombre en el coche y contesté. ¡Resultó que era Celina!, ¡qué oportuna! Pero ella no sabía dónde estaba, claro.
—¿Y qué quería? —preguntó él conteniendo el aliento, tratando de reaccionar con naturalidad.
—Fijar fechas para reunimos con los clientes. Y si te estás preguntando por qué sigo viéndola, bueno... puedo decírtelo —murmuró Pedro besándola en la nuca y estrechándola con fuerza—. Es mi ayudante. ¿Te molesta?
—¿Debería?
—Túmbate —ordenó él sin dejar de besarla—. Después de lo ocurrido, podrías estar molesta. Cuando supe que íbamos a tener gemelos, me di cuenta de que necesitaba a alguien que conociera el negocio. Diane me dijo que solo había una persona capaz de hacerse cargo de él, sin necesidad de entrenamiento. Así que llamé a Celina y le ofrecí un aumento de sueldo. Me costó mucho convencerla. Tuvimos una discusión muy fuerte después de aquella escena con ella medio desnuda. Le dije cosas muy duras en aquel entonces. Pero hablamos y, al final, ella cedió.
Paula se preguntó en silencio qué más le había ofrecido Pedro, aparte del aumento de sueldo. Pero enseguida desechó las dudas. También se preguntó cómo había logrado él convencerla para que volviera.
—Es una trabajadora brillante, Paula —continuó él—. Me ha conseguido contratos sustanciosos. El negocio va viento en popa. Voy a hacerla mi socia.
Ella cerró los ojos. No se libraría jamás de aquella mujer, sería como un fantasma para siempre. Un espectro, persiguiéndola, negándole la felicidad que había imaginado poseer...
—Debes saber que te amo, Paula —añadió Pedro en voz baja—. Tú lo eres todo para mí. Me enamoré de ti nada más verte, con el uniforme y las coletas, hablando con aquel chico de la bicicleta. Me gusta tu forma de ser, tus bromas, tu optimismo y tus graciosas exageraciones. Adoro cada parte de ti —continuó con la declaración, con voz trémula—. Nunca, jamás te he sido infiel, ni siquiera lo he pensado. No podría. Tú me absorbes por entero, en cuerpo y alma. Todo mi ser está dedicado a ti, única y exclusivamente a ti. Y seguiré sintiéndome así hasta el día de mi muerte.
Cada una de aquellas palabras era cierta. Paula trató de reflexionar más allá de las pruebas circunstanciales que le hacían dudar de él, para concentrarse en su forma de ser exclusivamente. Y, de inmediato, sus dudas se despejaron.
—Lo sé —respondió ella con voz ronca.
—Cuando me casé contigo, supe que sería para siempre —continuó Pedro estrechándola con más fuerza que nunca—. Cuando nos viste a Celina y a mí, con ella medio desnuda en una aparente escena de amor, me quedé paralizado de miedo —rió él—. Me quedé tan boquiabierto, que supongo que estaba cómico.
—Yo creí que estabas atónito ante la belleza de Celina.
—Lo que estaba era incrédulo —la corrigió Pedro—. No podía creerlo, era como una pesadilla. Jamás olvidaré ese momento en toda mi vida. Y tu reacción fue intolerable. Estaba tan enfadado, tenía tanto miedo, que apenas podía pronunciar palabra.
—¿Enfadado conmigo? —preguntó Paula.
—Sí, y con ella. Sé que debimos parecerte culpables, pero yo estaba rígido, paralizado ante la idea de que tú pudieras creer que había sido capaz de engañarte. Ese estúpido juego de Celina había puesto en peligro nuestro matrimonio. Lo único que yo podía hacer era esperar que tú confiaras en mí, que comprendieras que yo jamás arrojaría nuestro amor por la ventana. Pero luego Celina echó más leña al fuego, fingiendo que hacía tiempo que éramos amantes.
—Y no era cierto, ¿verdad?
—No, cariño. ¡Te quiero tanto! —exclamó Pedro con pasión—. Pero después volví a echarlo todo a perder, llamándola por teléfono. Quería que ella te dijera la verdad...
—Y yo te oí, y creí que estabas concertando otra cita con ella —lo interrumpió Paula acariciándole la mejilla—. Pobre Pedro, has debido pasarlo fatal.
