lunes, 17 de agosto de 2015
EL ENGAÑO: CAPITULO 26
A la mañana siguiente, los vecinos de Lewes, preocupados por sus casas, se levantaron y prepararon todos juntos el desayuno. Durante dos días enteros, el nivel del agua permaneció al límite. Los adultos inventaron juegos para distraer a los niños, y todos se ofrecieron para ayudar a la pareja con los gemelos. Sentados junto al fuego, charlaron durante dos largas y oscuras noches. A Paula le encantaba observar a Pedro: las llamas alumbraban su rostro, y su felicidad era tan patente, que todo el que lo miraba se veía obligado a sonreír.
Quizá la casa pareciera un caótico refugio, lleno de camas y ropa por todas partes, pero también estaba llena de risas, diversión y solidaridad. Paula y Pedro habían pasado a formar parte del pueblo: eran de la familia.
Por fin, el nivel del agua comenzó a bajar, permitiendo a los vecinos volver a sus casas. Pedro fue con ellos para echarles una mano, sacando muebles y alfombras. De pronto, durante su ausencia, Paula se encontró frente a una asustada Celina, llamando a la puerta. Para sorpresa de Paula, iba vestida con un traje de ejecutiva que no tenía nada que ver con el atuendo seductor de meses atrás. Ella era demasiado feliz como para permanecer enfadada. Su sonrisa sorprendió a Celina, que enseguida comenzó a sollozar.
—Corre, ven al despacho de Pedro —sugirió Paula rodeándola por los hombros—. Es el único lugar en el que podremos tener algo de intimidad.
—¡Oh, Paula, lo siento tanto! —exclamó Celina, arrepentida—. ¿Puedo explicártelo?
—Por supuesto, siéntate.
Celina se explicó de manera muy correcta, haciendo patente su arrepentimiento. Respiró hondo y comenzó a hablar deprisa, pálida y asustada:
—Comenzaré por el principio. En realidad, he hecho el ridículo. Pedro no hacía más que hablar de ti en la oficina, de que estaba preocupado porque tú no eras feliz en esta casa y de que apenas os veíais. Trabajaba mucho porque quería comprarte un piso en Londres, ¿sabes? Iba a ser una sorpresa...
—¿Un qué? —preguntó Paula, asombrada—. ¡Pero si cuestan una fortuna!
—Lo sé, pero a él no le importaba. Pensaba que era la solución. Estaba aterrado pensando que cualquier tipo de tu empresa acabaría por conquistarte —explicó Celina bajando la cabeza—. Oh, estoy tan avergonzada por lo que hice, Paula. Pedro es maravilloso. A mí me daba tanta lástima, que creí estar enamorada de él. Se me metió esa idea en la cabeza, pensaba que tú no lo apreciabas lo suficiente. Por eso creí que él se enamoraría de mí si lograba llevármelo a la cama. Estoy muy avergonzada. Él no hizo nada en absoluto para alentarme, en serio. Yo no era consciente de lo locamente enamorado que estaba él de ti, no me daba cuenta de que se pondría hecho una furia conmigo por poner en peligro vuestro matrimonio. Escondí su ropa... —añadió tendiéndole una bolsa que había dejado en el suelo.
Paula abrió la bolsa y miró. Eran el traje y la camisa perdidos con las manchas de café. Alzó la vista y Celina continuó:
—Lo escondí detrás de la cómoda, en el vestíbulo, antes de... de quitarme la ropa —confesó, ruborizada de vergüenza.
—¿Y luego fuiste tirando tu ropa por la escalera?
—Sí —asintió Celina—. ¡Me avergüenza confesarlo! Cuando... cuando me fui en taxi, recogí la bolsa, la guardé en mi casa y luego me olvidé. Pedro vino a verme y se enfadó de tal modo que me quedé destrozada. Fue entonces cuando me di cuenta de lo mal que me había portado. Fue algo vil, ahora lo sé, y te suplico que me perdones, Paula. Quiero volver a empezar desde el principio, sin resentimientos. Esta historia es para mí como la espada de Damocles. Quiero arreglarlo todo antes de casarme, sentirme bien, decente, otra vez. Por favor, perdóname.
—Por supuesto que te perdono —contestó Paula sentándose junto a ella, que temblaba—. ¿Cómo voy a culparte por adorar al hombre más maravilloso del mundo? —sonrió y abrazó a Celina, que se echó a llorar—. ¡Casi me molesta que te hayas enamorado de otro! —bromeó.
—¡Oh, Paula, Juan es perfecto! Jamás había conocido a nadie tan amable, encantador y comprensivo. Él me hace sentirme bien conmigo misma. He encontrado una felicidad que jamás creí posible que existiera, verdadera felicidad. Basada en el amor.
—Cuéntame cosas de él —pidió Paula.
—Yo estaba organizando los registros de la parroquia y Juan era mi contacto. Es el párroco de mi iglesia...
—¿Es párroco? —la interrumpió Paula parpadeando asombrada.
—¡Sí, lo sé, yo tampoco puedo creerlo! —rió Celina—. Pero ahora que lo conozco sé qué tipo de hombre es.Pedro también es maravilloso, por supuesto. Quizá sea por eso por lo que creí estar enamorada de él. He sufrido siempre tanto, Paula. Jamás he sabido elegir al hombre adecuado... todos ponían el sexo por delante, ninguno me trataba con ternura y consideración. Pero he recuperado el juicio, Paula. Juan... bueno, él estuvo casado, es viudo. Es mucho mayor que yo, pero me adora y piensa que soy maravillosa, a pesar de que yo no lo merezca...
Paula escuchó con atención la descripción de Celina y, al final, dijo:
—Sí, es perfecto para ti.
—Pedro dice que eres fantástica —declaró Celina—, y tiene razón. Gracias por escucharme, significa mucho para mí. Ahora será mejor que me vaya, que me aparte de tu camino...
—No, quédate. Deja que Pedro vea que no hay resentimientos entre las dos —sugirió Paula.
Ambas mujeres se abrazaron y Paula llevó a Celina, aún llorosa, a la cocina. Poco después volvió Pedro, que enseguida sostuvo a sus dos hijos, sentado en el sofá, mientras relataba al resto de vecinos lo ocurrido y explicaba el estado en el que se hallaba el pueblo. Al ver a ambas mujeres sonrió con especial ternura. Paula se sentó a su lado y tomó a Cata en brazos.
—¿Va todo bien, cariño?
—Perfecto.
El beso que ambos compartieron arrancó exclamaciones y risas de los testigos. Pero ella estaba orgullosa de su valiente y leal marido, y no le importó.
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