lunes, 6 de julio de 2015
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 1
VAMOS, Paula.
—No.
—¿Por qué no? Nos sobra tiempo...
—No, no nos sobra —erguida en el sillón, Paula Chaves evitó los ojos de su jefe del otro lado de la amplia mesa de roble. Con la vista clavada en el horizonte de Chicago, visible por la ventana más allá de los anchos hombros de él, añadió—: El señor Haley podría venir en cualquier momento, y lo último que quiero es que el presidente de la compañía nos sorprenda tonteando.
—No llegará hasta dentro de treinta minutos...
—Veinte.
—Veinte. Es tiempo suficiente —Pedro Alfonso estudió la expresión inflexible de su secretaria—. Vamos, Paula, me ayudará a relajarme. La operación Bartlett me está estresando mucho.
Incapaz de evitarlo, Paula lo miró a la cara. Los ojos oscuros de él se encontraron con los suyos, y el estómago le dio un vuelco que no tenía nada que ver con los nervios que habían estado dominándola toda la mañana. Apartó la vista de esa mirada intensa, se subió las gafas sobre el puente de la nariz y lo observó, tratando de evaluar la verdad de la afirmación que acababa de hacer.
La verdad es que no parecía estrenado. Como de costumbre, estaba reclinado en su sillón con las piernas extendidas y las manos metidas en los bolsillos de su traje gris a medida. Aunque quizá sí sintiera la presión. Nadie mejor que ella sabía lo tenso que podía ser trabajar en la empresa contable Kane Haley, S.A., y a Pedro, como vicepresidente de Fusiones y Adquisiciones, se le planteaban suficientes retos.
Por otro lado, nadie mejor que ella sabía lo bueno que era Pedro para salirse con la suya. Ni siquiera la expresión absurdamente esperanzada que había puesto podía ocultar la obstinada determinación marcada en las líneas de su rostro. Pedro Alfonso era duro, y lo parecía... desde la complexión musculosa y compacta de su cuerpo de un metro ochenta hasta la inteligencia astuta y cínica que brillaba en sus ojos castaños.
Al captar un destello divertido en sus profundidades, Paula se puso aún más rígida.
—Pues a mí no me relaja —intentó que su voz suave sonara firme e implacable—. Yo solo termino con un montón de frustración.
—No pasará esta vez... lo prometo —afirmó él con celeridad.
Ella miró el bloc de notas y volvió a subirse las gafas que se habían deslizado por su nariz. Se concentró en el papel, fingiendo que añadía más cosas a la lista que había confeccionado.
—Incluso te dejaré salir.
Le tembló el bolígrafo. Para su propio disgusto, sintió que se ablandaba. Se mordió el labio mientras trataba de no ceder.
—Por favor, Pau... —la voz profunda de él se tornó persuasivamente ronca.
Los últimos vestigios de resistencia se desmoronaron. En los tres años que llevaba trabajando para Pedro, jamás había sido capaz de resistir ese tono entre exigente y suplicante.
No supo por qué creía que ese día iba a ser diferente.
Plantó el bloc de notas sobre el escritorio.
—De acuerdo... tú ganas. Jugaré una partida... ¡pero solo una! Y por el amor del cielo, que sea rápida.
Pedro se puso de pie de un salto con expresión de triunfo en la cara.
—¡Estupendo! Siéntate a mi escritorio. Prepararé las cosas.
Paula fue a ocupar el sillón de él. La piel magnífica aún retenía la calidez del cuerpo de Pedro; suspiró cuando el calor la ayudó a desterrar los pequeños escalofríos de sus extremidades. Ni siquiera el grueso jersey marrón ni la larga falda de lana que llevaba ese día la ayudaban mucho a estar templada.
Cruzó los brazos sobre el estómago cuando otro aguijonazo de dolor le tensó los músculos. No podía ser la gripe... no en ese momento. Desterró el inquietante pensamiento de que pudiera tratarse de otra cosa, algo más serio. No tenía tiempo para encarar ningún problema personal. Había demasiado trabajo. La reunión con el señor Haley esa mañana, las futuras reuniones que debía arreglar para preparar la adquisición Bartlett. Los contratos, la decoración para la fiesta de Navidad... la lista era interminable. Y por encima de todo tratar de manejar a un jefe que insistía en perder un tiempo precioso.
Observó a Pedro mientras se alejaba unos dos metros sobre la mullida moqueta para depositar la papelera metálica vacía en ese punto. Luego volvió hacia ella y de un cajón del escritorio sacó una pequeña canasta anaranjada con red.
Paula movió la cabeza al ver la satisfacción en su rostro mientras se ponía en cuclillas para acoplarlo al borde de la papelera.
—¿No te cansas nunca de estos juegos tontos?
—No —respondió sin molestarse en alzar la vista de lo que hacía—. Me gusta ganar.
—Lo más probable es que termines con una úlcera —le informó, y el pensamiento le provocó otra oleada de náuseas—. Eres demasiado competitivo.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario