lunes, 6 de julio de 2015
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 2
Pedro miró a su secretaria con expresión divertida. Paula era casi más competitiva que él, lo que pasaba era que ella no lo sabía.
Tampoco muchas más personas lo descubrirían a primera vista. Llevaba puestas unas gafas que siempre se le resbalaban por el puente de la nariz. Los cristales gruesos le daban a sus ojos gris azulados una expresión de leve sorpresa... como un topo pequeño y ansioso que parpadeaba a la luz del sol. Tenía una boca corriente, y el rostro delgado y las mejillas pálidas estaban enmarcados por un pelo castaño y liso.
Era de movimientos precisos y actitud estricta. Hablaba poco de sí misma, pero Pedro sabía que su padre había muerto cuando ella tenía unos cinco años. Como resultado de eso, no estaba acostumbrada al estilo de hablar de los hombres, menos aún a comprender la manera en que pensaban.
Tampoco tenía idea del objetivo, las reglas o incluso quiénes eran las estrellas de los juegos que les encantaban a los hombres. Ni de fútbol, hockey, béisbol... en definitiva, de ningún juego. Pedro había descubierto ese hecho asombroso a la semana de que empezara a trabajar para él. Le había mencionado a Michael Jordan y había quedado completamente aturdido cuando con absoluta sinceridad ella le había preguntado si Jordan trabajaba en el departamento de correo de la empresa.
En ese mismo instante había sabido que su nueva secretaria necesitaba ayuda. Necesitaba salir más, dejar de ser tan seria y tan correcta en todo momento. Relajarse un poco, potenciar su seguridad y aprender a sobrevivir en la gran ciudad. Y por encima de todo, como integrante de su equipo de adquisiciones, necesitaba desarrollar un poco de espíritu combativo. Y no había nada mejor para lograr esos objetivos que un poco de competencia sana.
¿Acaso la práctica del fútbol y del béisbol no lo había mantenido lejos de los problemas en el instituto? El boxeo, las prácticas de combate cuerpo a cuerpo, las partidas de póquer toda la noche, ¿no le habían mantenido la mente aguda y una actitud agresiva, por no mencionar la solvencia económica, durante su servicio con los marines? Por supuesto. Y en cuanto se licenció del ejército, su capacidad para jugar bien en el mundo corporativo, para no abandonar un trato hasta no haber conseguido los términos que buscaba, ¿no habían concluido por ayudarlo a conseguir el trabajo con Kane Haley, S.A.? Desde luego.
Y al ser el gran tipo que era, había tomado a Paula bajo su protección. Más o menos cada dos meses la había introducido en un juego nuevo, para ampliarle la experiencia y ayudarla a adoptar una actitud más relajada. Habían visto las reglas del hockey, del tenis, del fútbol y del béisbol, pero su juego favorito, de lejos, era el baloncesto con la papelera.
Ese sí que requería destreza.
No es que Paula tuviera alguna. Su percepción de la profundidad era nula y su coordinación dejaba mucho que desear. No obstante, al ir a recoger la pelota de gomaespuma que guardaba en la maceta de un helecho próximo a la ventana, supo que no podía evitar pensar que debía tener potencial para algo. Era esbelta para su altura de un metro sesenta y cinco aproximadamente y tenía piernas bonitas. Era de complexión bastante atlética... hasta que se la ponía a prueba.
Le arrojó la pelota y movió la cabeza cuando ella alargó los brazos con gesto torpe y falló en recogerla. «Patético... simplemente, patético».
Pero Pedro sabía que su falta de talento no le impedía entregarse al máximo. Paula siempre era reacia a participar al principio... tenía unas ideas anticuadas acerca del comportamiento correcto en el trabajo; pero después de que Pedro la hubiera instigado, tentado o forzado a participar, su naturaleza competitiva surgía con toda intensidad. Odiaba perder, y entraba en cada una de las ridículas competiciones con la fiera determinación de ganar.
Pedro ocultó una leve sonrisa al ver que ya fruncía el ceño por la distancia a la que había puesto el cubo.
—¿No está más lejos que la última vez? —preguntó dubitativa, subiéndose las gafas.
—No.
—Pero... ¡Pedro! —frunció más el ceño al verlo quitarse la chaqueta—. ¿Qué haces? El señor Haley...
—Le importa un bledo cómo me vista mientras cumpla con mi trabajo... y lo hago. Siempre —enarcó las cejas ante la expresión reprobatoria cuando comenzó a remangarse la camisa—. ¿No esperarás que juegue un partido serio con el traje?
—¿Por qué no? Sabes que me ganarás con o sin chaqueta.
Ese último comentario fue un susurro, pero Pedro lo oyó de todos modos. Igual que la coordinación, tenía un oído excelente. La miró con expresión de reproche.
—Eh, ¿no te doy siempre una oportunidad deportiva? —ella fue a responder, pero antes de que pudiera hacerlo, añadió—: Claro que sí. Yo tiraré desde el doble de distancia.
—Como si eso fuera a importar —gruñó Paula, pero sabía que estaba enganchada. Hizo un movimiento de práctica con la pelota hacia la canasta antes de continuar—: Creo que te gusta hacerme jugar porque de esa manera siempre puedes ganar.
Pedro contuvo otra sonrisa. No era típico de Paula quejarse tanto. Por lo general participaba en resignado silencio.
Con prudencia mantuvo la boca cerrada, aunque podría haberle dicho que no era ganarle lo que lo hacía disfrutar tanto, sino observar la fiera determinación que ella proyectaba en el juego. Como en ese momento, olvidada por completo la inminente llegada de Kane Haley y abandonada la expresión grave y distante que últimamente parecía considerar como la apropiada. Le dio unos minutos para que estudiara la distancia que había hasta la canasta, luego preguntó:
—¿Lista?
—Lista —asintió.
Alzó la pelota. Justo cuando iba a soltarla, él dijo:
—¡Espera!
Paula estuvo a punto de salir disparada del sillón. Jadeó, los ojos muy abiertos por la alarma, las gafas torcidas sobre su pequeña nariz.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —se enderezó las gafas y miró nerviosa hacia la puerta—. ¿Viene el señor Haley?
—No. Hemos olvidado hacer una apuesta.
—No quiero apostar —lo miró con ojos entrecerrados—. No paro de recordarte que las apuestas son ilegales.
—¿Crees que sería capaz de sugerir algo ilegal? —la expresión de ella dijo que sí, pero Pedro respondió por Paula—. Claro que no. Solo pensaba en una apuesta sencilla, amistosa... quizá de un pequeño intercambio de servicios.
—¿Qué servicios? —aún se mostraba suspicaz.
—Oh, no sé... —fingió meditarlo unos instantes—. Si ganas tú, ¿qué te parece que realice un donativo navideño al refugio de mujeres para el que recaudas fondos? Un donativo «generoso» —no hacía falta decirle que el cheque ya estaba hecho y listo para ser entregado, con o sin partida.
Eso la incentivaría.
Se le encendieron los ojos, pero al instante volvió a mostrarse cauta.
—Y si pierdo...
—Si pierdes, entonces solo tendrás que hacer unas pequeñas compras navideñas por mí. Elegir algo para algunas de mis amigas.
—¿Qué amigas?
—Oh, no sé. Quizá Emma. Y Malena. Y decididamente Nancy.
En ese momento sí que mostró su desaprobación... e indecisión. Pedro necesitó un esfuerzo para mantener la seriedad. La semana anterior le había pedido que eligiera unos regalos para las mujeres con las que salía en ese momento, y ella le había respondido con una indignada charla sobre lo personal que era hacer regalos y que no le parecía adecuado hacerlos por él. Él había escuchado su argumentación y le había dado la razón, pero no tenía ni idea de qué regalarle a una mujer y además odiaba salir de compras.
Sería mucho mejor que Paula los hiciera por él. Y sabía que en realidad no le planteaba mucha elección; el refugio de mujeres significaba mucho para ella. Se metía a fondo en cosas de ese estilo. Beneficencia, la iglesia. El nuevo servicio de cuidados infantiles que Maggie Steward, la asistente administrativa de Kane, estaba añadiendo a la corporación. Cualquier cosa que considerara que mejoraría la vida de alguien captaba siempre la atención de Paula.
Bajo ningún concepto sería capaz de rechazar un posible donativo.
—¿Qué dices? —se obligó a preguntarle—. Solo tendrás que comprar algo que le guste a una mujer. Todo cargado en mi tarjeta de crédito.
—Bien —respondió con los pequeños dientes blancos apretados.
Pedro supo que la había provocado de verdad. Paula tomó un bolígrafo y escribió una línea en su bloc de notas, e incluso se tomó el tiempo de garabatear algo en el margen.
Cuando al fin terminó, soltó el bolígrafo. Lo miró con ojos centelleantes, luego clavó la mirada furiosa en el cubo. Se acomodó las gafas, apretó la mandíbula delicada y se subió las mangas del jersey marrón. Incluso se adelantó hasta situarse en el mismo borde del sillón, mientras se ajustaba el bajo de la falda marrón a cuadros que se le había subido unos centímetros por encima de las rodillas.
Volvió a levantar el brazo. Con un movimiento de la muñeca, soltó la pelota.
El misil anaranjado salió disparado hacia el cubo y cayó... a un metro de distancia.
Pedro tuvo ganas de aullar ante la frustración que vio en su cara. Estaba rígida como un bate de béisbol, con los puños cerrados a los costados. Pero en vez de reírse movió la cabeza en falsa conmiseración.
—Ah, diablos. Es una pena —comentó con simpatía. Recogió la pelota de la moqueta—. Veamos si yo consigo mejorarlo.
Duplicó la distancia desde la que había tirado Paula. Luego, con un movimiento casual, arrojó el balón. Cuando se hundió justo por el centro de la canasta asintió satisfecho. Tuvo que reconocer que era bueno. Al mirarla para ver si apreciaba en su justa medida la proeza que acababa de realizar, la sonrisa le desapareció de la cara.
Paula parecía enferma. La piel pálida se le había puesto macilenta, y mientras la observaba, la vio hacer una mueca y cruzar los brazos sobre el estómago.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Claro —repuso, pero la palabra terminó con un pequeño jadeo—. Me duele un poco el estómago.
Él frunció el ceño al verla juntar más los brazos.
—¿Qué quieres decir con dolor? —quiso saber—. ¿Como una apendicitis?
—No. En serio... estoy bien.
—Hay un virus muy fuerte de la gripe...
—No es nada —insistió, desterrando su preocupación con un movimiento de la mano.
Sin embargo, un segundo más tarde se llevó la misma mano a la boca, con los ojos muy abiertos por la alarma. Se levantó de un salto, miró en la dirección del cubo, que aún seguía recubierto por la estúpida red, y salió corriendo por la puerta.
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 1
VAMOS, Paula.
—No.
—¿Por qué no? Nos sobra tiempo...
—No, no nos sobra —erguida en el sillón, Paula Chaves evitó los ojos de su jefe del otro lado de la amplia mesa de roble. Con la vista clavada en el horizonte de Chicago, visible por la ventana más allá de los anchos hombros de él, añadió—: El señor Haley podría venir en cualquier momento, y lo último que quiero es que el presidente de la compañía nos sorprenda tonteando.
—No llegará hasta dentro de treinta minutos...
—Veinte.
—Veinte. Es tiempo suficiente —Pedro Alfonso estudió la expresión inflexible de su secretaria—. Vamos, Paula, me ayudará a relajarme. La operación Bartlett me está estresando mucho.
Incapaz de evitarlo, Paula lo miró a la cara. Los ojos oscuros de él se encontraron con los suyos, y el estómago le dio un vuelco que no tenía nada que ver con los nervios que habían estado dominándola toda la mañana. Apartó la vista de esa mirada intensa, se subió las gafas sobre el puente de la nariz y lo observó, tratando de evaluar la verdad de la afirmación que acababa de hacer.
La verdad es que no parecía estrenado. Como de costumbre, estaba reclinado en su sillón con las piernas extendidas y las manos metidas en los bolsillos de su traje gris a medida. Aunque quizá sí sintiera la presión. Nadie mejor que ella sabía lo tenso que podía ser trabajar en la empresa contable Kane Haley, S.A., y a Pedro, como vicepresidente de Fusiones y Adquisiciones, se le planteaban suficientes retos.
Por otro lado, nadie mejor que ella sabía lo bueno que era Pedro para salirse con la suya. Ni siquiera la expresión absurdamente esperanzada que había puesto podía ocultar la obstinada determinación marcada en las líneas de su rostro. Pedro Alfonso era duro, y lo parecía... desde la complexión musculosa y compacta de su cuerpo de un metro ochenta hasta la inteligencia astuta y cínica que brillaba en sus ojos castaños.
Al captar un destello divertido en sus profundidades, Paula se puso aún más rígida.
—Pues a mí no me relaja —intentó que su voz suave sonara firme e implacable—. Yo solo termino con un montón de frustración.
—No pasará esta vez... lo prometo —afirmó él con celeridad.
Ella miró el bloc de notas y volvió a subirse las gafas que se habían deslizado por su nariz. Se concentró en el papel, fingiendo que añadía más cosas a la lista que había confeccionado.
—Incluso te dejaré salir.
Le tembló el bolígrafo. Para su propio disgusto, sintió que se ablandaba. Se mordió el labio mientras trataba de no ceder.
—Por favor, Pau... —la voz profunda de él se tornó persuasivamente ronca.
Los últimos vestigios de resistencia se desmoronaron. En los tres años que llevaba trabajando para Pedro, jamás había sido capaz de resistir ese tono entre exigente y suplicante.
No supo por qué creía que ese día iba a ser diferente.
Plantó el bloc de notas sobre el escritorio.
—De acuerdo... tú ganas. Jugaré una partida... ¡pero solo una! Y por el amor del cielo, que sea rápida.
Pedro se puso de pie de un salto con expresión de triunfo en la cara.
—¡Estupendo! Siéntate a mi escritorio. Prepararé las cosas.
Paula fue a ocupar el sillón de él. La piel magnífica aún retenía la calidez del cuerpo de Pedro; suspiró cuando el calor la ayudó a desterrar los pequeños escalofríos de sus extremidades. Ni siquiera el grueso jersey marrón ni la larga falda de lana que llevaba ese día la ayudaban mucho a estar templada.
Cruzó los brazos sobre el estómago cuando otro aguijonazo de dolor le tensó los músculos. No podía ser la gripe... no en ese momento. Desterró el inquietante pensamiento de que pudiera tratarse de otra cosa, algo más serio. No tenía tiempo para encarar ningún problema personal. Había demasiado trabajo. La reunión con el señor Haley esa mañana, las futuras reuniones que debía arreglar para preparar la adquisición Bartlett. Los contratos, la decoración para la fiesta de Navidad... la lista era interminable. Y por encima de todo tratar de manejar a un jefe que insistía en perder un tiempo precioso.
Observó a Pedro mientras se alejaba unos dos metros sobre la mullida moqueta para depositar la papelera metálica vacía en ese punto. Luego volvió hacia ella y de un cajón del escritorio sacó una pequeña canasta anaranjada con red.
Paula movió la cabeza al ver la satisfacción en su rostro mientras se ponía en cuclillas para acoplarlo al borde de la papelera.
—¿No te cansas nunca de estos juegos tontos?
—No —respondió sin molestarse en alzar la vista de lo que hacía—. Me gusta ganar.
—Lo más probable es que termines con una úlcera —le informó, y el pensamiento le provocó otra oleada de náuseas—. Eres demasiado competitivo.
UNA MUJER DIFERENTE: PROLOGO
Paula no podía creer que su jefe creyera que estaba embarazada, pero lo que realmente le había molestado era que Pedro parecía aliviado al enterarse de que no era así; era como si pensara que nadie podría quererla lo suficiente como para desear querer tener un hijo con ella.
Así que, para superar la ofensa, Paula decidió hacer todo lo posible para dejar con la boca abierta a su irresistible jefe.
En cuanto viera a la nueva Paula, Pedro no dudaría que cualquier hombre se moriría por estar con ella.
domingo, 5 de julio de 2015
MI ERROR: CAPITULO FINAL
Durante las Navidades acudieron a una iglesia para darle las gracias a quien fuera por acordarse de ellos. Y después, mientras Miranda y Daniela viajaban por países exóticos explorando las posibilidades del documental, Pedro y Paula pasaron un fabuloso mes solos.
Lo pasaron en grande haciendo planes para su nueva casa, relajados el uno en la compañía del otro, descubriendo los sencillos placeres del matrimonio por primera vez.
Cocinando juntos, durmiendo juntos, paseando del brazo…
Fue muy duro separarse mientras filmaban el documental, pero emocionante también. La nueva confianza de Paula le daba una madurez que había despertado interés por el documental incluso antes de que se estrenase.
Cuando Miranda y ella estaban ayudando a Daniela en el parto, y dándole la bienvenida al mundo a su nuevo sobrino, ya habían conseguido media docena de nominaciones.
Pero la noche que ganaron el primer premio, Paula estaba en el hospital con contracciones.Pedro a su lado, ayudándola, completamente sereno hasta que el médico le puso a su hija en los brazos.
Entonces, mudo de emoción, sólo pudo mirar a Paula con lágrimas en los ojos.
—Es tan pequeña, tan indefensa… como un cachorro —murmuró cuando por fin pudo hablar.
—Deberíamos llamarla Olivia —sugirió Paula.
—Olivia… bonito nombre. Pero Miranda y Daniela están esperando noticias…
—¿Te importaría llamar también a Clara y Simone? Dijeron que podíamos llamarlas a cualquier hora del día o de la noche.
—Ahora mismo. Quiero contarle a todo el mundo que soy padre —sonrió Pedro, poniendo a la niña en sus brazos—. ¿Te he dicho que te quiero, Paula? —susurró, besando su frente.
—Con cada palabra de ánimo, mi amor —ella tomó su mano y besó la palma, donde le había clavado las uñas—. Y, sobre todo, cuando lloraste.
Pedro miró a su mujer que, agotada, empezaba a cerrar los ojos.
—Te prometo que no hay un solo hombre en la tierra que se sienta más amado, más bendecido que yo en este momento —le dijo, bajito, para no molestarla.
Fin
MI ERROR: CAPITULO 24
Cuando sonó el timbre, Paula apagó el secador.
—Seguro que son los de la mudanza pidiendo una taza de café. ¿Puedes abrir, Daniela?
—Sí, claro.
Paula se pellizcó las mejillas para darles un poco de color y se puso unos pendientes. Y entonces se dio cuenta de que todo estaba en silencio.
—¿Daniela?
—Tu hermana se ha ido con Miranda a comer.
Paula se dio la vuelta, sobresaltada. Pedro estaba en la puerta de la habitación, mirándola.
—En el mensaje decías que querías verme para hablar del futuro.
—Pero si lo envié hace dos segundos…
—Estaba abajo.
—Pero el piso está vacío. Lleva semanas vacío…
—No, ya no. Acabo de tomar posesión de mi última adquisición. ¿Para qué querías verme, Paula?
—¿Has comprado el piso de abajo?
—En realidad, he comprado toda la casa —contestó él, impaciente—. Toda menos este piso. ¿Te molesta?
—Depende de la razón. ¿Piensas venirte a vivir aquí?
—Sí… no… —Pedro sacudió la cabeza—. Mira, si quieres que hablemos del divorcio…
—¿Qué? No, no —Paula tomó una bolsa de seda de la cómoda—. Toma, es para ti.
—¿Qué es?
—Ábrelo y lo verás.
Encogiéndose de hombros, Pedro se aflojó la corbata y colocó la bolsa sobre la cama. En cada compartimento de la bolsa había una barrita de plástico. Cada una, ligeramente diferente a la anterior. Él nunca había visto una de cerca, pero no había que ser un genio para adivinar lo que eran. Lo que no entendía era qué hacía Paula con ellas. Hasta que vio la última. Donde decía una sola palabra.
Embarazada.
Pensaba que sabía lo que era el dolor, que sabía de cuántas maneras podía partirse un corazón. Pero en aquel momento supo que no era así.
—Oh, amor mío… —Pedro cayó de rodillas, abrazado a su cintura—. ¿Qué has hecho?
—¿Yo?
—¿Ha sido un donante? ¿Estabas tan desesperada?
—No… no lo entiendes, Pedro. Esto es un milagro. Tú pediste uno, ¿te acuerdas? Para mí —Paula se puso de rodillas para mirarlo a los ojos—. Es tu hijo, Pedro. Nuestro hijo.
—¿Nuestro hijo? —repitió él, confuso—. Pero yo no…
—Pensé que el médico te había dicho que la vasectomía era irreversible. Que no se podía hacer nada.
—No. Él hizo lo que pudo, pero me advirtió que no podía garantizarme nada.
—Habríamos tenido alguna oportunidad si yo no hubiera estado tomando la píldora durante los últimos tres años, ¿no te parece? —sonrió Paula.
—Pero… tú querías un hijo. ¿Por qué tomabas la píldora?
—Vi tu cara, Pedro. No tenías que decirme que no querías hijos. Pasé veinticuatro horas sola en una isla acostumbrándome a la idea. Y, al final, decidí quedarme contigo. No por dinero ni por seguridad, sino porque te quería.
—Yo no sabía…
Paula lo interrumpió con un beso.
—Ya lo sé.
—¿Dejaste de tomar la píldora cuando te fuiste de casa?
—Ya no la necesitaba —sonrió ella—. No pensaba acostarme con nadie más.
—Y espero que siga siendo así —dijo Pedro, apartándose luego para mirarla a los ojos—. ¿Nuestro hijo?
—Pedro, los niños necesitan padres que los quieran. Sé que esto no era lo que tú deseabas y quiero que sepas que puedo hacerlo sola…
—No tendrás que volver a hacer nada sola, Paula. Tienes razón, esto es un milagro. Pero el mayor milagro no es que me quisieras lo suficiente como para quedarte, sino que encontrases valor para dejarme. Para obligarme a reconocer la verdad. Te quiero, Paula Chaves y quiero a nuestro hijo. ¿O vas a decirme que yo no soy el primero, que tu hermana sigue siendo lo más importante?
—Fue Daniela quien me pidió que te llamara.
—¿En serio?
—Y te advierto que está planeando unas Navidades de película.
—Si estoy contigo me da igual pasar las Navidades en una tienda de campaña en el desierto. Pero mi plan es restaurar la casa poco a poco. Hacerla tan acogedora que te enamores de ella.
—¿Y la casa de Belgravia?
—¿Volverías allí?
—Prefiero una tienda de campaña.
—Entonces, es historia.
—¿Estás seguro?
—No he estado más seguro de nada en toda mi vida. Ojalá pudiera borrar los últimos tres años para empezar de nuevo…
—¿Lo dices de verdad?
—Con todo mi corazón.
Seguían de rodillas en el suelo, cara a cara, y Paula tomó la suya entre las manos.
—Yo, Paula Chaves, te acepto, Pedro Alfonso, como esposo, para amarte y honrarte. En la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe…
Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando Pedro repitió la promesa que había hecho tres años antes:
—A partir de este momento —musitó, buscando sus labios— y hasta el fin de nuestros días.
MI ERROR: CAPITULO 23
Paula, sentada en el borde de la bañera, miraba el artilugio que tenía en la mano. Aquella palabra.
Embarazada.
A su alrededor, el mundo seguía adelante. Los ruidos en el piso de abajo, un motorista pasando a toda velocidad por la calle, un niño llorando en alguna parte…
—¿Paula? —la llamó Daniela, nerviosa—. ¿Puedo entrar? —sin esperar respuesta, entró en el cuarto de baño y dejó escapar un suspiro—. Odio decir esto, pero…
—No puede ser.
—Oh, Paula… —Daniela la abrazó—. No pasa nada, de verdad.
—No, no, es imposible.
Ella quería que fuese cierto, anhelaba que lo fuera con toda su alma. Pero no podía ser.
—Tendría que ser un milagro.
Pedro había suplicado uno. Por ella, pensó. Pero nada había cambiado para él.
—Podría ser un error —dijo Daniela, como si estuviera hablando con una niña—. ¿Por qué no compramos otro? De otra clase, de los antiguos.
Una hora después estaban rodeadas de cajitas vacías y todas las pruebas daban el mismo resultado: puntitos rosas, rayitas rosas.
Embarazada. Embarazada. Embarazada.
—Queda uno —dijo Daniela.
—No creo que consiga una gota más.
—¿Y entonces qué? ¿Estás dispuesta a aceptar que es verdad? No es tan horrible, mujer. Y nuestros hijos serán casi gemelos.
—Tú no lo entiendes…
—Yo creo que sí. Rechazaste a Pedro por mi culpa, ¿verdad? Aunque estás loca por él.
—No.
—Entonces, ¿por qué no ha venido a verte?
—Porque está ocupado.
—Si ni siquiera te llama por teléfono…
Paula, incapaz hablar, negó con la cabeza.
—Me marcho a Sudamérica después de Navidad, pero no creo que pueda irme y dejarte sola ahora.
—No seas boba. Yo sé cuidar de mí misma.
—No estoy tan segura. No, vamos a hacer un trato: llama a Pedro o Miranda tendrá que encontrar a otra que le haga los recados.
—Daniela… —Paula tomó su mano—. Tú sabes que yo nunca te dejaría, ¿verdad? Que siempre estaré aquí.
—Sí, Paula, lo sé. Bueno, ¿a qué estamos esperando? Llama a Pedro picapiedra y dile que, le hayan dado un cortecito o no, va a ser papá.
***
Pedro había usado el trabajo desde la época del colegio para olvidar el vacío de su vida. Y, por primera vez, no estaba funcionando.
Había dejado de ir a la oficina, encargando de todo a sus jefes de sección con la excusa de que tenía que reformar la casa de Camden.
Cuando vio el piso en venta le había parecido una señal.
Qué iba a hacer con él, aún no lo tenía decidido. Pero entonces Daniela apareció y todo le pareció tan simple… Lo convertiría en un apartamento para Daniela y él sería un amigo, un padre…
Estúpido.
Con las llaves en la mano, las habitaciones vacías riéndose de él, no era capaz de hacer que nada le importase.
Entonces sonó su móvil para advertirle de que tenía un mensaje de texto. Su primera reacción fue ignorarlo, pero había gente que dependía de él, de quien era responsable.