—Sí, la habría llamado por teléfono otra vez, inmediatamente después, pero tú te desmayaste y entonces comencé a pensar que estabas embarazada. Traté de localizarla varias veces, pero ella cambió el número de su móvil. Luego, por fin, Diane me consiguió el número nuevo. Celinq necesitaba referencias para otro empleo, y fue entonces cuando volví a contratarla. Pero ella se negó a hablar contigo, estaba demasiado avergonzada. Por eso comprendí que mi única esperanza era que te dieras cuenta de que podías confiar en mí.
—Pero no dijiste nada cuando te amenacé con mencionar tu infidelidad en el proceso de divorcio.
—No podía. Mis sentimientos eran tan fuertes, que era incapaz. Estaba a punto de derrumbarme.
—Oh, pobrecillo. Te quiero. Y te creo —susurró Paula.
—Entonces... ¿vendrás a la boda de Celina?
—¿A su qué?
—Se ha enamorado perdidamente de uno de mis clientes —explicó Pedro riendo a carcajadas—. Y, por fin, se ha decidido a decirte la verdad porque no quiere que guardes malos sentimientos. Me llamó antes. Creyó que me había dejado un mensaje, pero algo ha debido ir mal en la conexión. Es un momento crucial para ella, ¿comprendes? Necesita atar todos los cabos, aclararlo todo antes de marcharse de luna de miel.
—Comprendo —sonrió Paula recordando el mensaje.
—De hecho, está tan ansiosa por verte, que ha venido aquí. Hoy. El médico la recogió en el pueblo, se la llevó a su casa —explicó Pedro besándola en los labios—. No me pareció correcto traerla a esta casa hasta que no hubiera hablado contigo.
—¿Por si le arrancaba la cabellera?
—Es que estuviste terrible —sonrió él moviendo la mano por el cuerpo de Paula, excitándola.
—A dormir.
—Al diablo con dormir.
—¡Pedro! —exclamó ella, encantada.
—Te deseo —murmuró él con pasión—. Te deseo, te necesito, te adoro, siempre estoy sediento de ti. Ámame, Paula.
Los labios de Pedro reclamaron apasionados los de ella, que sucumbió al placer. La barba incipiente del mentón de él raspó su hombro, mientras Pedro la besaba frenético, gimiendo de pasión. Paula creyó que moriría de amor, sintió que caía y caía cada vez de forma más profunda en un torbellino de mágica sensualidad, en el que el centro era el cuerpo de Pedro. Él ocupaba su mente, su corazón y toda su alma.
Él la amaba, pensó Paula extasiada. La amaba. Ella lo besó, mordisqueó y exigió más, mientras abría su corazón.
Delicadas, eróticas llamas comenzaron a prender por todo su cuerpo. Paula trató de reprimir los gemidos, los gritos.
Abrazó a Pedro con las piernas, echó la cabeza atrás y alzó los pechos para él, incitando a sus dedos a bajar más y más, seduciéndolo con los ojos y besando su pecho masculino.
El calor del cuerpo de Pedro dentro del de ella estuvo a punto de arrancarle un grito de placer. La firmeza de la boca de su marido sobre la suya era una prueba evidente de lo que aquello significaba para él. Aquel era el comienzo de su nueva vida juntos como familia. Era una promesa de amor y felicidad, de confianza y apoyo, la promesa de una vida entera de amor.
—¡Te quiero! —exclamó él con voz ronca—. Más de lo que nunca puedas imaginar.
—Cariño —susurró Paula con ojos brillantes por las lágrimas de felicidad—, lo sé. Lo sé.
Dentro de ella, el cuerpo sedoso de él comenzó los primeros movimientos rítmicos. Paula cerró los ojos y se entregó por entero al placer. Y a Pedro.
Él la agarró por los hombros con fuerza y ella abrió los ojos para contemplar su expresión en el momento del clímax. Él era hermoso: sus pestañas se entrecerraban en una deliciosa agonía, sus labios se entreabrían susurrando su nombre una y otra vez. De pronto, Paula no fue consciente de nada más, excepto del rapto de su cuerpo y de su mente en una entrega total, en el instante en que se convirtieron en un solo ser.
—¡Cariño, cariño! —gimió él.
—¡Pedro!
Sus cuerpos se fundieron, sudorosos y tensos, al alcanzar la cima y comenzar el cálido descenso.
—Y eso que estabas cansado —musitó ella, somnolienta, instantes después.
—Tú serías capaz de excitar hasta a un muro de ladrillo.
—Soy yo la que gasta las bromas.
—Olvídalo.
Paula sonrió y se acurrucó en brazos de Pedro. Su matrimonio había estado al borde del precipicio, pero había sobrevivido. Por fin podía relajarse y disfrutar con total plenitud de la vida.
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