miércoles, 29 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 19




Paula se tomó el fin de semana libre. Había trabajado los últimos tres fines de semana seguidos y tenía derecho a unos días de descanso, aunque no solía aprovechar la oportunidad. Subió a un avión y tres horas más tarde aterrizaba en un aeropuerto regional al norte de Nueva Gales del Sur.


Y encontró a Pedro esperándola.


Ah, podría acostumbrarse a aquello.


Se le daba bien hacer que una mujer se sintiera especial. 


Con una sonrisa torcida y una de esas miradas lo tenía todo hecho.


—¿Dónde vamos? —le preguntó.


—Esta noche a la casa de la playa, mañana saldremos a navegar. Tomaremos una copa con Elena y Damian el sábado por la noche y el domingo volveremos a navegar un rato. ¿Qué te parece?


—Genial —respondió ella. De hecho, sonaba de maravilla.


—¿Tienes que estar en algún sitio el domingo?


—Suelo cenar en casa de mis padres, pero he cancelado la cena.


—¿Eso va a causar algún problema?


—Tengo la impresión de que mis padres lo esperaban. Se han retirado hace poco y se sienten invisibles. Están buscándole un nuevo sentido a sus vidas, pero yo no puedo estar a su lado como esperan. Salvo mi abuelo, no me interesa demasiado mi familia.


—¿Por qué no?


—Porque no es una familia de verdad.


Pedro se quedó callado y ella también mientras se dirigían a un todoterreno con sujeción en el techo para tablas de surf.


—Me alego de que hayas venido —dijo Pedro, mientras colocaba su bolsa de viaje en el asiento trasero.


—Yo también.


—Te besaría, pero antes quiero llegar a casa.


—¿Por qué? ¿Temes perder el control?


Pedro sonrió.


—No, es que una vez que empiece dudo que pueda parar.


Tal vez era algo natural para él, o tal vez tenía toda una vida de práctica, pero aquel hombre sabía instintivamente cómo hacer que se sintiera importante en su mundo.


Y a Paula le encantaba.


Pedro pensó que preguntarle cómo había ido la semana en la oficina no sería buena idea, de modo que hablaron de temas mundanos y de su familia mientras comían con apetito.


—¿Podrían llamarte en cualquier momento? —le preguntó.


—No.


—¿Vino blanco?


—Sí.


Había estado seduciendo a mujeres desde que era adolescente, con confianza, sin hacer el menor esfuerzo. 


Pero aquello era diferente.


—Los dormitorios están al final del pasillo. Hay varios, puedes elegir el que quieras.


—El tuyo —dijo Paula.


Bueno, entonces ningún problema.


Pero Pedro no se apresuró, quería tomarse su tiempo.


Salieron a la terraza después de cenar. Tal vez Paula había intuido que era uno de sus sitios favoritos o tal vez no, pero allí había una televisión y suficientes tumbonas y almohadones como para que durmiesen veinte.


Vieron una película por la noche, al aire libre. Era una de espías, pero iban cambiando el guion cuando no les gustaba. Paula reía mientras tomaba una copa de vino y a la una apoyó la cabeza en su torso y cerró los ojos, respirando profundamente.


Pedro apagó la televisión y dejó que las estrellas los iluminasen. Bajo una manta, apretados el uno contra el otro, cerró los ojos también, en su corazón renaciendo una nueva esperanza.







EL ESPIA: CAPITULO 18





Pedro estuvo cinco días redescubriendo la belleza de la costa este australiana en su nuevo barco. Cinco días sintiendo el sol en la cara y disfrutando de la brisa del mar en su piel.


Había sufrido dos tormentas, pero las había disfrutado como nunca y dormía mejor sintiéndose mecido por las olas; mucho mejor que en una cama con la excepción de la cama en la que había dormido con Paula.


Había dormido como nunca después de hacer el amor con ella, apretados el uno contra el otro, piel con piel, con su nombre en los labios.


Ese nombre seguía haciendo eco en su cabeza, en su corazón, en su psique, alterando la percepción de las cosas, cambiando su forma de pensar.


Le había dejado un mensaje en el móvil para contarle lo que estaba haciendo y que volvería a ponerse en contacto con ella. La invitaría a la casa de la playa si no tenía nada que hacer el fin de semana.


Pero no quería recibir una negativa, de modo que no volvió a llamarla inmediatamente. De ese modo mantenía la esperanza.


Cuando llegó al muelle a media mañana del viernes llamó a Elena para preguntarle si quería quedar con él en el puerto para ver el barco que habían comprado a medias. Sabía que estaría allí en una hora, la curiosidad no podría con ella.


Y si tenía suerte llevaría el almuerzo.


Elena llegó en una lancha roja que Damian le había regalado y que él había robado una vez, con la consiguiente reprimenda de su hermana.


Pedro sonrió al recordarlo mientras Elena lo saludaba con un alegre:
—Tienes buen aspecto, hermanito.


—Tú también.


Elena estaba preciosa, bronceada y feliz.


—Espera, voy a echar la escalerilla.


—No necesito una escalerilla. Dame la mano.


—¿Con mis costillas rotas? De eso nada, pesas mucho.


—Estoy más delgada —protestó ella—. Mi marido puede llevarme en brazos, tú te estás haciendo viejo.


—Tenía que ocurrir alguna vez. También estoy cansado y desde hace tres días sin empleo.


—Menos mal que eres independiente económicamente.


Pedro colocó la escalerilla y cuando llegó arriba le ofreció su mano.


—Qué bonito —murmuró Elena, mirando alrededor—. ¿No habías dicho que era de segunda mano?


—Lo es. Aunque creo que los anteriores dueños no lo usaron mucho.


—Mejor para nosotros —Elena asomó la cabeza por la escotilla que llevaba al interior del barco—. Madre mía, todo es de color mostaza. Ruby, la mujer de Sergio, tiene un ojo fenomenal para el color, espero que haga algo.


—¿No está ocupada ahora mismo con el embarazo?


—Sí, es verdad. Tendré que hacerlo yo misma, pero le pediré ayuda. Sabrás que pienso ser la tía que haga locuras con ese niño, ¿no?


—¿El niño?


—O niña, da igual. Yo solo quiero que tengan un bebé precioso y sano.


—¿Tú no…? Quiero decir…


Pedro no sabía cómo hacer esa pregunta, pero Elena se compadeció de él.


—¿Si estoy celosa? Un poco. Aún no me he acostumbrado a la idea de que yo no podré tener hijos, pero hay otras opciones: adopción, acogida, inseminación artificial… bueno, ya sabes. Conocí a un niño de doce años en el hospital el año pasado y sé que sigue allí. Su familia murió en el accidente en el que se rompió la pelvis y las piernas.


—¿Quieres adoptarlo?


—Estoy pensando en ello. Es un niño estupendo, muy valiente.


—¿No tiene más familia?


—Una abuela que lo quiere mucho, pero sin recursos económicos.


—¿Y crees que te dejaría adoptarlo?


—No lo sé, aún no he hablado con ella. No sé, aún no lo tengo decidido.


—¿Dónde vive?


—En Byron, eso es lo bueno, porque ella podría seguir viéndolo —Elena se colocó las gafas de sol sobre la cabeza para mirarlo a los ojos—. ¿Qué te parece?


—Si alguien puede hacer que eso salga bien, eres tú.


Pedro había estado frente al jefe de los Servicios Secretos solo unos días antes y el hombre, al escuchar el nombre de Elena, había cuestionado qué podría aportar su hermana.
Corazón. Elena habría llevado corazón al equipo.


—En dirección me pidieron que organizase un grupo de operaciones el otro día. Si lo hubiera hecho, te habría incluido a ti.


Elena dejó de sonreír.


—Pero no he aceptado —se apresuró a decir Pedro—. ¿Tú habrías querido?


—No, hace tiempo sí, pero ya no.


—Entonces he hecho bien.


Elena lo estudió atentamente, como si no lo conociera mejor que nadie, y a Pedro le dolió lo cerrado que se había vuelto en los últimos años, incluso para su familia.


—¿Qué tal estar libre de todo?


Pedro pensó en su nueva vida… y en una mujer a la que nunca olvidaría.


—Bien.


—Bueno, voy a investigar ese color mostaza —Elena bajó por la escalerilla hasta el interior del barco—. ¿En serio? ¿Has comprado un yate con cortinas de flores?


Pedro soltó una carcajada.


—Los propietarios no tenían buen ojo para el diseño.


—Ya, pero tú llevas aquí varios días y aún no las has quitado.


—He estado pensando en otras cosas.


En realidad, ni siquiera se había dado cuenta. Cuando se reunió con su hermana encontró la mitad de las cortinas tiradas en el suelo.


—A mí me gustan.


—De eso nada.


Elena quitó todas las cortinas y miró alrededor. El interior tenía un aspecto mucho más luminoso.


—No está mal. Incluso empiezan a gustarme los sofás de color mostaza.


—Los dormitorios están por aquí.


—¡Por el amor de Dios, alguien ha despellejado una vaca y la ha metido en tu dormitorio!


—Querrás decir tu dormitorio. El mío es el otro.


—De eso nada. La que pagó su mitad antes elige habitación.


Elena abrió la otra puerta y lanzó un alarido.


—¡Es morado, con una alfombra de color lima! Alucinante, de verdad. Esto no es un yate, es una discoteca. No puedo creer que lo hayas comprado.


—Llevaba algún tiempo en el mercado —dijo Pedro—. ¿No te gusta? A mí sí.


—Esto me supera. Conozco mis límites y necesito a Ruby.


—Pero navega bien, como un ángel.


—Pues venga, vamos a probarlo.


Acabaron en la isla Green, nadando hasta la playa por la tarde.


Elena se tumbó en la arena, dejándose acariciar por las olas, y Pedro se sentó a su lado, sorprendido por la paz interior que había encontrado en los últimos días tras dejar su trabajo y acostarse con una mujer en la que no podía dejar de pensar.


—¿Qué te parece Paula Chaves?


Elena levantó la cabeza.


—¿En qué sentido?


—Para mí.


—Bueno, no es tonta.


—¿Pero?


—¿Es posible para alguien en su puesto tener una relación decente o salir con alguien que ya no esté en ese mundo?


—No lo sé.


—¿Esa es la clase de relación que quieres?


Pedro se encogió de hombros.


—La verdad es que no lo sé.


—Tienes que ponerte en contacto con tus sentimientos.


—Dice la mujer que ha pasado diez años ignorando los suyos en lo que se refiere al amor.


—Bueno, yo soy lenta. ¿Qué se le va a hacer?


—No eres lenta.


—Te he echado de menos y me alegro mucho de que hayas vuelto —murmuró Elena entonces—. Y también me alegro de que muestres interés por una mujer, aunque no esté segura de que ella pueda darte lo que necesitas.


—¿Y qué necesito?


—Alguien que pueda estar a tu lado, que te apoye de manera incondicional, pero eso es mucho pedir porque yo sé hasta dónde puedes llegar con la gente a la que quieres.


Pedro miró el cielo, pensativo.


—Me gusta. Hay algo especial en ella.


—Bueno, pues ya me contarás cómo va el asunto.


—Eso no sería muy caballeroso.


—No, pero me lo contarás de todos modos.


Pedro no tuvo que volverse para saber que estaba sonriendo.


—Sí, es verdad







EL ESPIA: CAPITULO 17




Según Sam, Paula estaba hablando por teléfono.


—¿Cuánto tardará?


—Acaba de empezar y es una conferencia con varios jefes de sector.


—Solo necesito un minuto.


—No, no es posible —Sam miró su mochila con gesto receloso—. ¿Va a algún sitio?


—A buscar un barco y luego a la playa. Ya no tengo nada que hacer aquí.


—¿Ah, no?


—He presentado mi renuncia y solo quiero hablar un momento con Paula. Tengo que dejar algo en su escritorio, ni siquiera tendría que dejar de hablar.


—Puede dejarlo aquí.


—No, prefiero dárselo personalmente. Vamos, Sam, un último favor y no tendrás que volver a verme.


—Espere, lo acompaño. No hable si tiene los cascos puestos.


—No lo haré.


Sam abrió la puerta del despacho y Pedro la vio sentada tras el escritorio, con los cascos puestos y el escritorio lleno de papeles. Su expresión era una cautivadora combinación de concentración y serenidad, como si aquel fuese el mundo que le gustaba, como si estuviese hecha para ello.


Paula le había dicho que había buscado aquel puesto desde los quince años.


Sonriendo al ver que enarcaba una ceja, sacó la segunda copia del informe y la dejó sobre su escritorio, anotando a bolígrafo que solo había dos y qué dirección tenía el otro.


Ella asintió con la cabeza y siguió escuchando.


¿Más tarde?, escribió en un papel amarillo. Pedro negó con la cabeza.


Me voy a la playa, escribió. Y quieren verte en dirección.


Paula frunció el ceño.


—Sí, Clayton, lo entiendo —murmuró, concentrándose en la llamada.


Pedro la miró durante unos segundos como si quisiera memorizar su rostro.


Y luego salió del despacho.







martes, 28 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 16





Pedro estaba sentado frente a un escritorio, en el despacho temporal que usaban los agente especiales, mirando dos informes idénticos que había escrito a mano. En el informe había contado todo lo que se había guardado durante el interrogatorio oficial, todos los nombres de los que habían tratado con Antonov mientras estaba con él, los contratos, las empresas que había montado el difunto traficante de armas… todo escrito a mano. Ya no le quedaban cartas para seguir jugando.


Había terminado.


En dirección le habían pedido que tomase una decisión y no había necesitado mucho tiempo, de modo que subió a la oficina del jefe, en la que había estado el día anterior, y se detuvo frente a la secretaria que no era una secretaria, esperando que lo mirase.


No tuvo que esperar mucho.


—Señor Alfonso—su tono era cauto. Parecía como si supiera por qué estaba allí.


—Tengo un informe para el jefe. Contiene la información que reuní durante mi estancia con Antonov. Espero que sirva de algo.


Ella ni siquiera miró los papeles que había dejado sobre la mesa.


—¿Entonces se va?


—Me gusta la mujer que habían elegido. Me halaga que hayan pensado que podríamos llevar una división entre los dos. Habría aprendido mucho de ella —Pedro señaló la puerta—. Y de él. Respeto lo que hacen aquí, pero el bienestar de mi familia siempre será lo primero. No quiero alejarme de ellos y no quiero llevarlos al mundo oscuro que me ofrecen. Mi renuncia está al final del informe.


Ella lo miró solemnemente.


—Es cierto, esta vida no es para todo el mundo. Agradecemos que lo haya tomado en consideración. 
¿Podremos contar con usted en alguna ocasión?


—Si solo quieren consejo, sí. Si quieren acceso a mis fuentes o involucrar a mi familia, no.


—Tomo nota. Gracias por el informe, su renuncia será efectiva inmediatamente. ¿Quiere algo más?


—No.


—Si pasa por la sección Cinco, dígale a la señora Chaves que me gustaría verla cuando tenga un momento.


—Sí, claro —Pedro vaciló—. ¿Ese puesto ha sido ocupado alguna vez por una sola persona?


—Claro que sí —la mujer sonrió—. Y puede que vuelva a ocurrir.







EL ESPIA: CAPITULO 15




Paula despertó antes del amanecer. Su cuerpo conocía tan bien la rutina como su cerebro, pero el calor del hombre que estaba a su lado era nuevo para ella.


Pedro Alfonso abrió los ojos cuando empezó a apartarse.


—Buenos días.


En algún momento después del segundo orgasmo Paula lo había desatado. Y Pedro no quería parar. La besó por todas partes, acariciándola hasta llevarla a un nuevo orgasmo con los dedos, temblando y haciéndola sentir más querida que nunca.


Era tremendo.


Paula besó la curva de sus hombros como agradecimiento y sonrió cuando él volvió a cerrar los ojos.


—Hora de irme —murmuró. Tenía que darse una ducha y pasar por su casa para cambiarse de ropa antes de ir a trabajar—. Duerme.


—Te llevaré a casa —murmuró Pedro, medio dormido.


—No hace falta, tomaré un taxi.


—Te llevaré donde quieras, no discutas.


No era fácil discutir con un hombre medio dormido.


—Cabezota.


—Yo quiero pensar que soy decidido.


Paula pasó los dedos por su brazo y vio cómo su cuerpo respondía como si estuviera hecho para ese roce. Pero no era real. En su estado respondería de igual modo a cualquiera. No debería ver nada en ello.


—¿Puedo ducharme aquí?


—No tienes que preguntar —Pedro abrió los ojos un momento y volvió a cerrarlos—. ¿Has leído en algún sitio que no estoy de buen humor por las mañanas?


—No, pero soy observadora.


—Café, Paula, el café es la solución.


—O podrías dormirte otra vez —dijo ella, saltando de la cama.


En el cuarto de baño había geles y cremas caras, sus favoritas, y una ducha fantástica. Se sentía bien esa mañana… un poco dolorida en ciertos sitios, pero era un escozor agradable porque le recordaba lo que había pasado por la noche.


Se miró al espejo cuando salió de la ducha y vio a una mujer esbelta de pechos pequeños, caderas delgadas y un rostro que siempre había sido… especial, nunca hermoso.


Paula se inclinó hacia delante para mirarse de cerca y sintió cada uno de sus cuarenta años. La piel pálida, las arruguitas de responsabilidad alrededor de los ojos y en el entrecejo…


Demasiado mayor para él, le dijo una vocecita que no podía silenciar.


Estaba demasiado centrada en su trabajo como para tener una relación seria con nadie. La noche anterior ella sabía lo que necesitaba, nada más. Y se habían entendido porque sus deseos coincidían.


Entonces, ¿por qué la noche anterior le parecía un precioso regalo?


Pedro estaba levantándose cuando volvió al dormitorio con la ropa del día anterior y ligeramente maquillada. Él, con los vaqueros y la camisa en la mano, pasó a su lado con
una sonrisa.


—Dame cinco minutos.


Debería irse, pensó Paula.


En lugar de hacerlo se dirigió a la cocina del apartamento para hacer café. No iba a ser un café particularmente bueno, pero lo agradecería de todas formas.


Pedro se reunió con ella unos minutos después y su cara de agradecimiento habría sido gratificante si fuese por ella y no por el café.


—Gracias.


—De nada. ¿Cómo te encuentras esta mañana?


Pedro tardó unos segundos en contestar:
—Tranquilo, bien. He dormido, ¿y tú? ¿Cómo te sientes?


—Responsable, cansada, recelosa.


—No tienes por qué.


—Agradecida —dijo Paula entonces, tomando un sorbo de café—. Por la confianza.


Pedro se pasó una mano por el pelo y, por un momento, parecía perdido.


—Yo no… no soy siempre así en la cama.


—¿Cómo eres normalmente?


—Dominante.


—A veces está bien cambiar.


Él no parecía muy convencido.


—Pau, lo de anoche fue por mí y lo siento porque no debería haber sido así. ¿Qué sacas tú de esto? ¿Qué necesitas?


—No sé lo que quiero —respondió ella—. Disfruto de tu compañía, de tu cuerpo.


Y, si debía ser sincera del todo, disfrutaba de esa extraña vulnerabilidad que había en él.


—Sé que es un poco tarde, ¿pero existe alguna posibilidad de embarazo?


—Llevo un aparato anticonceptivo.


—Me lo imaginaba. De todas formas, debería haber preguntado.


—No era solo tu responsabilidad.


—Ya —Pedro volvió a pasarse una mano por el pelo en un gesto nervioso—. Las cosas son diferentes contigo, lo entiendo.


—¿Y eso es malo?


Pedro dejó la taza sobre la encimera, le quitó la suya y tomó su cara entre las manos para besarla. Paula sentía su ansia, su desesperación… la sentía hasta el alma. Cuando se apartó, los dos respiraban agitadamente.


—No, no es malo —murmuró—. Me das miedo, pero quiero más.


—¿Más de qué?


—De lo que sea.


—Hoy voy a tomar decisiones de trabajo, de estilo de vida, decisiones importantes. Espero que me apoyes.


Paula asintió. Le gustaba ver que recuperaba la confianza. 


Eso era lo que quería para él, que encontrase cierta paz en su vida.


—Creo que eso se da por sentado.











EL ESPIA: CAPITULO 14





Pedro estaba esperándola cuando salió del edificio y empezó a bajar las escaleras. Paula apresuró el paso, intentando ignorar los acelerados latidos de su corazón. 


Estaba apoyado en el capó de un coche, negro, deportivo, caro, como si tuviera todo el tiempo del mundo.


Llevaba unos vaqueros gastados, una camisa y una chaqueta de cuero y, con ese rostro tan atractivo y el brillo de inteligencia en los ojos azul oscuro, parecía el protagonista de una película de acción.


Dos de sus hermanos tenían cociente intelectual de genios. Pedro también hizo las pruebas cuando era más joven y había muchas razones para creer que había fallado deliberadamente.


Porque tenía cerebro, fuerza, una innata falta de respeto por la autoridad, valor y total lealtad a su familia.


Como jefa de sección, Paula no sabía cómo lidiar con él. 


Como mujer, sentía el deseo de meterse bajo su piel y hacer algo que los dos lamentarían.


No era una situación cómoda.


Pedro le abrió la puerta del coche y ella subió con una sonrisa en los labios.


—¿Dónde vamos? —le preguntó cuando ocupó el asiento del conductor.


—A un sitio agradable.


—¿Terreno neutral?


—Mi padre tiene un apartamento en un hotel, pero hace cinco años que no lo piso. ¿Eso es suficientemente neutral para ti?


—Ya veremos —respondió Paula—. ¿Está muy lejos?


—El conserje podría llamar a un taxi si lo necesitas.


—¿Voy a necesitarlo?


—No lo sé. En cualquier caso, puedes marcharte cuando quieras.


—Muy bien.


Paula se arrellanó en el asiento y cerró los ojos. La última reunión del día había sido difícil. Convencer a dirección para que le dieran prioridad a un proyecto siempre era agotador.


Habían quedado a cenar, pero no había tenido tiempo de pensar en ello y que Pedro se hubiera tomado la molestia de organizar la noche era de agradecer.


—¿Que tal ha ido tu reunión con los jefes?


—He conseguido algunas oportunidades profesionales inesperadas.


Podría haber dicho algo más, pero se quedó en silencio y Paula no insistió. Compartir información no era fácil para aquel hombre, había que ganarse su confianza poco a poco.
Paula abrió los ojos para mirarlo, inmediatamente cautivada por las duras líneas de su rostro y esos labios perfectamente formados. Era tan hermoso… dudaba que pudiera cansarse de mirarlo.


—Esta tarde he acariciado a un cachorro —dijo Pedro, sonriente—. No era mi cachorro, pero he pensado que sería buena idea seguir tu consejo. ¿Tienes alguna mascota, Pau?


—Mi abuelo tiene una tortuga y, aparentemente, yo voy a heredarla.


Él rio, un sonido que haría que cualquier mujer tomase nota porque era una risa, masculina, agradable y contagiosa.


El hotel al que la llevó tenía un aspecto poco impresionante por fuera. Un edificio antiguo con grandes puertas de madera y un conserje vestido de negro, pero el interior era otra cosa. Cualquiera se daría cuenta de que aquel era un lugar muy exclusivo; eso siempre que te dejasen entrar, claro.


Pedro entregó al conserje una tarjeta magnética y se colocó frente a una cámara de identificación. Paula también tuvo que entregar su documento de identidad porque en aquel hotel se tomaban la seguridad de sus clientes muy en serio.


—¿Tu familia tiene un apartamento aquí y nadie lo usa? —le preguntó mientras entraban en un ascensor con paredes de espejo y molduras de bronce, la clase de ascensor que usaría una princesa.


—Lo compró mi abuelo y mi padre lo ha conservado por razones sentimentales, creo. A veces lo usa para impresionar a alguien y, además, consigue beneficios. Tenemos un acuerdo con el hotel y cuando nadie de la familia lo usa se alquila como suite.


El apartamento al que la llevó era un ático de tres plantas con un comedor, un bar y un salón enorme en la planta baja, todo elegantemente amueblado. Era una suite que usarían altos dignatarios y jefes de Estado.


—¿Te parece bien el sitio? —le preguntó Pedro.


—Desde luego —respondió Paula. Opulencia, privacidad y el mejor servicio—. Tú sabías que me quedaría impresionada.


—No, solo esperaba que lo aprobases. No sabía qué haría falta para impresionarte.


—Lealtad, inteligencia, humor. Estoy impresionada.


—También soy vengativo, destructivo, inaccesible.


—Cosas sin importancia —dijo Paula—. Se te pasará.


Él rio, sus ojos cálidos y su expresión alegre.


—Ya veremos —murmuró, acercándose al bar—. ¿Qué quieres beber?


—Algo frío, agua con gas.


—¿Nunca bebes alcohol?


—Alguna vez, no es que no me guste. Es más bien que estoy permanentemente en guardia, esperando una llamada en cualquier momento.


—Eso es tener ética profesional.


Tal vez lo había dicho como una crítica, tal vez no. Paula no lo sabía.


—Mucha gente tiene ética profesional.


Pedro le ofreció la carta del servicio de habitaciones y se inclinó para leerla con ella. Paula no se apartó; le gustaba estar cerca de él y olía de maravilla, a madera, a sándalo. 


Debía ser su aftershave.


—Ternera con crema de verduras para mí —decidió—. Y créme brûlée después.


—Yo tomaré las costillas —dijo él—. Con patatas fritas y una ensalada para darle un aspecto saludable. Ah, y una cerveza. Soy un ser sencillo y no estoy de guardia —añadió, levantando el teléfono—. Enseguida subirán para poner la mesa y traernos unas tapas.


—Buen servicio.


—Siempre es así.


Ella inclinó a un lado la cabeza.


—¿Estás acostumbrado a este nivel de vida?


—No lo necesito —respondió él, encogiéndose de hombros—. Puedo vivir con mucho menos, pero sí, nací en una familia rica y nunca me faltó de nada. ¿Y tú?


—Yo estoy acostumbrada a mucho menos.


Pedro se acercó al estéreo y, un segundo después, las notas de una guitarra acústica llenaban la habitación. Un sonido entre español y alternativo.


—¿La has elegido tú?


—Probablemente Sergio, aunque reconozco la música. Es de mi juventud.


—¿Y esos recuerdos te relajan?


—Sí, son buenos recuerdos. Mis años de adolescencia fueron estupendos. Me creía invencible y pensaba que el mundo giraba a mi alrededor porque era así en realidad.


—¿Lo ves? Ya te he dicho que esas cosas se pasaban —dijo Paula.


Aquel hombre podría haber hecho lo que quisiera con su vida. Podría haber sido lo que quisiera, pero allí estaba.


—¿Por qué te uniste a ASIS?


—Creo que estaba buscando una causa. No sé, combinar actividades peligrosas y hacer algo que me pareciese justo.


—¿Y qué dijo tu padre de esa decisión?


—Nada —Pedro se encogió de hombros—. No es que no nos llevemos bien, pero no nos hemos visto mucho tras la muerte de mi madre. Sergio y Adriana se llevaron la peor parte, apenas lo conocen.


—¿Y les importa?


—No puedo hablar por ellos, pero quiero creer que aunque nuestro padre no les diera toda su atención cuando eran niños no se perdieron lo más importante. A Elena se le da bien unir a la gente, es muy mandona y yo también, pero los cuatro hemos sido siempre una familia. Seguimos siéndolo, aunque cada uno vive en una zona distinta del país.


—Me alegro de que te lleves bien con ellos.


—Damian también es parte de la familia —murmuró Pedro—. He estado pensando en algo que dijo el otro día, una cosa que me preguntó. Cómo afectaría a tu carrera que tú y yo estuviéramos juntos —añadió, sirviéndose un whisky.


—¿Ah, sí?


—Yo estoy pensando dejarlo todo. Si tenías intención de que fuéramos un equipo dentro de la organización, yo no estoy interesado.


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien la sorprendió y debía notarse en su cara porque Pedro esbozó una sonrisa.


—¿Un equipo? ¿En qué sentido?


—Me han ofrecido organizar una operación, siempre que te eligiera a ti por tu experiencia. Hablaron de entrenarme para un puesto de dirección y mencionaron tu nombre. Era como si te estuvieran ofreciendo en bandeja.


Hacía falta mucho para que Paula perdiese la serenidad, pero estaba empezando a enfadarse. Tomó un sorbo de agua y dejó el vaso sobre la barra mientras intentaba recuperar la calma.


—Si quieres dejar de trabajar para la sección, hazlo. Créeme si te digo que no estoy dispuesta a ser la amante de nadie para conseguir más poder. Si lo quisiera lo buscaría sola, no necesito a nadie.


—Eres muy sexy cuando te enfadas.


Pedro sonrió de nuevo, pero Paula lo fulminó con la mirada.


—No te pases. Tú pensabas que yo estaba de acuerdo.


—No he dicho eso. Te he contado lo que me han dicho y lo que yo estaba pensando, nada más.


—Y ahora sabes lo que pienso yo.


—Desde luego, lo has dejado muy claro —Pedro tomó un sorbo de whisky—. Pero sigo queriendo conocerte, Pau. Me gustaría explorar tus límites.


Un segundo después llamaron a la puerta. Eran un hombre y una mujer con el uniforme del hotel.


Paula observó en silencio mientras preparaban la mesa, con velas y todo.


—En quince minutos subiremos la cena —dijo el hombre antes de salir.


—Puedes marcharte cuando quieras, Pau —dijo Pedro, pero ella respiró profundamente antes de sentarse a la mesa.


—Tengo hambre. Necesito comer y relajarme y me gusta tu compañía. ¿No vas a sentarte conmigo? Puedes hablarme de tu vida.


Pedro se sentó frente a ella y Paula pensó que la luz de las velas le daba un aspecto aún más atractivo.


—Cuando tenía ocho años quería vivir en un submarino —empezó a decir—. Cuando muera quiero servir de comida a los peces.


—¿Piensas mucho en la muerte?


—Pienso más bien en sobrevivir —Pedro tomó un trozo de pan.


—Cuanto yo tenía ocho años quería ser periodista —dijo Paula.


—¿En serio?


—En mi casa se escuchaban las noticias a todas horas y los corresponsales extranjeros eran mis estrellas de cine. Tendrías que haber estado allí para entenderlo.


—Seguramente no habría estado allí porque a mí me gusta el aire libre… cualquier sitio donde haya agua, el mar, la lluvia.


—¿Es una canción?


—Puedes añadir tu propia estrofa —dijo él.


—A mí me gustan las duchas caliente con varios cabezales.


—Hedonista.


La conversación continuó mientras tomaban los aperitivos.


Que Pedro quisiera ser sincero y abierto con ella no significaba que le resultase fácil. Habían pasado años desde que compartió algo de sí mismo con alguien, aunque ella se le pusiera fácil.


Poco después subieron la cena y Pedro intentó relajarse, pero cada mirada, cada gesto inflamaba su deseo.


Cuando Paula apartó su plato al final de la cena y se echó hacia atrás en la silla para estudiarlo, Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a temblar; su deseo de tocarla era tan fuerte, tan incontenible.


—Pau…


Desearía que su voz no sonase tan ronca, pero así era. 


Quería olvidar, perderse en las sensaciones, no pensar en nada más que el placer, el sexo.


—¿Cómo te gusta el sexo?


Ella lo miró con esos ojos sabios.


—Suave y dulce no te interesa, ¿verdad?


—No, pero tampoco quiero romper nada. Especialmente a ti.


—Ha pasado algún tiempo para mí. Si lo hacemos, no me importa ser un poco temeraria.


Estaba diciendo lo que él esperaba escuchar con esa voz de whisky de malta. Claro que había leído su informe psicológico…


—Estoy intentando ser sincero —le dijo. Y tal vez intentando evitar el desastre—. Aparentemente, estoy necesitado de calor humano y tengo hambre de ti. Tengo que hacer un esfuerzo para no tocarte. Es un deseo tan profundo que me cuesta contenerlo. Si empezamos esto… si tú quieres… necesito saber que no te importa que sea un poco avaricioso.


Necesitaba algo más que un simple roce, más que una simple caricia, aunque no sabía dónde iba a llevarlos o cómo terminaría.


—Normalmente llevo la iniciativa en el sexo, pero…


Que pusiera dos años de abstinencia sobre la mesa, que no fuera capaz de controlase a sí mismo era muy excitante.


Paula se levantó para servirle otro whisky y lo llevó a la mesa, rozándolo con sus pechos. Pedro cerró los ojos cuando acarició su pelo, incapaz de hacer mucho más que controlar un deseo que amenazaba con explotar de un momento a otro.


—Hay otra manera de hacer esto —susurró Paula—. Una manera de quitarte el miedo.


—¿Ah, sí?


—¿Quieres que te ate, Pedro? ¿Eso ayudaría?


Él tragó saliva.


—Sí.


Paula lo besó despacio, con cuidado.


—Levántate —susurró. Y Pedro obedeció.


De alguna forma, llegaron al dormitorio sin romper nada.


Paula lo desnudó, pero conservó su corbata en la mano. Él sabía que la seda era consistente… de hecho, le había confiado su vida en más de una ocasión, pero si pensaba que una corbata iba a sujetarlo se confundía.


El nudo que usó para atarle las manos era impresionante.


—De espaldas, en la cama, con los brazos sobre la cabeza —le ordenó Paula antes de atravesar la habitación para tomar los cordones que sujetaban las cortinas.


«Eso tal vez».


Pedro suspiró, con la dignidad destrozada. Porque… sí, eso era lo que quería esa noche.


Paula ató sus manos al cabecero de la cama. Tuvo que sentarse a horcajadas sobre él para hacerlo. O tal vez no tenía que hacerlo. En cualquier caso, Pedro no iba a quejarse.


Levantó la cabeza, buscando con los labios la suave piel del interior de sus muslos y disfrutó del sabor salado y dulce antes de que ella se apartase.


Pero quería más y Paula lo ayudó levantando su vestido para revelar un conjunto de ropa interior de encaje, inclinándose luego para ofrecerle sus pechos.


Ella misma apartó el encaje del sujetador para darle acceso a sus pezones y Pedro se tomó su tiempo, lamiendo la suave piel hasta que por fin envolvió uno con los labios y chupó con fuerza profundamente satisfecho al ver el brillo ardiente de sus ojos.


Sí, le gustaba.


Pero entonces Paula se inclinó sobre él para probar la fuerza del nudo que sujetaba sus manos.


—No puedo moverlas.


—Mejor.


Paula pasó las manos por sus brazos y sus hombros antes de deslizarse sinuosamente sobre su cuerpo, acariciándolo con los labios hasta que no era más que una masa de deseo.


—¿Te gusta? —susurró.


—Sí —respondió Pedro, con voz ronca.


Entonces empezó a besarlo; unos besos largos, lánguidos, apasionados, como si tuviera todo el tiempo del mundo. 


Mientras su cuerpo aprendía la forma del cuerpo de Pedro y al revés. Lo besó hasta que estuvo duro como una piedra, intentando soltar sus manos en un momento de desesperación.


—No —susurró.


Pedro nunca había estado tan excitado. No había tenido un orgasmo solo con caricias desde que era un adolecente, pero esa noche era posible que ocurriera.


Y así sería si ella no paraba.


—Paula —susurró, tirando de las cuerdas que lo ataban—. No hagas que termine así, no te lo perdonaría.


—Relájate —dijo ella, apartándose—. ¿Qué quieres ahora? —le preguntó, acariciándolo con la punta de los dedos—. Pídemelo.


—Quiero sentir tu boca —respondió él—. Quiero mi lengua enterrada en ti.


Le gustaba el sexo sucio, glorioso y ardiente y la quería a ella tan desatada como él.


Pero nunca había lamentado tanto no poder usar las manos como cuando Paula cambió de postura para rozar su sexo con la lengua, ofreciéndole el suyo al mismo tiempo.


—Más fuerte.


Pedro intentaba ser delicado, pero obedeció la orden, enterrando su lengua en ella. Y cuando Paula lo rodeó con la boca no pudo más.


Allí, justo allí. Chupando y lamiendo. No había nada más en el mundo que su sabor y lo disfrutó. El olor de Paula, los gemidos de Paula…


Paula, su nombre era como una letanía dentro de su cabeza y cuando se apartó para apoyar la cara contra su pelvis supo que estaba cerca del orgasmo.


Ella se corrió en su lengua, todos sus músculos tan tensos que apenas podía respirar. Necesitaba su propio alivio como necesitaba respirar, pero aún no, aún no estaba preparado para que aquello terminase.


Y entonces ella se dio la vuelta para montarlo. Pedro disfrutaba de todo, la quemazón en sus hombros por el esfuerzo de tener los brazos levantados, el roce de sus dientes en el mentón, su aliento, su miembro envuelto en aquel guante de seda.


La tendría debajo si no tuviese las manos atadas al cabecero. Pero entonces habría perdido el control y aquello…


Aquello era exquisito.


Paula se sentó sobre él y empezó a pasar las uñas sobre un diminuto pezón, tirando de él con los dedos y apretándolo con fuerza. El dolor era como un afrodisíaco.


—Estoy tan llena de ti —susurró—. Voy a terminar otra vez.


Pedro intentó empujar hacia arriba, pero ella lo detuvo.


—Yo te diré cuándo.


—Paula… —murmuró, sintiendo que estaba en un mundo donde solo existían las sensaciones.


—¿Sigues conmigo?


Pedro tuvo que concentrarse para entender sus palabras.


—Sí.


—¿Sigues queriendo esto?


—No pares ahora, por favor.


—¿Quieres correrte ahora? ¿Así, atado de manos, aceptando lo que yo esté dispuesta a darte? ¿Esa es la clase de sexo que necesitas esta noche?


Que el Cielo lo ayudase, así era.


—Sí.


Los gemidos que emitían, una mezcla de placer y dolor, eran totalmente embriagadores. Y entonces Paula empezó a mover las caderas…


Y ese fue el final para Pedro.