martes, 28 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 15




Paula despertó antes del amanecer. Su cuerpo conocía tan bien la rutina como su cerebro, pero el calor del hombre que estaba a su lado era nuevo para ella.


Pedro Alfonso abrió los ojos cuando empezó a apartarse.


—Buenos días.


En algún momento después del segundo orgasmo Paula lo había desatado. Y Pedro no quería parar. La besó por todas partes, acariciándola hasta llevarla a un nuevo orgasmo con los dedos, temblando y haciéndola sentir más querida que nunca.


Era tremendo.


Paula besó la curva de sus hombros como agradecimiento y sonrió cuando él volvió a cerrar los ojos.


—Hora de irme —murmuró. Tenía que darse una ducha y pasar por su casa para cambiarse de ropa antes de ir a trabajar—. Duerme.


—Te llevaré a casa —murmuró Pedro, medio dormido.


—No hace falta, tomaré un taxi.


—Te llevaré donde quieras, no discutas.


No era fácil discutir con un hombre medio dormido.


—Cabezota.


—Yo quiero pensar que soy decidido.


Paula pasó los dedos por su brazo y vio cómo su cuerpo respondía como si estuviera hecho para ese roce. Pero no era real. En su estado respondería de igual modo a cualquiera. No debería ver nada en ello.


—¿Puedo ducharme aquí?


—No tienes que preguntar —Pedro abrió los ojos un momento y volvió a cerrarlos—. ¿Has leído en algún sitio que no estoy de buen humor por las mañanas?


—No, pero soy observadora.


—Café, Paula, el café es la solución.


—O podrías dormirte otra vez —dijo ella, saltando de la cama.


En el cuarto de baño había geles y cremas caras, sus favoritas, y una ducha fantástica. Se sentía bien esa mañana… un poco dolorida en ciertos sitios, pero era un escozor agradable porque le recordaba lo que había pasado por la noche.


Se miró al espejo cuando salió de la ducha y vio a una mujer esbelta de pechos pequeños, caderas delgadas y un rostro que siempre había sido… especial, nunca hermoso.


Paula se inclinó hacia delante para mirarse de cerca y sintió cada uno de sus cuarenta años. La piel pálida, las arruguitas de responsabilidad alrededor de los ojos y en el entrecejo…


Demasiado mayor para él, le dijo una vocecita que no podía silenciar.


Estaba demasiado centrada en su trabajo como para tener una relación seria con nadie. La noche anterior ella sabía lo que necesitaba, nada más. Y se habían entendido porque sus deseos coincidían.


Entonces, ¿por qué la noche anterior le parecía un precioso regalo?


Pedro estaba levantándose cuando volvió al dormitorio con la ropa del día anterior y ligeramente maquillada. Él, con los vaqueros y la camisa en la mano, pasó a su lado con
una sonrisa.


—Dame cinco minutos.


Debería irse, pensó Paula.


En lugar de hacerlo se dirigió a la cocina del apartamento para hacer café. No iba a ser un café particularmente bueno, pero lo agradecería de todas formas.


Pedro se reunió con ella unos minutos después y su cara de agradecimiento habría sido gratificante si fuese por ella y no por el café.


—Gracias.


—De nada. ¿Cómo te encuentras esta mañana?


Pedro tardó unos segundos en contestar:
—Tranquilo, bien. He dormido, ¿y tú? ¿Cómo te sientes?


—Responsable, cansada, recelosa.


—No tienes por qué.


—Agradecida —dijo Paula entonces, tomando un sorbo de café—. Por la confianza.


Pedro se pasó una mano por el pelo y, por un momento, parecía perdido.


—Yo no… no soy siempre así en la cama.


—¿Cómo eres normalmente?


—Dominante.


—A veces está bien cambiar.


Él no parecía muy convencido.


—Pau, lo de anoche fue por mí y lo siento porque no debería haber sido así. ¿Qué sacas tú de esto? ¿Qué necesitas?


—No sé lo que quiero —respondió ella—. Disfruto de tu compañía, de tu cuerpo.


Y, si debía ser sincera del todo, disfrutaba de esa extraña vulnerabilidad que había en él.


—Sé que es un poco tarde, ¿pero existe alguna posibilidad de embarazo?


—Llevo un aparato anticonceptivo.


—Me lo imaginaba. De todas formas, debería haber preguntado.


—No era solo tu responsabilidad.


—Ya —Pedro volvió a pasarse una mano por el pelo en un gesto nervioso—. Las cosas son diferentes contigo, lo entiendo.


—¿Y eso es malo?


Pedro dejó la taza sobre la encimera, le quitó la suya y tomó su cara entre las manos para besarla. Paula sentía su ansia, su desesperación… la sentía hasta el alma. Cuando se apartó, los dos respiraban agitadamente.


—No, no es malo —murmuró—. Me das miedo, pero quiero más.


—¿Más de qué?


—De lo que sea.


—Hoy voy a tomar decisiones de trabajo, de estilo de vida, decisiones importantes. Espero que me apoyes.


Paula asintió. Le gustaba ver que recuperaba la confianza. 


Eso era lo que quería para él, que encontrase cierta paz en su vida.


—Creo que eso se da por sentado.











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