De modo que lo sacó del bolsillo y leyó el mensaje. No se le había ocurrido que aquel día pudiese acabar peor, pero así era.
sábado, 4 de julio de 2015
MI ERROR: CAPITULO 22
Paula empezó, de forma irracional, a odiar el timbre. No por quien pudiera ser, gente de la cadena, su representante, que no parecía entender la palabra «no», sino por quien no era.
¿Se podía ser más tonta?
Primero dejaba a Pedro porque era un marido frío y luego, cuando él le desnudaba su alma y admitía que estaba dispuesto a olvidar sus miedos para darle lo que quería, volvía a rechazarlo, poniendo a su hermana por delante. Le había dejado bien claro que él era el segundo y ningún hombre soportaría eso. Especialmente un hombre como Pedro Alfonso.
Paula levantó el telefonillo.
—¿Quién es?
—Soy Miranda. ¿Puedo subir?
Paula pulsó el botón. Nunca podría sustituir a Pedro, pero su hermana respiraba el mismo aire, hablaba con él, podría decirle cómo estaba…
—Bonito sofá —sonrió Miranda, entrando en el salón con uno de sus espectaculares conjuntos—. Muy llamativo. Pedro me dijo que tu apartamento tenía cierto encanto…
—¿Ah, sí? ¿Y qué más te dijo?
—Pensé que ese comentario estaba influido por la pasión, pero es verdad. Claro que lo que deberías hacer es reformar la casa de Belgravia, convertirla en un hogar. El piso de arriba podría ser un apartamento para Daniela. Allí hay mucho más sitio para una cuna…
Ah, claro, estaba siendo irónica.
—¿Se puede saber qué quieres, Miranda? —la interrumpió Paula, irritada.
—Nada, es con tu hermana con quien quiero hablar —contestó ella, volviéndose hacia Daniela—. Te vi en televisión el mes pasado. Tienes la misma sonrisa que tu hermana y, casi con toda seguridad, el resto de ti empezará a parecerse a ella dentro de poco. La maternidad puede hacer maravillas, tengo entendido. Soy Miranda Alfonso, la hermana de Pedro.
—Pedro Picapiedra y Cruella de Ville —replicó Daniela—. Bonita pareja.
Miranda soltó una carcajada.
—Una Paula con mal genio. Me encanta, vamos a llevarnos bien.
Daniela y Miranda, por increíble que pudiese parecer, empezaron a charlar animadamente mientras Paula hacía un café. Pero cuando volvió al salón con la bandeja y abrió las ventanas su hermana protestó:
—¿Quieres matarnos de frío, Paula?
—¿No tenéis calor?
—¡No!
—Ah, pues no sé… a lo mejor he pillado un virus o algo.
—Sí, tienes los mismos síntomas que Pedro —dijo Miranda.
—¿No se encuentra bien?
—Nada que una noche de sueño no pudiese curar. ¿Por qué no te echas un rato?
—Estoy bien… —empezó a decir Paula. Pero el olor de la leche caliente la hizo ir corriendo al baño. Y se negó a dejar que Miranda o su hermana la atendieran—. Estoy bien, en serio. Debe de ser algún virus de ésos que andan por ahí. Voy a tumbarme un rato.
Miranda seguía allí cuando salió de la habitación una hora después, ligeramente mareada de la siesta y muerta de hambre.
—¿Y esa pizza?
—La hemos pedido por teléfono.
—Ah, espero que tenga anchoas.
—¿Qué pasa con vosotros dos y las anchoas? —suspiró Miranda.
—¿Anchoas? Pero si tú las odias —dijo Daniela, sorprendida.
—Es que me apetece algo salado —respondió Paula, engullendo un trozo de pizza—. ¿Qué? ¿Por qué me miráis así?
Daniela y Miranda sacudieron la cabeza al unísono.
—Me he involucrado en un proyecto para niños del Tercer Mundo —dijo Miranda entonces—. Por lo visto, después de tu excursión al Himalaya la gente ha protestado y a los políticos no les gustan las críticas. Hay que hacer algo, la cuestión es qué.
—¿Quieres ideas?
—Yo había pensado en algo más que eso, si quieres que te sea sincera. Lo que necesito es alguien que le enseñe al mundo cómo están las cosas. Un embajador de los niños de la calle, por así decir. Y, con tus credenciales, tú pareces la elección más acertada.
—Miranda quiere que vaya con ella —dijo Daniela entonces—. Como su ayudante.
—Pero estás embarazada.
—¿Y qué? Estamos en el siglo XXI, las mujeres embarazadas trabajan. Vamos a ir a Sudamérica, a Oriente…
—¿Qué?
—Yo cuidaré de ella, Paula —dijo Miranda.
—¿Ha sido idea tuya?
—¿Crees que Pedro está detrás de esto? Te lo aseguro, me ha prohibido expresamente pedirte ayuda.
—Ah —Paula se sentía como un neumático sin aire. Era como lo del timbre. Sabía que no podía ser él y, aun así, seguía esperando.
—Por favor, di que sí —le suplicó su hermana.
Paula lo pensó un momento. Daniela deprimida e irritable tumbada en el sofá todo el día o con un trabajo nuevo, un futuro por delante…
Y no solo Daniela. También era una oportunidad de hacer algo importante para ella.
—En fin, supongo que lo mejor será que vayas a solicitar un visado.
****
—¿La has visto? ¿Cómo está?
—Un poco cansada, la verdad —Miranda se tumbó en el sofá de la biblioteca—. Algún virus, seguro. ¿Sabes que el piso de abajo está en venta?
—Ya no.
—¿Lo has comprado tú?
—Sí.
—¿Y ella lo sabe?
—Aún no. Y también he comprado los otros dos —dijo Pedro entonces.
—¿Estaban en venta?
—Todo está en venta cuando uno ofrece la cantidad adecuada.
—¿Y tu plan es…?
—No tengo ni idea, si quieres que te diga la verdad.
—Cuando me haya llevado a Daniela a Sudamérica no habrá moros en la costa —sonrió Miranda—. Puedes mudarte al piso de abajo y perseguir a la señorita… invitarla a pizza. Pero que tenga anchoas.
—Paula odia las anchoas.
—¿Ah, sí? Pues quién lo diría. En fin, piénsatelo, ¿quieres?
****
—¿Se puede saber qué está pasando abajo? —preguntó Paula.
El ruido la estaba volviendo loca. No, todo la estaba volviendo loca. Incluyendo que su apartamento, que ella quería minimalista, hubiera sido invadido por un duende de la Navidad en forma de Daniela. Y que todo aquello sobre lo que se pudiera poner un adorno tenía un adorno, una bombilla, una guirnalda…
Que el congelador estuviera lleno de comida que la ponía enferma sólo con mirarla.
Que lo único que quisiera hacer fuera tumbarse en una habitación con las cortinas echadas…
—Los inquilinos del piso de abajo se mudan hoy —le informó Daniela.
—¿Qué es eso? —preguntó Paula al ver que su hermana llevaba un paquete en las manos.
—Un regalo de Navidad por adelantado. Algo que podría resultarte útil.
Paula se incorporó en la cama, pensando que no debía ser tan gruñona. Al fin y al cabo, Daniela merecía tener una Navidad feliz.
—Qué detalle, muchas gracias —besó a su hermana antes de rasgar el papel de regalo, pero arrugó el ceño al ver la cajita que había dentro—. ¿Qué es esto?
—Una prueba de embarazo. De última generación; ni siquiera tienes que buscar un puntito rosa. Directamente dice: Embarazada o No embarazada. ¿A que mola?
Paula tragó saliva. No molaba nada.
—Yo no estoy embarazada.
—Te encuentras mal todo el tiempo, no tienes apetito, estás agotada, tienes sueño… y en el armario de la cocina hay suficientes latas de anchoas como para que te duren toda la vida. Y ayer te pillé metiendo los dedos en el frasco de los pepinillos —sonrió Daniela—. Por no hablar de que te pones verde cuando hueles la leche. Hace dos meses, ésa era yo. Salvo por los pepinillos.
—A mí me gustan los pepinillos.
—¿Te duelen los pechos? He notado que últimamente no te pones sujetador.
—Sí, bueno, pero…
—Pero nada. Deja de poner excusas, Paula. Tienes que dejar de esconderte y admitir la verdad: estás preñada. O sea, en cristiano, que te han metido un gol.
—No, cariño —Paula apartó un mechón de pelo de su frente—. Tú no lo entiendes. No puedo estar embarazada.
—Pues lo disimulas muy bien.
—Es un virus. Algo que debí de pillar cuando estuve de viaje.
—No, Paula…
—Pedro no puede tener hijos. Se hizo una vasectomía hace años.
—Ah, entonces alguien ha ido por ahí haciendo cosas malas.
—¡Oye!
—Era una broma —Daniela señaló la cajita—. El cuarto de baño es por ahí. ¿Quieres que te lea las instrucciones?
—Esto es una bobada…
—¿Ah, sí? Pues demuéstramelo.
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